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miércoles, 22 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Solidaridad



El futbolista Keita Baldé


"Su padre, nacido en Senegal, llegó a mediados de los noventa -comienza escribiendo en el Avuelapluma de hoy [Una historia de nuestro tiempo. La Vanguardia, 16/7/2020] el filólogo y ensayista Jordi Amat-. Su peripecia, cruzándola con centenares como la suya, la hubiera aprovechado Francesc Candel si hubiera llegado a actualizar Los otros catalanes. Porque fue entonces, como otras veces, cuando la inmigración transformó de nuevo el país. Hace treinta años España era un país de oportunidades laborales, y él aterrizó en El Prat esperando salvar su vida trabajando y así podría traer a su mujer. Sin seguir una pauta, replicaba la dinámica de los progresos migratorios. Antes que él había venido su primo, que había encontrado trabajo en el Maresme, y él siguió sus pasos. Pero no se ganaría un sueldo en la agricultura sino que se dedicó a la construcción. El país que tenemos tampoco se entiende sin el cruce entre el boom de ese sector, con todas las consecuencias que tuvo a corto y está teniendo a medio plazo, y la llegada de la nueva inmigración. En cuanto tuvo un empleo pudo traer a su mujer, pudieron comprar un piso y aquí tendrían a sus hijos.

En 1995 Keita Baldé nació en Arbúcies. El verano en que el camerunés Eto’o fichó por el Barça, los padres de aquel niño aceptaron la propuesta del mismo club: Keita se marcharía de la comarca de la Selva e iría a ­vivir a la Masia. Los buscapromesas lo habían descubierto vistiendo la camiseta de los infantiles del Palautordera y, como todos los que lo veían jugar, quedaron asombrados de su fuerza al regatear y la determinación para marcar goles. Era el 2004 y apenas ­tenía nueve añitos. Durante las temporadas siguientes, que fueron las de la gloria ­blaugrana, el crío que tenía que madurar mirándose en las estrellas se hartó de marcar en las diversas categorías con las que iba jugando. En la prensa deportiva, que es donde encuentro la información para es­cribir este artículo, leo que sumó 300 goles durante cinco temporadas. Y en todos los artículos, también en su entrada en la Wikipedia, se destaca una anécdota que decantó su ­trayectoria.

Durante el verano de la temporada 2009-2010 el cadete A, que era el equipo con quien Baldé jugaba, participó en un torneo celebrado en Qatar. De aquí podría salir también una buena investigación. No solo porque fue entonces cuando la principal marca catalana de la globalización –el Barça– ató sus relaciones con el emirato. Este acuerdo seguramente sea el más significativo de muchas otras relaciones laborales y empresariales que se fueron estableciendo entre una cierta élite del país y algunos países de Oriente Medio. Esta también ha sido una de las caras de la globalización económica catalana. Pero no nos alejemos de la joven promesa que era un adolescente de quince años. Porque una noche llenó de cubitos la cama de un compañero y, como estar al quite del comportamiento de esos chicos es una de las responsabilidades del club, le hicieron ver que con esa gamberrada se había pasado de la raya. En la web del club hay una fotografía oficial de la plantilla del cadete A para la temporada 2010-2011. En la lista de 21 jugadores solo hay uno que al lado de su nombre tenga un paréntesis. Es Baldé. Allí se especifica que lo habían cedido. Jugaría en el Cornellà. Marcó 47 goles.

Cuando un año después fue el momento de volver al Barça, no duró ni cinco minutos. No parece que tuviera muchas ganas de pedir perdón, y había varios clubs con el talonario preparado. El Lazio puso 300.000 euros sobre la mesa, y se fue al club italiano. Triunfó en las categorías inferiores, no tardó en estrenarse con la camiseta de Senegal, y dejaría boquiabierta a la afición cuando hizo un hat-trick en solo cinco minutos en un partido de Primera contra el Palermo. Todo pasión, también era impulsivo y controvertido fuera del campo. Una madrugada empotró su Lamborghini de 180.000 euros en la pared de una calle de Roma. Tenía 19 años, afortunadamente salió ileso, pero el episodio también es revelador de un signo de nuestros tiempos: la entronización del futbolista presentado por los medios como ejemplo del triunfador por la naturalidad con que exhibe su fortuna. En el 2017 fichó por el Mónaco.

De Keita Baldé, hijo de Arbúcies, no había oído hablar hasta hace un mes y medio. Durante el confinamiento, atento a las redes, tomó conciencia de la problemática de los temporeros que recogen la fruta dulce. A los que desde Barcelona no vemos, si lo sabemos, lo olvidamos rápido tras ver las noticias de la temporada mientras se per­petúa una situación crítica que afecta a todas las Terres de Lleida. Hay un libro que, sin moralina banal sino en su complejidad hu­mana, lo explica: La pell de la frontera, de Francesc Serés. Baldé, conmovido, intentó hacer algo. Se comentaba que este año, con la Covid-19, la situación era potencialmente explosiva. A través de una profesora y ­activista quiso poner un remiendo: alo­jamiento, comida y ropa durante tres meses para 150 personas. No fue fácil. Había ­hoteles cerrados, algunos no querían ofrecer sus servicios a los temporeros. Pero no dejó de intentarlo hasta que lo consiguió. Saber dar respuestas a estas situaciones, que se ex­tenderán, será a partir de ahora una de las principales historias del nuevo país que empieza".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 20 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Bulolandia e inmigración



Llegada de migrantes irregulares a España


Vivimos en una especie de Bulolandia. Y lo que es peor, un tercio de todos los bulos que se cuelan por Internet, guasap y redes sociales tienen como objetivo dañar la imagen de la migración, comenta en el A vuelapluma de hoy el escritor Manuel Rivas.

En 2008, -comienza diciendo Rivas- y después de revisar a fondo y en tres ocasiones todo el proceso, la justicia alemana declaró inocente a Marinus van der Lubbe, que había sido condenado y ejecutado como autor del incendio del Reichstag, sede del Parlamento alemán durante la República de Weimar hasta 1933. Fue el 27 de febrero de ese año cuando las llamas destruyeron la Cámara de diputados.

Marinus, un revolucionario holandés, fue detenido en la zona. Condenado y guillotinado. El presidente Von Hindenburg se doblegó a la exigencia del nuevo canciller, Adolf Hitler, y firmó un decreto de emergencia que suspendía las libertades y que dio paso a la gran caza de comunistas, y de paso de todo antifascista, sin respetar la inmunidad de los parlamentarios opositores. Ese decreto abrió paso a la dictadura. Y a todo lo que vino después: un horror nunca visto.

Marinus, aquel joven albañil de 24 años, no había tenido nada que ver con la quema del Reichstag. Fue el chivo expiatorio, en una operación de “falsa bandera” organizada por los propios nazis. La gran derecha se entregó al juego o se amilanó. En poco tiempo, millones de electores se fueron detrás de las trompetas del Tercer Imperio.

La Gran Guerra terminó oficialmente en 1945, pero tuvieron que pasar 75 años, desde aquel día de febrero de 1933, para desmontar con todas las de la ley una mentira de semejante calibre. Hubo tiempo, mientras tanto, para intentar propagar otros bulos de la misma calaña incendiaria, como el atribuir el bombardeo de Gernika a quienes lo sufrieron. A “rojos” y “gudaris”. Ese fue tal vez el bulo más canalla del aparato de propaganda franquista, el de encubrir a la Legión Cóndor con un segundo bombardeo de basura corrosiva sobre la carne quemada.

Además de ser munición en la guerra psicológica, había en esta producción de bulos un indisimulado componente de maldad redoblada. Lo que se quería transmitir desde el principio es que no se trataba de un conflicto entre humanos, sino una confrontación entre superhumanos y subhumanos (Untermensch, en alemán).

Este desahogo de la memoria viene a propósito de un encuentro con la palabra “maldad”. Fue hace unos días, en el congreso de la Asociación de Periodistas de Información Ambiental. Una de las ponentes, Laura Chaparro, de la redacción de Maldita.es, hizo una magistral exposición sobre la naturaleza de los bulos, en la línea del lema que define a esta iniciativa independiente contra la desinformación: “Periodismo para que no te la cuelen”. Llegó un momento en que la escuchábamos en vilo. Como se escuchan las verdades incómodas. Porque, en el nutrido supermercado de la desinformación, la verdad es incómoda y además incomoda. Hay que trabajarla como se cosecha un cultivo ecológico. La verdad, como la tierra, no está a la altura de una mesa de despacho. Hay que doblar el espinazo, desechar semillas transgénicas, detectar la presencia de tóxicos, usar abonos orgánicos y, sobre todo, sentir con las manos. Verificar.

Vivimos en una especie de Bulolandia. Y lo que es peor, de cada 250 bulos, un tercio tienen como objetivo dañar la imagen de la migración. Si ustedes han visto en las redes un vídeo en el que aparecen alumnos arrojando libros a una profesora y poniendo patas arriba la clase, y a los que se identifica como “menas” (menores extranjeros no acompañados), han de saber que esas imágenes nada tienen que ver con España. Es un incidente de escolares en Brasil. Si han recibido por WhatsApp un documento de un supuesto funcionario del INEM en el que se afirma que un inmigrante tiene “muchas más papeletas de recibir ayuda que cualquier ciudadano español”, han de saber que es un absoluto bulo. Si ven una desinformación en la que aparece la imagen de un corazón con gusanos y la leyenda de que es el órgano de un niño que compartía juegos con su perro, pues sepan que el corazón es de un perro y que en ese bulo solo puede haber maldad.

En los bulos puede haber interés económico e ideología como política del daño. Pero es la maldad lo que une antiguos y nuevos, grandes y pequeños bulos. Por mi parte, ya me he apuntado a la “comunidad de malditos y malditas”. El compromiso: hacer lo que se pueda por viralizar la verdad. La maldita verdad".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 10 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] La capitana y el ministro





Debemos estar atentos al juicio de Carola Rackete, escribe el Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, que podría ser condenada a 10 años de cárcel, y exigir que los jueces salven la honra y las buenas tradiciones de Italia, hoy pisoteadas por Salvini y la Liga

Carola Rackete, la capitana del barco Sea Watch 3, que hacía 17 días andaba a la deriva en el Mediterráneo con 40 inmigrantes a bordo rescatados en el mar, atracó en la madrugada del viernes pasado en la isla italiana de Lampedusa, pese a la prohibición de las autoridades de ese país. Hizo bien. Fue de inmediato detenida por la policía italiana, y el ministro del Interior y líder de la Liga, Matteo Salvini, se apresuró a advertir a la ONG española Open Arms, que anda por los alrededores con decenas de inmigrantes rescatados en el mar, que “si se atreve a acercarse a Italia, correría la misma suerte que la joven alemana Carola Rackete”, quien podría ser condenada a 10 años de cárcel y a pagar una multa de 50.000 euros. El fundador de Open Arms, Óscar Camps, respondió: “De la cárcel se sale, del fondo del mar, no”.

Cuando las leyes, como las que invoca Matteo Salvini, son irracionales e inhumanas, es un deber moral desacatarlas, como hizo Carola Rackete. ¿Qué debería haber hecho, si no? ¿Dejar que se le murieran esos pobres inmigrantes rescatados en el mar, que, luego de 17 días a la deriva, se hallaban en condiciones físicas muy precarias, y alguno de ellos a punto de morir? La joven alemana ha violado una ley estúpida y cruel, de acuerdo con las mejores tradiciones del Occidente democrático y liberal, una de cuyas antípodas es precisamente lo que la Liga y su líder, Matteo Salvini, representan: no el respeto de la legalidad, sino una caricatura prejuiciada y racista del Estado de derecho. Y son precisamente él y sus seguidores (demasiado numerosos, por cierto, y no sólo en Italia, sino en casi toda Europa) quienes encarnan el salvajismo y la barbarie de que acusan a los inmigrantes. No merecen otros calificativos quienes habían decidido que, antes de pisar el sagrado suelo de Italia, los 40 sobrevivientes del Sea Watch 3 se ahogaran o murieran de enfermedades o de hambre. Gracias a la valentía y decencia de Carola Rackete por lo menos estos 40 desdichados se salvarán, pues ya hay cinco países europeos que se han ofrecido a recibirlos.

Sobre la inmigración hay prejuicios crecientes que van alimentando el peligroso racismo que explica el rebrote nacionalista en casi toda Europa, la amenaza más grave para el más generoso proyecto en marcha de la cultura de la libertad: la construcción de una Unión Europea que el día de mañana pueda competir de igual a igual con los dos gigantes internacionales, Estados Unidos y China. Si el neofascismo de Matteo Salvini y compañía triunfara, habría Brexits por doquier en el Viejo Continente y a sus países, divididos y enemistados, les esperaría un triste porvenir a fin de resistir los abrazos mortales del oso ruso (véase Ucrania).

Pese a que las estadísticas y las voces de economistas y sociólogos son concluyentes, los prejuicios prevalecen: los inmigrantes vienen a quitar trabajo a los europeos, acarrean delitos y violencias múltiples, sobre todo contra las mujeres, sus religiones fanáticas les impiden integrarse, con ellos crece el terrorismo, etcétera. Nada de eso es verdad, o, si lo es, está exagerado y desnaturalizado hasta extremos irreales.

La verdad es que Europa necesita inmigrantes para poder mantener sus altos niveles de vida, pues es un continente en el que, gracias a la modernización y el desarrollo, cada vez un número menor de personas deben mantener a una población jubilada más numerosa y que sigue creciendo sin tregua. No sólo España tiene la más baja tasa de nacimientos en el año; muchos otros países europeos le siguen los pasos de cerca. Los inmigrantes, querámoslo o no, terminarán llenando ese vacío. Y, para ello, en vez de mantenerlos a raya y perseguirlos, hay que integrarlos, removiendo los obstáculos que lo impiden. Ello es posible a condición de erradicar los prejuicios y miedos que, explotados sin descanso por la demagogia populista, crean losMatteo Salvini y sus seguidores.

Desde luego que la inmigración debe ser orientada, para que ella beneficie a los países receptivos. Conviene recordar que ella es un gran homenaje que rinden a Europa esos miles de miles de miserables que huyen de los países subsaharianos gobernados por pandillas de ladrones y, encima, a veces fanáticos que han convertido el patrimonio nacional en la caverna de Alí Babá. Además de establecer regímenes autoritarios y eternos, saquean los recursos públicos y mantienen en la miseria y el miedo a sus poblaciones. Los inmigrantes huyen del hambre, de la falta de empleo, de la muerte lenta que es para la gran mayoría de ellos la existencia.

¿No es un problema de Europa? La verdad es que sí lo es, por lo menos parcialmente. El neocolonialismo hizo estragos en el Tercer Mundo y contribuyó en buena parte a mantenerlo subdesarrollado. Por supuesto que la falta es compartida con quienes adquirieron las malas costumbres y fueron cómplices de quienes los explotaban. No hay duda de que, en última instancia, sólo el desarrollo del Tercer Mundo mantendrá en sus tierras a esas masas que ahora prefieren ahogarse en el Mediterráneo, y ser explotadas por las mafias, antes que continuar en sus países de origen donde sienten que no cabe ya la esperanza de cambio.

Lo fundamental en Europa es una transformación de la mentalidad. Abrir las fronteras a una inmigración que es necesaria y regularla de modo que sea propicia y no fuente de división y de racismo, ni sirva para incrementar un populismo que tan horrendas consecuencias trajo en el pasado. Es preciso recordar una y otra vez que los millones de muertos de las dos últimas guerras mundiales fueron obra del nacionalismo y que éste, inseparable de los prejuicios raciales y fuente irremediable de las peores violencias, ha dejado huella en todas partes de las atrocidades que causó y que podría volver a causar si no lo atajamos a tiempo. Hay que enfrentar a los Matteo Salvini de nuestros días con el convencimiento de que ellos no son más que la prolongación de una tradición oscurantista que ha llenado de sangre y de cadáveres la historia del Occidente, y han sido el enemigo más encarnecido de la cultura de la libertad, de los derechos humanos, de la democracia, nada de lo cual hubiera prosperado y se hubiera extendido por el mundo si los Torquemada, los Hitler y los Mussolini hubieran ganado la guerra a los aliados.

Escribo este artículo en Vancouver, una bella ciudad a la que llegué ayer. Esta mañana me he desayunado en un restaurante del centro de la ciudad en el que trabé conversación con cuatro “nativos” que eran de origen japonés, mexicano, rumano y sólo el último de ellos gringo. Los cuatro tenían pasaporte canadiense y parecían contentos con su suerte y entenderse muy bien. Ese es el ejemplo a seguir en Europa, el de Canadá.

Debemos estar atentos al juicio de Carola Rackete y exigir que los jueces salven la honra y las buenas tradiciones de Italia, hoy pisoteadas por Salvini y la Liga. Estoy seguro de que no seré el único en pedir para esa joven capitana el Premio Nobel de la Paz cuando llegue la hora.



Dibujo de Fernando Vicente para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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miércoles, 3 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] ¿Qué es la maldad?





Qué es la maldad?, se pregunta el periodista César Casal en La Voz de Galicia. La maldad va de Aylan ahogado en una playa de Turquía a Valeria ahogada en el río Bravo, comienza diciendo. Esos dos niños demuestran con sus muertes que la maldad existe. Son la prueba de la crueldad de Occidente, cómo el primer mundo se ensaña con el cuarto mundo. Cómo nos encanta mirar hacia otro lado. El tercer mundo hace mucho que no existe. Ahora hay un cuarto mundo que es el de los que no tienen nada. El de los padres de Valeria que la cogieron en El Salvador con apenas un año de vida y se la llevaron a cruzar Centroamérica, porque en su país no encontraban una manera decente de salir adelante. La llevaron para comprar el sueño de Estados Unidos. Un sueño que no existe. Que no tiene visa ni tiene nada. Que es una pesadilla monstruosa. Que es morirse en el fango del río Bravo por la inacción de los políticos o por su acción racista y excluyente. El relato de cómo fueron los hechos, cuya foto una vez más conmocionó a los que vivimos en los países ricos durante un rato, el rato que nos dura la imagen en la cabeza, mientras tomamos el café con cápsula, y luego nos encapsulamos de nuevo en el absurdo de nuestro mundo, en el que sí hay bienes, víveres, vacaciones, recursos. Un mundo en el que la palabra crisis es dura, pero muy distinta de lo que era la existencia para Óscar Alberto Martínez, de 24 años; y su mujer Tania Vanessa Ávalos, padres de Valeria.

El relato de la madre es espeluznante. Añade desastre al desastre. Aunque las versiones son confusas, cansados de esperar, el padre se decidió como tantos otros a cruzar el río, sin saber que no era río, sino que era la laguna Stigia, donde solo les esperaba Caronte. El caso es que logró pasar a la orilla de las barras y las estrellas, la de la supuesta salvación. Dejó allí a Valería, que a su año y pocos meses, pensó que todo era un juego como en la película La vida es bella. Su padre volvió a por la madre, al lado mexicano. Y ese bebé pensó que todo era broma y risa y se echó al agua otra vez, en lugar de esperar quieta, como le había dicho su padre. Al observar los padres que la corriente se la llevaba, él se tiró al río para volver a recogerla. Y no fue capaz. Su inmenso corazón, ese corazón que deja a la hija y que va a por la madre, para que pase la familia entera. Ese corazón que se tira para salvar a su cría de una muerte que se acerca. Ese corazón enorme se empapa y se hunde. Junto a su pequeña. Luego los dos son hallados, con Valeria metida debajo de la camiseta de su padre. La policía supone que Óscar la alcanzó y que la introdujo bajo la ropa para que no se la volviese a llevar la corriente. Así apareció con el pequeño brazo sobre el cuello de su padre, dos cuerpos muertos. Se acabaron las fuerzas. Se acabó el sueño. Se acabó la vida. Y este cuento también se ha acabado, sin más. Aquí nadie come perdices. La maldad.






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viernes, 3 de mayo de 2019

[EUROPA] España, sola en el mundo





Entre los próximos 23 y 26 de mayo estamos llamados los ciudadanos europeos a elegir a nuestros representantes en el Parlamento de la Unión. Me parece un momento propicio para abrir una nueva sección del blog en la que se escuchen las opiniones diversas y plurales de quienes conformamos esa realidad llamada Europa, subiendo al mismo, de aquí al 26 de mayo próximo, al menos dos veces por semana, aquellos artículos de opinión que aborden, desde ópticas a veces enfrentadas, las grandes cuestiones de nuestro continente. También, desde este enlace, pueden acceder a la página electrónica del Parlamento europeo con la información actualizada diariamente del proceso electoral en curso.

No sabemos qué piensan nuestros candidatos de las diferentes tendencias que se palpan en Europa en cuanto al futuro de la Unión Europea, escribe Olivia Muñoz-Rojas, investigadora independiente, doctora en Sociología por la London School of Economics, máster en Humanidades y Pensamiento Social por la New York University y licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense. 

Mientras el futuro de Europa forma parte del debate nacional en muchos otros países europeos, comienza diciendo, en el nuestro, su ausencia en esta campaña —y, concretamente, en los dos principales debates electorales— asombra. Podría pensarse que es porque las elecciones europeas están a la vuelta de la esquina y existe una preferencia por reservar el tema europeo para esa campaña. O que no es relevante porque ninguno de los principales partidos promueve la salida de la Unión Europea (ni tan siquiera Vox). O que tenemos preocupaciones internas demasiado serias, como el conflicto territorial, que requieren nuestra atención plena. O que las encuestas sociológicas indican que la política exterior no es una prioridad para los ciudadanos. Sea como fuere, cualquiera que observara nuestra campaña desde fuera, podría llegar a la conclusión de que España está sola en el mundo. ¿Cuál es el papel de nuestro país en el Mediterráneo? ¿Cuál en la Unión Europea? ¿Qué papel puede jugar en tanto puente entre Europa y América Latina?

Salvo por la cuestión de la inmigración, es difícil saber la postura de cada partido respecto de las transformaciones políticas que se están viviendo en el mundo árabe, por ejemplo, y sus consecuencias para nuestro país y Europa en su conjunto. Tampoco sabemos qué piensan nuestros candidatos de las diferentes tendencias que se palpan en Europa en cuanto al futuro de la Unión, fundamentalmente, la tensión entre reforzar la soberanía nacional que defiende el Grupo de Visegrado, mantener el statu quo o avanzar hacia un modelo crecientemente federal. Es un asunto que, en la actual estructura de la UE —con un Ejecutivo (la Comisión) formado por representantes designados por los gobiernos de cada país y con mayores prerrogativas que el Parlamento Europeo— no se dirime sólo en las elecciones a este último, sino, e incluso más, en las elecciones generales de cada país.

Con alguna excepción y más allá de las referencias ideológicas a Venezuela —y México, tras la famosa carta de AMLO— ningún partido parece interesado en explicar cómo podría aprovechar mejor España su posición como interlocutor privilegiado entre Europa y más de la mitad del continente americano en un incierto mapa geopolítico y económico mundial.

Se trata de temas trascendentes que elevarían el nivel de nuestro debate, sin restarle importancia a las cuestiones internas, pues, al fin y al cabo, muy poco de lo que hoy nos sucede puede entenderse fuera de un contexto europeo y global. Se puede, como sucede en nuestro país vecino, debatir la crisis de los chalecos amarillos —asunto interno no menor— a la vez que se discute el papel de Francia en Europa y su proyección en otros continentes. Convendría que aquellos que defienden España como uno de los mejores países del mundo y se enorgullecen de su historia milenaria universal les recuerden también a los votantes que España no vive en una burbuja.






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sábado, 29 de diciembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Malos presagios





La manipulación de los hechos actúa junto a la manipulación del lenguaje. Un buen ejemplo es la petición de endurecimiento de las leyes de extranjería con el pretexto de salvar la democracia en Europa, comenta el escritor y diplomático español José María Ridao. 

La pendiente autoritaria por la que están deslizándose los Gobiernos de algunos de los países más poderosos del mundo, comienza diciendo Ridao, ha vuelto a poner sobre la mesa el viejo problema de la compatibilidad, o la incompatibilidad, entre la libertad y el conocimiento de la verdad. Por descontado, el debate político se refiere a los cursos de acción ante hechos contrastados. Manipular estos hechos, falseándolos o negándolos, constituye un atentado contra la democracia, porque los cursos de acción que se puedan decidir a partir de la regla de las mayorías y las minorías solo reflejarán el interés último, y normalmente espurio, de quien haya falseado previamente las premisas. Por otra parte, la estrategia liberticida que se esconde detrás de la manipulación de los hechos es concomitante con la de la manipulación del lenguaje, y de ello también ofrece suficientes ejemplos la realidad de nuestros días. Solo que la manipulación del lenguaje no se corresponde exclusivamente con la mentira, como tantas veces se repite, sino que puede operar, y de hecho opera, en dos direcciones diferentes. Una cuando se difumina deliberadamente el significado de las palabras a fin de que puedan decir una cosa y la contraria, dependiendo de quién las utilice, y otra cuando, proclamando una decidida voluntad de recuperar su verdadero significado, o, en fin, de llamar a las cosas por su nombre, se introducen en el espacio público términos que, por estar marcados negativamente, acaban por marcar también a los individuos o los grupos a los que se aplica. El fenómeno de la corrección política ha alcanzado, sin duda, extremos de ridiculez. Pero la alternativa que se ha impuesto en estos tiempos cargados de malos presagios, la alternativa de hablar sin complejos, confunde con simples eufemismos el recurso a giros o expresiones que responden a la obligación, irrenunciable en democracia, de construir un espacio público depurado de términos que humillen o descalifiquen de entrada a nadie que desee participar en él.

La importancia de reflexionar sobre el lenguaje fue advertida por escritores que, como Victor Klemperer o George Orwell, se vieron envueltos en trágicas circunstancias. De nada serviría repetir ahora lo que ellos dijeron entonces, puesto que sus argumentos conservan intacta una turbadora vigencia. Pero la reflexión sobre el lenguaje puede ir más allá de la relación entre los programas políticos liberticidas y la manipulación de las palabras, intentando descifrar qué presupuestos filosóficos la hacen posible y a través de qué inexorables caminos la falsedad antecede siempre a la catástrofe. Han sido numerosas las ocasiones en las que, a la vista de la realidad contemporánea, me he visto atrapado en una contradicción entre la tradición de pensamiento de la que me sentí próximo, y las soluciones que, discutibles o acertadas, he ido entreviendo a medida que pasaban los años. Se puede decir que comencé como aristotélico lo que creí acabar como platónico, tan solo para descubrir más tarde que el pensamiento de Sócrates se puede interpretar como una variante de la filosofía de los sofistas: precisamente la variante que abriría las puertas a su disolución. Comprendí así que el interés de los sofistas por el lenguaje y por las instituciones son dos caras de la misma moneda: el lenguaje es la más radical de las convenciones, y las instituciones, el recinto donde esas convenciones se “realizan” en cuanto determinan un curso de acción.

Las postrimerías del siglo XX asistieron al renacer de lo que Pierre Rosanvallon ha denominado las ciencias de la diferencia, esto es, saberes que buscan proporcionar un fundamento natural a la desigualdad. Desde el momento en que las teorías racistas quedan desprestigiadas al ser importadas por las doctrinas políticas totalitarias desde el África colonial a la Europa de la preguerra, las ciencias de la diferencia se vieron obligadas a cambiar de objeto de estudio, abandonando la raza en favor de la cultura o la civilización. Pero solo para mantener intacta la estructura y el potencial discriminatorio de sus argumentos. El fenómeno me había llamado la atención mientras redactaba los ensayos recogidos en Contra la historia, al descubrir que los argumentos teológicos cruzados en la Controversia de Valladolid de 1550 para decidir acerca de la naturaleza humana de los indios eran los mismos, exactamente los mismos, que los argumentos científicos considerados en la Conferencia de Berlín de 1885 para proceder al reparto de África. Entonces no podía imaginar que volvería a encontrármelos, y menos aún que lo haría, no a causa de un interés por la historia de las ideas, sino de la condición de ciudadano cada vez más desesperanzado.

Suministrados ahora por una sociología de ocasión que a veces se disfraza de islamología, esos argumentos servían en su nueva versión para especular acerca de la integración en las sociedades democráticas, no solo de los extranjeros procedentes de otras culturas o civilizaciones, sino de los denominados “inmigrantes de segunda o tercera generación”. Como en el caso de los conversos de la España inquisitorial o los emancipados de las colonias, los inmigrantes de segunda o tercera generación son ciudadanos —esto es, miembros de pleno derecho de una comunidad política— a los que se señala en virtud de un hecho remoto del que ellos no participaron. En virtud de ese hecho, se califica como inmigrantes de segunda o tercera generación a quienes, en realidad, nunca inmigraron, lo mismo que se tenía por conversos a los descendientes de quienes se convirtieron, y por emancipados, no ya a quienes consiguieron liberarse de la esclavitud, sino a todos sus descendientes, sin limitación de grado. Para todos ellos, el efecto de cambiar el objeto de las ciencias de la diferencia, manteniendo los argumentos, se tradujo en una derogación del principio de igualdad al comienzo limitado, solo para unos individuos y solo en relación con algunas libertades y derechos, pero que con el paso del tiempo fue provocando una regresión feudal del principio mismo: todos los hombres son iguales ante la ley, sí, pero cada cual ante la suya. A esta regresión responden las actuales leyes de extranjería, cuyos auténticos antecedentes jurídicos se encuentran en la siniestra tradición de leyes personales —pragmáticas contra conversos o moriscos, decretos para indígenas o nativos, disposiciones administrativas sobre judíos o gitanos— que a lo largo de la historia han dado cobertura a la discriminación y han servido de preámbulo al confinamiento, la expulsión o, incluso, el exterminio.

Cuando ahora se sostiene que la inmigración puede acabar destruyendo la democracia en Europa lo que se debería querer decir, pero lamentablemente no se dice, es que endurecer las leyes de extranjería bajo la presión de las fuerzas xenófobas solo conseguirá ahondar en la destrucción de aquello que se quería proteger.



Dibujo de Enrique Flores para El País



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miércoles, 8 de junio de 2016

[Pensamiento] ¿Qué Europa queremos?



Loukas Tsoukalis


Si hace unos días escribía sobre los problemas y vicisitudes de la democracia española y de la opinión al respecto de la profesora Adela Cortina, hoy lo hago sobre los problemas y vicisitudes del proyecto de integración europeo, que hace aguas por todas partes, sin visos de solución: "El proyecto europeo está en un aprieto: es difícil avanzar y da miedo retroceder. En algunas políticas necesitaremos más integración, en otras menos; y seguramente habrá que establecer más diferencias entre los miembros", dice Loukas Tsoukalis, profesor de Integración Europea en la Universidad de Atenas y director del principal laboratorio de ideas griego (ELIAMEP), en un reciente artículo en el diario El País, y que este mes de junio publica su libro In Defence of Europe. Can the European Project Be Saved? en la prestigiosa Oxford University Press.

¿Qué Europa queremos?, se pregunta el profesor Tsoukalis al inicio de su arttículo. Zarandeada por diversas crisis, dice, hacía tiempo que no veíamos a Europa tan débil y dividida. La gran crisis financiera internacional iniciada en Estados Unidos no tardó en convertirse en una crisis existencial para el euro y para la integración europea en su conjunto. Seguramente, fuera mala suerte que la primera gran prueba a la que tuvo que enfrentarse esa joven divisa coincidiera con el peor estallido de una burbuja financiera desde 1929. Con todo, los europeos estaban totalmente desprevenidos: su moneda carecía de las instituciones y la legitimidad política que debían sustentarla. Durante un largo periodo se negó la verdadera naturaleza de la crisis, achacándola a la laxitud fiscal (algo bastante cierto en Grecia, pero seguramente no en España o Irlanda); a continuación, en nombre de la austeridad, se aplicó una combinación errónea de políticas que agravó y prolongó la recesión. La eurozona lo ha pagado caro: ha perdido producción y puestos de trabajo, pero ha visto incrementarse las disparidades económicas y la fragmentación política, a escala nacional y europea.

La implosión de los vecinos de Europa, sigue diciendo, es un ejemplo más de mala suerte (¿cuántos van?), conjugada con años y años de políticas fallidas, que les ofrecían incentivos para ser “como nosotros”. Son países con instituciones débiles y políticos corruptos, encuadrados en la categoría de perdedores de la globalización. En concreto, el mundo árabe debe elegir de nuevo entre la dictadura y el Estado fallido, mientras la frustración acumulada se convierte en fanatismo religioso. Las placas tectónicas se desplazan y Europa acusa los temblores. Esa implosión nos está trayendo a multitud de refugiados e inmigrantes, y también a terroristas que hacen causa común con los nacidos aquí. Entretanto, el poder blando anhelado por Europa se ha convertido en algo difícil, quizá imposible de conjugar con la enérgica Rusia de Putin. Parece que el mundo exterior ni siquiera está dispuesto a permitirle a Europa que entre elegantemente en decadencia.

A las sucesivas crisis europeas de los últimos años, continúa, se ha añadido un problema de más larga duración: la creciente dificultad que conlleva compaginar los mercados globales con las democracias nacionales cuando el crecimiento es (como mucho) reducido y las desigualdades internas aumentan. La globalización y el cambio tecnológico tienen efectos dispares, que el neoliberalismo no ha hecho más que agravar. Los perdedores de nuestros países no suelen distinguir entre globalización e integración europea, con lo que el ascenso del nacionalismo y del populismo han ido parejos a una paulatina erosión del apoyo popular a la integración europea. Con la crisis, esas tendencias se han acentuado.

Pero la unión no debe malograrse: es demasiado importante, y no solo para los países miembros, añade. Europa ha ido poniendo parches. Es natural, dado lo lento y engorroso que es el proceso decisorio en una UE que, compuesta por un centro y una amplia gama de intereses, no ha dejado de incorporar nuevos miembros. Hasta ahora, después de la reciente sucesión de grandes crisis y un debilitamiento de su legitimidad todavía más prolongado, la UE y la eurozona han salvado los muebles. Ha sido algo sorprendente para toda clase de agoreros, dentro y fuera del continente, y desde luego no es un logro desdeñable. Pero el proyecto de integración regional no ha salido indemne. Europa está en un aprieto: es difícil avanzar y da miedo retroceder. Entre una y otra posibilidad, hay una desventurada e inestable situación. Y con frecuencia parece que Europa espera resignada a que llegue el próximo accidente, que ojalá no sea el Brexit a finales de este mes.

Los desafíos son enormes, dice más adelante, y nadie puede realmente hacernos creer que las respuestas serán sencillas o fáciles de aplicar. ¿Cómo se puede recuperar el dinamismo en unas economías europeas mayormente lánguidas (afortunadamente, España no es una de ellas, por lo menos hoy en día)? Y, algo todavía más difícil, ¿cómo se puede conjugar el crecimiento con la inclusión social y el objetivo del crecimiento sostenible? ¿Cómo mejorar las perspectivas de las generaciones más jóvenes en unas sociedades europeas enormemente endeudadas y envejecidas? ¿Y cuánto espacio quedará para los inmigrantes? ¿Cómo podemos hacer más eficaz, más democrática y, por tanto, más legítima, la gobernanza de Europa (y del euro)? ¿Cómo conjugar el ascenso del nacionalismo con la necesidad, siempre creciente, de gestionar colectivamente la globalización? ¿Cómo responder a la enorme diversidad que habita en su seno y defender los intereses y valores comunes en un mundo inestable, que cambia con rapidez y en el que Europa podría ser (aunque aún no lo sea) uno de los grandes actores? Y si el lector piensa que la lista no es lo suficientemente larga, puede probar con otra, en este caso dedicada a cómo volver a encerrar en la botella al genio de las finanzas para evitar otra gran crisis en un futuro no tan lejano.

En algunas políticas necesitaremos más integración, añade, en otras, menos, y seguramente habrá que establecer más diferencias entre los miembros. El debate debería centrarse en qué clase de Europa queremos, no en si favorecemos una mayor o menor integración, que es un debate ya viejo. También deberíamos echarle más imaginación al asunto. Algunas de las premisas en las que durante décadas se ha asentado la integración europea han cambiado, así que hay que adaptarse.

Ahora el proyecto europeo suscita más división, concluye diciendo. Al mismo tiempo, en muchos países europeos se ha iniciado un gran proceso de realineamiento político cuyo fin no está próximo: quizá la sucesión de políticas fallidas lo haga inevitable, pero también será desordenado y, en algunos lugares, desagradable. Y podría volverse todavía más desagradable y peligroso para la democracia. Como tantas otras veces, Bruselas es un estupendo chivo expiatorio para nuestros políticos más irresponsables. El proyecto europeo no debe malograrse: es demasiado importante, y no solo para los europeos. Su destino lo determinará en gran medida la evolución interna de cada país europeo, seguramente más en unos que en otros. En lugar de denunciar sin más a los populistas y los nacionalistas xenófobos, sería mucho más constructivo comenzar a afrontar las causas del descontento popular, tanto nacionales como europeas. 



El Panteón de Agripa (Roma, Italia)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




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jueves, 3 de septiembre de 2015

[A vuelapluma] "Si Europa fuera un país..."








"El relato de la inacción europea es tan gráfico como las imágenes de los refugiados que llenan los informativos. A la tragedia de los ahogados o asfixiados se une la determinación de las familias que estos días cruzan Europa a pie con lo puesto, en durísimas condiciones. Esos padres que pasan a sus hijos por debajo de las alambradas son los que nos dicen lo que Europa significa hoy: el espacio de paz, libertad y seguridad al que aspiran millones de seres humanos. Pero en vez de escuchar ese mensaje con orgullo, nos tomamos esa aspiración como una amenaza. En lugar de aprovechar esta oportunidad para hacer Europa más fuerte, la debilitamos con patéticas divisiones internas, sembramos la duda entre la ciudadanía y damos alas a los xenófobos que quieren menos Europa, más fronteras nacionales y menos extranjeros.

Se ha dicho ya casi todo sobre la miopía y racanería de muchos Gobiernos europeos. Y también parece estrecharse el caudal de las ideas sobre qué hacer al respecto. A este paso, la crisis migratoria acabará en el lugar donde se relegan las cosas sobre las que no queremos hacer nada al respecto: en la categoría de “tragedia”. Pero ante la tentación de tirar la toalla y concluir que el problema no tiene solución hay siempre un remedio infalible: cambiar la perspectiva desde la que nos aproximamos a ese problema.

Imaginemos por solo un momento que Europa fuera un país. En esa Europa, el Gobierno habría convocado al Parlamento para solicitar fondos extraordinarios y aprobar medidas de urgencia. Sus policías de fronteras y guardacostas estarían rescatando a los inmigrantes en peligro. Sus Fuerzas Armadas estarían levantando campamentos en Grecia y Hungría en los que acoger a los refugiados, organizar su reunificación familiar y tramitar sus solicitudes de asilo. Sus servicios consulares estarían tramitando los salvoconductos necesarios para que los refugiados no tuvieran que arriesgar su vida en manos de mafias criminales. Y sus diplomáticos estarían movilizándose en Naciones Unidas y presionando a Rusia para que forzara al régimen de Asad a detener la guerra y abrir negociaciones de paz. Imaginar un presente distinto es la única manera de construir un futuro mejor". 

Las palabras anteriores han sido escritas por José Ignacio Torreblanca, profesor de Ciencias Políticas en la UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia), mi Universidad, y publicadas en el diario El País de ayer. Y han tenido una enorme difusión en las redes sociales en español. Yo no me atrevo a comentarlas ni tampoco hacer apelaciones sentimentales ante una tragedia humanitaria como esta. Es precisamente ahora cuando hay que apelar a la razón tanto o más que a los sentimientos y ponerse manos a la obra. Ya no es hora de palabras sino de hechos. Y si Europa no es capaz de responder con hechos es que "esta Europa" no merece la pena. "Esta Europa", no otra Europa que hay que comenzar a construir desde ya. Europa, la Unión Europea, tiene que reaccionar; no puede seguir mirándose su opulento ombligo mientras esta inmensa tragedia humanitaria se desarrolla a sus puertas. Y si los gobiernos nacionales son incapaces de hacerlo, que el Parlamento europeo, el parlamento de todos nosotros, los censure, los avergüence y los estigmatice.

Complemento a lo dicho por el profesor Torreblanca es lo expresado por el escritor y premio Nobel de literatura, Mario Vargas Llosa, en su artículo en El País titulado "Niño muerto en la playa". Les recomiendo encarecidamente su lectura.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 





Viñeta de El Roto en El País




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