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miércoles, 16 de septiembre de 2015

[Política] Sobre la reforma de la Constitución. Tres opiniones distintas





Viñeta de Forges


Esta entrada es continuación premeditada y alevosa de la del pasado día 9, titulada "Sobre la reforma de la Constitución. Cuestiones previas". Y si aquella se centraba sobre todo en las cuestiones previas de procedimiento que deberían abordarse a la hora de plantear cualquier posible (y deseable y necesaria) reforma de la Constitución de 1978, esta de hoy se centra ya en cuestiones más concretas. Por ejemplo las que han planteado en estos días tres personalidades del mundo académico, político y profesional: Joseba Arregi (1946), ensayista y exconsejero del gobierno vasco; José María Ruiz Soroa (1947), abogado y exprofesor universitario; y Gabriel Tortella (1936), economista e historiador.

El artículo de Joseba Arregi se titula, también, "Cuestiones previas". Fue publicado en el diario El Mundo el pasado día 1 y comienza diciendo que desde el momento en el que el PP parece haber asumido la necesidad y la posibilidad de la reforma de la Constitución -aunque últimas voces parecen restringir dicha posibilidad-, todo apunta a que en la próxima legislatura los partidos políticos presentes en la cámara de los diputados van a tratar de buscar los acuerdos necesarios para iniciar el proceso de alguna reforma constitucional. Pero la imperiosa necesidad de reforma, que para muchos es evidente, viene acompañada de la distancia insuperable que parece existir entre las distintas propuestas de reforma que se manejan en los distintos partidos. Y pudiera ser que el fruto de tanto debate al final no sea otro que el de una nueva frustración colectiva, algo que debiera evitarse a toda costa.

Para ello no estará de menos analizar y tratar de aclarar, sigue diciendo, algunas cuestiones previas. La primera, rememorar en qué consiste la constitución de una comunidad política o nación política, que para él es transformar lo que es una realidad histórica contingente y particular, por medio del sometimiento al imperio del derecho, en una comunidad política, superadora de contingencias e identidades culturales particulares, y por ello tendencialmente universal. 

La segunda de las cuestiones previas para que cualquier proceso de reforma de la Constitución pueda tener visos de éxito, añade, es reconocer que todos los que participan en el acuerdo básico constituyente son acreedores a la misma legitimidad democrática. No tiene sentido proceder, dice, a una reforma de la Constitución, a consolidar la nación política ya constituida, si uno de los partidos básicos del sistema desconfía radicalmente de la fidelidad constitucional del otro partido básico, y si éste cae permanentemente en la tentación de negar legitimidad democrática al primero.

La tercera cuestión previa consiste en deslindar lo que debe entrar en el proceso de reforma y lo que no, y tener muy claro lo que implica que una determinada cuestión entre o no entre en la reforma: lo que el Estado nunca puede hacer, y lo que el Estado no puede dejar de hacer.

El segundo artículo al que hago referencia, el de José María Ruiz Soroa, se publicó el pasado 14 de agosto en el diario El País bajo el título de "Iguales y diferentes", y se inicia con una rotunda declaración de principios cuando dice que conviene no perder de vista que el reto del presente no es tanto el admitir que España es plurinacional como el tomar conciencia, con todas las consecuencias, de que igual o más plurinacionales son las naciones que reclaman su reconocimiento. Se ha instalado en el discurso público acerca de la reforma constitucional del sistema territorial, dice, una especie de falsa alternativa, la que pretende contraponer la exigencia de igualdad ciudadana con la constatación bastante obvia de que las partes que componen eso que llamamos España son diferentes entre sí, en algún caso muy diferentes, tanto en lo histórico como en lo político, en lo cultural como en lo institucional. Por eso, el dogma políticamente correcto de los reformistas es el de que igualdad sí… pero respetando la diferencia. Esa pretendida dicotomía entre igualdad y diferencia, añade, es en términos directos y claros, un error conceptual craso, ya que el antónimo de la igualdad no es la diferencia, sino la desigualdad. Y el contrario de la diferencia no es la igualdad sino la homogeneidad. Por lo que contraponer igualdad y diferencia como si fueran vasos comunicantes, de manera que a más de una menos de la otra, es un dislate.

Igualdad y diferencia, continúa diciendo, son conceptos que pertenecen a lenguajes diversos. El de diferencia es un término descriptivo, que hace referencia a una realidad empírica: las personas, y las regiones también, son muy diversas entre sí en muchos de sus rasgos vitales. En cambio, la igualdad que proclaman las leyes pertenece al lenguaje normativo: no pretende describir un hecho, sino prescribir un concreto tipo de trato. Cuando la ley dice que todos los ciudadanos somos iguales no pretende describir una realidad, ni pretende convertirnos de facto en seres homogéneos idénticos unos a otros, sino que enuncia un valor: a pesar de que somos de hecho diferentes, debemos ser tratados todos por igual, con arreglo a una norma universal que abstrae cualquier diferencia contingente. La garantía de la diferencia como hecho se encuentra, añade, en la igualdad como derecho: podemos ser empíricamente diferentes, ajustar nuestra vida a los valores y pautas culturales que deseemos, precisamente porque todos somos tratados por igual en lo público, sin tomar esas diferencias como criterios normativos que exigieran un trato desigual por el mero hecho de existir. Es de observar, dice, que la diferencia que se proclama hace siempre referencia a lo colectivo, mientras que la igualdad lo hace a lo individual: la diferencia la poseen los pueblos y las tierras mientras que la igualdad es una exigencia (sobre todo y ante todo) de ciudadanía. Mientras las personas no se vean discriminadas en su estatus ciudadano básico, ningún reparo puede ponerse a cuanta diferencia quiera encontrarse en los marcos colectivos en que habitan.

Las regiones, comunidades, Estados o naciones componentes de España —aplique el lector el nombre a su gusto— dice, pueden ser todo lo diferentes que la historia o la voluntad de sus habitantes les hayan hecho, pueden tener un idioma vernáculo y un Derecho Privado o Público propio, una institucionalidad tradicional u otra: esto es un hecho que no se puede sino respetar. Pero todos sus habitantes deben ser tratados con el criterio de la igualdad en sus derechos como ciudadanos: ninguna persona puede ostentar más o mejores derechos que otra por el solo hecho de ser vecino de uno u otro lugar. Puede ser diferente pero no puede ser privilegiado. 

Es irónico, concluye su artículo, que quienes más invocan la diferencia o diversidad como título para desconocer la igualdad ciudadana son precisamente quienes más porfiadamente se hacen los ciegos ante la diversidad interna de su propia nación, o emprenden costosas políticas de construcción nacional para acabar con ella y lograr una sociedad culturalmente homogénea. Por eso, planteado correctamente, el reto del presente no es tanto el admitir que España es plurinacional como el tomar conciencia, con todas las consecuencias, de que igual o más plurinacionales y diversas son las naciones que reclaman su reconocimiento, por lo que no puede entregarse a las élites locales la competencia exclusiva y excluyente para reconstruirlas como si fueran densas y homogéneas bolas de billar. Ninguna sociedad moderna lo es ni puede ya llegar a serlo.

El tercer artículo al que hago referencia, el de Gabriel Tortella, apareció publicado en el diario El Mundo de hoy miércoles con el título "Dos referéndum para Cataluña". Muy crítico con el gobierno de la Generalidad de Cataluña, el ilustre profesor catalán señala que resulta obvio que muchos catalanes consideran la Constitución como algo que no va con ellos, porque realmente, no va con ellos. Es cierto, añade, que la Constitución española, como la de cualquier otro país, menos la inglesa -que, por no estar escrita, es como de chicle-, no prevé la autodeterminación de sus regiones o provincias. No obstante, dice, la situación política de Cataluña ha alcanzado tales niveles de conflictividad que la simple remisión a los preceptos constitucionales no parece convincente a una parte sustancial de la población catalana. Hay una razón muy clara, continúa diciendo, para que esto sea así, y se trata de algo que es responsabilidad de los gobiernos españoles, de Felipe González en adelante. Esta razón es que, desde que Jordi Pujol alcanzó el poder y, especialmente, desde que el caso 'Banca Catalana' se cerró en falso, por medio de una demostración de demagogia multitudinaria y victimismo rampante a finales de mayo de 1984, los gobiernos españoles firmaron un pacto tácito con el entonces 'molt honorable' por el cual ellos no interferirían en la política interior de la Generalitat mientras esta no se manifestara abiertamente separatista. Tal falta de interferencia implicaba el renunciar a hacer cumplir la Constitución y muchos otros aspectos de la legislación española, incluidas las resoluciones judiciales, incluso, en algunos casos, las del Tribunal Constitucional.

En virtud de todo esto, sigue diciendo, a uno le parece cuando menos comprensible que muchos catalanes, aunque sus padres la hubieran votado masivamente, consideren la Constitución española como algo que no va con ellos; realmente, no va con ellos, y los gobiernos españoles así parecen haberlo aceptado. Venirles ahora a los catalanes con que la Constitución no permite un referéndum de autodeterminación les puede parecer un pretexto arbitrario y otra muestra de opresión. "¿Si no se cumple el artículo 3, por qué ha de cumplirse el 2?", pueden preguntarse con cierta razón. De este atolladero no se sale con más pasividad. El nacionalismo se retroalimenta y a ello contribuyen las concesiones, el apaciguamiento y el 'dolce far niente'. 

Ha llegado la hora de la verdad, la hora de que los separatistas catalanes afronten las consecuencias reales de sus exigencias. Si quieren referéndum, que lo tengan, concluye, pero en condiciones previamente pactadas con el Estado: la pregunta tiene que ser clara, y la mayoría por la independencia tiene que ser también clara: un 60% del censo electoral y un 75% de los votantes. Y el referéndum debe ir precedido de un año, al menos, en que los unionistas tengan armas informativas con las que hacer frente al bombardeo propagandístico al que los separatistas, con el apoyo de la Generalitat, han sometido a la población durante años y años. Ahora bien, sigue diciendo, como esto no está previsto en la Constitución, se necesita un referéndum previo, de acuerdo con el Art. 92, en que el pueblo español se pronuncie sobre la admisibilidad de un referéndum catalán con estas características. Y, en el caso muy probable de victoria del 'no', el Gobierno español debería comenzar a exigir el cumplimiento de la legalidad española en Cataluña, pero el gobierno español debiera poner todos los medios legales a su alcance a favor del sí, y en cualquier caso, cumplir su juramento de velar, en todo momento por la aplicación de toda la ley en toda España, porque esa es la esencia de la democracia y el buen gobierno.

Nada que objetar por mi parte a lo expuesto por tan ilustres opinantes. En todo caso, recomendarles la lectura íntegra de los textos citados en los enlaces de más arriba. 

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 




Viñeta de Peridis



Entrada núm. 2443
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)