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jueves, 14 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Frankenstein en la política



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, escrito por la historiadora Isabel Burdiel: un relato que dedica al profesor Santos Juliá, recientemenre fallecido, sobre la perduración aún hoy del mito de Frankenstein en clave política, cuyo origen se remonta al mismo momento de su creación por Mary Shelley.

"Frankenstein vuelve a la política española de la mano de Pablo Casado -comienza diciendo Burdiel-. Sin ir más lejos, lo citó en el debate electoral del lunes. Con la utilización del mito creado por Mary Shelley en 1818 se trata de convocar, una vez más, todos los horrores contenidos en aquel monstruo que, casi en el momento mismo de nacer, se apropió del nombre de su creador. Esta lectura en clave política y conservadora no es un anacronismo. De hecho, fue la más cercana a la época en que nació el mito, mucho más que la lectura científica, popularizada sobre todo a finales del siglo XIX.

El mismo año de la primera versión teatral de Frankenstein, 1823, el ministro de Asuntos Exteriores británico, lord Canning, la utilizaba en un debate parlamentario sobre la abolición de la esclavitud. Con ella quería ilustrar el peligro de las buenas intenciones de un humanitarismo errado e irresponsable que amenazaba con conducir a una rebelión de consecuencias imprevistas: “Al tratar con el Negro estamos tratando con un ser que posee la forma y la fuerza de un hombre, pero cuyo intelecto es el de un niño. Liberarlo, con toda la fuerza física de su virilidad, sería como crear una criatura parecida a la de la ficción de un relato reciente”. Un relato que, mucho antes del cine, se hizo célebre a través de aquella adaptación dramática titulada significativamente Presumption, or the Fate of Frankenstein, que se mantuvo en escena hasta finales de siglo. Unos años después del discurso de Canning, Elizabeth Gaskell había publicado una novela de éxito titulada Mary Barton en la que —al tiempo que se iniciaba la confusión que aún hoy se mantiene entre el nombre del monstruo y el de su creador— se decía: “Las acciones de las masas iletradas me parecen tipificadas en las de Frankenstein, ese monstruo de tantas cualidades humanas y, sin embargo, sin alma y sin conocimiento de la diferencia entre lo bueno y lo malo”.

De esta forma, a lo largo de las grandes convulsiones políticas del siglo XIX, el uso político metafórico de Frankenstein se convirtió en recurrente enlazando, en una misma lectura, las inquietudes relativas al cambio social y político con la problemática derivada del desarrollo científico y tecnológico. En Victor Frankenstein, y en su empresa, ingeniería social, política y científica estarían estrechamente unidas en un proyecto común de alterar las bases de la antigua sociedad que algunos calificaron como aberrante, antinatural y monstruoso. Mary Shelley —hija de la pionera del feminismo anglosajón Mary Wollstonecraft y del filósofo radical William Godwin— se haría eco así de la convicción (posilustrada y posrevolucionaria) de que las fuerzas conjuradas para servir al proyecto del progreso, de la emancipación y de la ciencia se habían rebelado contra sus creadores, tornándose monstruosas, incontrolables e impredecibles. En esa lectura, Frankenstein contaría la historia del desencanto de los hijos de los radicales de la década de los años noventa del siglo XVIII respecto al proyecto ilustrado y revolucionario, a los sueños de la razón, que había animado a sus padres.

Esa lectura cautelar, sin embargo, no agota ni con mucho la complejidad (y la inquietud) del diálogo sin solución que se establece en las páginas del que su autora llamó “mi pequeño cuento de fantasmas”. De hecho, todo lo que ocurre y se dice en la obra de Mary Shelley cuestiona la posibilidad misma de establecer un juicio moral o político (respecto a la sociedad y sus individuos) que pueda considerarse, en algún sentido unívoco de la palabra, verdadero. Ahí reside, a mi juicio, su vitalidad y la profunda historicidad de los temores que suscitó y que, aún hoy, es capaz de seguir generando. ¿Qué ocurre cuando las utopías se convierten en distopías, cuando nuestros actos y las grandes esperanzas colectivas y personales tienen consecuencias imprevistas e indeseadas? ¿Qué ocurre —como escribió Isaiah Berlin hablando de la gran revolución romántica, a la que pertenece sin duda Frankenstein— con la posibilidad de que existan varias respuestas verdaderas, incompatibles entre sí, a una misma pregunta o a un mismo problema? ¿Acaso eso que llamamos Verdad o Identidad (cuando las pensamos con mayúsculas, absolutas y excluyentes) contienen inevitablemente un potencial monstruoso que convoca a la violencia?

Mary Shelley, como todos los románticos, estaba fascinada por el doble, por la idea misma de duplicidad, de indeterminación. En el análisis histórico de la situación política en España desde la Transición y, en concreto, del actual desafío independentista en Cataluña, habrá que hacer un elogio del Estado democrático español que creyó y cree posible combinar, y respetar, identidades diversas, cosiéndolas entre sí. También habrá que hablar del secuestro ideológico de una izquierda (a veces dudosamente democrática) que consideró y considera irrebatiblemente progresista apoyar con los ojos cerrados a ese nacionalismo alternativo que, en realidad, se ha convertido en el doble monstruoso del nacionalismo español excluyente y no democrático. La dispar composición social y política del movimiento —en las calles y en las universidades que se traicionan a sí mismas con la duplicidad más cobarde— demuestra que el proyecto de Artur Mas de evitar, agitando el fantasma de España, el colapso de Convergència ante la oleada de protestas populares por los efectos de la crisis económica, ha tenido éxito. Un partido corroído por la corrupción sistémica durante décadas de autonomía ha logrado desplazar la indignación social y las esperanzas frustradas hacia el espejismo interclasista y supuestamente armónico de La Nación como solución final.

Frente a ello, y a sus dobles políticos igualmente monstruosos, el relato de Mary Shelley vuelve de una manera que, probablemente, no es la que invoca el líder del Partido Popular. Vuelve para recordar que la utopía de las identidades excluyentes, fijas y delimitadas, como lugares de creación del orden, la armonía y la unidad, esconde el corazón de las tinieblas. La criatura sin nombre que creó Victor Frankenstein invocando las mejores intenciones —“una nueva especie me bendeciría como a su creador, muchos seres felices y maravillosos me deberían su existencia”— advierte que todos somos híbridos, mestizos, impuros, hechos de partes cosidas entre sí. Su voz acoge también las voces de los que se preguntan si acaso la identidad monstruosa no será aquella que se aferra a la unidad, a la pureza y a la armonía como únicas condiciones posibles de lo bello y de lo bueno. Frente a esa utopía (que inevitablemente convoca a la violencia) resuena todavía el eco de aquel que, cuando acaba la novela de Mary Shelley, “se pierde en la oscuridad y en la distancia”, pero no en el silencio".








La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 5445
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 8 de junio de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG-2008] Privacidad y libertades públicas




Telma Ortiz


Me resulta interesante que un asunto tan aparantemente banal como ha sido la denuncia de Telma Ortiz, hermana de la princesa de Asturias, contra varios medios de comunicación en demanda de protección a su derecho a la intimidad, sea utilizado como fundamento de un magnífico artículo, "Telma Ortiz y la libertad de los modernos", por parte de la catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia, Isabel Burdiel, reclamando el derecho a la privacidad como fundamento de las libertades públicas.

Citando a un tiempo a Benjamin Constant e Isaiah Berlin, a los que yo añadiría sin desdoro alguno a Philiph Petit, la profesora Burdiel construye un formidable alegato en defensa de la privacidad, hoy vulnerada hasta el sarcasmo en nombre de un sacrosanto derecho a la información que parece no conocer límite moral o jurídico alguno.

Leyendo, viendo u oyendo las "cosas" que se dicen para justificar el acoso mediático a la privacidad de la gente me han venido al recuerdo las palabras de uno de los personajes del libro de Javier Marías que estoy leyendo ahora mismo y que ya he citado con anterioridad: "Casi todo lo que decimos y comunicamos todos es filfa, relleno, es superfluo, es vulgar, aburrido, intercambiable y trillado, por mucho que sea nuestro y que la gente, como se repite ahora con cursilería extrema, sienta la necesidad de expresarse". Y aunque me fuera aplicado a mi con toda justicia, pienso que tiene toda la razón... 




No se puede mostrar la imagen “http://napoleonbonaparte.files.wordpress.com/2007/10/blog-portrait-benjamin-constant.JPG” porque contiene errores.
Benjamin Constant


En febrero de 1819, comienza diciendo la profesora Burdiel, Benjamin Constant pronunció en París una conferencia que llegó a ser el manifiesto fundacional del liberalismo decimonónico. Se titulaba De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos.

Para los antiguos, la libertad consistía en la participación directa en los asuntos de la república y en torno a ella se definía el (exclusivo) derecho a ser considerado ciudadano. Aquella libertad tenía como contrapunto la sumisión del individuo a la autoridad de la comunidad y la aceptación de la intromisión de ésta en sus actividades privadas.

La libertad de los modernos, por el contrario, consistía, según Constant, en la independencia individual, garantizada por leyes que amparasen el desenvolvimiento autónomo de un ámbito privado construido en torno a derechos individuales, básicos e innegociables. Era el derecho de todos los individuos a su propia seguridad e intimidad; a no estar sometidos más que a las leyes; a poder ir y venir, opinar y reunirse sin pedir permiso; a elegir un oficio, ejercerlo y disfrutar de sus réditos; a observar el culto que cada uno prefiriese. El derecho, en suma, a "no tener que rendir cuentas a nadie de sus motivos y objetivos, a llenar sus días y sus horas de la manera más acorde con sus inclinaciones y fantasías".

Para Isaiah Berlin, buena parte de la historia contemporánea se entiende por la pugna entre esas dos concepciones de la libertad. La positiva, entendida como participación activa en la cosa pública, y la negativa, empeñada en definir un espacio de independencia individual ante la comunidad o incluso ante el Gobierno legítimo. Desde esta última, la participación en los negocios públicos, así como la libertad de expresión o la propiedad (incluida la propiedad de uno mismo), sólo pueden desarrollarse y florecer ancladas en la construcción (legal) de un espacio privado, inviolable por definición, frente a "la voluntad arbitraria de uno o de varios individuos". Ésta fue la primera necesidad de los modernos y su vulneración hace imposible, quimérica o pervertida cualquier otra libertad, cualquier otro derecho.

En todo caso, y frente al elitismo del liberalismo decimonónico, que reconocía a todos (los hombres) la plenitud de los derechos civiles mientras reservaba sólo a unos pocos los derechos políticos, los regímenes democráticos se construyeron sobre la convicción de que existía, y existe, una relación indisoluble entre la defensa de nuestra libertad individual y la implicación en la vida política.

Sin embargo, uno de los peligros de nuestras democracias es que el repliegue hacia lo privado se haga a costa de una letal falta de atención, vigilante y activa, hacia los asuntos colectivos. Que la ciudadanía olvide que para conseguir la independencia individual (tan ligada a la concepción de sí mismos que tienen los hombres y las mujeres modernos) es necesaria una actividad constante y vigilante en el ámbito público.

Un olvido que es letal porque se sostiene sobre la confiada creencia de que lo privado constituye algo natural y eterno, cuando en realidad es profundamente histórico y, por tanto, cambian te e incluso susceptible de extinción. La libertad de los modernos, tal y como la concibieron Constant y Berlin, se construyó sobre una idea de privacidad que no siempre había estado ahí, que no procedía del orden natural de las cosas (aunque así fuese presentada), sino de un largo proceso que requirió altas dosis de actividad política y la elaboración de un entramado legal capaz de crear (y no de reconocer) ese espacio privado que hoy nos es tan caro y nos parece tan natural. Y el feminismo fue pionero en ese sentido, insistiendo en el carácter artificial de una distinción que relegaba a las mujeres (naturalmente) a la esfera privada y reservaba la pública en exclusiva a los varones.

Tiene razón Arcadi Espada (El Mundo, 14 de mayo de 2008) cuando, a propósito del llamado caso Telma Ortiz, escribe que no hay otra definición de qué es un personaje público que ésta: "Público es el personaje que decide el público". Y tiene razón Vicente Verdú (EL PAÍS, 19 de mayo de 2008) cuando se extiende sobre la atracción por la intimidad y la creciente negativa a reconocer que exista espacio individual alguno ajeno a la obsesión de lo que llama transparencia.

Ambos tienen razón y, sin embargo, creo que ambos se equivocan en algo sustancial. Se equivocan en su (al menos) aparente resignación condescendiente ante lo inevitable. Para ambos, el drama personal de Telma Ortiz no es más que el síntoma de una situación de hecho, deplorable sin duda para la interesada, pero contra la que nada podemos hacer.

Precisamente porque lo público y lo privado son construcciones históricas, obras nuestras y no de la naturaleza, la definición y defensa de lo que creamos que deban ser será producto de nuestras opciones y nuestras decisiones, de nuestra actividad política y de nuestra vigilancia continua.

Mientras los juristas se lamentan de que la sentencia sobre el caso Ortiz pueda impedir un debate serio sobre el derecho a la intimidad de las personas (públicas o no), un sector del periodismo siente amenazada la libertad de expresión o, en el peor de los casos, se refugia en una especie de cinismo melancólico: "Así va el mundo". Sin embargo, el mundo irá como nosotros queramos que vaya. Su futuro depende del empeño que pongamos en reconocernos (y obligar a que se nos reconozca) el poder de decidir. En este caso, el poder de decidir qué cosas queremos que sean consideradas privadas.

El carácter histórico (artificial y originalmente sexista) de la distinción entre lo público y lo privado no cancela el debate. Lo abre. ¿Estamos o no de acuerdo con que en la reserva de un espacio innegociable de privacidad está el germen de todas las otras libertades? ¿Creemos que no hay libertad política posible sin independencia individual y a la inversa?

La melancolía, la resignación o el cinismo no responden a esas dos preguntas. Ni tampoco a otras que pueden y deben ser formuladas en voz alta. ¿Consideramos que la violación sistemática de la idea de privacidad es algo que tan sólo hay que constatar o algo que podemos combatir? ¿Creemos que hay alguna diferencia entre el derecho a la información y el derecho al cotilleo? ¿A quién le conferimos la autoridad de ser ese público que decide lo que es de interés público? ¿Al segmento (minoritario) de la población adicta a la prensa amarilla y a los intereses económicos que ésta representa?¿Tienen derecho las personas públicas a la intimidad? ¿Creemos, por ejemplo, que es lícito violar a una prostituta? ¿Qué modelo de sociedad queremos? ¿Una sociedad cegada por la vida sentimental de Berlusconi y Sarkozy? Sin duda, los dos conocen la diferencia entre un eye liner y un desfilado. Sin duda, también, Il Cavaliere avanza con decisión y un sonoro lifting en la brutalización política de su país.

El quietismo sociológico y el relativismo moral no son las únicas opciones. El carácter jurídicamente desencaminado de la demanda de Telma Ortiz no puede hacer olvidar la trascendencia moral y política del problema que plantea. Lo privado no es una mera concesión del poder o de la opinión de los demás, es un espacio que hay que defender porque a través de él nos jugamos el derecho a llenar nuestros días y nuestras horas de la manera más acorde con nuestras inclinaciones y nuestras fantasías, a salvo de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos. Nos jugamos, en realidad, el cemento mismo sobre el que se ha construido la libertad de los modernos. (El País, 07/06/2008)




 Isabel Burdiel


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4959
Publicada originariamente el 7/6/2008
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 15 de noviembre de 2016

[A vuelapluma] Privacidad





A pesar de que mi asidua participación en las redes sociales generadas por internet pueda inducir a pensar lo contrario, soy un decidido defensor de la privacidad como derecho fundamental; no solo de la mía, claro está, también de la de los demás.

En el verano de 2008 saltó a la luz pública un asunto, aparentemente banal que suscitó una gran repercusión mediática. Me refiero a la denuncia interpuesta por Telma Ortiz, hermana de la por aquel entonces Princesa de Asturias, doña Letizia, contra varios medios de comunicación en demanda de protección a su derecho a la intimidad

No recuerdo en que acabó la denuncia, pero tampoco me interesa en exceso ahora porque lo que quería traer hasta el blog es que ese "incidente" fue utilizado como fundamento de un magnífico artículo: Telma Ortiz y la libertad de los modernos por parte de la catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia Isabel Burdiel, en el que reclamaba el derecho a la privacidad como fundamento de las libertades públicas que, paradójicamente, no solo no implica un apartamiento de la vida pública por parte de los ciudadanos, sino por el contrario su decidida participación en ella.

Citando a un tiempo a Benjamin Constant e Isaiah Berlin, a los que yo añadiría sin menoscabo alguno a Philip Pettit, la profesora Burdiel construyó un formidable alegato en defensa de la privacidad, hoy vulnerada hasta el sarcasmo en nombre de un sacrosanto derecho a la información que parece no conocer límite moral o jurídico alguno. Pueden descargarlo en el enlace de más arriba o leerlo a continuación.

En cualquier caso, leyendo, viendo u oyendo las "cosas" que se dicen para justificar el acoso mediático a la privacidad de las personas me han venido al recuerdo las palabras de uno de los personajes de la novela de Javier Marías que estaba leyendo por aquellas fecha, que ya he citado con  anterioridad: "Casi todo lo que decimos y comunicamos todos es filfa, relleno, es superfluo, es vulgar, aburrido, intercambiable y trillado, por mucho que sea nuestro y que la gente, como se repite ahora con cursilería extrema, sienta la necesidad de expresarse". Y aunque me sea aplicado a mí el razonamiento con toda justicia, no deja de tener razón.

En febrero de 1819, comienza diciendo la profesora Burdiel, Benjamin Constant pronunció en París una conferencia que llegó a ser el manifiesto fundacional del liberalismo decimonónico. Se titulaba De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos.

Para los antiguos, añadía, la libertad consistía en la participación directa en los asuntos de la república y en torno a ella se definía el (exclusivo) derecho a ser considerado ciudadano. Aquella libertad tenía como contrapunto la sumisión del individuo a la autoridad de la comunidad y la aceptación de la intromisión de ésta en sus actividades privadas.

La libertad de los modernos, por el contrario, dice, consistía, según Constant, en la independencia individual, garantizada por leyes que amparasen el desenvolvimiento autónomo de un ámbito privado construido en torno a derechos individuales, básicos e innegociables. Era el derecho de todos los individuos a su propia seguridad e intimidad; a no estar sometidos más que a las leyes; a poder ir y venir, opinar y reunirse sin pedir permiso; a elegir un oficio, ejercerlo y disfrutar de sus réditos; a observar el culto que cada uno prefiriese. El derecho, en suma, a "no tener que rendir cuentas a nadie de sus motivos y objetivos, a llenar sus días y sus horas de la manera más acorde con sus inclinaciones y fantasías".

Para Isaiah Berlin, añade, buena parte de la historia contemporánea se entiende por la pugna entre esas dos concepciones de la libertad. La positiva, entendida como participación activa en la cosa pública, y la negativa, empeñada en definir un espacio de independencia individual ante la comunidad o incluso ante el Gobierno legítimo. Desde esta última, la participación en los negocios públicos, así como la libertad de expresión o la propiedad (incluida la propiedad de uno mismo), sólo pueden desarrollarse y florecer ancladas en la construcción (legal) de un espacio privado, inviolable por definición, frente a "la voluntad arbitraria de uno o de varios individuos". Ésta fue la primera necesidad de los modernos y su vulneración hace imposible, quimérica o pervertida cualquier otra libertad, cualquier otro derecho.

En todo caso, sigue diciendo, y frente al elitismo del liberalismo decimonónico, que reconocía a todos (los hombres) la plenitud de los derechos civiles mientras reservaba sólo a unos pocos los derechos políticos, los regímenes democráticos se construyeron sobre la convicción de que existía, y existe, una relación indisoluble entre la defensa de nuestra libertad individual y la implicación en la vida política.

Sin embargo, añade Burdiel, uno de los peligros de nuestras democracias es que el repliegue hacia lo privado se haga a costa de una letal falta de atención, vigilante y activa, hacia los asuntos colectivos. Que la ciudadanía olvide que para conseguir la independencia individual (tan ligada a la concepción de sí mismos que tienen los hombres y las mujeres modernos) es necesaria una actividad constante y vigilante en el ámbito público.

Un olvido que es letal, sigue escribiendo, porque se sostiene sobre la confiada creencia de que lo privado constituye algo natural y eterno, cuando en realidad es profundamente histórico y, por tanto, cambian te e incluso susceptible de extinción. La libertad de los modernos, tal y como la concibieron Constant y Berlin, se construyó sobre una idea de privacidad que no siempre había estado ahí, que no procedía del orden natural de las cosas (aunque así fuese presentada), sino de un largo proceso que requirió altas dosis de actividad política y la elaboración de un entramado legal capaz de crear (y no de reconocer) ese espacio privado que hoy nos es tan caro y nos parece tan natural. Y el feminismo fue pionero en ese sentido, insistiendo en el carácter artificial de una distinción que relegaba a las mujeres (naturalmente) a la esfera privada y reservaba la pública en exclusiva a los varones.

Tiene razón Arcadi Espada (El Mundo, 14 de mayo de 2008) cuando, añade, a propósito del llamado caso Telma Ortiz, escribe que no hay otra definición de qué es un personaje público que ésta: "Público es el personaje que decide el público". Y tiene razón Vicente Verdú (El País, 19 de mayo de 2008) cuando se extiende sobre la atracción por la intimidad y la creciente negativa a reconocer que exista espacio individual alguno ajeno a la obsesión de lo que llama transparencia.

Ambos tienen razón y, sin embargo, continúa, creo que ambos se equivocan en algo sustancial. Se equivocan en su (al menos) aparente resignación condescendiente ante lo inevitable. Para ambos, el drama personal de Telma Ortiz no es más que el síntoma de una situación de hecho, deplorable sin duda para la interesada, pero contra la que nada podemos hacer.

Precisamente, señala, porque lo público y lo privado son construcciones históricas, obras nuestras y no de la naturaleza, la definición y defensa de lo que creamos que deban ser será producto de nuestras opciones y nuestras decisiones, de nuestra actividad política y de nuestra vigilancia continua.

Mientras los juristas se lamentan de que la sentencia sobre el caso Ortiz pueda impedir un debate serio sobre el derecho a la intimidad de las personas (públicas o no), dice Burdiel, un sector del periodismo siente amenazada la libertad de expresión o, en el peor de los casos, se refugia en una especie de cinismo melancólico: "Así va el mundo". Sin embargo, el mundo irá como nosotros queramos que vaya. Su futuro depende del empeño que pongamos en reconocernos (y obligar a que se nos reconozca) el poder de decidir. En este caso, el poder de decidir qué cosas queremos que sean consideradas privadas.

El carácter histórico (artificial y originalmente sexista) de la distinción entre lo público y lo privado no cancela el debate, añade. Lo abre. ¿Estamos o no de acuerdo con que en la reserva de un espacio innegociable de privacidad está el germen de todas las otras libertades? ¿Creemos que no hay libertad política posible sin independencia individual y a la inversa?

La melancolía, la resignación o el cinismo no responden a esas dos preguntas, dice poco después,. Ni tampoco a otras que pueden y deben ser formuladas en voz alta. ¿Consideramos que la violación sistemática de la idea de privacidad es algo que tan sólo hay que constatar o algo que podemos combatir? ¿Creemos que hay alguna diferencia entre el derecho a la información y el derecho al cotilleo? ¿A quién le conferimos la autoridad de ser ese público que decide lo que es de interés público? ¿Al segmento (minoritario) de la población adicta a la prensa amarilla y a los intereses económicos que ésta representa?¿Tienen derecho las personas públicas a la intimidad? ¿Creemos, por ejemplo, que es lícito violar a una prostituta? ¿Qué modelo de sociedad queremos? ¿Una sociedad cegada por la vida sentimental de Berlusconi y Sarkozy? Sin duda, los dos conocen la diferencia entre un eye liner y un desfilado. Sin duda, también, Il Cavaliere avanza con decisión y un sonoro lifting en la brutalización política de su país.

El quietismo sociológico y el relativismo moral, termina su artículo, no son las únicas opciones. El carácter jurídicamente desencaminado de la demanda de Telma Ortiz no puede hacer olvidar la trascendencia moral y política del problema que plantea. Lo privado no es una mera concesión del poder o de la opinión de los demás, es un espacio que hay que defender porque a través de él nos jugamos el derecho a llenar nuestros días y nuestras horas de la manera más acorde con nuestras inclinaciones y nuestras fantasías, a salvo de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos. Nos jugamos, en realidad, el cemento mismo sobre el que se ha construido la libertad de los modernos.



Telma Ortiz



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




Entrada núm. 3029
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sábado, 21 de septiembre de 2013

Privacidad frente a derecho a la información




Telma Ortiz



A pesar de que mi asidua participación en las redes sociales generadas por internet pueda inducir a pensar lo contrario, soy un decidido defensor de la privacidad como derecho fundamental; no solo de la mía, claro está, también de la de los demás.

En el verano de 2008 saltó a la luz pública un asunto, aparentemente banal que suscitó una gran repercusión mediática. Me refiero a la denuncia interpuesta por Telma Ortiz, hermana de la princesa de Asturias, contra varios medios de comunicación en demanda de protección a su derecho a la intimidad

No recuerdo en que acabó la denuncia, pero tampoco me interesa en exceso ahora porque lo que quería traer hasta el blog es que ese "incidente" fue utilizado como fundamento de un magnífico artículo: "Telma Ortiz y la libertad de los modernos" por parte de la catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia, Isabel Burdiel, en el que reclamaba el derecho a la privacidad como fundamento de las libertades públicas que, paradójicamente, no solo no implica un apartamiento de la vida pública por parte de los ciudadanos, sino por el contrario su decidida participación en ella.

Citando a un tiempo a Benjamin Constant e Isaiah Berlin, a los que yo añadiría sin menoscabo alguno a Philip Pettit, la profesora Burdiel construyó un formidable alegato en defensa de la privacidad, hoy vulnerada hasta el sarcasmo en nombre de un sacrosanto derecho a la información que parece no conocer límite moral o jurídico alguno. Pueden leerlo más abajo.

Leyendo, viendo u oyendo las "cosas" que se dicen para justificar el acoso mediático a la privacidad de las personas me han venido al recuerdo las palabras de uno de los personajes de la novela de Javier Marías que estaba leyendo por aquellas fecha, que ya he citado con  anterioridad: "Casi todo lo que decimos y comunicamos todos es filfa, relleno, es superfluo, es vulgar, aburrido, intercambiable y trillado, por mucho que sea nuestro y que la gente, como se repite ahora con cursilería extrema, sienta la necesidad de expresarse". Y aunque me sea aplicado a mí el razonamiento con toda justicia, no deja de tener razón.

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt





La profesora Isabel Burdiel




Entrada núm. 1972
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

viernes, 7 de junio de 2013

La Historia [entre corchetes]




La diosa Clio



"Esta es la exposición del resultado de la investigaciones de Heródoto de Halicarnaso para evitar que, con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido y que las notables y singulares empresas realizadas, respectivamente, por griegos y bárbaros -y, en especial, el motivo de su mutuo enfrentamiento- queden sin realce." Así comienza, con ese párrafo inicial, la "Historia" de Heródoto (490-425 a.C.), a quién Cicerón llamó y definió como padre de la Historia.

Veinticinco siglos después ese sigue siendo el afán principal y único de los historiadores, de los buenos historiadores, porque en el gremio, como en botica, hay de todo.

Ayer jueves nació en el diario El País un nuevo blog que lleva ese nombre: "Historia(S)", con esa "S" mayúscula final entre paréntesis que no acabo de entender -torpe que es uno-, en el que participan nombres tan notables como Tereixa Constenla, Isabel Burdiel, Manuel Morales, María José Turrión y Julián Casanova, que se estrena con un artículo del último de los historiadores citados sobre la vigencia actual del pensamiento anarquista. 

Por mi parte, sigo con interés y entusiamo creciente la lectura del libro del profesor e historiador, Varela Castro, que citaba hace unos días en el blog: "Los señores del poder y la democracia en España: entre la exclusión y la integración".

Concluyo invitándoles a la lectura del artículo y de los documentos que lo acompañan que el profesor Morales, citado más arriba, publicaba en El País del pasado 23 de mayo sobre la desclasificación por el MI6 británico de los papeles secretos que demuestran los sobornos del gobierno inglés a destacados militares y dirigentes franquistas para evitar que España entrara en la II Guerra Mundial al lado del Eje.

Y mientras, nuestro democrático gobierno, sigue negándose, alegando razones de "seguridad nacional" a abrir los archivos documentales del periodo que nos ocupa a los historiadores profesionales. ¡Cosas veredes, Sancho!, que alegaba con sorna nuestro Don Quijote.

¡Bendita sea por siempre la diosa Clio! Sean felices, por favor, a pesar de todo. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt





Entrada núm. 1879
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"Tanto como saber, me agrada dudar" (Dante)
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)
"La historia del mundo no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices son en ella páginas en blanco" (Hegel)
"Todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas" (Isak Dinesen)