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lunes, 29 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Amistad



Foto de Getty Images para El País


Las fuerzas impenetrables que unen a dos seres humanos son una forma de solidaridad absoluta, afirma en el A vuelapluma de hoy lunes [Las costuras de amistad. El País, 19/6/20] el filósofo y profesor de la Universidad de Calabria, Nuccio Ordine.

"¿Estamos realmente seguros de que los lazos de parentesco son más importantes que los lazos de amistad? ¿Tenemos la certeza de que, en tiempos de pandemia, es legítimo establecer por decreto que solo los vínculos de sangre pueden justificar los encuentros y la frecuentación de otras personas? -comienza preguntándose el profesor Ordine-. Una vez más, la literatura sale al rescate de aquellos que, con toda razón, reivindican la libertad de decidir las prioridades de su mundo afectivo. Los clásicos están repletos de ejemplos en los cuales la amistad, la verdadera, constituye una forma de solidaridad absoluta y esencial, hasta poner incluso la propia vida al servicio del otro. En la épica, solo para recordar algunos casos célebres, las parejas representadas por Aquiles y Patroclo (Ilíada), Euríalo y Niso (Eneida), Cloridano y Medoro (Orlando furioso), además de expresar el coraje del guerrero, exaltan la generosidad de quien no teme desafiar a la muerte para defender al amigo o vengar su muerte.

También en el mundo femenino es posible encontrar una profunda intensidad, de naturaleza distinta. Basta con releer la tierna y dramática historia de Elena (Lenú) y Lila, contada por Elena Ferrante, para comprender que la amistad entre mujeres puede convertirse en una relación simbiótica basada en la unidad del “nosotras” (“Nadie nos entendía, pensaba yo, solamente nosotras dos nos entendíamos. Nosotras, juntas, solo nosotras, sabíamos”). Una relación —entre la solidaridad y la rivalidad, entre el perderse y el reencontrarse— que se revela esencial en la vida de las dos heroínas (“Probaba sobre todo lo fructífero que había sido estudiar y conversar con Lila, tenerla como estímulo y sostén para salir a ese mundo que había fuera del barrio, entre las cosas, las personas, los paisajes y las ideas de los libros”).

Las páginas que Antoine de Saint-Exupéry dedicó a la amistad en el famoso diálogo entre el principito y el zorro del desierto son memorables. Contra las trivializaciones del presente (muchos usuarios de Facebook piensan que la amistad consiste en un simple clic), el sabio animal nos enseña que “crear lazos” significa dedicar tiempo al otro, aprender a “ver con el corazón”, descubrir “el precio de la felicidad”. Solo de esta forma puede suceder aquel milagro que transforma a dos interlocutores, inicialmente extraños entre sí, en dos seres “únicos”: el principito, en efecto, de “muchachito semejante a 100.000 muchachitos” pasa a ser “único en el mundo” para el zorro, de la misma manera que este último, de “zorro semejante a 100.000 zorros”, pasará a ser percibido por el principito como “su” zorro (“Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo”).

Pero el registro puede ser aún más íntimo y conmovedor cuando se pasa de la ficción a experiencia de vida. Michel de Montaigne nos recuerda en Los ensayos que a veces la amistad, en cuanto elección libre del otro, crea lazos incluso más fuertes que aquellos que nos unen a un hermano o a la persona de la que nos hemos enamorado (“en la medida en que son amistades impuestas por la ley y la obligación natural, tienen mucho menos de elección y de libertad voluntaria”). Lejos de los lazos biológicos (no elegimos a los padres o a una hermana) o amorosos (en los que está presente el egoísmo del deseo erótico), la “comunión” de la que se nutre la amistad, escapando a cualquier tipo de ventaja utilitaria, es la máxima expresión de la gratuidad. Las fuerzas impenetrables que unen indisolublemente a dos seres humanos terminan por constituir un “misterio”. Un enigma que Montaigne encierra en una fórmula que explica su profunda amistad con Étienne de La Boétie: “Se mezclan y se combinan entre sí con una fusión tan completa que borran y pierden el rastro de la costura que las unió. Si me preguntan por qué lo amaba, siento que solo puede expresar como respuesta: ‘Porque era él; porque era yo”. Hay, más allá de todo mi discurso, y de todo lo que pueda decir en particular, no sé qué fuerza inexplicable y fatal, mediadora de esta “unión”. La amistad, en definitiva, es como un “vínculo sagrado”, que encuentra su “sustento” en el “diálogo” y en la “comunicación” entre dos personas.

Lo había explicado ya, con palabras conmovedoras, Francisco Petrarca en una carta dirigida en 1363 al humanista Barbato de Sulmona. Al recordar al destinatario su amistad y la distancia que los separa (“unidos por el alma, alejados por el cuerpo”), el poeta se apoya en la fuerza de la imaginación (“nada puede impedir que nos abracemos con la imaginación”) y del corazón para asegurarse de que “ninguno de los dos pasará sin el otro sus días y sus noches, sus fatigas de estudio”. La separación física no separa del todo; hace posible seguir compartiendo incluso los gestos más humildes de la vida cotidiana. Una presencia invisible, en definitiva, te acompaña en la lectura de un libro (“el libro que uno de nosotros tome, el otro lo abrirá; allí donde uno fije la mirada, el otro leerá”), mientras descansas en un prado (“en cualquier parte que uno escoja para sentarse, tendrá al otro como compañero”) o en el acto de conversar (“cada vez que empiece a hablar consigo mismo o con otros, verá a su amigo escuchando atentamente”) o en las más diversas actividades («hagas lo que hagas, estés donde estés, vayas donde vayas, tendrás siempre al amigo a tu lado»). Aunque la amistad haga posible lo imposible, Petrarca sabe bien que ninguna relación virtual puede sustituir al encuentro físico, in praesentia: el amigo, de hecho, espera siempre poder “vencer la dificultad del camino” para “ver tu rostro y oír tu voz”.

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 16 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Silencios






A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

La pandemia y el retiro de los humanos, escribe en el A vuelapluma de este martes [Respirar el silencio. ABC, 8/6/2020] el poeta Antonio Colinas, ha traído a la naturaleza un silencio tan sorprendente que mucho invita a pensar. Parece como si los humanos hubiesen callado para dejar hablar a la naturaleza y esta lo hiciera de la manera más llamativa, más silenciosa. Amordazamos a la naturaleza en tantas ocasiones, pero ahora es ella la que nos habla.

"Me refiero, comienza diciendo Colinas- por supuesto, al silencio que sana. Se halla muy presente en quienes han buscado un conocimiento esencial, como meta de la sabiduría, en la tradición literaria y espiritual universal. Sin embargo, en estos días de la pandemia, desde nuestro retiro o encierro, hemos vuelto a recordar ese silencio que acaso -desde la negativa situación, desde la gravedad sanitaria y social que vivimos- pudiera tener un sentido positivo. Porque esta situación nos ha llevado a unas semanas de más profunda vida interior, de humanismo admirable en los sanitarios y en todos cuantos están directamente en lucha con la enfermedad; situación en la que no solo aumenta nuestro sentir y pensar desde el vacío del encierro sino a ensoñar cuanto de positivo pudiera haber en él. En esos comportamientos ejemplares renace la España de la energía, no la anestesiada.

Así es si reparamos en que ese silencio hogareño también se da, de una manera tan sorprendente como rotunda, fuera de nuestras casas, en la naturaleza. De ello supone una prueba contundente la inesperada presencia de los animales salvajes en los núcleos urbanos (ciervos, corzos, jabalíes, zorros, lobos). En algunas zonas, estos desplazamientos ya se habían dado antes a causa de los incendios de los pinares. Con ellos no fueron pocos los animales que murieron, pero otros lograron huir del cenizal hacia espacios más abiertos, en busca de aguas y de los tiernos brotes de viñedos y huertos.

Lo sorprendente es que este silencio de las últimas semanas también ha atraído a las aves a las ciudades. Sorprende una foto del río Moldava en Praga lleno de patos y cisnes. Sólo nos falta escuchar el entusiasmo de la música de Smetana para que la fotografía sea una realidad ideal. En el mismo sentido, y también nos lo revelan las fotografías, es sorprendente la claridad que ha regresado a las aguas de los canales de Venecia y a las islas de sus alrededores, y además con el retorno a ellas de los peces.

Nada diremos de la ausencia de la contaminación atmosférica y de esas imágenes de los cielos nocturnos de los que han desaparecido miríadas de aviones. Así que la pandemia y el retiro de los humanos ha traído a la naturaleza un silencio tan sorprendente que mucho invita a pensar. Parece como si los humanos hubiesen callado para dejar hablar a la naturaleza y esta lo hiciera de la manera más llamativa, más silenciosa. Amordazamos a la naturaleza en tantas ocasiones, pero ahora es ella la que nos habla.

Pensaba en los desplazamientos de los animales salvajes días antes de estallar la pandemia, regresando de la visita a una villa romana de los siglos II-IV, excavada muy cerca del sereno río Tera, en Camarzana. (Ese río en el que de madrugada o al anochecer -en los momentos más silenciosos- podemos ver a los animales que descienden a beber en sus aguas). De esa villa solo se ha descubierto una parte, pues el edificio de 15 habitaciones en torno a un peristilo se pierde enterrado debajo de la carretera general que desde tierras zamoranas sigue a las de Orense.

Sin embargo, lo hallado hasta ahora ha sido muy importante, pues entre los varios mosaicos -los de los tritones con «El rapto de Europa», el de Zeus o el de una cabeza de Ariadna- ha aparecido otro que, en el triclinio o comedor de verano, representa a Orfeo apaciguando a las fieras, entre ellas dos tigres, y con cuatro caballos en las esquinas ¡con sus nombres en la teselas!: Galadius, Finix, Aerisaros y Germinator. ¿Los preferidos del propietario de la villa? El dato es curioso, pues sin duda se trataba no solo de un personaje muy culto sino a la vez muy ligado a la caza y a la agricultura.

Cuando ese día regresé a casa y abrí al azar otra vez las «Cartas a Lucilio», de Séneca, que estaba releyendo, lo hice por aquella carta, la LXXXVI, titulada «La villa de Escipión». Curiosa sincronicidad entre las dos villas: la que acababa de ver en ruinas con mis ojos y la del libro, llena de vida, pues la descripción de la de Séneca es de una claridad y de una frescura preciosas.

Muy pocos días después, un profesor de Clásicas me regala un libro que había comprado para él. Para mí supuso un don doblemente especial y de nuevo se daba otra sincronicidad jungiana en un tiempo muy breve. Se trataba de «La voz de Orfeo. Religión y Poesía», de Alberto Bernabé. En este libro no solo es el mito sino el símbolo de Orfeo el que se nos ofrece en su amplia riqueza, lleno de citas que alcanza a toda la tradición literaria. Hoy el mito de Orfeo está como adormecido, o enterrado, pero los arqueólogos lo han sacado a la luz. ¿Está hoy la idea de Armonía adormecida, enterrada, ausente de nuestro mundo? En la excavación de que hablamos, la eterna lección de las ruinas fértiles.

Como en un círculo que se cierra, pienso de nuevo en el Orfeo que aparece en el mosaico hallado no lejos del río Tera. Una rareza, pues al parecer son muy escasos los mosaicos con la representación de Orfeo. Y no pienso en esa música que él derramaba y que amansaba a fieras, sino también en esa música órfica -callada, o extremada dirían nuestros poetas- que no se oye, pero que sentimos en nuestro interior. Una música que nace del silencio más profundo, desde ese silencio que permanece como enterrado bajo ruinas en el mundo de nuestros días, ruidoso, inarmónico, agitado, belicoso.

Despertar, pues, en la reclusión al silencio que sana en nuestro interior y, gracias a él, a la naturaleza que desea hablar, que se manifiesta con una gran libertad y sin miedos en los campos. También gracias a esta primavera que sigue su curso, ajena a la amenaza que padecen los seres humanos. (El gran árbol que veo desde mi ventana ya tiene todas sus hojas e imagino las cunetas de aquellas calzadas romanizadas del noroeste, del color de la sangre, llenas de flores silvestres). El silencio es, en estas horas tristes, el hermano del respirar y de la luz. «Soledad, serenidad, silencio […] Respirar en el silencio de la luz…», decía yo en uno de los aforismos de mis «Tratados de armonía». A la espera quedamos de respirar en el silencio de esa luz todavía limpia de amenazas sociales, de intereses espurios, de contagios".







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 5 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Ombligos





Dirijamos la humildad, la atención, el esfuerzo y la solidaridad hacia lo tangible, comenta en el A vuelapluma de hoy viernes [No somos el centro. El País, 27/5/2020] el escritor Jorge Galindo, en lugar de preguntarnos exhaustivamente cómo de cerca está nuestra especie del ombligo de la Creación. 

"Con cada nuevo desastre, -comienza diciendo Galindo- un nutrido grupo de voces se alza, siempre tocando la misma nota: la de la culpabilidad y la vergüenza. “Pensemos en lo que nos quiere decir el universo”, seguido de la necesidad de reconsiderar profundamente el papel en el mundo de la especie humana, normalmente hacia un supuesto estado de naturaleza en el que todo iba mejor.

Es curioso cómo, a pesar de verse a sí mismas como estéticamente alejadas de la tradición cristiana, la lógica de esta postura es calcada: la humillación de los seres humanos frente a un ente superior que, cargado de voluntad y atención exclusiva hacia nosotros, se toma la molestia de ponernos un virus mortal a circular y osos a pasear por las calles para que aprendamos lo que, según su criterio, estamos haciendo “mal”.

Pero lo que sabemos de los virus desmiente esta visión: al SARS-CoV-2 le convendría ser menos letal para poder convivir por más tiempo con nosotros. Como le dijo el derviche al Cándido de Voltaire: nada significa que observemos lo que, bajo nuestra óptica humana, nos parece como “el bien” o “el mal”. No somos el centro de todo esto: somos, siguiendo la alegoría de Voltaire, más bien como ratas en un barco dirigido por un rey hacia Egipto. Lo más probable, estadísticamente hablando, es que a duras penas le importemos a nadie, si es que hay alguien (Dios o Naturaleza) a quien le podamos importar por encima de nosotros.

¿Quiere esto decir que no deben preocuparnos las consecuencias de nuestras acciones? Al contrario: bajo esta óptica, disponemos de menor poder e importancia en el esquema general de las cosas, pero de mayor libertad. Preocupémonos entonces de qué podemos hacer para minimizar la probabilidad de que un virus como este vuelva a surgir. Preocupémonos también de los tripulantes más vulnerables de entre los más vulnerables del barco, y de cómo el virus les golpea con mayor intensidad por cuestiones que sí están bajo la responsabilidad humana: las casi 20.000 muertes en residencias españolas de servicios sociales para mayores, la exposición de trabajadores esenciales al contagio, o el incremento del riesgo para las mujeres que viven situaciones de violencia en sus hogares, por citar algunas. Dirijamos la humildad, la atención, el esfuerzo y la solidaridad hacia lo tangible, en lugar de preguntarnos exhaustivamente cómo de cerca está nuestra especie del ombligo de la Creación". 

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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jueves, 4 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Rozarse





El roce y el contacto son parte esencial de nuestra cultura latina, afirma en el A vuelapluma de hoy [De vidrio y piel. El País Semanal, 24/5/2020] la escritora Irene Vallejo, por eso necesitamos espacios de encuentro.

"Fue allí, -comienza diciendo Vallejo- en aquel invernadero de niños, rodeada de incubadoras, donde descubriste el poder curativo del contacto. Sobre el calor del pecho, piel con piel, protegidos como crías de canguro, florecían los minúsculos bebés. Tu hijo estaba inmóvil, sedado, atado a un respirador, cuando la enfermera te animó a tocarlo. Siguiendo sus indicaciones, te inclinaste para posar una mano en la piel blanda del cráneo, donde bullían sus sueños, y con la otra mano envolviste las plantas de los pies, donde dormían sus futuros pasos. Soportaste esa posición hasta sentir calambres en los brazos, abarcando su cuerpo y su breve estatura. Pronto ese ritual se convirtió en el mejor momento del día, y vuestra calma se comunicaba al pulsioxímetro, que durante esa media hora no desaturaba. La pantalla azul del monitor trazaba una tranquila cordillera dentada, mientras el latido cardiaco decía sí, sí, sí.

En el hospital te enseñaron que tocar alivia el dolor y reduce la ansiedad. Ahora, bajo el azote de la pandemia, la proximidad nos pone en peligro. El licenciado Vidriera, de Cervantes, narra la fantasiosa historia de un joven estudiante de Salamanca que sufre unas repentinas y gravísimas fiebres. Un día se levanta de la cama, demacrado y frágil, convencido de que su cuerpo ya no es de carne, sino de vidrio. Con terror, suplica a extraños y amigos que no se acerquen, el mínimo roce podría quebrarlo. Se acostumbra a dormir enterrado hasta la garganta en pajares de mesones, rechaza temeroso los abrazos, come lo que le acercan con la punta de una vara y solo admite hablar desde lejos.

El miedo dibuja fronteras invisibles. En el parque, mientras perseguías palomas con tu hijo, jugabas a medir la distancia precisa, justo antes de que la bandada huyera volando. Ahora te descubres, como ave recelosa, calculando minuciosamente la distancia entre los cuerpos. En la calle, en el mercado, en la librería, te mueves procurando respetar balizas y cuadrículas que definen tu camino como las casillas de una rayuela. Y al hacerlo te sientes extraña y ridícula: no tocarnos nos trastoca.

Hace siglos que aprendimos el lenguaje de la piel. En lápidas y cerámicas griegas aparece ya representado el apretón de manos. Nació como un símbolo de paz: al extender el brazo para estrechar una mano, desvelas que no empuñas un arma ni escondes una daga en la manga. Los besos de saludo —otro gesto que ofrece el cuerpo inerme, confiado— son también una antigua costumbre mediterránea. Era habitual entre los romanos, y en una de sus epístolas san Pablo pedía a sus seguidores que se hermanasen así. Durante la Edad Media besar en la mejilla fue señal de lealtad, pero, tras la peste negra del siglo XIV, los asustados europeos abandonaron la costumbre por miedo al contagio y no la recuperaron hasta que la Revolución Francesa impuso —sin escatimar violencia— la fraternidad.

Cuenta Cervantes que, tras dos años de atemorizado espejismo, el licenciado Vidriera se reconcilió con la fragilidad y la fortaleza de su cuerpo de carne, y volvió a buscar la proximidad de otros. El roce y el contacto son parte esencial de nuestra cultura latina, por eso necesitamos espacios de encuentro, ágoras, plazas públicas. Nuestra forma de vivir es un repertorio de cercanías: la vida en la calle, pasear con las manos entrelazadas, trabajar codo con codo, el baile y el abrazo de consuelo, la fiesta y el duelo. En El cielo sobre Berlín, de Wim Wenders, escuadrones de ángeles guardianes, enfundados en abrigos oscuros, velan por los seres humanos. Nos leen el pensamiento, observan conmovidos nuestras alegrías y cuitas, pero permanecen intocables e invisibles a nuestros ojos. Hasta que uno de ellos, Damiel, se enamora de otro ser aéreo, una joven acróbata que trabaja en un circo. Para rozar su cálida piel, deberá renunciar a la inmortalidad. En el preciso instante de la caricia, un color luminoso tiñe la película. Hoy debemos jugar a la rayuela de la distancia, pero solo volveremos a ser auténticamente humanos, mentes y cuerpos curados, cuando recuperemos lo que los ángeles envidiaron".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 26 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Los humanos



Dibujo de Diego Mir para El País


Vendrán más virus y más males y volverán a sorprendernos discutiendo problemas caseros, escribe en el A vuelapluma de Hoy [La especie engreída. El País, 14/5/2020] el catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, Francisco J. Laporta. Estamos hiperconectados, afirma, pero se aplicará la misma estrategia estúpida: problemas de todos, remedios para nosotros, porque somos la especie engreída

"Primero fue la quiebra de Lehman Brothers -comienza diciendo Laporta- y la fulminante crisis financiera de la que todavía estamos convaleciendo. Antes, durante y después de ella, hasta ahora mismo, los efectos del cambio climático como una suerte de suicidio in progress en el que parecemos estúpidamente embarcados. Por si fuera poco, contemplamos cotidianamente la tragedia de las migraciones humanas, una tentativa parsimoniosa de genocidio que cometemos en cómodos plazos. Por no mencionar la polución informativa que respiramos a través del imperio incontrolado de las redes sociales y las nuevas tecnologías. Bien pensado, todos estos males eran ya pandémicos, pero ahora ha llegado, para que no necesitemos acudir a las metáforas, una pandemia de verdad, la de la covid-19, y ha puesto brutalmente de manifiesto la naturaleza más decisiva de los problemas actuales de la especie humana. Estamos hiperconectados, hasta físicamente hiperconectados. Los males nos afectan inmediatamente a todos. Somos una sola población frente a ellos, sin fronteras ni compartimentos estancos.

Sin embargo, las armas que estamos disponiendo para enfrentarlos nos siguen viendo como una ciudadanía nacional limitada por rasgos artificiales. Luchamos contra el contagio global mirando solo a los pacientes nacionales. Todavía seguimos anclados en estructuras mentales y políticas que piensan nuestra vida en el seno de entidades territoriales definidas por fronteras, lo que se llama a veces el sesgo interno del mundo internacional. Estamos aún, dígase lo que se diga, en aquella definición de 1758 de los asuntos del derecho internacional: “Affaires des nations et des souverains”. Hasta seguimos alimentando el ingenuo prurito de la soberanía que “no reconoce nada superior”. No es que seamos particularmente necios, aunque a veces lo parezcamos; es que en el fondo no existe otra alternativa. Hemos dejado que la realidad humana crezca y se vaya asentando de esa manera universal sin disponer de ningún mecanismo regulatorio serio para hacer frente a las amenazas que ello lleva consigo. Ahora vemos que no hay nadie al que apelar para que ponga orden en la peripecia de la especie humana.

A pesar de que ya habíamos recibido bastantes toques de atención, el coronavirus nos ha vuelto a coger por sorpresa. Y ya se es muy consciente de que no será la última vez. Vendrán más virus y más males y volverán a sorprendernos discutiendo problemas caseros. Y los remedios que se improvisarán y se pondrán en práctica se diseñarán con la misma estrategia estúpida: problemas de todos, soluciones para nosotros; para evitar la mundialización que tanto contagia lo que hay que hacer es recetar solo para el enfermo nacional. Nuestros pobres líderes, como los demás, mirando siempre por el rabillo del ojo a su propio electorado, a su propio sistema de salud, a su propia fuerza de trabajo, a su propio “tejido” industrial, a su propia nada.

Pero resulta que estamos hiperconectados, y además somos ya demasiados. Vamos camino de los 8.000 millones cuando hace solo 50 años éramos menos de la mitad. Y nos relacionamos incesantemente, hacinados en megalópolis gigantescas, llenas de pobreza, desagregadas, carentes de sanidad y limpieza. Y, claro, nos contagiamos. Como nos contagiamos con aquellos derivados financieros de hace años; como se “contagian” las supuestas identidades culturales de nuestras sociedades; como contagiamos tantas veces con bulos y falsedades los contenidos de nuestra información; como estamos contagiando nuestra atmósfera, y como, nada metafóricamente, nos estamos contagiando con el coronavirus. Y no parecemos tener otra salida que la de reclamar de nuestros Gobiernos “medidas”, sanitarias, financieras, sociales, culturales, industriales. Como si los Gobiernos de nuestros Estados no fueran tan indigentes como los Estados mismos.

El gran avance, al parecer, es plantear el dilema entre una política internacional “multilateral” y una política internacional unilateral, una discusión vieja. Pero todavía tenemos que aguantar a un líder con aires de perdonavidas amenazando con eso de America first y proponiendo una política internacional excluyente y agresiva. ¡Regateando fondos y construyendo muros! ¡Qué tosquedad! O contemplar estupefactos a todo un país serio decidiendo en un referéndum polucionado por los medios que lo mejor es aislarse, caminar solo, abandonar una unión de Estados que es, por muchos traspiés y desvergüenzas que exhiba, el único proyecto viable de salir de la situación de marasmo en que vemos ahora con toda claridad que estábamos.

Porque no, no hemos sido capaces de pensar instituciones supranacionales con un poder normativo decisivo. De hecho, seguimos boicoteando su posibilidad desde nuestros intereses más miserables; por ejemplo, los electorales. Alimentando una y otra vez ese desajuste severo entre los procedimientos democráticos, que se resisten a abandonar las fronteras nacionales, y los problemas con los que se va a enfrentar la especie humana, que ya se las han saltado hace unos cuantos años con tanta facilidad como ahora lo ha hecho el coronavirus. Y lo primero que se nos ocurre cuando de pronto nos vemos ante problemas así, no es hacer algo para romper esa inercia localista, sino empezar a sugerir teorías conspiratorias para transferir la responsabilidad a los demás y persistir en ella: los chinos, la Organización Mundial de la Salud o el Gobierno de turno.

Empiezan a cundir las afirmaciones de ese tipo sin que nadie se pare a pensar que las explicaciones conspiratorias tienen siempre una dimensión que, precisamente ahora, las hace aún más dañinas. Como herederas de la idea ancestral del maligno, tienden a excluir la confianza, fomentar la suspicacia y promocionar actitudes de animadversión. Lo contrario de lo que ahora necesitamos. Porque si perdemos la dimensión de confianza que toda convivencia exige aparecerán las pugnas y discordias estériles; véase, si no, nuestra inmunda política nacional. La sospecha y el rencor hacen imposible que viremos nuestras actitudes hacia esa cooperación intensa que necesitamos cada vez más, dentro también, pero sobre todo fuera de casa. Si empieza a generalizarse la paranoia de la conspiración, esa pauta de recelo que nos lleva a ver todo lo que hacen los demás como un designio malévolo para engañarnos o hacernos daño, los resultados para todos como especie pueden ser catastróficos. ¿Seremos capaces de evitarlo? Deploro decir que los indicios son poco alentadores.

En 1784, reflexionaba así Immanuel Kant, una de las mentes más poderosas de la historia: “No puede uno librarse de cierta indignación al observar la actuación de la humanidad en el escenario del gran teatro del mundo; haciendo balance del conjunto se diría que todo se ha visto urdido por una locura y una vanidad infantiles e incluso, con frecuencia, por una maldad y un afán destructivo asimismo pueriles; de suerte que, a fin de cuentas, no sabe uno qué idea hacerse sobre tan engreída especie”. Desde entonces a hoy, la humanidad se ha embarcado en multitud de matanzas, locales y generales, prácticas destructivas de su medio vital y locuras infantiles de todo tipo. Y sigue tan engreída. Como nosotros seguimos sin poder librarnos de aquella indignación. Pero ahora están llamando a su puerta avisos que la ponen en cuestión como especie y hacen dudar de su supervivencia misma. ¿Qué le cabe esperar?".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 14 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] La plaga



Dibuo de Nicolás Aznárez para El País


Esta plaga sin rostro parece amenazar con absorber todo nuestro ser. Pero, cuando pase, es posible que una nueva conciencia de la brevedad y la fragilidad de la vida empuje a la gente a cambiar sus prioridades, comenta en el A vuelapluma de hoy martes [Un mismo tejido humano infeccioso. El País, 12/4/2020] el escitor israelí David Grossman.

"Esta plaga es más grande que nosotros -comienza diciendo Grossman-. Más poderosa que cualquier otro enemigo de carne y hueso que hayamos imaginado o visto en el cine. De vez en cuando se abre paso hasta nuestro corazón la aterradora idea de que esta vez, quizá, vamos a perder la guerra. El mundo entero. Como cuando la “gripe española”. Enseguida descartamos la idea, porque no es posible. ¡Estamos en el siglo XXI! Somos seres avanzados, informatizados, dotados de armas y medios de destrucción infinitos, protegidos por antibióticos, inmunizados. Sin embargo, esta plaga nos dice que las reglas del juego son diferentes, tan diferentes que, de hecho, no hay reglas. Contamos con miedo, cada hora, los enfermos y los muertos en todo el mundo. Y el enemigo no da señales de cansancio en su labor de cosecha y utilización de nuestros cuerpos para multiplicarse.

Esta plaga sin rostro, violenta y desoladora parece amenazar con absorber todo nuestro ser, de pronto tan frágil e impotente. Y ni siquiera las innumerables cosas que se han dicho en los últimos meses han logrado hacerla un poco más comprensible y predecible.

“Una plaga no está hecha a la medida del hombre; por eso nos decimos a nosotros mismos que no es más que una pesadilla, un mal sueño que pasará”, escribió Albert Camus en su novela La peste. “Pero no siempre pasa, y, de mal sueño en mal sueño, son los hombres los que fallecen... Creían que todavía todo era posible para ellos; lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles... ¿Cómo iban a pensar en algo como la peste, que suprime el porvenir?”.

Ya sabemos que hay cierto porcentaje de la población que se infectará con el virus. Cierto porcentaje morirá. En Estados Unidos se habla de un millón de fallecidos. La muerte se ha vuelto muy tangible. Quienes pueden, se reprimen. Pero los que tienen una imaginación muy activa —como yo, por ejemplo, así que lean esto con una dosis de escepticismo— se entregan a hipótesis que se multiplican tan deprisa como la tasa de infección. Cada vez que me encuentro con gente, me planteo sus posibilidades en la ruleta de la epidemia. Y mi vida sin esa persona. Y su vida sin mí. Cualquier conversación podría ser la última.

El círculo se cierra cada vez más. Al principio nos dijeron que “cerraban los cielos” (qué expresión). Luego cerraron los amados cafés, los teatros, los campos de deportes, los museos. Las guarderías, las escuelas, las universidades. Una tras otra, la humanidad apaga sus linternas.

De pronto, en nuestra vida ha irrumpido una catástrofe de dimensiones bíblicas. Todo el mundo participa en este drama. Nadie se queda fuera. Nadie tiene un papel menor. En una matanza tan masiva, los muertos no son más que números, anónimos y sin rostro. Pero, cuando miramos a nuestros seres queridos, sentimos que cada persona es una cultura entera, infinita, cuya desaparición eliminaría del mundo a alguien insustituible. La singularidad de cada uno grita desde dentro y, así como el amor nos hace distinguir a una persona de todas las demás, ahora es la conciencia de la muerte la que lo hace.

Y bendito sea el humor, la mejor forma de soportar todo esto. Cuando podemos reírnos del coronavirus, en realidad estamos diciendo que todavía no estamos del todo paralizados. Que todavía podemos movernos y hacerle frente. Que seguimos combatiéndolo y que no somos solo víctimas indefensas (somos víctimas indefensas, pero hemos inventado una manera de evitar el horror de saberlo e incluso divertirnos con ello).

Para muchos, la plaga puede acabar siendo el acontecimiento más trascendental de sus vidas. Cuando todo pase y la gente salga de sus hogares después del largo encierro, quizá se articulen nuevas y sorprendentes posibilidades. A lo mejor la tangibilidad de la muerte y el milagro de haber escapado a ella constituirán una sacudida. Muchos perderán a sus seres queridos. Muchos se quedarán sin trabajo, sin ingresos, sin dignidad. Pero también es posible que algunos no quieran regresar a sus vidas anteriores. Que algunos —los que puedan, claro— dejen el trabajo que los asfixió durante años. Algunos decidirán abandonar a su familia. Separarse de sus parejas. Traer un hijo al mundo o todo lo contrario. Otros saldrán del armario (de cualquier tipo de armario). Unos empezarán a creer en Dios. Otros, creyentes, apostatarán. Tal vez la conciencia de la brevedad y la fragilidad de la vida incitará a la gente a establecer otras prioridades. A separar con más ahínco el trigo de la paja. A comprender que el tiempo, y no el dinero, es el recurso más preciado.

Habrá quienes por primera vez duden sobre decisiones tomadas, opciones ignoradas y concesiones hechas. Sobre los amores que no se atrevieron a sentir. Sobre las vidas que no se atrevieron a vivir. Hombres y mujeres se preguntarán por qué arruinaron sus vidas con relaciones que las llenaron de miseria. A otros, de pronto sus opiniones políticas les parecerán equivocadas, basadas exclusivamente en miedos o valores que se han desintegrado durante la epidemia. Quizá algunos desconfiarán de por qué su nación ha luchado durante generaciones y ha creído que la guerra es un mandato divino. Tal vez esta experiencia tan difícil haga que la gente aborrezca los nacionalismos, por ejemplo, y todo lo que subraya la separación, el extranjero, el odio y la trinchera. Algunos se preguntarán quizá, por primera vez, por qué los israelíes y los palestinos siguen batallando entre sí, arruinando sus vidas desde hace más de mil años en una guerra que podría haberse resuelto hace mucho.

El mismo hecho de ejercer la imaginación desde las honduras de la desesperación y el miedo posee su propia fuerza. La imaginación no solo ve las fatalidades, sino que también hace que nuestra mente sea libre. En tiempos de parálisis, la imaginación es como un ancla que arrojamos hacia el futuro, para que tire de nosotros hacia él. La capacidad de concebir una situación mejor significa que aún no hemos dejado que la plaga y la desolación se apoderen de todo nuestro ser. Por eso podemos esperar que quizá, cuando termine la epidemia y llegue la curación, la humanidad se inunde de un espíritu diferente, de sosiego y frescura. Quizá veamos en la gente, por ejemplo, señales de inocencia sin un atisbo de cinismo. Quizá la dulzura se convierta en moneda corriente. Tal vez comprenderemos que la pandemia asesina nos ha dado la oportunidad de liberarnos de capas de grasa y sucia codicia. De ideas espesas y sin criterio. De una abundancia que se ha vuelto exceso y ya ha empezado a ahogarnos.

Es posible que la gente mire los perversos resultados de la sociedad de la abundancia y el exceso y sienta náuseas. Quizá se dé cuenta ingenuamente de que es terrible que haya personas tan ricas y personas tan pobres, que un mundo tan rico y rebosante no ofrezca igualdad de oportunidades a todos los que nacen. Estamos descubriendo que todos formamos un mismo tejido humano infeccioso. Lo que es bueno para cada uno es bueno para todos. Lo que es bueno para el planeta es bueno para nosotros, nuestro bienestar, nuestro aire limpio y el futuro de nuestros hijos.

Y tal vez los medios de comunicación, que tanto ayudan a escribir el relato de nuestra vida y nuestra época, se pregunten también con sinceridad cuánto han contribuido al sentimiento de náusea general en el que estábamos sumidos antes de la plaga. Por qué teníamos la sensación de que algunas personas nos manipulaban mientras esos medios nos contaban nuestra trágica y complicada historia de forma grosera y cínica. No hablo de la prensa seria, sino de los “medios de masas”, que hace mucho pasaron de ser medios para las masas a ser medios que convierten a la gente en una masa.

¿Será verdad algo de todo esto? ¿Quién sabe? Y, aunque sea verdad, me temo que pronto se desvanecerá y todo volverá a ser como era antes de la epidemia, antes del diluvio. Es difícil saber lo que vamos a vivir hasta entonces. Pero haremos bien en seguir haciendo preguntas, a modo de medicina, hasta que se encuentre una vacuna".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 13 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Gritos, no susurros



Enfermera de la Fundación Jiménez Díaz de Madrid. Europa Press


No queremos la salud para volver a enfangarnos en formas de vivir que solo son formas de producir y reducen nuestros cuerpos a carne de enfermedad y pasto de adicciones, comenta [Cuidadoras. El País, 6/4/2020] en el primer A vuelapluma de la semana la escritora Marta Sanz. 

"Sin pelo no hay alegría y, sin salud, no hay prosperidad ni hostias -comienza diciendo Marta Sanz-. Resultaba bastante imprevisible que un bicho atacase nuestro obtuso sistema inmunitario para frenar nuestras inercias en seco y aletargarnos igual que las hadas buenas de La bella durmiente dejan grogui a todo un reino para fingir que el tiempo no pasa amortiguando así la percepción del horror. Tenía que llegar este bicho para que comenzáramos a formularnos preguntas filosóficas, sociológicas, económicas, pertinentes. Hacía falta que un virus nos tatuara en la piel la entropía, las ventajas ecológicas de la desaparición de la especie humana y la imposibilidad de controlarlo todo. Un virus, con incorrectísima violencia educativa, nos abre las puertas de la razón o el tercer ojo —Lobsang Rampa nos hizo daño— a la certeza de que nuestros mayores problemas universales, según fuentes publicitarias, no son ni estreñimiento ni neurosis.

No obstante, igual que sin salud de poco sirven lápiz, martillo o aguja, también es cierto que los sistemas económicos inhumanos, orientados por la brújula de la desigualdad y el acaparamiento de objetos brillantes en el nido de la urraca, nos convierten en personas workahólicas, enfermas, medicadas: ni siquiera nos permitimos elogiar la pereza en pleno confinamiento y buscamos hiperactivamente recursos para no dejar de producir imagen, marca, promesas de futuro. El integrismo capitalista mina la salud y nos destruye: primero a los individuos vulnerables, expuestos a la intemperie, luego a todos los demás. Por eso, cuando observo cómo la derecha planetaria intenta hacer política a medio plazo esgrimiendo el hambre que pasarán autónomos y autónomas, o exaltando las buenas acciones de las empresas privadas frente a la inoperancia de un sector público al que se ha precarizado durante décadas quirúrgica y minuciosamente; cuando veo cómo se alarman ante las orejas del lobo de hipotéticas nacionalizaciones mientras vuelven a elogiar la beneficencia que baña de bondad a los reyes midas, los futbolistas con boca de hierro y otros deportistas, que también durante décadas no tributaron en este país, y después organizan fundaciones solidarias porque la pasta les sale por las orejas —de lobo con piel de corderito—; cuando me percato de esa malversación de los fondos del sentido común, se me dilatan las pupilas y, como los animales —cisnes, oseznos, jabalíes—, tomo la calle para gritar que no queremos la salud para volver a enfangarnos en formas de vivir que solo son formas de producir y reducen nuestros cuerpos a carne de enfermedad y pasto de adicciones. Tenemos que decidir qué echamos de menos y qué de más. No incurrir en los mismos errores. A primeros de abril, Naomi Klein, autora de La doctrina del ‘shock’, concedía una entrevista a El Salto: “La gente habla sobre cuándo se volverá a la normalidad, pero la normalidad era la crisis”. Se impone la idea del cuidado no solo a escala doméstica, sino a una escala pública y estatal. Cuidados que nos salven de la crueldad de los mercados, la vida a crédito, la lengua fuera, y de la amnesia europea respecto a uno de sus principios comunitarios fundadores: el concepto de solidaridad forzada que en Alemania o en Holanda confunden con rescates flojitos. Dios y diosa aprietan y, en este caso, además ahogan".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 8 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Miedos



Barcelona, 1 de abril. Foto de Nacho Doce para El Pais


Las pequeñas historias que te llegan penetran en el alma más que las cifras y notas que tu entorno empieza a crujir. El sonido pasa de pared a pared, de barrio a barrio, estamos todos ligados unos a otros, escribe en el A vuelapluma de hoy [Murmullos con miedo al teléfono. El País, 5/4/2020] el escritor Íñigo Domínguez. 

"Es difícil empezar el lunes incluso cuando ni recuerdas que es lunes, porque todos los días parecen lunes -comienza diciendo Íñigo Domínguez-. En los segundos que tardas en despertar preservas la inocencia previrus, pero luego recuerdas que tampoco hoy es un día normal. Ya no sabes cómo enfrentarte a las noticias, si saber solo un poquito, no saber nada, saberlo todo. Pero hablando con los demás te enteras, y las pequeñas historias que se confiesan al teléfono, como un murmullo, con miedo, penetran en el alma más hondo que las cifras. Esto es tan gigantesco que los números dicen poco, no los traduces en imágenes. O no quieres. Pero no me quito de la cabeza lo que le pasó a una amiga. Se murió su tío, en su propia casa, y no fue lo peor: tuvo que seguir allí cuatro días. La funeraria no daba abasto. Les aconsejaron abrir la ventana, quitar la calefacción y no entrar allí. Lejos de los ojos de todos suceden escenas espantosas.

En la empresa de un amigo, bien grande, el consejero delegado casi se les puso a llorar en videoconferencia. Tengo compañeros que ya cobran la mitad. Conocidos con tiendas me dijeron hace casi un mes que como mucho aguantarían un mes. Otro tiene un restaurante y tras pagar 20 años el alquiler ahora el dueño no se lo baja porque, hombre, tenía que haber pensado en ir ahorrando por si venían mal dadas. La mujer que viene a limpiar, a la que casi ya no puedes pagar, aunque no viene, no sabe cómo pagará a su casera. Tiene una docena de pisos y le dice que se lo apunta para que lo abone después.

Estos días todos intuimos mejor el misterio de la vida, pero hay gente que ni por esas. Cuenta Ennio Flaiano que un amigo se interesó por un cuadro de su casa, que era raro. Le preguntó el significado, no supo explicarle, pero por bromear le dijo que costó una fortuna. Se le abrieron los ojos: “El misterio artístico se convirtió para él en un misterio económico, y eso sí llegaba a apreciarlo”.

En cambio, la tía de un amigo tiene un montón de viviendas y llamó el primer día a todos sus inquilinos para que dejaran de pagar. Hay gente tan pobre que solo tiene dinero, decía mi abuelo, pero esta mujer es rica de verdad. Tengo otro amigo que vive en el campo y no tiene nada, pero sí una huerta. Se ha puesto a plantar como un loco y le salen patatas y lechugas para 40 familias, si hace falta. Su vecino le dejó el otro día un pollo en la puerta. Otro amigo cura se pasa el día llamando a la gente mayor de su parroquia para ver qué necesitan. Aquí nos retrataremos todos, unos saldrán feos, otros más guapos. Yo estoy aquí pontificando pero salí fatal el otro día. Vi pasar bajo la lluvia a un anciano que se ayudaba de un carrito para caminar, con la compra. No reaccioné, tenía atrofiadillo el impulso de ayudar. Luego pensé si me estaba volviendo gilipollas, a veces intuyo señales. Ahora lo busco cada vez que salgo, debe de vivir por aquí, pero no lo encuentro.

En la puerta del supermercado hay pobres nuevos, vienen de otras zonas. Ayer un señor le compró a una anciana búlgara un costillar de cerdo. La mujer le miraba, y él metió otro en la bolsa. Hasta que metió tres y ella por fin sonrió. Le dijo que en su familia son doce. Los desconocidos nos darán lecciones. No hay que esperar órdenes, depende de nosotros, no saldrá decreto para eso, para que seamos buena gente.

El dinero de mucha gente se acaba. Necesitamos corazón e inteligencia. Quien pueda renunciar a algo debe hacerlo por otro, que lo hará por un tercero. Tu sacrificio es la salvación de otro. Si la cadena se rompe caeremos unos encima de otros, hasta aplastar al último de la fila, para variar. Ante el sálvese quien pueda, hay un poema de Benedetti que se titula No te salves: “No te salves, no te llenes de calma, no reserves en el mundo solo un rincón tranquilo”. Habla de una historia de amor, de cómo hay que arrojarse a ella, sin ropa, y esto es igual. Bueno, no sé si quería decir eso, pero la poesía se puede romper en caso de emergencia.

Con estas historias notas que tu entorno empieza a crujir. El sonido pasa de pared a pared, de barrio a barrio, estamos todos ligados unos a otros. Recuerdas a alguien, por un detalle, y escribes: ¿todo bien? “Cuídate”, dices al despedirte. Debemos cuidarnos unos a otros. Le preguntaron a Mark Twain al final de su vida una razón para vivir, y dijo: “La estima de nuestros vecinos”.

Unos amigos viven en mi calle. A las ocho, con los aplausos, nos saludamos y les veo agitar los brazos a lo lejos, como en la despedida de un barco. Pero seguimos aquí, donde vivimos todos juntos. Este es nuestro destino".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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