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sábado, 29 de febrero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Teólogos. (Publicada el 21 de agosto de 2009)






En mi penúltima entrada del blog prometí comentar "Verdad controvertida. Memorias" (Editorial Trotta, Madrid, 2009), del teólogo suizo Hans Küng, cuya lectura de 764 páginas acababa de concluir, y que abarcan el período 1968-2008. Al final de su libro anuncia el deseo de afrontar una tercera y definitiva entrega de las mismas, si Dios quiere, que espero poder disfrutar.

No es, evidentemente, un libro de Teología (la ciencia que trata de Dios, sus atributos y perfecciones), pero son las memorias de un teólogo, y la teología surge a cada paso de las mismas. Ya comenté en la entrada citada como llegué a sentir la profunda admiración que tengo por Hans Küng por su forma de entender el mensaje cristiano y presentarlo al hombre de hoy, su honestidad y su valentía. No voy a reiterarme en ello.

Este segundo tomo de las Memorias que comento ahora abarca un período de cuarenta años de la vida de su autor, y en él pueden rastrearse los hitos que le llevaron a la publicación de obras tan fundamentales de la teología cristiana como "Ser cristiano" (Ediciones Cristiandad, Madrid, 1974), "¿Existe Dios?" (Ediciones Cristiandad, Madrid, 1978), o "¿Infalible? Una pregunta" (Editorial Herder, Buenos Aires, 1971), pero asimismo los avatares de su larguísimo período de docencia, que aún continúa, en la Universidad alemana de Tubinga y una exposición detallada de sus estudios, conferencias y viajes por todo el mundo.

Pero es también el relato pormenorizado de un enfrentamiento con la jerarquía romana, que se inicia con el papa Pablo VI una vez finalizado el concilio Vaticano II, a cuenta de la prohibición de los anticonceptivos, la oposición al celibato opcional de los clérigos, o la reiteración de la infalibilidad pontificia como dogma. Esos serán sus tres grandes caballos de batalla con la Congregación para la Doctrina de la Fe (la Inquisición contemporánea) romana, y los que acabarán por acarrearle la prohibición de enseñar Teología católica en el seno de la iglesia, en sentencia dictada contra él en plena Semana Santa de 1980 por el papa Juan Pablo II.

Contra lo que pueda parecer, este segundo libro de sus Memorias no es un ajuste de cuentas especialmente centrado con quien fuera compañero suyo en las tareas docentes de la Facultad de Teología de la Universidad de Tubinga, Josep Ratzinger (el hoy papa Benedicto XVI), aunque las críticas al mismo y sus posicionamientos teológicos sean constantes, sino más bien y sobre todo, contra la Curia romana, el gobierno de la Iglesia, a los que acusa sin ambages de tener secuestrados a los papas.

De éstos, de los obispos y cardenales de la Curia, llega a decir que Dios les trae absolutamente sin cuidado pues lo único que les importa es "su" Iglesia; o que la obediencia que se predica en su seno (el de la Iglesia) no es a Dios o la propia conciencia sino al del señor Obispo. Sobre el trato dado a los teólogos potencialmente disidentes, añade una observación crucial: dice que a la Curia romana le trae absolutamente sin cuidado lo que éstos personalmente crean siempre que, al menos, estén callados (en "silentium obsequio-sum": en obediente silencio) especialmente si se refieren al Sumo Pontífice.

Muy crítico con los pontificados de Pablo VI y Juan Pablo II, por motivos muy distintos, el uno del otro (del segundo viene a decir que sus gestos de humildad eran puro teatro de cara a la galería mediática, y del primero, que se dejó manipular por la Curia), con el Opus Dei es de una dureza inusitada. Llega a calificarlo de organización secreta católico-fascista, deseosa de hacer olvidar el concilio Vaticano II, de reclutar a sus miembros con dudosos procedimientos, de exhortarlos a desdeñar la sexualidad, mortificarse y menospreciar a las mujeres, y sobre todo, de perseguir el poder absoluto en el seno de la Iglesia. No mejor parado sale su fundador, monseñor Escrivá de Balaguer, canonizado por Juan Pablo II en un tiempo récord haciendo caso omiso, añade, de los testimonios críticos y saltándose las normas eclesiásticas, a quien califica de hombre despótico.

¿Ha cambiado mucho la posición de la Iglesia en tan controvertidas cuestiones como las reseñadas con el papa Benedicto XVI? No puedo opinar con veracidad porque este mundo de la iglesia me resulta bastante ajeno, pero por lo que observo, leo y escucho, tengo la impresión de que no. Esa es la impresión de muchos teólogos, y en concreto, entre otros, la del periodista y teólogo español Juan Arias, de quien reproduzco más adelante su artículo "¿Por qué la Iglesia teme a los diferentes?" publicado en El País el pasado 8 de agosto. Espero que les resulte interesante. HArendt



El papa Benedicto XVI



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HArendt





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martes, 25 de febrero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Hans Küng. (Publicada el 8 de agosto de 2009)




El teólogo Hans Küng



Creo que ya he comentado anteriormente que mis dos personajes favoritos de ficción, ambos femeninos, son los de Ifigenia (Eurípides: "Ifigenia en Áulide", Cátedra, Madrid, 2004), y el de Antígona (Sófocles: "Antígona", ibíd.). En cuanto a personajes de la vida real, entre mis contemporáneos más admirados, y por sólo citar dos, están la politóloga norteamericana de origen judeo-alemán, Hannah Arendt (1906-1975), y el teólogo suizo, católico, Hans Küng (1928).

De Küng estoy leyendo en estos días con inmenso placer el segundo tomo de sus memorias: "Verdad controvertida. Memorias" (Trotta, Madrid, 2009), que abarca el período 1968-2007, con episodios tan relevantes como su enfrentamiento con el Santo Oficio romano (la Inquisición actual), la prohibición de enseñar dictada contra él por el papa Juan Pablo II, y las relaciones primero amistosas y luego tirantes, pero siempre respetuosas, con su ex-compañero de cátedra en la Universidad de Tubinga, Josep Ratzinger, ahora papa con el nombre de Benedicto XVI.

No estoy intentando crear un paralelismo entre ellos, pero si el personaje de Ifigenia cautiva por su inocente voluntad de entrega a los dioses, hasta el sacrificio, los de Antígona, Arendt y Küng, son paradigmas de la voluntad de defender contra todos y frente a todos, su libertad de criterio y opinión, en búsqueda de la verdad.

Mi primera lectura de Hans Küng fue "Ser cristiano" (Cristiandad, Madrid, 1974), hace más de treinta años, que me impresionó sobremanera, y que devoré durante unas vacaciones familiares en Mallorca. Luego, más tarde, y a lo largo de estos años, vendrían las lecturas de otros libros suyos como "¿Existe Dios? Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo" (1978), "Proyecto de una ética mundial" (1990), "El judaísmo. Pasado, presente, futuro" (1991), "El cristianismo. Esencia e historia" (1994), "Libertad conquistada. Memorias" (2002), y "Credo. El símbolo de los apóstoles explicado al hombre de nuestro tiempo" (2007). También durante muchos años estuve suscrito y fui lector fiel de la edición española de la revista internacional de teología "Concilium", fundada por él.

Ninguna de estas lecturas, ni de otras muchas sobre el cristianismo y las religiones de la tierra, ha hecho tambalear mi falta de fe en Dios o la vida eterna. Sigo sin creer en ninguno de los dos, pero que nadie confunda falta de fe con falta de respeto por el fenómeno religioso, que no sólo no me es ajeno, sino que me interesa profundamente. Les recomiendo la lectura de estas memorias del gran teólogo suizo Hans Küng, estoy seguro de que disfrutarán de ellas y aprenderán lo que "vale un peine" cuando alguien se rebela contra la autoridad despótica de la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana en búsqueda y defensa de la verdad esencial del cristianismo.

Justo un mes después de su muerte, en febrero de 2006, la revista de filosofía "El Ciervo" publicaba un hermoso artículo del teólogo español Casiano Floristán, compañero de Hans Küng en la Universidad de Tubinga, en homenaje a su colega, titulado "Hans Küng, un teólogo muy generoso", que es un estupendo resumen de las vicisitudes teológicas, personales y vitales del gran teólogo suizo. Les dejo con él. HArendt



Portada de El Ciervo. Febrero, 2006


"Hans Küng, un teólogo muy generoso", por Casiano Floristán
Revista El Ciervo, febrero 2006


Vi por primera vez a Hans Küng en junio de 1960, en el patio del seminario católico Wilhelmstift de Tubinga con su pelo ondulado, tupé rubio, gafas “Truman”, tez curtida por los aires y soles del montañismo y la natación, mirada socarrona, sonriente y apuesto. Iba con sandalias sin calcetines, más parecido a un franciscano de Asís que a un jesuita de Roma. Sospecho que sus zapatos los dejó en el Colegium Germanicum et Hungaricum de Roma, donde cursó tres años de filosofía y cuatro de teología (1948-1955). Llamativo contraste: mientras que algunos españoles subíamos a Alemania a estudiar teología, un suizo-alemán bajaba a cursarla en la Gregoriana de Roma. Dice Küng en sus memorias con ironía: “La Roma católica me convirtió en un católico frente a la Roma de la curia”. Ejemplar conversión.

Hans se ordenó sacerdote diocesano el 9 de mayo de 1955 y celebró su primera misa en la cripta de San Pedro, debajo de la cúpula vaticana, sin que se conmovieran sus cimientos. Sin duda, hubo amigos y familiares sólidamente cristianos que rezaron para que el misacantano saliese airoso de sus futuros combates con los responsables de la curia romana. Ese día le rodearon sus padres y hermanos. Todos han hecho piña a su alrededor cuando ha recibido un premio académico o un monitum de la Congregación de la Doctrina de la Fe, otrora Santo Oficio, vigilado por los cardenales, Ottaviani primero, y Ratzinger después.

Al volver de estudiar en Roma y pasar por su casa familiar de Sursee, pueblo suizo donde había nacido en 1928, camino de París para obtener su doctorado, se puso unos zapatos ecuménicos del almacén de su padre, comerciante de calzados, con cuya compraventa se ganaba el pan y las salchichas para su familia numerosa.

En los dos años de París redactó brillantemente su tesis sobre la justificación en Karl Barth, teólogo protestante suizo, con quien trabó gran amistad. La publicación de su trabajo causó sensación, tanto en los medios teológicos católicos como en los protestantes. Empezó a ser conocido en toda Europa, a repensar la teología de arriba abajo y a ser vigilado por monseñores germanos y romanos. Los guardias suizos del Vaticano –por respeto a su paisano– quedaron al margen.

Entonces recibió la llamada de la Universidad de Tubinga. Se hizo cargo a sus 32 años de la cátedra de teología fundamental en la Facultad de Teología Católica. Justamente en enero de 1959, un año antes, había convocado Juan XXIII el Vaticano II. Casualmente yo había aprobado en diciembre de 1959 mi tesis sobre las relaciones entre la pastoral alemana y la sociología religiosa francesa, bajo la dirección del pastoralista Arnold. Por Arnold supe que el claustro de la Facultad católica de Tubinga había aceptado en 1959 a Hans Küng como catedrático en lugar de Urs von Balthasar, exquisito teólogo de la estética, la dramática y la música celestial.

Por cierto, yo regresé de Tubinga a mi diócesis de Pamplona con mi doctorado en pastoral. Al parecer era el primero que obtenía este título en España. Un cura navarro guasón, amigo mío, me presentó a los sacerdotes diocesanos así: este es Casiano, primer pastoralista de España y quinto de Alemania.

Volvamos a Tubinga. Los profesores Küng y Ratzinger, de la misma edad, coincidieron amigablemente tres años en la Facultad de Teología de esa preciosa ciudad, de 1965 a 1968. La revuelta estudiantil del 68 ahuyentó a Ratzinger de la Tubinga liberal a la Babiera conservadora y afianzó a Küng en su cátedra, tapizada de libertad y de verdad. Uno llegó a ser el vigilante de la fe y otro el vigilado. Ratzinger se apuntó a las decisiones inquisitoriales y Küng a las preguntas inquisitivas.

En poco tiempo se hizo Hans con el dominio de las principales lenguas europeas. Lo pude comprobar anualmente en las reuniones de la revista internacional Concilium, durante la semana de Pentecostés, a lo largo de dieciocho años, a partir de 1973, en cuyo consejo editorial ingresé con Gustavo Gutiérrez. La revista Concilium había sido fundada en 1964 por los teólogos Rahner, Congar, Schillebeeckx y Küng. Las discusiones de Küng con los colegas germanos, franceses y angloamericanos sobre cualquier tema, en cualquier idioma, eran admirables. En 1975 fui a la reunión anual de Concilium, aquel año en Nimega, con la encomienda –por parte de unos curas de Vallecas– de traer una buena suma de marcos o dólares para pagar las homilías multadas de aquellos clérigos inquietos y ayudar a los curas que estaban en la cárcel concordataria de Zamora jugando al mus. Pasé la gorra y obtuve el equivalente de lo que entonces costaba un Seat 600. No sólo fue Küng el más generoso, sino que me dijo: “Si no basta, me lo dices”.

Al final del encuentro nos predicaban Rahner o Congar –uno sordo y otro en silla de ruedas–, pero maestros espirituales indiscutibles de la eucaristía final, celebrada en gregoriano y en latín. Menos mal que nunca se asomó por allí un grupo de progres del 68 para increparnos de reaccionarios. Definitivamente quedé admirado de aquellos grandes teólogos: eran piadosos y cantaban bien el gregoriano. Hans Küng sabía más latín que los demás, ya que lo había perfeccionado en Roma a base de silogismos.

Soy testigo del cambio que, por influencia de Gustavo Gutiérrez y Leonardo Boff, hicieron los teólogos de Concilium respecto de la teología de la liberación, reconocida con magnanimidad. Hubo quienes aprendieron castellano para leer directamente los textos básicos latinoamericanos, editados en España, que yo me encargué de que los recibieran.

Las críticas de Küng sin pelos en la lengua a la curia romana han sido siempre claras y contundentes. “La nueva teología conciliar y posconciliar –afirma– apenas ha entrado en la curia”, en la que “se mantienen los privilegios y prerrogativas romanos usuales desde la Edad Media”. No cede Hans a los chantajes, huye de los aduladores y no se considera un “lobo solitario” ni un teólogo con “afecto antirromano”.

Nombrado en 1962 por Juan XXIII “perito conciliar”, trabajó activamente en el Vaticano II. Vivió paso a paso las cuatro sesiones conciliares, examinó los esquemas y los juzgó con lucidez singular. Como sabía escribir muy bien en latín, redactó muchas propuestas para que los obispos amigos renovadores las llevasen al aula conciliar. “No pongas mi intervención en un latín demasiado culto –le dijo una vez el cardenal belga Suenens– porque los obispos del Concilio no lo entienden. Hazlo en un latín macarrónico”.

Küng reconoce que el Concilio aceptó una serie de propósitos reformadores centrales. “A pesar de todas las decepciones –afirma–, el Concilio ha merecido la pena”.

Describe en el primer tomo de sus memorias los rasgos de los papas Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI con vigor y sin acritud, con seriedad y una buena dosis de humor. Esperamos su juicio sobre Juan Pablo II en el segundo tomo. Retrata a los grandes teólogos que ha conocido, valora y pondera sus contribuciones, admira a los exégetas seriamente documentados y muestra sintonía con los métodos histórico-críticos, que conoce y utiliza. Perito oficial del Vaticano II, ha sido discutido por sus escritos. Propuesto en una consulta popular como candidato al obispado de Basilea, la Congregación de la Doctrina de la Fe le retiró en 1979 la misión canónica de enseñar en la Facultad de Teología de Tubinga. No podía ser considerado teólogo católico. Pienso que esto le ocurrió, no sólo por sus consideraciones teológicas, sino por sus desconsideraciones respecto del Papa y del Opus.

No obstante, siguió en esta prestigiosa universidad estatal como profesor interfacultativo de teología ecuménica por decisión del rectorado. Su lema es “decir una palabra clara, con franqueza cristiana, sin miedo a los tronos de los prelados”. Cuando le dicen “siempre fue así”, contesta: “¿Fue siempre así? ¿Y tiene que ser siempre así?” Le han acusado de que ha hecho todo “demasiado pronto”, como si esto fuera un desvarío. “Los teólogos –sentenció en una ocasión– no producen las crisis; simplemente las señalan”.

Al acabar la segunda sesión del Vaticano II en 1963, fue retirado de la circulación un libro suyo sobre el Concilio. Al terminar el Vaticano II provocaron muchas discusiones sus obras sobre la Iglesia y sus estructuras. En 1970 levantó una gran polvareda su reflexión sobre la infalibilidad. Son incisivos sus últimos libros sobre la Iglesia Católica y sobre la mujer. Permanentemente crítico frente al “sistema romano", ha mantenido con coraje su pertenencia activa a la Iglesia o –como él mismo señala–, a su “terruño espiritual”, que es el cristianismo.

Hans conoce los problemas culturales de nuestra época, la tradición cristiana, la situación espiritual de cada momento, el presente de las Iglesias y las grandes religiones hoy activas. Es maestro como expositor, tiene antenas para captar la modernidad y la posmodernidad, sintetiza investigaciones exegéticas e históricas y acuña brillantemente nuevas interpretaciones teológicas. Ha dado la vuelta al mundo por lo menos dos veces. Por eso escribe –como lo recalca él mismo– desde un “horizonte universal”.

Uno de los grandes temas que ha tratado Hans Küng es la esencia del cristianismo. Su respuesta es contundente: “No hay cristianismo sin Cristo”. Por eso el cristianismo como religión no es meramente una idea (justicia o amor, por ejemplo), ni unos dogmas (cristológicos o trinitarios), ni una cosmovisión (frente a visiones ateas), sino la persona de Cristo Jesús. Jesucristo es la figura básica viviente de los cristianos, el centro del cristianismo. Sin Jesucristo no hay historia del cristianismo, ni reunión de cristianos.

Creó la Fundación Ética Mundial, de la que es director desde 1995, dedicada al fomento del diálogo interreligioso sobre postulados éticos. Ha logrado en poco tiempo que su Proyecto de ética mundial se extienda por todo el mundo, traducido a quince idiomas.

Vino a Madrid en la primavera de 1957 a estudiar español, vivió en la Mutual del Clero y asistió a una corrida de toros y decidió no volver más. Como a mí me gustan los toros y estamos en España, me atrevo a decirle a Hans que sabe torear divinamente astados escolásticos, brinda desde el centro del ruedo a un gentío universal sentado democráticamente en la plaza, pone banderillas a miuras que saben latín, da naturales con la izquierda a victorinos curialistas y ejecuta la suerte de matar a la primera, después de haber recibido algunas volteretas y cornadas clericales. Al final, ovación, dos orejas, vuelta al ruedo y salida a hombros por la puerta grande conciliar.




El teólogo Casiano Floristán



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sábado, 25 de mayo de 2019

[HEMEROTECA DEL BLOG] Ética, mentiras y política



Joseph Goebbels


No soy dado a las grandes admiraciones. Por cumplir la Ley de Igualdad, cito entre esas escasas personas admiradas a dos mujeres, a la politóloga alemana nacionalizada norteamericana Hannah Arendt, y a la filósofa francesa Simone Weil, no sé si por casualidad, ambas de origen judío; y a dos hombres, el filósofo y filólogo español Emilio Lledó, y el teólogo católico suizo Hans Küng. Por los cuatro citados siento una profunda admiración, tanto por la importancia de su obra intelectual como por el ejemplo de sus vidas. Y me gustaría destacar que uno de ellos, Emilio Lledó, fue profesor mío en la Facultad de Geografía e Historia de la UNED, y que sólo por el privilegio de haberle conocido y tenido como profesor ya merecieron la pena los años de estudio.

Pero hoy quiero hablar únicamente de Hans Küng, teólogo católico de renombre universal, consultor especial del Concilio Vaticano II por decisión expresa del papa Juan XXIII, y apartado fulminantemente de su cátedra de Teología en la Universidad alemana de Tubinga por el papa Juan Pablo II, por oponerse al dogma de la infalibilidad pontificia.

No soy creyente. No lo era ya cuando leí durante unas vacaciones en Mallorca, hace cuarenta y cuatro años, la primera de sus grandes obras teológicas: Ser cristiano (Ediciones Cristiandad, Madrid, 1974). Seguí sin serlo después de leer con sincera admiración al menos una decena de sus títulos posteriores. Y sigo ateo, a Dios gracias, diría yo. Pero no, desde luego, por culpa suya, porque reconozco que pocos libros existen con la profunda religiosidad y el rigor teológico de los escritos por Hans Küng. Aun hoy, a sus 80 años justos, sigue empeñado en la elaboración de una Ética de validez universal y del diálogo sin condiciones entre todas las iglesias. Y yo, esperando con ilusión la publicación en español de la segunda parte de su Libertad conquistada. Memorias (Trotta, Madrid, 2004), ya publicada en alemán.

El diario El País de hoy publica un interesante artículo suyo titulado ¿Está justificada la mentira en política? por el que desfilan George W. Bush, Henry Kissinger, Richelieu, Metternich, Bismarck, Theodore Roosevelt, Maquiavelo,Thomas Jefferson, Martín Lutero, Helmut Schmidt, Jimmy Carter, Bill Clinton y Monica Lewinsky..., entre otros. Espero que les resulte interesante, e instructivo.



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Alegoría de la Mentira


Una pregunta ética fundamental para el sucesor del presidente estadounidense George W. Bush, comienza diciendo Küng, es ésta: ¿Debe mentir un presidente? ¿Hay alguna circunstancia en la que la mentira esté justificada?

El ex secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger no tiene problemas para justificar las mentiras. Kissinger opina que el Estado -y, por consiguiente, el estadista- tiene una moral diferente a la del ciudadano corriente. Lo demostró en la práctica durante sus años en el Gobierno de Nixon y luego defendió esta opinión en su libro de 1994, Diplomacy, en el que menciona a figuras históricas que admira: entre otros, Richelieu, Metternich, Bismarck y Theodore Roosevelt.

Cuando le dije en una ocasión que esa visión del ejercicio del poder político me parecía inaceptable, él replicó, no sin ironía, que el teólogo ve las cosas "desde arriba" y el estadista "desde abajo".

Le hice esa misma pregunta sobre la mentira y la moral política a un buen amigo de los dos, el ex canciller de Alemania Federal Helmut Schmidt, cuando pronunció una conferencia sobre ética mundial en la universidad de Tubinga en 2007: "Henry Kissinger dice que el Estado posee una moral distinta de la del individuo, la vieja tradición desde Maquiavelo. ¿Es verdad que el político que se ocupa de asuntos exteriores debe atenerse a una moral especial?".

Schmidt me respondió: "Estoy firmemente convencido de que no existe una moral distinta para el político, ni siquiera el político que se ocupa de asuntos exteriores. Muchos políticos de la Europa del siglo XIX creían lo contrario. Quizá Henry sigue viviendo en el siglo XIX, no sé. Tampoco sé si hoy seguiría defendiendo ese punto de vista".

Por lo visto, sí. Al recomendar, hace poco, más participación militar en las guerras de Irak y Afganistán, Kissinger ha demostrado que sigue siendo un político que piensa desde el punto de vista del poder y en la tradición de Maquiavelo. Aunque por otro lado, ha dicho que está en favor del desarme nuclear total. ¿Es una contradicción o un signo de la sabiduría que da la edad?

En las reuniones del Consejo Interacción de ex jefes de Estado y de Gobierno, del que soy asesor académico, se discuten problemas de ética. Recuerdo que en 1997 no hubo ninguna cuestión relacionada con la Declaración Universal de las Responsabilidades Humanas del consejo que se debatiera con tanta intensidad como la de "¿No mentir?". El artículo 12 de la declaración trata sobre la veracidad, y dice: "Nadie, por importante o poderoso que sea, debe mentir". Sin embargo, inmediatamente sigue una puntualización: "El derecho a la intimidad y a la confidencialidad personal y profesional debe ser respetado. Nadie está obligado a decir toda la verdad constantemente a todo el mundo". Es decir, por mucho que amemos la verdad, no debemos ser fanáticos de la verdad.

Pero no exageremos. Los políticos también son seres humanos, e incluso una persona veraz puede mentir cuando se encuentra en una situación difícil. No hablo de las mentiras que se cuentan por diversión ni de las mentiras piadosas, sino de las mentiras deliberadas. Una mentira es una afirmación que no coincide con la opinión de la persona que la hace y que pretende engañar a otros en beneficio personal. O como dicen los Diez Mandamientos en Éxodo 20:16: "No darás falso testimonio contra tu vecino".

Una vez, el ex ministro de Asuntos Exteriores de un país del Sureste Asiático me contó, con una sonrisa, que en su ministerio corría esta definición de embajador: "Un hombre al que se envía al extranjero para que mienta". Pero hoy ya no puede construirse ninguna diplomacia eficaz a partir de esa idea. En la época de Metternich y Talleyrand, dos diplomáticos podían decirse mentiras a la cara. Pero hoy, en la diplomacia secreta, es necesaria la franqueza, por más que se emplee todo tipo de tácticas astutas en la negociación.

El juego sucio y los engaños no salen rentables a largo plazo. ¿Por qué? Porque minan la confianza. Y, sin confianza, la política constructora de futuro es imposible.

Por consiguiente, la primera virtud diplomática es el amor a la verdad, según dice el diplomático británico sir Harold Nicolson en su clásica obra de 1939, Diplomacy, que, por cierto, Kissinger menciona a regañadientes en su libro, en la página del copyright, pero luego no vuelve a citar en ninguna parte.

Eso significa que algunos estadistas como Thomas Jefferson tenían razón: no existe más que una sola ética sin divisiones. Ni siquiera los políticos y hombres de Estado tienen derecho a una moral especial. Los Estados deben regirse por los mismos criterios éticos que los individuos. Los fines políticos no justifican medios inmorales.

O sea, la veracidad, que está reconocida desde la Ilustración como condición previa fundamental para la sociedad humana, no sólo es un requisito para los ciudadanos individuales sino también para los políticos; especialmente para los políticos.

¿Por qué? Porque los políticos tienen una responsabilidad especial respecto al bien común y además disfrutan de una serie de privilegios considerables. Es comprensible que, si mienten en público y faltan a su palabra (sobre todo, después de unas elecciones), luego se les eche en cara y, en las democracias, tengan que pagar el precio, en pérdida de confianza, pérdida de votos en las elecciones e incluso pérdida de su cargo.

Las mentiras personales, como las que contó el ex presidente estadounidense Bill Clinton durante el caso de Monica Lewinsky, son malas. Pero lo peor es la falsedad, que afecta al fondo de las personas y sus actitudes esenciales (como puede verse en la actitud del presidente George W. Bush durante los cinco años de la guerra de Irak). Y lo peor de todo es la mendacidad, que puede impregnar vidas enteras. Según Martín Lutero, una mentira necesita otras siete para poder parecerse a la verdad o tener aspecto de verdad.

Ahora bien, por supuesto que también existen políticos y estadistas honrados. Yo conozco a unos cuantos. Además de la virtud de la sinceridad, tienen que practicar la sagacidad. Sobre todo, deben ser perspicaces, inteligentes y perceptivos, estrategas hábiles e ingeniosos y, si es necesario, astutos y ladinos, pero no maliciosos, intrigantes ni canallas.

Deben saber cuándo, dónde y cómo hablar... o callarse. No todos los circunloquios y exageraciones son mentiras en sí mismos. No hay duda de que, en determinadas situaciones, puede haber conflictos de responsabilidades en los que los políticos deben decidir de acuerdo con su propia conciencia.

"Muchas veces era difícil: no podíamos decir toda la verdad y, con frecuencia, debíamos ocultarla o permanecer callados", me dijo el ex presidente estadounidense Jimmy Carter tras una sesión del Consejo Interacción. Y me impresionó profundamente cuando añadió: "Pero, durante mi mandato, en la Casa Blanca no mentimos nunca".



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El teólogo Hans Küng



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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Entrada núm. 4919
Publicada originariamente el 15/5/2008
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sábado, 24 de diciembre de 2016

[Personal] ¡Feliz Navidad! ¡Feliz Año Nuevo!





Recalcar a estas alturas el origen pagano de casi todas las fiestas religiosas del mundo resulta superfluo. El nacimiento del Hijo de Dios para los cristianos, la Navidad, no es otra fiesta que la milenaria celebración del solsticio de invierno, en el que la luz del día comienza su lance victorioso anual sobre las tinieblas de la noche.

Pero ese origen pagano no desmerece para nada la celebración de la Navidad cristiana, la Hanukkak hebrea, o la de cualquier otra religión del mundo que gire alrededor del solsticio de invierno. Al contrario, quizá lo que nos deja traslucir es el origen humano de todas las religiones.

No soy creyente, pero sí respetuoso en extremo con la fe de los que lo son. Creo que nadie debería ser obligado ni inducido a abandonar la religión de sus mayores ni a tener religión alguna. Creo que las conversiones forzosas deberían ser proscritos para siempre. Creo, como dice el teólogo católico Hans Küng, que la paz entre las religiones es imprescindible para alcanzar la paz entre las naciones, y que la paz entre las naciones es imprescindible para alcanzar la paz entre los hombres.

Creo que la ética podría ayudar a ello. Hay unas normas éticas universales que están presentes en todas las religiones y en todos los seres humanos, creyentes y no creyentes. Son normas muy sencillas y claras que pueden ayudar a la consecución de esa paz universal a la que aspiramos por encima de razas, credos y nacionalidades: Todo ser humano tiene que ser tratado con dignidad y humanidad, no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti, no mates, no robes, no mientas, no uses la sexualidad para hacer daño... Pienso que bastarían para hacernos mejores.

Hoy no me extiendo más. A todos los hombres y mujeres del mundo de buena voluntad, a todos los amigos y lectores de Desde el trópico de Cáncer les deseo de todo corazón una Feliz Navidad y un Feliz Año Nuevo. Que la paz sea con ustedes.




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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Entrada núm. 3111
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domingo, 25 de septiembre de 2016

[Historia] ¿Para qué sirven la Historia y los historiadores?



La diosa Clío, musa de la historia


La pregunta que me sirve de excusa para esta entrada de hoy se la hacía unos días en El País el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza Julián Casanova. Es una pregunta interesante ya que ni la Historia, ni la Filosofía, ni la Literatura ni el resto de materias que podemos englobar en las Humanidades tiene excesivo predicamento en los modelos educativos (españoles) de hoy. No es que sean lo que antes llamábamos asignaturas "marías", es que en la mentalidad de la autoridades educativas actuales no sirven para nada.

Hay una frase de todos conocida que dice que "aquellos que no recuerdan su pasado están condenados a repetirlo". Seguramente lo que no saben muchos, por no decir casi nadie, es que esa frase que tanta fortuna ha tenido es de un filósofo español, George Santayana (1863-1952). Hace tres años se cumplieron los 150 años de su nacimiento, pero la efeméride, como es habitual en estos pagos, pasó desapercibida para las instancias oficiales y académicas. Si la historia sirviera para eso, para no olvidar el pasado, ya serviría para algo.

Otro insigne historiador español, Josep Fontana (1931), en su libro La historia después del fin de la historia (Crítica, Barcelona, 1992), apela a la necesidad de recuperar las señas de identidad de una historiografía crítica que proponga aprender a pensar el pasado en términos de encrucijada (y no solo de una vía única), que incite a los historiadores a situar el presente en el centro de sus preocupaciones y que ayude a las nuevas generaciones a mantener viva la capacidad de razonar, preguntar y criticar para cambiar el presente y construir un futuro mejor. También podría servir para eso, pienso...

Y un teólogo preocupado por la Historia como Hans Küng defiende que la historia, como disciplina científica que es no debería limitarse a informar sobre lo "que sucedió en realidad" de manera imparcial y objetiva, sino a intentar interpretar el "cómo" y el "por qué" sucedió lo que sucedió. 

En el artículo citado de Julián Casanova, que constituye una pequeña reseña del libro Un manifiesto por la historia de Jo Guldi y David Armitage (Alianza, Madrid, 2016), que ya tengo pedido a la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, se aboga frente a la tiranía del presente y el corto plazo por una historiografía como visión panorámica y ciencia social crítica. En este momento de crisis acelerada, cuando nos enfrentamos a grandes problemas, hay, según estos historiadores, una escasez de “pensamiento a largo plazo”. Los políticos, dice, no miran más allá de las siguientes elecciones y la misma cortedad de miras afecta a los consejos directivos de las grandes empresas o a los líderes de las instituciones internacionales.

Hubo un tiempo, añade, en que los historiadores ofrecían relatos a gran escala, volvían la vista atrás para mirar hacia delante, influían en la política y proporcionaban orientaciones para situar la historia como hoja de ruta. Así lo hicieron, desde comienzos del siglo XX hasta sus décadas centrales, gente como R. H. Tawney, el matrimonio Beatrice y Sidney Webb, Eric J. Hobsbawm, E. P. Thompson o Fernand Braudel, el historiador que en 1958 inventó la longue durée.

Desde hace varias décadas, sin embargo, continúa diciendo, la mayoría de los historiadores comenzaron a abandonar ese largo plazo como horizonte temporal para la investigación y la escritura. El deseo de dominar los archivos y la obligación de reconstruir y analizar detalles cada vez más precisos llevó a los historiadores profesionales al “cortoplacismo”, a contraer el tiempo y el espacio en sus estudios, y cedieron la tarea de sintetizar el conocimiento, de siglos y milenios, a “autores no cualificados para ello”, especialmente a los economistas que idealizaban el libre mercado. Desapareció así la antigua finalidad de la historia de servir de guía de la vida pública. Y la longue durée, que tanto había florecido, se marchitó, salvo entre los sociólogos históricos y los investigadores de los sistemas mundiales.

Además, señala más adelante, esa concentración en escalas temporales de corto alcance dominó la formación universitaria en las Facultades de Historia. A los estudiantes se les enseñaba a estrechar el campo de estudio, y cuando los doctores se multiplicaron, atender al detalle y rastrear nuevos archivos se convirtieron en la carta de presentación para conseguir un trabajo en la profesión. El resultado fue la producción de monografías históricas de extraordinaria complejidad, que nadie leía fuera del círculo profesional, y un supremo interés por la especialización, “por saber cada vez más sobre cada vez menos”. Y mientras la historia y las humanidades permanecieron retiradas del “dominio público”, fue más fácil que la gente asumiera mitos y relatos falsos sobre el triunfo del capitalismo, soluciones simplistas a grandes problemas, ante los que pocos podían hablar con autoridad.

Pero no todo está perdido, continúa diciendo, y Guldi y Armitage vislumbran, no obstante, signos de que el largo plazo y el “gran alcance” están renaciendo, un retorno de la longue durée y de la “historia profunda”, un conocimiento del modo en que se desarrolla el pasado a lo largo de los siglos y de las orientaciones que puede proporcionarnos para nuestra supervivencia y desarrollo en el futuro. Para hacer frente a los desafíos que plantean los grandes temas de la actualidad, como el cambio climático, los sistemas de gobierno y la desi­gualdad, nuestro mundo necesita volver a la información sobre la relación entre el pasado y el futuro. Y ahí es donde la historia puede ser precisamente el árbitro.

La solución reside, señala, en superar esa pérdida de visión panorámica, devolver a la historia su misión de “ciencia social crítica”, escribir y hablar del pasado y del futuro en público, imaginar nuevas formas de relato y escritura que puedan ser leídas, comprendidas y asumidas por los profanos y fusionar lo “micro” y lo “macro”, lo mejor del trabajo de archivo con el ojo crítico para abordar el estudio a largo plazo.

Es una propuesta abierta, dice, para hacer, investigar y escribir historia en la era digital, para sacar de su complacencia “a los ciudadanos, a los responsables políticos y a los poderosos”. Una guía para quienes se preguntan para qué sirven la historia y los historiadores, para navegar por el siglo XXI.

Hay muchas posibles rutas, concluye el profesor Casanova. La que proponen Guldi y Armitage, afirma, es plantear cuestiones a largo plazo, pensar en el pasado con el objeto de ver el futuro. Explicar las raíces de las instituciones, ideas, valores y problemas actuales. Y hacerlo de tal forma que los demás lo entiendan.



'"The Canons of Lu", de Pier Francesco Guala (Monferrato, Italia)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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Entrada núm. 2919
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viernes, 14 de agosto de 2015

[Pensamiento] Religiones, iglesias y totalitarismos







Como mi padre, aunque no creo que la genética tenga nada que ver en esto, soy un ateo bonachón y escéptico, en nada beligerante con los creyentes siempre que estos respeten un pacto tácito de solo dos puntos: 1. Usted crea en lo que quiera pero déjeme a mí tranquilo con mis no-creencias; y 2. Usted crea en lo que quiera pero no pretenda imponerme ni a mí ni a nadie sus creencias.

Acabo de terminar de leer en estos días un interesante libro titulado "Ciencia y creencia. La promesa de la serpiente" (Turner, Madrid, 2015) escrito por el famoso divulgador científico y genetista británico Steve Jones (1944). Dice en la introducción del mismo (páginas 15-16 y 19): "Aunque las herramientas de la ciencia han demostrado ser poderosas, son muchas las personas que ponen en tela de juicio sus hallazgos apoyándose en sus creencias; en cambio, otros rechazan las afirmaciones basadas en la fe porque niegan la verdad o porque son imposibles de demostrar. Aun así, la actitud de los aproximadamente mil millones de agnósticos y ateos del planeta hacia las doctrinas de la mayoría creyente tienen mucho en común con las posturas de los devotos ante el testarudo universo de los hechos, pues cada parte contempla a la otra con una melzca de fascinación y repugnancia. La idea de que la simple convicción puede iluminar el mundo físico carece de interés para los biólogos, geólogos y demás científicos. Por su parte, muchos de los que se aferran al dogma tienen una actitud igual de negativa hacia la ciencia, pues rechazan lo que ven, y niegan que sirva para explicar completamente lo que les rodea. En consecuencia, muchos científicos sienten un interés furtivo por los asuntos de los fundamentalistas, mientras que los literalistas bíblicos a menudo se ven fascinados por la ciencia, aunque solo sea para denunciarla".

Tres páginas después sigue diciendo: "Por lo que atañe a lo sobrenatural, ni la ciencia ni este libro pueden decir nada. Suscribimos lo que, según se cuenta, les respondió el matemático Laplace a Napoleón cuando el emperador le preguntó por qué no había ninguna mención a la deidad en su volumen sobre mecánica celeste: "No necesito esa hipótesis". Apelar a un poder supremo no aportaba nada a su conocimiento. A pesar de ese valioso consejo, sigue diciendo, los cristianos a menudo intentan amoldar los últimos avances a sus creencias: desde el universo heliocéntrico a la teoría de la evolución, los nuevos descubrimientos se entretejen con la fe y se usan para reafirmar la propia religión (el big bang, por ejemplo, tuvo que ser desencadenado por Dios). Los argumentos teológicos de este tipo se basan en la idea de que la existencia de una causa final detrás del universo nunca pueden refutarse. A fin de cuentas, tal y como señaló Laplace, este tipo de misterios, imposibles de demostrar, solo interesan a quienes están decididos a creer en ellos".

Mucho más beligerante con la religión, y más concretamente con el cristianismo, se muestra el escritor y crítico literario español Rafael Narbona (1963) en un reciente artículo en su blog Viaje a Siracusa, titulado "¿Es el cristianismo una forma de totalitarismo?", que publicaba Revista de Libros en su último número. 

Dice en él Narbona que lo malo de ser un católico escéptico es que puedes llegar a pensar que la institucionalización del sentimiento religioso es una catástrofe para el espíritu. Ser católico se identifica hoy en día con una oposición numantina al preservativo, el matrimonio gay, el aborto y la eutanasia. No entiendo la condena moral de los métodos anticonceptivos, salvo que se atribuya a Dios un poder medieval, donde se incluye un derecho ilimitado sobre el cuerpo de los otros. Me parece grotesco reducir el cristianismo a unas posiciones tan primarias y esquemáticas. Sin embargo, no creo que esa actitud surja de una perspectiva estrictamente teológica, sino de consideraciones de naturaleza política. El control sobre el cuerpo es uno de los principios básicos del poder totalitario. El objetivo es cortar de raíz la libertad del individuo, regulando las distintas etapas de su desarrollo: concepción, nacimiento, identidad sexual, paternidad y óbito. La socialización de la sexualidad puede ser una forma de educar al instinto o una estrategia de dominación. 

El aborto, añade, plantea un espinoso dilema, pues la medicina, la biología y el derecho se enfrentan al problema de definir claramente qué es una persona o, más exactamente, cuándo puede hablarse de vida plenamente humana y no de simples células embrionarias. En las sociedades libres y democráticas se han fijado plazos para interrumpir un embarazo no deseado. Establecer analogías entre el aborto y las políticas genocidas constituye una insensatez y una grave ofensa a la verdad. No parece menos descabellado criminalizar la homosexualidad o clasificarla como una aberración. La homosexualidad es tan antigua como nuestra especie y expresa una parte de nuestra naturaleza. En cuanto a la eutanasia, el derecho a elegir una forma digna de morir, sin sufrimientos innecesarios, parece tan innegociable como la libertad de expresión. ¿Por qué la Iglesia católica se muestra tan inflexible en estas cuestiones? Su intransigencia parece inconsecuente con el mensaje evangélico, que destaca como valores esenciales el perdón, la reconciliación y la fraternidad. En el Evangelio de Juan, Jesús perdona a la adúltera, desviándose de la ley de Moisés, que ordenaba su lapidación. Su interés por la dimensión corporal del ser humano es pura biopolítica, pues expresa la voluntad de crear una sociedad que reduce al individuo a una deplorable minoría de edad. Los sacramentos (bautismo, penitencia, eucaristía, confirmación, orden sacerdotal, matrimonio y unción de enfermos) se despliegan como una gigantesca malla que contiene todos los aspectos de la vida humana. No son ritos que constituyan al hombre como persona, sino mecanismos que liquidan la autonomía de la sociedad civil.

El cristianismo, continúa, se convierte en totalitarismo cuando litiga contra las libertades y repudia derechos que se han incorporado al ordenamiento jurídico de los países más avanzados en materia de moral y costumbres, dice más adelante. De acuerdo con las palabras del teólogo Hans Küng, el Dios cristiano es «el buen Dios que se solidariza con los hombres, con sus necesidades y esperanzas. Que no pide, sino que da; que no humilla, sino que levanta; que no hiere, sino que cura. […] Dios quiere la vida, la alegría, la libertad, la paz, la salvación, la gran felicidad última del hombre, en cuanto individuo y en cuanto colectividad. […] El cristianismo es un humanismo realmente radical, capaz de integrar y asumir lo no verdadero, lo no bueno, lo no bello y lo no humano: no sólo todo lo positivo, sino también –y esto es lo que decide el valor de un humanismo– todo lo negativo, incluso el dolor, la culpa, la muerte, el absurdo».

Algunos han intentado conciliar marxismo y cristianismo, sigue diciendo, pero se trata de una combinación imposible. El marxismo no es un humanismo, pues su visión escatológica de la historia rebaja al individuo a una variable intrascendente. La utopía socialista no apunta hacia la libertad y la igualdad, sino hacia una dictadura totalitaria y burocrática con una política exterior expansiva, imperialista. Los carros blindados de la Unión Soviética paseándose por Praga reflejan la esencia del marxismo-leninismo, que no reconoce ningún derecho al enemigo de clase ni admite el pluralismo político. El humanismo revolucionario alumbró la deshumanización del hombre, con niveles de represión desconocidos desde el nazismo. El capitalismo sin rostro humano no ejerce la violencia institucional, pero no es menos deshumanizador, pues abandona a su suerte a los más débiles y vulnerables. 

Me parece una crítica del catolicismo bastante razonada y aceptable, pero echo de menos en ella un excurso más radical sobre los fundamentalismos de buena parte del cristianismo protestante, del judaísmo ortodoxo y no digamos del islamismo, al lado de los cuales el catolicismo casi parece un ágora de libertad.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt









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lunes, 22 de diciembre de 2014

¡Felices Fiestas! ¡Feliz Navidad! ¡Feliz Solsticio!









A estas alturas de la película recalcar el origen pagano de casi todas las fiestas religiosas del mundo resulta superfluo. La Navidad de los cristianos, no es otra fiesta que la milenaria celebración del Solsticio de Invierno, en el que la Luz del Día comienza su lance victorioso anual sobre las Tinieblas de la Noche...

Pero ese origen pagano no desmerece para nada la celebración de la Navidad cristiana, la Hanukkak hebrea, o la de cualquier otra religión del mundo que gire alrededor del Solsticio de Invierno. Al contrario, quizá lo que nos deja traslucir es el origen humano de todas las religiones.

Creo que nadie debería ser obligado ni inducido a abandonar la religión de sus mayores ni a tener religión alguna. Creo que los días del DOMUND católico y las conversiones forzosas deberían ser proscritos para siempre. Como dice el teólogo católico Hans Küng la paz entre las religiones es imprescindible para alcanzar la paz entre las naciones; la paz entre las naciones es imprescindible para alcanzar la paz entre los hombres.

La Ética podría ayudar a ello. Hay unas normas éticas universales que están presentes en todas las religiones y en todos los seres humanos, creyentes y no creyentes. Normas muy sencillas y claras que pueden ayudar a la consecución de esa Paz Universal por encima de razas, credos y nacionalidades: 

1. Todo ser humano tiene que ser tratado con humanidad.

2. No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti.

3. No matarás.

4. No robarás.

5. No mentirás.

6. No usarás la sexualidad indebidamente.

A todos los hombres y mujeres del mundo de buena voluntad, a todos los amigos y lectores de Desde el trópico de Cáncer: ¡Felices Fiestas! ¡Feliz Navidad! ¡Feliz Solsticio!. Que la Paz sea con ustedes.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt










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