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miércoles, 25 de julio de 2018

[A VUELAPLUMA] Guetos mentales





Para salir de los mundos mentales cerrados propios de las sectas o círculos de elegidos es necesario, en primer lugar, una cierta propensión a la independencia personal, y además, acogerse al amparo moral de otra autoridad fuerte, escribía hace unos días en El País el historiador José Álvarez Junco. 

Creo que tiene razón. A mí ha pasado, y después de militar durante muchos años en organizaciones políticas, reconozco que no estoy hecho para ser hombre de partido. Siempre me encontré como "fuera de juego" en ellas, aunque llegara a ejercer cargos de cierta relevancia en las mismas. De ello, de esa sensación incómoda de outsider que algunos padecemos, hablábamos precisamente una amiga y yo hace unos días mientras tomábamos un café en una terraza de Triana: de lo difícil que es cambiar de opinión sin que los que antes eran tus amigos te llamen traidor. ¿Traidor a quién o a qué?, cabe preguntarse... 

Doce niños son rescatados, felizmente, de una cueva tailandesa, comienza diciendo Álvarez Junco. Y en esos mismos días, añade, conozco, por fortuna, al chileno Mauricio Rojas, cuya historia personal me impresiona: antiguo militante del MIR, exiliado a Suecia tras el golpe de Pinochet, se integró en aquel país, fue elegido diputado y actuó durante años en el Parlamento sueco; hoy es asesor del nuevo presidente chileno Piñera, liberal conservador.

Relaciono ambos casos, no sé si por los pelos, con la evolución intelectual y vital de mi generación, la de los nacidos bajo el primer franquismo. No hemos vivido, pienso, un proceso gradual de aprendizaje, una tranquila acumulación de conocimientos, sino una sucesión de refugios en grutas, mundos mentales cerrados, en los que nos integramos con fe ciega durante años para, en cierto momento, tras dramáticas crisis personales, arrumbarlos y sustituirlos por otros.

Llamo mundos mentales cerrados a los propios de las sectas, círculos de elegidos, creyentes en la salvación colectiva, alimentados por ideologías globales, con respuestas para todo; comunidades que solo reciben su propia e interesada información y desconfían de cualquier aporte proveniente del exterior, al que creen hostil, y que castigan o excluyen a quien se obstina en plantear dudas o mantener opiniones propias.

¿Cómo se puede salir de este tipo de grutas mentales si desde ellas se carece, por definición, de acceso a toda información crítica? Es una operación, en principio, más difícil que la de Tailandia, pero de hecho ocurre y todos hemos conocido giros vitales de este tipo. Aunque también sabemos de gente que no ha cambiado nunca, que han sido fieles a una Iglesia, o a Trotski, toda su vida.

Lo primero que se necesita para liberarse de esas grutas es, desde luego, una cierta actitud rebelde, un individualismo, una propensión a la independencia personal más que a la lealtad incondicional hacia el grupo. Al decir esto halago a quienes protagonizan estas rebeldías, pero no en todo seré tan positivo. En nuestro caso, el primer mundo cerrado en que crecimos fue el nacionalcatolicismo, anclado en la condena de la modernidad por Pío IX, tan viva aún en los colegios de curas de la España de los años 1950. Las pruebas acumuladas por Tomás de Aquino sobre la existencia de Dios, oídas en clase de filosofía, nos parecían irrefutables. Pero por algún lado llegaban objeciones, que no dejaban de rebullir en la cabeza de un chico de dieciocho años. Si Dios era tan bueno, ¿por qué existía el mal? ¿por qué era tan injusto el mundo? No bastaba referirse al demonio, porque Satanás mismo era, como todo, producto de la voluntad divina. ¿Por qué había el Supremo Hacedor consentido —o decidido libremente— que existiera Satanás?

Venía a continuación la pésima reacción del grupo ante el inquieto. Desconfiaban de inmediato, le excluían, no perdían el tiempo con él. Por mucho que lo intenté, nunca logré mantener un debate serio sobre el origen del mal en el mundo. Un par de curas me dijeron que era un muchacho interesante, con inquietudes, que teníamos que hablar largo y tendido. No encontraron el momento para hacerlo. Pero no todo deja en tan buen lugar la personalidad del disidente, no todo se debe a su espíritu crítico, insatisfecho con las explicaciones tranquilizadoras que apuntalan la visión del mundo dominante en su entorno. Existe también un lado menos honorable. Pocos prescinden del amparo de un grupo cerrado sin acogerse a otra autoridad o referencia moral fuerte. Mi decisión de no ir a misa un cierto domingo, por ejemplo, se reforzó al caer en la cuenta de que Ortega y Gasset no era católico; si Ortega, de quien había leído un par de libros y a quien creía una mente de prestigio universal e incontestable, no creía en ese Dios uno y trino cuya voz en la tierra era la Iglesia de Roma, alguna razón habría para no hacerlo. Un argumento de autoridad tan ingenuo como ese pesó tanto o más que cualquier planteamiento racional.

Durante años, o decenios, el mundo mental en el que nos refugiamos los miembros de mi generación universitaria renegados del franquismo fue una cultura contestataria cuyo soporte intelectual era básicamente marxista. Aquella nueva gruta nos proporcionó amigos, amores, apoyos ante cualquier conflicto personal; y, en el terreno intelectual, respuestas para todo. Cualquier frustración se debía a la dictadura, cuyos cimientos eran la explotación de la clase obrera y el amparo del imperialismo americano. Las multinacionales, oscuras y malignas regidoras del mundo, eran las responsables directas o indirectas de todos los males que afligían a la humanidad: hambres, guerras, analfabetismo, desajustes amorosos, extinción de especies, océanos ahogados en plástico; todo, bien explicado, era culpa del capitalismo depredador.

Tampoco fue fácil escapar de aquello. Ni fue muy distinto el mecanismo seguido. Todo empezó con algunas preguntas cruciales, como por qué la revolución proletaria había desembocado en los horrores del estalinismo. La psicopática personalidad de Stalin no bastaba como respuesta, pues era el propio sistema quien había confiado a un tipo como él, y sin control alguno, la máxima responsabilidad. Al planteamiento reiterado de aquellas objeciones siguió, de nuevo, un proceso duro, del que estuvieron ausentes, como en el anterior, los debates serios. Uno empezó a ser sospechoso en cuanto repitió sus dudas. Perdió amigos, dejó atrás amores, se oyó llamar traidor… Y tampoco bastó la mente crítica. Fue necesario ampararse en personalidades que uno creía autorizadas (Claudín, Semprún, en el caso español; Borges, Paz, Vargas Llosa, para los latinoamericanos). Solo entonces se entrevió la salida de la gruta.

La pregunta es por qué existen esas grutas, por qué tendemos a refugiarnos en ellas, cuál es el camino que nos permite encontrar la salida, y con cuánta frecuencia abandonamos una solo para refugiarnos en otra similar. Los casos de tránsito del marxismo al nacionalismo, por ejemplo, son notorios. O los de aquellos que no salen nunca de la gruta, ni aun cuando creen haberlo hecho, porque siguen aferrados a tópicos propios de aquella visión a la que un día fueron fieles.

Ocurre con las sectas, por antonomasia religiosas. Pero también con los grupos políticos, en general radicales, de derechas o de izquierdas, como nacionalismos o populismos: hablan únicamente entre ellos, leen su propia prensa, oyen su canal de televisión, no permiten que voces ajenas les cuestionen su visión del mundo. Lo tranquilizador es que exista una verdad, garantizada por una autoridad. Lo contrario, lo propio del espíritu libre, es afrontar la realidad sin armadura, a pecho descubierto, aceptando que la verdad es múltiple, que sus fragmentos viven dispersos, que hay que oír a todos y estar dispuesto, hasta el final, a aprender, a cambiar de opinión. Hace falta mucha fuerza para eso.




Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




Harendt






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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos (G.W.F. Hegel)

jueves, 1 de febrero de 2018

[PENSAMIENTO] Verdades y mentiras sobre los orígenes del catalanismo





Cualquier editor sabe que el llamado «problema catalán», en este momento, vende bien. Es de rabiosa actualidad y el mercado no se satura por mucho que se publique. Pero lo que no está tan claro es que venda bien un buen libro de historia sobre el asunto –de historia propiamente, no de actualidad ni de pasado inmediato–, a juzgar por la amputación que se ha infligido en la portada al título de la obra que quiero comentar en estas páginas, Del Nacionalisme espanyol i catalanitat (1789-1859). Cap a una revisió de la Renaixença, (Edicions 62, Barcelona, 2017) que figura en el interior, se pasa en portada a un título idéntico, pero eliminando las fechas. A ver si alguno se cree que es actual y pica, comenta en Revista de Libros el historiador José Álvarez Junco, catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense, reseñando el libro de Joan-Lluís Marfani.

Esta es, en fin, una mera anécdota comercial. Lo importante, y por donde debe comenzar esta reseña, es que el libro en cuestión es de gran solidez y de lectura obligada para cualquier interesado en el tema. En primer lugar, porque el autor es una autoridad indiscutible sobre el asunto. Y, en segundo, porque no tiene el menor empacho en decir lo que piensa, aunque con ello se oponga a muchos estereotipos vigentes; estereotipos, al menos, nacionalistas, porque hay otros cuya permanencia luego discutiré.

Joan-Lluís Marfany publicó, en 1995, La cultura del catalanisme, un estudio modélico sobre los orígenes y expansión del nacionalismo catalán en las décadas finales del siglo XIX. Seis años más tarde le siguió otro, de nuevo impecable, La llengua maltractada, sobre la coexistencia de las lenguas catalana y castellana en Cataluña entre los siglos XVI y XIX. Este tercero los complementa. Versa sobre la formulación de la identidad catalana dentro del marco del nacionalismo español, indiscutiblemente dominante (en Cataluña, como en el resto de España) durante la revolución liberal, para ser precisos en los años 1789-1859, es decir, entre la Revolución Francesa y la Renaixença. Las fechas son importantes, aunque los responsables de la portada decidieran lo contrario.

Su tesis principal, si la entiendo bien, consiste en defender que la Renaixença no significó un renacimiento de la identidad catalana, ni mucho menos un antecedente o primera fase del nacionalismo catalán. Lo primero, porque tal identidad no había muerto ni decaído en el período anterior; lo segundo, porque el nacionalismo catalán tardaría aún en surgir y porque los fenómenos deben explicarse en sí mismos y no como embrión de lo que pasó después. En esa época dominó en Cataluña un proceso de nacionalización, sí, pero no catalanista, sino españolista; y este proceso estuvo impulsado por los mismos intelectuales catalanes que luego animarían la Renaixença. Es una interpretación de la época diametralmente opuesta a la dominante hoy en la historiografía catalana, imbuida de nacionalismo.

Basándose siempre en abundantes y variadas fuentes primarias, Marfany defiende de manera tajante que lo que surgió y se consolidó en Cataluña en la primera mitad del siglo XIX fue el nacionalismo español (moderno, es decir, como identidad colectiva protagonista de la historia y base de la legitimidad política). Dominó entonces, tanto entre las elites como entre las clases subalternas, el «doble patriotismo», según expresión acuñada hace ya tiempo por Josep Maria Fradera. Pero, matiza Mafany, un doble patriotismo jerarquizado. La identidad catalana mantuvo su fuerza, sí, pero a un nivel regional o subordinado a la identidad política, que era la española. Dedicaré los párrafos siguientes a resumir con la mayor fidelidad posible la evolución de Cataluña según el inteligente, y creo que acertado, esquema propuesto por el autor de esta obra.

Durante el Antiguo Régimen, la identidad dominante fue la provincial. Los catalanes eran súbditos del rey de España y fieles al mismo, pese a lo cual conservaban su identidad cultural y se gobernaban –bajo los Habsburgo– por medio de leyes e instituciones propias. En términos de discurso, se exaltaban la antigüedad, la alta raigambre genealógica, las grandezas históricas y las riquezas naturales del «país» o provincia. Felipe V suprimió, como todo el mundo sabe, las instituciones de autogobierno a comienzos del siglo XVIII, pero no desaparecieron identidad, lengua ni cultura propias. Esa nueva situación política se encontró con escasa oposición –de nuevo en contra de los estereotipos nacionalistas– y se produjo una decidida integración catalana en el mercado español y en el colonial. Fue un momento de prosperidad y de diáspora de las elites catalanas, sobre todo económicas, por el resto de España. Se produjeron entonces reivindicaciones lingüísticas, pero solamente para elevar el prestigio de la «provincia» en relación con las demás españolas, es decir, para borrar su fama de iletrada. Subsistió también la tradición austracista, cuyas huellas subrayó quizás en exceso Ernest Lluch, pero, de nuevo, sólo como provincialismo «anticuario», es decir, no ligado a un proyecto político de restauración de la situación anterior a 1714. Era el recuerdo nostálgico de un pasado, aunque, lógicamente, se reactivara en momentos de conflictividad política.

El nacionalismo moderno –en el que la nación, repito, pasó a ser sujeto de la historia y fuente única de la soberanía legítima– se introdujo y expandió en España con la Revolución Francesa y la guerra de la Convención. Pero esta categoría de nación no se aplicó a Cataluña, durante el período aquí estudiado, sino únicamente a España. El paso decisivo en la introducción de la nueva idea fue la Guerra de la Independencia (cuyo nombre Marfany defiende como adecuado frente a quienes hemos querido subrayar su carácter más artificial y tardío). Las instrucciones de la Junta Suprema de Cataluña a los diputados de Cádiz, y la actuación de estos en aquella asamblea, fueron favorables a la homogeneización de la legislación en toda España; sólo cuando tal cosa resultaba imposible se pedía restaurar los viejos fueros. Surgieron entonces términos nuevos, como «patriotismo», aplicados, desde luego, a España. Se aceptaron plenamente los mitos españoles, como Viriato o Numancia, así como la interpretación de la nueva y revolucionaria Constitución gaditana como mera restauración de las libertades antiguas (catalanas y españolas). El más claro exponente de esta fusión de catalanidad y españolismo fue Antonio de Capmany.

La reacción absolutista de 1814 hizo que se enfrentaran rey y nación, según analizó hace años Xavier Arbós. Las clases dirigentes catalanas, en esta tesitura, se encontraron tan divididas como el resto de las españolas. Y, en ambos casos, los liberales se alinearon, sin excepción, con la nación española. Los catalanes, en resumen, apoyaron como el que más esa nueva construcción nacional. El momento en que se fijaron de manera definitiva la retórica, los símbolos y los mitos del nacionalismo español, entre los que destacaron Padilla y los Comuneros, fue el Trienio Constitucional.

Desde finales de la década de 1820, empezó a emerger entre las elites intelectuales catalanas un historicismo de intención nueva, que ya no coleccionaba toda clase de antigüedades, sino las que servían para dar prestigio a la nueva Cataluña industrial frente al mundo. Fue la época de los Bofarull o Torres Amat. La identidad dominante entonces puede denominarse «regionalista», para diferenciarla del viejo provincialismo (aunque este término siguiera usándose a veces, distinguiendo entre su sentido «mezquino» o «egoísta» y su sentido «legítimo», «prudente» o «juicioso», que defendía la unidad de España, pero de una España culturalmente variada). Aquel historicismo coincidió y siguió siendo compatible con la construcción cultural de la nación española, tanto en historia como en literatura, pintura, monumentalismo, rótulos de calles e incluso normalización y expansión de la lengua (castellana). A todo ello contribuyeron las elites catalanas en lugar muy destacado. Baste recordar, en filosofía política, como iniciador del nacionalcatolicismo español, a Jaime Balmes; en geografía, los Recuerdos y bellezas de España, de Pablo Piferrer –así escribían ellos sus nombres–, completados por Pi y Margall; o, en literatura, la Biblioteca de Autores Españoles, impulsada por Manuel Rivadeneyra y dirigida por Buenaventura Carlos Aribau.

Si Marfany hubiera pasado de lo ideológico y literario a la organización político-administrativa del Estado, hubiera podido aportar también como pruebas la codificación penal (1822, 1848), la mercantil (Código de 1829; Ley de Enjuiciamiento, 1830; creación del Banco de San Carlos, 1829, o de la Bolsa de Madrid, 1831), la unificación del sistema judicial (1831, 1844), la división provincial de Javier de Burgos (1833) o la Ley de Enjuiciamiento Civil (1855). Todo un proceso de desaparición de las leyes e instituciones locales procedentes del Antiguo Régimen, acelerado durante el Sexenio, que no encontró oposición en Cataluña. Es muy significativo el contraste entre esta fase y la de las décadas de 1870 y 1880, cuando el Colegio de Abogados de Barcelona, en nombre de una grandiosa teoría sobre la especificidad del «Derecho catalán» basada en Savigny, entraría en combate con la tardía codificación del Derecho Civil.

Lo catalán, en esos años 1830-1859, siguió defendiéndose, pero en términos sobre todo retrospectivos y decorativos. Con un matiz: que se le añadió una nueva afirmación orgullosa de la prioridad regional catalana dentro de la nación española, debido a su industria. Cataluña se proclamaba el motor del progreso de España; y derivaba de ello exigencias políticas, especialmente de protección arancelaria. Esta reivindicación era propia, ante todo, y como es lógico, de la burguesía industrial, pero recibía el apoyo unánime de las fuerzas políticas catalanas (moderados, progresistas, republicanos e incluso del incipiente movimiento obrero).

Esas defensas orgullosas de la industria catalana se vieron pronto acompañadas por quejas: España, el resto de España, no terminaba de entender ni de apoyar la importancia del nuevo fenómeno industrial. Es más: había quienes tildaban de egoísta la solicitud catalana de protección arancelaria. Lo cual empezó a originar un sentimiento de desagrado y rencor. Surgieron las primeras quejas. Las afirmaciones de lealtad a España, que siguieron repitiéndose, se vieron con frecuencia asociadas a veladas amenazas. Comenzaron las críticas al centralismo «excesivo», a la «exagerada» uniformidad del Estado. Lo cual se añadió a agravios concretos preexistentes, como los relacionados con el derribo de la Ciudadela y de las murallas en Barcelona. Hubo ahí un inicial diálogo de sordos, unas primeras posiciones encastilladas, entre las elites catalanas y las elites políticas centrales. Marfany lo analiza en relación con las expectativas despertadas por la apertura del canal de Suez o la polémica sobre el traslado de los restos de Capmany.

Fue también entonces cuando se expandió la ciudad de Barcelona, con monumentos y nombres de calles orientados ya hacia la exaltación del pasado catalán. Pero tal cosa, hay que insistir en ello, coincidía con el apogeo del fervor nacionalista español, que alcanzó su cota más alta con la Guerra de África de 1859-1860 (con voluntarios catalanes, profusión de banderas españolas, barretinas, arengas en catalán y un Prim retratado por Fortuny). Llegamos así al final del recorrido del libro, el año mismo de los primeros Jocs Florals. En ese punto, la situación puede resumirse sin distorsión diciendo que los catalanes se afirmaban como catalanes a la vez que se sentían unánime e indiscutiblemente españoles.

Lo que debería estudiarse, concluye el autor, no es, por tanto, cómo se despertó y reveló al mundo la nación catalana (planteamiento típico de la historiografía nacionalista, que da por supuesta la existencia de un inconmovible ente nacional, que se «despierta» políticamente a partir de cierto momento), sino cómo y cuándo el sector más avanzado de la intelectualidad catalana dejó de reconocerse en la identidad española, y cómo y cuándo se extendió este sentimiento por otros sectores de la sociedad; es decir, describir, fechar y explicar el proceso de debilitamiento del nacionalismo español en Cataluña y el de nacimiento y crecimiento del catalán.

Para responder a esta pregunta, Marfany denuncia varias pistas como falsas. Tres, en particular: el independentismo, el federalismo y el neoforalismo. Las expresiones de catalanidad existentes en el período que él estudia no deben considerarse preludios, o fases iniciales, de ninguna de estas cosas (situación distinta, por cierto, de la del caso vasco). Hay que evitar toda «concepción genealógica», toda búsqueda de «antecedentes», del nacionalismo catalán moderno, porque eso significa proyectar retrospectivamente situaciones actuales. Tampoco debe darse por supuesto que siempre existió un «hecho diferencial». Lo importante no son los datos culturales preexistentes, como la lengua, sino la introducción de la ideología nacionalista.

Como el autor respeta escrupulosamente las fechas que se ha impuesto como límite de su estudio, no lo prolonga hasta el final de siglo. De haberlo hecho, hubiera comprobado probablemente que la retórica patriotera española se mantuvo en la prensa catalana, e incluso se intensificó, en 1895-1898, durante la guerra cubana. Y que se redujo de manera drástica a partir de la derrota de este último año. Lo cual, si se confirma, nos permitiría fechar con precisión el momento en que el españolismo cedió la primacía al nacionalismo catalán entre las elites, al menos, barcelonesas: entre el verano de 1898 y el nacimiento y la victoria electoral de la Lliga Regionalista en los primeros meses de 1901.

El libro de Marfany posee, pues, una tesis clara y un indiscutible interés. Es un primer elogio que debe dirigírsele. Y el segundo es que esa tesis se apoya en una gran cantidad de datos: de primera mano siempre. Véanse, por poner un único ejemplo, sus cuidadosos análisis cuantitativos del vocabulario utilizado en los distintos períodos. O las docenas de citas que avalan casi todo lo que defiende. Lo cual le confiere una gran autoridad a todo lo que dice y a las críticas que dirige a los demás. Pero también alarga la obra, quizá sin necesidad, y dificulta su lectura. Menos datos, o datos relegados a notas, agilizarían el libro. La solvencia del autor es tal que no necesita ser demostrada a cada página.

Otro elogio, ya adelantado, que no dudo en lanzar sobre la posición de Marfany es que no es nacionalista. Así lo declara él mismo explícitamente. Pero, a la vez, reconoce estar en una trinchera, que es la opuesta a la del nacionalismo español. Y no puede evitar caer en algún estereotipo antimadrileño. Hablando de los años 1830-1840, por ejemplo, dice que «Barcelona era, como todas las otras ciudades de la monarquía, con excepción de la corte, relativamente pobre en estatuaria pública». El «con excepción de la corte» sobraba, porque en esa época en Madrid no había nada de estatuaria pública, salvo un par de efigies ecuestres de monarcas regaladas por los florentinos. También me parece revelador, e impropio de la distancia científica, el repetido uso del posesivo «nuestro» cuando se refiere a lo catalán.

Otro elogio, que subrayaría especialmente, es el concerniente a su excepcional sensibilidad histórica. Si hay algo que Marfany teme, y contra lo que nos advierte una y otra vez, es el anacronismo, la proyección retrospectiva, la falta de historicidad. Lo cual me parece una virtud de suprema importancia en un historiador. Echo en falta, sin embargo, especialmente viniendo de alguien que vive y trabaja en Manchester desde hace varias décadas, su escaso o nulo recurso a la historia comparada. Sus repetidas referencias a la Renaixença no incluyen ni una sola mención al Risorgimento italiano, cuyo enorme impacto en Europa originó, sin duda, al término catalán (como el Rexurdimento gallego y otros varios). Tampoco se refiere a la prolífica literatura que las ciencias sociales han producido en el último medio siglo sobre naciones y nacionalismos. Cita, sí, a Anthony Smith en alguna ocasión, pero nunca a Benedict Anderson, Ernest Gellner o tantos otros de los autores que han revolucionado nuestra comprensión de estos temas en el último medio siglo. A Eric Hobsbawm se refiere una sola vez, pero sólo para aplicar su idea de «mentalidad prepolítica», que creo precisamente una de las más débiles de su teoría (y que, no por casualidad, está anclada en la vieja racionalidad marxista: mentalidad política es sólo la que defiende intereses objetivos). En resumen, su base teórica no es lo más potente del libro, de ningún modo comparable a su inexpugnable anclaje en fuentes primarias.

Por último, también quisiera destacar su aguda sensibilidad social. No sólo distingue en todo momento con exquisita nitidez la época de que está hablando y evita proyectar sobre un período situaciones, ideas o datos propios de otros, sino que se esfuerza por preguntarse siempre de qué estrato social proceden esos datos, distinguiendo sobre todo entre elites y clases subalternas. Pero una cosa es sensibilidad social y otra aplicación mecánica de esquemas marxistas, que en general casan difícilmente con los datos empíricos aportados en la obra. Las páginas dedicadas a relacionar el nacionalismo (español, repito, único de la época) con una clase social, específicamente la «burguesía» catalana, me parecen las más débiles del libro. Incluso su retórica suena a anticuada cuando se refiere a la «voluntad de poner el interés por la antigua provincia al servicio de unos nuevos y muy concretos intereses sectoriales económicos, sociales y políticos». Su marxismo lineal se revela también cuando atribuye a la crisis económica europea, sin más, las revoluciones de 1848. O cuando intenta distinguir entre proletariado y pequeña burguesía, algo tan difícil de defender hoy como el tópico –que él presenta como «hecho objetivo»– de que «los obreros no tienen patria». Lo curioso es que estas afirmaciones suelen contradecir las citas que él mismo aporta y que se supone le llevan a ellas. Sólo en alguna ocasión sus conclusiones parciales, más fieles a los datos, le conducen al extremo opuesto de su tesis general y así lo reconoce: la burguesía no reacciona, la burguesía está «ausente».

La presunción básica de este aspecto del libro es que «sembla raonable de pensar que, en el procés que acabo de resumir molt succintament, van anar-se formant, en efecte, una nova clase i una nació i van fer-ho de manera no sols simultània, sinó interrelacionada». No veo por qué ha de ser razonable pensar tal cosa. Ningún teórico importante actual de los nacionalismos liga estos procesos a los intereses o el protagonismo de una clase social. Es significativo también que estas páginas que vinculan su análisis de textos políticos con la estructura socioeconómica se apoyen en Pierre Vilar, Jaume Vicens Vives, Jordi Nadal o Josep Fontana. Recurre a las muletas, obviamente, porque está saliéndose de los terrenos literarios o lingüísticos en los que se maneja por sí solo con tanta firmeza.

Como es lógico al tratarse de la época sobre la que escribe, la inmensa mayoría de los autores a los que cita son clérigos. Pero ello no le impide catalogarlos como «burgueses» (clase que, siendo estrictamente fieles al esquema marxista, es la defensora del capitalismo y, por tanto, enemiga del estamento clerical, perteneciente a los privilegiados del modo de producción «feudal»). Me viene a la cabeza el estudio que Gerhard Brunn realizó hace años sobre las elites nacionalistas catalanas, según el cual los clérigos, abogados, periodistas, intelectuales, profesionales liberales e incluso terratenientes dominaban sobre los industriales, comerciantes y financieros. Pero es que él mismo, en su La cultura del catalanisme, llegó a conclusiones similares. También se me ocurre pensar en el actual independentismo, que no veo al servicio de ninguna clase ni interés económico «muy concreto». Supongo que en ningún caso a los de la «burguesía», a juzgar por la fuga de empresas de Cataluña. Lástima que alguien tan capaz de romper con estereotipos nacionalistas no sea capaz de romper con los marxistas.

Siento arremeter de manera tan tajante contra una tesis que el autor presenta como básica de su libro. Pero es que creo que no lo es, y que la obra no perdería un ápice de interés si prescindiera de ella. Por lo demás, al pronunciarme tan críticamente no hago sino seguir su ejemplo, pues Marfany escribe de forma muy combativa y vapulea sin miramientos a quienes se han pronunciado previamente sobre cualquier aspecto del tema que aborda. Para que el lector se haga una idea, en diversos momentos del libro entabla polémica con Pere Anguera, Víctor Balaguer, Genís Barnosell, Max Cahner, Josep Fontana, Anna M. García Rovira, Josep Miracle, Ollé Romeu, Lluis Maria de Puig, Jaume Ribalta i Haro, Borja de Riquer, Roca Vernet i Arnabat, Ferran Soldevila o Vicens Vives. Hay ocasiones en que se atreve a enfrentarse con toda la historiografía catalana, con «la nostra historiografía, passant per Vicens, fins als nostres diez» y en especial con los «desenterradores dels precedents del catalanisme». No cabe, pues, reseñar este libro sin mencionar su carácter provocador. Algo valiente y digno de ser destacado, sobre todo si se respeta, como suele respetar, las formas académicas, y más aún teniendo razón, como creo que en general la tiene.

Termino ya. La obra de Marfany hace posible pensar por fin en escribir una sólida y casi definitiva historia del catalanismo. Permite fechar, como el autor dice, cuándo se debilitó el nacionalismo español en Cataluña y cuándo ocupó su terreno el catalán; y cuándo ocurrió tal fenómeno entre las elites y cuándo –más tarde, se supone, si aplicamos el esquema de Miroslav Hroch– entre las clases subalternas. Si existiesen libros de tanta calidad como este sobre el País Vasco, Galicia o Andalucía, podríamos incluso aspirar a acometer una buena historia de las identidades colectivas en España.

Me parece inconcebible que esta obra no provoque una profunda reflexión entre los historiadores catalanes. Si tal cosa no ocurre, habrá que reconocer que el pesimismo de Marfany está fundado: el nacionalismo imposibilita el debate; y la historiografía catalana está gravemente afectada por este prisma distorsionador del pasado. Los nacionalistas, catalanes o no, tienen todo el derecho a reivindicar su causa, incluso en los términos más radicales. Pero no lo tienen, ni ellos ni nadie, a falsear el pasado.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






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martes, 9 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] De una a otra izquierda





En esta era de globalización imparable, cuando se resquebraja la noción de soberanía absoluta y cualquier problema serio se plantea en términos transnacionales, hay quienes aún siguen aferrados a excepcionalismos y mitologías autorreferenciales, señala en El País el historiador José Álvarez Junco, catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos y Sociales en la Universidad Complutense de Madrid.

Barcelona, otoño de 1907. Aparece el primer número de Solidaridad Obrera, órgano del nuevo sindicato de ese nombre, embrión de la futura CNT. Su grabado de portada nos presenta a un trabajador adormecido bajo los efectos del opio. Pero su opio no es la religión. Su ensueño está presidido por una opulenta diosa-matrona tocada con una barretina que enarbola un escudo con las cuatro barras y una senyera con la inscripción: “Autonomía de Cataluña”; alrededor de ella, un grupo típicamente ataviado baila una sardana. Otra figura femenina, presentada como real, intenta despertar al inconsciente obrero y atraerle hacia otra habitación, donde debaten sus compañeros de clase. El grabado se titula: “¡Proletario, despierta!”.

Desde el día mismo de su nacimiento, el sindicalismo antipolítico que encarnaría la CNT se enfrentó con el nacionalismo catalán. Hasta el nombre de su primera organización era una réplica de Solidaridad Catalana, alianza parlamentaria del año anterior que integraba, de carlistas a republicanos, a todo el arco político catalán menos al radicalismo lerrouxista.

La izquierda antiparlamentaria también se quedó al margen, porque por entonces era internacionalista. Oponía la solidaridad de clase a la mística nacional, y las clases eran universales. Tras la revolución, las patrias desaparecerían y, según el sueño ilustrado, toda la humanidad se fundiría en una organización política fraternal. El primer grupo obrero español que se integró en la AIT de Marx y Bakunin, durante la revolución de 1868, se llamó Federación Regional Española. Es decir, negó a España la categoría de nación, rebajándola a “región”. Puestos a descender de peldaño, Cataluña se quedó en “comarca” y, dentro de la Regional Española, se creó la Federación Comarcal Catalana. Renunciar al rango de nación, casi sacrosanto por entonces, era un generoso acercamiento a los vecinos, un reconocimiento de la gran familia humana y un indicio de la intención de integrarse algún día en una organización superior, europea primero y mundial más tarde. No era mala idea: en vez de querer ser todos nación, renunciar todos a serlo. Podríamos relanzarla hoy.

Pero la vida da muchas vueltas y la visión progresista de la historia se equivocó en sus previsiones. En la dura competencia entre clase y nación, la última derrotó a la primera. La prueba fue julio de 1914, cuando, al acumularse los nubarrones que anunciaban la gran tormenta bélica, los partidos socialistas francés y alemán se vieron obligados a optar entre sumarse a la fiebre patriótica o declarar la huelga general, como habían anunciado que harían ante cualquier guerra imperialista. Los obreros franceses o alemanes demostraron sentirse más franceses o alemanes que obreros.

Perdida la pureza revolucionaria por la socialdemocracia, vino a sucederla, como alternativa radical, el comunismo. Tras tomar el poder en la Rusia zarista, se propuso exportar la revolución al resto del mundo. Pero la dificultad de la tarea le hizo renunciar a ello y conformarse con construir el paraíso obrero en un solo país. Al final, ya se sabe, el Kremlin acabó rindiendo mayores honores a la gran patria rusa que al proletariado universal.

En el período de intenso nacionalismo vivido por la humanidad entre finales del siglo XIX y primera mitad del XX, la suprema ambición de cualquier comunidad humana fue alcanzar la categoría de nación, base de la soberanía y los derechos políticos. Al revés que los internacionalistas españoles de 1868, nadie aceptó ya renunciar a tan prestigiosa etiqueta.

La izquierda, en general, se sumó a esa operación, siempre que se tratara de nacionalismos estatales. Era comprensible, porque su ambición era conquistar el poder y transformar, desde él, la estructura social. El Estado, la palanca que le permitiría llevar a cabo su proyecto redistributivo, debía ser fuerte y para ello había que consolidar la base de su legitimidad, el sentimiento comunitario —fuera este pueblo, nación o clase—. La izquierda revolucionaria no era liberal; le preocupaban poco las libertades individuales o los derechos de las minorías culturales. Y en nombre del pueblo, la patria o el proletariado, regímenes socialistas o populistas tomaron múltiples medidas autoritarias, despóticas hacia los individuos o las minorías, pero indispensables para transformar revolucionariamente la jerarquía social.

Los defensores del Antiguo Régimen, en cambio, se resistieron tanto al ideal igualitario como al nuevo culto al Estado-nación y se refugiaron, contra ambos, en las viejas identidades geográficas o corporativas. Incluso se alzaron en armas contra los nuevos proyectos estatales, como hizo el carlismo español, una de cuyas banderas fue el foralismo. Los más sofisticados pudieron presentarse como adalides de la “sociedad”, frente al Estado, o de la “libertad” frente a la arrasadora igualdad del jacobinismo y luego del leninismo; aunque frecuentemente llamaron libertades a los privilegios y derechos procedentes de siglos pretéritos que protegían situaciones excepcionales. Algunas de esas defensas de las singularidades se acabaron fundiendo con los nacionalismos periféricos o secesionistas, aspirantes a crear unidades políticas étnicamente homogéneas y resguardadas frente a tormentas exteriores.

La izquierda española, o al menos parte de ella, no ha sido la única pero sí una de las pocas que han evolucionado en sentido contrario. Porque, en lugar de intentar reforzar el Estado central, y el sentimiento comunitario que lo legitima, se alineó con los nacionalismos periféricos. Ocurrió ya entre algunos republicanos durante la Guerra Civil y se aceleró bajo el franquismo. Era comprensible, dado el ultraespañolismo de la dictadura y el peso del catalanismo y el vasquismo entre las mitologías movilizadoras de la oposición. Pero dejó de serlo tras la consolidación de la democracia y la integración en la Unión Europea.

En esta era de globalización imparable, cuando se resquebraja la noción de soberanía absoluta, desaparecen fronteras y monedas y cualquier problema serio se plantea en términos transnacionales, los enemigos de la unidad europea, única utopía viva que aspira a superar el Estado-nación, son las derechas nacionalistas, defensoras de las viejas identidades soberanas. La izquierda española, caso raro, las acompaña en las trincheras de los excepcionalismos y las mitologías autorreferenciales. Lo cual rompe con su internacionalismo de raíz ilustrada. Y no es coherente con La internacional, ese himno que sigue aún cantando en sus mítines y manifestaciones y que clama por la unidad del género humano para su emancipación final.


Dibujo de Eulogia Merle para El País



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martes, 26 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Respeto a los sentimientos, pero a la Constitución también





Los sentimientos no pueden discutirse, pero sí respetarse, y lo que está sucediendo entre Cataluña y España es una cuestión de sentimientos. El día 2 habrá que sentarse con respeto para negociar de lo que sí se puede: poderes, competencias y recursos.

Quien así se expresa, a mi juicio con acierto y prudencia, es José Álvarez Junco (Viella, 1942), escritor e historiador español, catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos y Sociales en la Universidad Complutense de Madrid. En noviembre pasado publiqué en el blog una entrada sobre su libro Dioses Útiles. Naciones y nacionalismo (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017), en donde condensa sus investigaciones en torno al tema del nacionalismo, intentando racionalizar un problema histórico-político caracterizado por la emocionalidad.

Esta no es una cuestión de nacionalismo, sino de democracia”, me decía el amigo que presentaba un manifiesto instando a Rajoy a defender la “unidad nacional” con mano dura. Lo mismo, exactamente lo mismo, me podría haber dicho mi amigo catalán inclinado últimamente hacia el independentismo.

Porque el concepto de democracia solo es sencillo en apariencia, cuando decimos que nosotros, los ciudadanos, los gobernados, el pueblo, somos quienes decidimos el futuro de nuestra comunidad. En la práctica, se reduce a la elección periódica de nuestros gobernantes. Pero hay otras decisiones, mucho más importantes, en las que no intervenimos ni hemos intervenido nunca: la principal, la definición del demos, de ese pueblo, nación o comunidad en el que nos integramos. Esa definición no es algo evidente y racional, sino, muy al contrario, algo emocional, que se da por supuesto. Algo que, lejos de ser el resultado de un debate, meditación y decisión democráticos, nos ha venido dado, como producto de la historia, de la formación de las unidades políticas, en la que las claves fueron el azar y la violencia guerrera.

Pocas veces se habrá revelado con tanta nitidez esta trampa como en la actual situación catalana. “Democracia” es precisamente la palabra que a un independentista no se le cae de la boca. Según él, lo que pide es obvio, elemental, en democracia: que el pueblo catalán decida su propio futuro. ¿Por qué se opone “Madrid”, no ya a que sean independientes, sino incluso a que se les pregunte si quieren serlo? Porque el sistema político español no es democrático, sigue siendo franquista. “Cualquier país civilizado” —nos refriega, para más INRI— reconoce este derecho (la verdad es que ninguno lo reconoce). Y, frente a eso, se siente autorizado para rebelarse, infringir esa ley española, impuesta por la fuerza, invocando la voluntad del pueblo catalán, fuente de la soberanía legítima.

Alguien que parta de la presunción contraria, es decir, que el demos es la nación española, usará el mismo razonamiento para llegar a la conclusión opuesta: quien decide el futuro de España es el pueblo español. Algo que, por cierto, ya hizo en 1978. Quien no reconozca el sistema legal establecido entonces, quien actúe al margen de la Constitución, es, por tanto, un antidemócrata. ¿Cómo podría ser democrática una decisión catalana de separarse de España sin tener en cuenta la voluntad del resto de los españoles? ¿Sería acaso respetuoso conmigo cortarme un brazo sin consultarme?

Por supuesto, el independentista catalán replicaría: ¿y de dónde te sacas que yo sea un brazo tuyo? Me estás menospreciando y ofendiendo, como siempre. Tú lo que eres es un nacionalista español, que demuestras el poco respeto que me tienes al reducirme a la categoría de miembro o parte de un conjunto cuya existencia tú te has inventado. Lo dicho: no eres demócrata, no aceptas que las decisiones las tomen los ciudadanos. Pregúntanos, por lo menos.

A este se le podría quizás hacer comprender que su posición también tiene un parti pris previo si se le preguntara por un hipotético referéndum en Cataluña con resultado global favorable a la independencia, pero en el que un territorio (Tarragona, digamos) hubiera votado por permanecer en España: ¿tú aceptarías que ese territorio siguiera siendo español, aunque el resto de Cataluña se convirtiera en independiente? Porque lo democrático, según tú planteas ese principio, es que el futuro de Tarragona sea decidido por los tarraconenses.

A lo cual nuestro independentista contestaría: ah, eso no. Tarragona forma parte de la nación catalana y si Cataluña, como conjunto, decide algo, sus partes deben someterse. En democracia, las minorías se someten a la decisión de las mayorías. ¿Cómo podría cortársele un brazo a Cataluña contra su voluntad? Solo el conjunto de los catalanes puede decidir eso.

Calcaría, pues, la respuesta españolista sobre Cataluña. Y podría ofender a los tarraconenses, a quienes niega la posibilidad de declararse nación y deja, por decreto, reducidos a miembros de un conjunto al que no se molesta en preguntarle si quiere pertenecer.

En realidad, en cuanto a la definición del demos básico que debe tomar las decisiones, ninguno de los dos es un demócrata. Son nacionalistas primero —al dar por supuesto que su demos existe— y demócratas después. La existencia de su nación es un prius, un dato prejurídico, anterior al inicio del proceso racional de toma de decisiones colectivas que legitiman el sistema legal.

Sin embargo, ese dato previo es enormemente peligroso y destructivo. La fragmentación a la que puede llevar la aplicación estricta del principio de que cada colectividad decide su futuro es infinita. Pues si Tarragona puede también declararse nación, decidir escindirse de Cataluña y permanecer en España, el municipio tarraconense X o Z, dominado por los independentistas, puede optar por seguir a Cataluña y no a su provincia. ¿Quién podría obligarles, en términos estrictamente democráticos? ¿Quién puede negarles el “derecho a decidir”, el derecho a declararse nación?

Nadie puede establecer un mapa nítido e indiscutible de los pueblos o naciones existentes en el mundo. Las identidades se mezclan en todas partes. Con lo que el principio de las nacionalidades da lugar a conflictos sin fin. Como comprendieron amargamente quienes trazaron las fronteras europeas al final de la Gran Guerra, aplicar el dogma de la autodeterminación de los pueblos era imposible sin dejar por doquier territorios irredentos y minorías discriminadas. Pese a ello, lo hicieron. Y pavimentaron el camino para la Segunda Guerra Mundial.

La combinación entre nación y democracia es, en realidad, explosiva. La democracia es un principio que puede defenderse racionalmente. La nación, no. Es algo afectivo, arraigado en los estratos emocionales más profundos; como el atractivo de aquellos a los que amamos o las gracias de nuestros hijos o nietos, imposibles de discutir ni argumentar. Pese a esta incompatibilidad, toda democracia necesita apoyarse en una identidad colectiva, una nación, un demos. Esa colectividad básica para la democracia ni fue decidida racionalmente en su origen ni es posible hacerlo ahora. Y como su definición se apoya en afectos y emociones, y no en datos ni argumentos objetivos, los conflictos sobre lo que sea o no democrático son de imposible solución.

Esta es, pues, una cuestión de sentimientos. Y los sentimientos solo pueden ser respetados, no discutidos. Es razonable invocar el cumplimiento de la ley y denunciar las incoherencias o imposiciones del otro. Pero no hay que limitarse a eso; y las leyes deben adaptarse a la realidad social. El 2 de octubre deberíamos sentarnos unos frente a otros, respetándonos e intentando entender nuestras respectivas emociones; y negociando sobre lo único negociable: poderes, competencias, recursos. Esperemos que, para entonces, no haya habido que lamentar desgracias irreparables, termina diciendo.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt




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lunes, 7 de noviembre de 2016

[Historia] ¿Comprender el nacionalismo?, ¿por qué tendría que hacerlo?



La diosa Clío, musa de la historia


Decía Hannah Arendt, y cito de memoria, que hay que pensar para comprender y comprender para actuar... Hace unos semanas le comentaba a una buena amiga, hablando de los nacionalismos "periféricos" españoles (eufemismo para definir a los independentistas), esos que ahora, de repente, parece "comprender" mejor el exsecretario general socialista Pedro Sánchez, que mi antinacionalismo era más visceral que racional. Su respuesta, sensata, fue que me gustaran o no, los nacionalismos y los nacionalistas estaban e iban a seguir estando ahí, donde están ahora.. Vale, lo acepto; pero sigo detestándolos: a los nacionalismos periféricos, a los étnicos, a los identitarios y, quizá, aunque no esté muy seguro, hasta al nacionalismo español. ¿Por qué? Pues no lo sé, con sinceridad, pero no puedo con ellos, sobre todo cuando se autoreivindican como ombligos del mundo. A pesar de todo intento comprenderlos aunque no me gusten, pero hasta ahora reconozco que sin mucha fortuna. Ni siquiera a pesar de la recomendación de mi admirada Hannah Arendt de pensar para comprender.

El profesor Josep M. Fradera, catedrático de Historia Contemporánea e investigador ICREA en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona, publicaba en el último número de Revista de Libros una reseña crítica del libro Dioses útiles. Naciones y nacionalismosdel también reputado historiador José Álvarez Junco. 

Para mí, con todos los respetos para los que piensen lo contrario, considero que el nacionalismo (y el populismo, que será objeto de mi entrada de mañana martes), son los cánceres que corroen Europa y el futuro de los europeos. Por eso no me gustan; por eso los detesto.

Si alguien ha influido en nuestra comprensión del nacionalismo español contemporáneo, dice el profesor Fradera al inicio de su reseña, éste es sin duda José Álvarez Junco. Tras una fructífera trayectoria estudiando movimientos sociales como el republicanismo o el anarquismo en trabajos de gran mérito, como el de sobra conocido que dedicó a Alejandro Lerroux o los anteriores sobre la ideología y cultura del anarquismo español, Álvarez Junco nos entrega ahora un nuevo libro sobre la nación y el nacionalismo en España y en el mundo. En este sentido, Dioses útiles es una nueva aportación sobre un fenómeno sobre el que el autor ya sentó cátedra para un caso particular con Mater Dolorosa (2001), una contribución esencial a la historia de la formación nacional española en el siglo XIX. Casualidades de la vida, quien firma esta reseña ya escribió también en Revista de Libros la correspondiente a aquella obra. Ahora, quince años después, me corresponde comentar una nueva entrega del autor, la puesta al día de sus ideas acerca de la formación nacional y el nacionalismo, pero esta vez no sólo en España, sino como problema general y en el mundo. Una apuesta arriesgada que Álvarez Junco resuelve de manera muy satisfactoria, con claridad, concisión y buen estilo.

El esquema del libro, sigue diciendo, es fácil de compendiar. Incluye cuatro partes muy distintas que se entrelazan en una narración sostenida hasta un final que, para mí, no es tal, puesto que el libro merecía una reflexión de conjunto. Conociendo la capacidad polémica del autor, se echa en falta una reflexión final sobre los usos y abusos de aquellos «dioses útiles» en el debate político y constitucional contemporáneo, en particular en el español, un debate en el que Álvarez Junco participó activamente en fecha todavía reciente. Pero volvamos al esquema del libro. La primera parte es un ágil resumen acerca de las maneras en que es pensado el nacionalismo desde las ciencias sociales. En la segunda se analizan algunos casos particulares de construcción nacional, naciones y nacionalismos europeos y no europeos, desde los ejemplos de Inglaterra, Francia, Alemania y España hasta las periferias europeas, como el imperios de los zares y el turco-otomano y, finalmente, los casos de las colonias europeas en América, empezando por los Estados Unidos y siguiendo con las antiguas colonias de los dos países ibéricos. La tercera se concentra en el caso español, en el que Álvarez Junco es un reputado especialista, como ya se ha dicho. La cuarta y última parte se dedica a otros nacionalismos en España, a «identidades alternativas a la española», porque así se formula en el libro.

Esta división del libro en cuatro grandes capítulos, añade, es coherente con ideas defendidas por el autor a lo largo de su trayectoria precedente. En este sentido, no creo ser injusto si trato de sintetizar el esquema interpretativo de Álvarez Junco a costa de muchos matices del modo que sigue. El énfasis de la argumentación se sitúa en la capacidad de los grupos dirigentes de cada uno de los casos analizados para tejer –con la ayuda, por lo general, de las cohortes eclesiásticas o intelectuales del momento– un conjunto de referencias, símbolos y lenguaje de lo nacional para legitimar así, dar cohesión, al marco esencial de soberanía contemporánea, que no es otro que la «nación». Donde antes se imponía el culto a la monarquía o dinastía, ahora se impone el culto a la nación, con rituales cívicos que, inaugurados con entusiasmo en el París revolucionario, se reproducirán con menor carga revolucionaria pero idéntica intención por Europa y el mundo en el momento en que la vieja legitimidad cede el paso al nuevo culto colectivo. Este esquema debe mucho a un momento decisivo en las ciencias sociales: el conocido viraje del año 1983 de la mano de libros seminales de Eric Hobsbawm, Ernest Gellner y Benedict Anderson. Con matices y diferencias notables entre ellos, los tres autores citados entendieron la nación y el nacionalismo como un fenómeno contemporáneo, congruente con la política de masas y la quiebra de los valores tradicionales que sustentaron a las monarquías de antaño. Esta simple afirmación desafiaba de partida la sólida estructura de las historias nacionales, una visión retrospectiva sólidamente establecida desde el siglo XIX que permite interpretar cualquier dato del pasado en el marco de una teleología que conduce de manera inexorable a la nación. Es la suma de esta determinación derivada del pasado presentado de esta forma y su representación en símbolos artísticos y literarios, en rituales repetidos una y otra vez –el plebiscito cotidiano en detrimento de la veracidad histórica al que se refirió Ernest Renan–, la que concedió y concede legitimidad en las sociedades contemporáneas. Una legitimidad, importa señalarlo, inédita hasta muy tarde en el siglo XVIII. Es el nacionalismo el que articula a la nación y no a la inversa, como podría suponerse si esta fuese algo dado, un constructo aportado por antepasados que le dieron forma sin apenas proponérselo. La paradoja que explicita con toda razón Álvarez Junco radica en la impermeabilidad de la cultura de la nación y los nacionalismos en presencia de la crítica modernista de la nación y de la falaz presentación de sus precedentes, la pertinaz defensa y reinvención constante de las historias nacionales como marco de conocimiento ineludible del pasado, al que otras facetas del mismo deberán doblegarse para ser fagocitadas en su seno. En este punto, Dioses útiles muestra con su existencia misma la pertinencia del esfuerzo sostenido del autor, la paradoja de un rigor hermenéutico que se sabe de entrada derrotado en el espacio cívico. Volveré sobre este punto.

El paso inexorable de los años, continúa diciendo, permite apreciar tanto la trascendencia de la desmitificación que se propone como las insuficiencias manifiestas de lo que convino en conocerse como teoría modernista de la nación y el nacionalismo. Algunas de ellas pueden detectarse en el libro que comentamos. Mencionaré tres limitaciones, a mi parecer, del modelo explicativo que propone el autor. Por este orden: los problemas de las visiones top-down que se sitúan en el fondo de la interpretación modernista antes mencionada y en la forma en que la plantea Álvarez Junco para su presentación de los casos históricos que maneja con mayor atención; la mala resolución que me parece apreciar, en segundo lugar, del problema de las identidades «nacionales» y «regionales» complejas, aquellas que sintetizan elementos que no son reducibles a una sola identidad operativa y reconocible; finalmente, y en tercer lugar, la nula o escasa percepción de la relación entre formas nacionales e imperiales, puesto que, por más esfuerzos que uno haga para pensar que 1848 fue la primavera de los pueblos, la organización imperial siguió dominando el mundo tras el ocaso de los imperios monárquicos con las revoluciones atlánticas de 1780-1830. La era de las naciones fue al mismo tiempo la era de formación de los grandes imperios mundiales. Uno y lo mismo, aunque este desarrollo en paralelo plantea problemas conceptuales para quienes no disponemos de soluciones contrastadas.

La primera apostilla, dice más adelante, se refiere a la esencia misma del viraje de 1983 al que antes nos referimos. La idea de que las naciones son una construcción que se proyecta desde lo alto de la pirámide social y cultural tiene muchos visos de verosimilitud. Además, la experiencia se lo confirma cada día al estudioso, obligado como está a contemplar el espectáculo ininterrumpido de cada Administración, estatal o regional, por convencer a los propios de la antigüedad y solidez de las referencias culturales y simbólicas que los identifican. Peccata minuta, Otto von Bismarck demostró, sobre la base de las reformas de sus antecesores prusianos Karl Freiherr vom Stein y Karl August von Hardenberg tras la derrota de Jena, que una construcción pensada y planificada desde arriba era viable, incluyendo en ello el sufragio universal masculino. El modelo al que nos referimos no es, por tanto, incorrecto, pero tiene límites: suponer que los receptores recibirán este mensaje con el beneplácito o con la inconsciencia de almas puras. Y, en efecto, si esto podría valer para generaciones de incautos escolares atrapados por el discurso patriótico o religioso imbuido por sus poco escrupulosos tutores o maestros, es un modelo que presenta muchas dudas y no pocas incertidumbres cuando se trata de poblaciones adultas, sometidas a otros estímulos y sujetos a múltiples necesidades. Otro ejemplo en este punto: una excelente historiador de la revolución francesa Peter McPhee mostró cómo los paisanos del Roussillon catalán, en Colliure en especial, seguían y practicaban con entusiasmo y conocimiento los rituales inventados en París a pesar de que sólo los enviados de otros lugares y algún marino entendían la lengua oficial.

Es esta consideración más amplia, señala el profesor Fradera, la que explica los límites de aquel impulso nacionalizador desde arriba, que sin duda existió y que persiste inasequible al desaliento en la tarea de fabricar españoles, franceses, estadounidenses o lo que sea. La misma continuidad de aquel esfuerzo educador, su aparente éxito, muestra también sus límites. La educación patriótica no puede interrumpirse jamás, puesto que esfuerzo tan enorme y repetido no se imprime, como señalábamos, soplando sobre barro virgen: se imprime sobre conciencias receptivas a impulsos múltiples, originados en otras ámbitos de la vida social. Esta consideración puede formularse como paradoja: el arraigo de símbolos e imágenes representativas de la nación se proyectó sobre poblaciones fuertemente movilizadas por razones sociales, reactivas por ello a aceptarlas sin más; al mismo tiempo se proyectó sobre poblaciones en espacios marginales, poco socializadas, lejanas o reacias a los patrones culturales que las vehiculaban. Resulta casi innecesario referirse en este punto al caso francés, donde desde muy pronto el proyecto nacional y ciertas ventajas sociales se dieron la mano, fabricando dinámicas que explican la rápida difusión de la simbología revolucionaria de la escarapela tricolor junto con los árboles de la libertad y demás. En este caso, el problema sigue siendo comprender al mismo tiempo las coaliciones contrarias a aquel proyecto –vandeanos y legitimistas–, comprender su capacidad simbólica blanca y cristológica, refractaria al proyecto nacional que entonces emerge y en el que al final se sumergirá para condicionarlo. El «francés» sujeto nacional no existe, obviamente, hasta muy tarde en el siglo XIX, como muy bien señala el autor, y esto explica la lógica del esfuerzo estatal sostenido, la sostenida violencia simbólica que se ejerció sobre generaciones de individuos cargados de historia y nexos sociales. Sí existió la tradición republicana, apoyada en el uso continuado del capital simbólico acuñado en los años de la Gran Revolución y enriquecido en décadas posteriores por las ventajas sociales –el «pacto republicano», en expresión de Gérard Noiriel– que facilitaron la aceptación del proyecto un siglo después.

Las mismas consideraciones, sigue diciendo, podrían hacerse, con elementos y cronología distinta, para el caso español. Es el caso de los levantamientos de arraigo liberal –las bullangas barcelonesas que, desde el verano de 1835, desbarataron la sucesión monárquica sin cambio político efectivo– y con otros nombres en las grandes ciudades españolas, donde se entremezclan la autonomía popular (el igualmente imaginado «pueblo» de los liberales) y los proyectos sociales y de nación de los liberales en sus distintas expresiones. Es la percepción de proyecto colectivo aquello que da sentido al patriotismo liberal que muchos comparten. Verlo así facilita comprender los ritmos y grados de aceptación de la fabricación simbólica que se propone desde arriba con mayor o menor acierto. Pero Álvarez Junco tiene razón al poner el énfasis en el poder de los símbolos y en el esfuerzo institucional sostenido para convertirlos en referencia colectiva. Es la conexión entre ambos planos –la autonomía relativa de los movimientos sociales y la referencia constante generada por intelectuales y asociaciones de la sociedad civil– el factor que explica los niveles de recepción, aceptación y las variantes de manipulación de símbolos, imágenes y rituales. Y, por la misma razón, sus límites manifiestos en muchos casos.

Vayamos a la segunda cuestión, añade. Las historias nacionales sobre las que Álvarez Junco construye algunas de las mejores páginas del libro pugnan siempre por el valor de la exclusividad. Da grima referirse de nuevo a la teleología implícita en el nos ancêtres les gaulois, por obvia y repetitiva, pero sin duda es esta la base de la educación del sujeto nacional, al que, para más lustre, se le llama «ciudadano», un concepto que, como tal, no aparece hasta muy tarde y tras muchos procesos de reformas. Si afirmamos su teleología básica, entonces se nos plantea de inmediato un problema: identificar la transformación de identidades anteriores sociales o territoriales en aquella superior –la nacional– que se afirma tardíamente y con la artificiosidad implicada en la «invención» de las referencias que le dan sentido y cierta corporeidad. Imaginar que en los mundos precedentes a las sociedades modernas la lealtad monárquica llenaba por entero el espacio social sería una temeridad. La tradición jurídica y las formas de acceso a la propiedad o al uso de los bienes productivos, las mismas estructuras corporativas –gremios y oficios, cofradías y sociedades benéficas, milicias armadas o de vigilancia– y el uso de las lenguas particulares o las versiones particulares de religión y cultura, forjaban sin duda identidad territorial e identidad de grupo. Por esta razón, una de las cuestiones más delicadas de las versiones modernistas de la génesis del nacionalismo contemporáneo es explicar la integración o desintegración de aquellas modalidades asociativas del pasado reciente en la nueva mística de la nación que, para más inri, siempre supone una reclamación de exclusividad por el imperativo de la invocada «soberanía nacional». El problema se torna aún más complejo cuando aquellas formas alcanzaron en el pasado forma de «nación histórica». Olvidemos por un momento la península ibérica y pensemos, pongamos por caso,  en Polonia, como podríamos citar los casos de Escocia o Irlanda. Es esta la cuestión que plantean Timothy Snyder en The Reconstruction of Nations. Poland, Ukraine, Lithuania and Belarus, 1569-1999 (2004) o Larry Wolff en The Idea of Galicia. History and Fantasy in Habsburg Political Culture (2012), cuyo objetivo se sitúa precisamente en explicar el encaje entre el pasado operativo y la lógica nueva de la nación, y de la nación en competencia con otras, en el marco de imperios vecinos con los casos polaco, lituano y ucraniano en el punto de mira. La invención de la nación y de sus referencias básicas no se produce nunca sobre tabula rasa de identidades no sólo sociales, sino nacionales en sentido premoderno. Incluso para el exitoso caso francés –una referencia inevitable–, los trabajos recientes de Anne-Marie Thiesse –citada por Álvarez Junco– sobre las pequeñas patrias y el regionalismo en el hexágono plantean una perspectiva nueva desde la que observar la Gran Nación. No se trata, obviamente, de una lucha de nación contra nación, del darwiniano unas ganan y otras pierden, siempre tan tentador, sino de añadir variables a un proceso que todavía no conocemos bien. En esta delicada cuestión, el matiz importa. Aquello que se refiere a las «naciones históricas», a la identidad local y comarcal, debe ser introducido en el análisis para explicar las razones que condujeron a su asimilación o que forjaron reacciones contrarias duraderas. Lo que sí sabemos es que, en ocasiones, identidades duales, múltiples, ensambladas –se las llame como se las llame– perduraron durante mucho tiempo, a modo de peldaños en la historia de la construcción nacional o coadyuvantes de su fracaso. Ciertamente, un planteamiento de esta índole no puede gustar al nacionalismo grande o a un protonacionalismo en curso, pero no son los idearios políticos los que deben guiarnos en la construcción de los modelos y explicaciones propios de las ciencias sociales. No se trata de historia au-dessus de la mêlée, sí de una historia que debe pugnar por mantener las normas y las reglas del debate científico, su libertad innegociable, en definitiva. Resultaría absurdo hacer reproches a quien más arriesgó para desentrañar las falacias de la historia nacional. Ninguno de nosotros dispone de la solución a estos problemas.

Es curiosa la resistencia de un segmento muy amplio de la historiografía española que se ocupa de estas cuestiones, continúa diciendo, a marginar de una reflexión de conjunto el factor imperial. Álvarez Junco lo introduce de refilón, raramente como un elemento conformador genuino que se entrelaza con los aspectos que hasta aquí hemos tratado. Sobre este punto podrían decirse muchas cosas, pero me limitaré a ofrecer una lista de objeciones que remiten, en última instancia, a Dioses útiles, aunque resultarían válidos para otros muchos excelentes trabajos que sufren de una limitación parecida. La primera objeción cae por su peso. La heredera de pleno derecho de las monarquías de los siglos XVII y XVIII no fue la nación sin más en muchos y relevantes casos: fue la nación con imperio o el imperio con nación en su interior. Fue así en el caso de los grandes ejemplos que se citan: Francia, Gran Bretaña o Inglaterra; Estados Unidos (su expansión continental obligó a complejas operaciones coloniales a lo largo de un siglo, por lo menos hasta 1898, cuando se cierra una primera fase del proceso), Alemania y los países ibéricos. Aquí la cuestión no es el tamaño ni el momento ni el éxito de sus empresas coloniales: la cuestión es el modelo. Vayamos al caso español: si las Cortes de Cádiz apelan a los españoles, es a los de «ambos hemisferios», como de nuevo vuelve a suceder en el Trienio Liberal. Si de algo discuten a mediados de siglo es del problema enorme en Cuba, donde, además, la España nacional que la incluye y excluye al mismo tiempo se enzarza en una guerra de diez años (1868-1878), y de nuevo en otra en los años 1895 y 1898, cuando un proyecto nacional fallido a ambos lados del Atlántico sucumbe a sus propias contradicciones y al empuje o cierre de otro proyecto nacional e imperial genuinamente americano. ¿Cómo podemos seguir discutiendo de la España del siglo XIX como si fuese la del siglo pasado, encerrada (relativamente) en sus fronteras, ajena a la lógica imperial (nacional) que condujo a las dos guerras mundiales? La España del siglo XIX no es sólo una nación, del mismo modo que la Castilla o los reinos de la Corona de Aragón de los siglos XIII al XVIII no fueron sólo reinos medievales sin más, al margen de la enorme construcción imperial que empieza entonces y se sostiene, empequeñeciendo, hasta el siglo XX. Esta última observación puede parecer una concesión a las dedicaciones de quien firma la reseña. No es así.

El fondo del problema, dice más adelante, se encuentra en otro lado. Aquellas identidades subalternas, regionales, primigenias, anteriores a la nación madura, florecieron en el magma que fueron los imperios monárquicos y las naciones con imperio. Su dimensión, el ethos imperial mismo, el divide et impera que los sostuvo durante siglos, abrió una brecha que permitió a escoceses, canadiens, irlandeses, bretones, marselleses provenzales y pieds-noirs, vascos, catalanes y otros tantos, definir sus identidades específicas en la transición a la nación contemporánea. Tampoco en este punto las ciencias sociales han resuelto muchos problemas interpretativos, pero sí han aprendido que el marco de interrogación es más amplio que el que antes encaraban las historias nacionales. En el citado viraje de 1983, el año en que se publicó la compilación The Invention of Tradition, los ensayos de Terence Rangers y David Cannadine (que debe mucho al libro The Sense of Power. Studies in the Ideas of Canadian Imperialism, 1867-1914, de Carl Berger, en el que se sostiene que la renovación del imperio victoriano tardío se origina en sus dominions, en Canadá en particular) pusieron los puntos sobre las íes para una consideración atenta de las conexiones entre el espacio metropolitano de la nación y sus obligaciones fuera. Una referencia más no sobrará en este contexto. Unos pocos años después, en 1989, C. A. Bayly terminaba el prefacio del renovador Imperial Meridian. The British Empire and the World, 1780-1830 con estas palabras: «Por encima de todo, el imperio debe verse no sólo como una fase crítica en la historia de las Américas, Asia y África, sino en la creación misma del propio nacionalismo británico».

Conviene atender a aquellas conexiones si resulta que, además, La Habana, San Juan y Manila (en menor escala) estaban pobladas por españoles que participaron en las experiencias políticas de acomodar el viejo Estado monárquico a las nuevas exigencias de la nación, señala el profesor Fradera. La nación española del siglo XIX es, en esencia, un delicado equilibrio sostenido por el eje Barcelona (Valencia) - Madrid (Valladolid) - Cádiz (Málaga) - La Habana (Santiago). Es en estos nodos donde se decide el futuro colectivo, aquel que después se comunicara y transmitirá a los demás, aquel que se recubre con el manto único de nación española, pero que se interpreta desde realidades muy diversas. No por casualidad, el llamado «incondicionalismo» español que nace en Cuba, en la coyuntura que abre la Gloriosa (1868), es la primera manifestación de exasperación nacionalista, el origen de tantas cosas. Su importancia reside en que, al igual que había sucedido en las guerras carlistas, no sólo se manejan argumentos ideológicos o culturales, sino que se movilizan, además, tropas y recursos para afirmarlos en el terreno de los hechos. Es allí, en Cuba, donde por vez primera se pone en discusión la continuidad de la provincia como ente administrativo perfecto para el control desde arriba, ante el desafío que significa la división multiplicada de la isla. Y es allí donde se discute igualmente la figura autocrática del capitán general/gobernador: militar, por supuesto. La derrota de 1898 no es un acontecimiento más y se sitúa, por ello, en el origen mismo de las elucubraciones sobre la pérdida de «pulso» nacional, de tanta importancia en la cultura española del primer tercio del siglo XX. Hay diferencias que importan: el 1871 francés, la dolorosa derrota de Luis Napoleón Bonaparte, fue ante la gran potencia emergente de la Europa del último tercio de siglo; la española de 1898 fue en la manigua cubana frente a un movimiento descolonizador (con ayuda de Estados Unidos). El «hasta el último hombre; hasta la última peseta» de Cánovas del Castillo, formulado de otra forma en las Cortes, no se refería sólo a mantener unos intereses, sino a mantener la idea misma de integridad nacional construida paso a paso a lo largo del siglo, con España como nación a la vez europea y americana. Era una bofetada anunciada desde el Congreso de Berlín de 1885, en el que, a pesar de estar muy orientado hacia asuntos africanos, España formó parte del grupo de países invitados básicamente a observar. Insisto: la metáfora centro/periferia no sirve para extrapolar lo que sucede en la capital, del centro castellano de la Monarquía al resto. Si la nación como cultura y la soberanía nacional como fundamento político tienen alguna lógica y una fuerza enorme es por su voluntad unitaria y abarcadora: el abrazo del oso. Todos estaban, entonces, en el mismo saco. A no ser que claudiquemos antes las visiones sesgadas y parciales que aportarán los nacionalismos excluyentes del siglo XX.

No es este en absoluto, concluye su artículo el profesor Fradera, el discurso que marca el tono de Dioses útiles, ni la flexibilidad que le permite su concepción modernista, constructivista, del nacionalismo moderno. Una lectura atenta de este libro impide recaer en aquello de que España es una de las naciones más antiguas de Europa o pretender que el destino de los españoles viene marcado por alguna particularidad especial de sus antepasados. Lo mismo valdría para sus competidores peninsulares, tan distintos al parecer y tan iguales en su obcecación. De tanto mito de los orígenes y de tanta invención interesada no queda nada después del riguroso ejercicio hermenéutico que se propone sobre la génesis del nacionalismo contemporáneo, reforzado, además, con el vasto ejercicio comparativo que se incluye para ilustrarlo. Además, nadie podrá acusar al autor de «haberse pasado al moro» o, para el caso, trabajar para otra bandera que no sea la de la ciencia social. José Álvarez Junco nos sitúa una vez más en el lugar preciso en que debemos discutir y razonar desde las capacidades interpretativas propias. Es por ello por lo que, desde una admiración añeja, me atrevo a poner en negro sobre blanco algunas apostillas a esta nueva y brillante aportación del autor de Mater Dolorosa.


Manifestación nacionalista en Canarias



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt




Entrada núm. 3012
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)