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lunes, 7 de noviembre de 2022

[ARCHIVO DEL BLOG] El príncipe Segismundo y el castillo menguante. Una historia para niños [Publicada el 26/04/2014]







Este cuento fue el resultado de un compromiso adquirido con mi nieto mayor, en aquel entonces de 4 años recién cumplidos. Lo escribí para él y sus compañeros de 1º de Educación Infantil con ocasión de la celebración en el colegio en el que estudiaba del Día de los Abuelos. 

Hoy, cinco años después, lo reedito y se lo dedico muy especialmente a mis tres nietos y a todos los niños del mundo. Ellos son, como decía Hannah Arendt, el futuro. En cuanto nacidos, con ellos se abren todas las esperanzas del mundo y nadie puede saber lo que este va depararles ni lo que ellos pueden hacer para transformarlo. Espero y deseo que sea para bien porque el mundo ya les pertenece a ellos. Y a nosotros, los mayores, solo nos queda trasmitírselo en las mejores condiciones posible para que lo cambien, lo gocen solidariamente y lo trapasen a sus hijos y nietos. Va por y para ellos...

Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt








EL PRÍNCIPE SEGISMUNDO Y EL CASTILLO MENGUANTE
Cuento para niños de 3 a 80 años


A mis nietos Gabriel, Guillermo y Saúl


La historia que voy a contaros ocurrió hace ya mucho tiempo en un país muy muy lejano que se llamaba Magicolandia. Allí, en el centro de Magicolandia, en un castillo muy grande, casi tan grande cómo vuestro colegio y con pasadizos tan intrincados como en él, vivía el príncipe Segismundo con sus papás, el rey Baltasar y la reina Rosamunda.

Un día, los papás del príncipe Segismundo, el rey Baltasar y la reina Rosamunda, decidieron que tenían que visitar las ciudades y pueblos del reino de Magicolandia, así que mandaron a buscar al príncipe, que estaba jugando al escondite con otros niños en los patios, vericuetos, pasadizos y rincones secretos del castillo, que solo ellos conocían. 

Cuando el príncipe Segismundo se presentó, sudoroso y sin aliento, sus papás, los reyes, dejaron que descansará un rato, y luego comenzaron a hablar con él.

-Mira, Segismundo, -dijo su papá el rey-, mamá y papá tienen que salir a visitar todas las ciudades y pueblos de Magicolandia, asi que vas a quedarte solo con los abuelitos, con tus amiguitos y con los perritos y los gatitos del castillo. No maltrates a nadie, pórtate bien con todo el mundo, especialmente con los abuelitos y con los otros niños y no hagas daño a los animalitos, porque este castillo, por si no lo sabes, es un castillo mágico, y si te portas mal, aparte de que nosotros nos enteraremos, te pueden pasar cosas muy desagradables…

-No preocuparos, me portaré muy bien, contestó el príncipe Segismundo a sus papás, el rey Baltasar y la reina Rosamunda.

Y así, unos días más tarde, el rey y la reina abandonaron el castillo para ir a visitar todas las ciudades y pueblos de Magicolandia y a todas sus gentes.





El príncipe Segismundo era un niño muy bueno, aunque un poco revoltoso, así que en cuanto se marcharon su papá el rey Baltasar y su mamá la reina Rosamunda, se olvidó de la promesa que les había hecho de no portarse mal y comenzó a hacer pequeñas gamberradas, como no querer comer la comidita que sus abuelitos le preparaban cada día, quedarse jugando hasta la noche, tirar de los pelos a sus amiguitos y quitarles sus juguetes y correr detrás de los perritos y los gatitos del castillo con una escoba para pegarles.

Y así, un día, todos los niños -que hasta entonces habían sido sus amiguitos-, decidieron marcharse, y dejaron solo al príncipe Segismundo, únicamente con sus abuelito y con los perritos y los gatitos del castillo. A pesar de ello, sus abuelitos, que le querían mucho, aunque disgustados con él, seguían preparándole muy ricas comiditas.

¿Y sabéis lo qué pasó?, ¿no lo adivináis?, pues que cuando los amiguitos y amiguitas del príncipe Segismundo se marcharon del castillo esté comenzó a encogerse y hacerse más y más pequeño, y desaparecieron por arte de magia todas las torres, almenas y murallas del mismo. Y el príncipe Segismundo se quedó solito en una habitación muy pequeñita, encerrado con sus abuelitos y con los perritos y los gatitos que había en el antiguo castillo.




El príncipe Segismundo se enfadó mucho muchísimo. Gritaba, llamando a los niños y niñas que habían sido sus amiguitos, y desde la única ventana que había en la habitación les decía:

-¡Pues vale, ya no quiero jugar más con vosotros! No les necesito para nada! ¡Puedo jugar yo solo!…

Los perritos y los gatitos del castillo sí querían jugar con él, pero el príncipe Segismundo estaba tan enfadado y furioso que en lugar de jugar con ellos, los cogió y los echó a la calle por la única ventana que quedaba en la única habitación del castillo…

Pasaron así muchos días y los abuelitos del príncipe Segismundo aburridos de que éste no les obedeciera y no quisiera comerse la comidita que le preparaban cada día, enfadados, se subieron a la única ventana que quedaba en la única habitación del castillo y por ella se bajaron al jardín diciéndole:

-Te has portado muy mal, príncipe Segismundo, así que nos vamos hasta que vuelvas a portarte bien. Y se sentaron en un banco del jardín del antiguo castillo a esperar que su nietecito, el príncipe, volviera a portarse bien y comerse todas las ricas comiditas que le preparaban.

¿Y sabéis lo que pasó?, ¿no lo adivináis?, pues que la única habitación que quedaba en el castillo comenzó a encogerse y hacerse todavía más pequeña. Tan pequeñita, que el príncipe Segismundo se quedó solo en ella, de pie sobre el único ladrillito que quedaba en la habitación, encajonado, y sin poder mover ni los bracitos ni las piernitas… Y claro, estaba tan incómodo y tan estrechito, y tan sin poder moverse para nada, que comenzó a llorar…





Ya no tenía ni a los perritos ni los gatitos del castillo para jugar, ni podía jugar tampoco con sus antiguos amiguitos porque se habían ido del castillo enfadados con él, y tampoco podía comer ninguna de las ricas comiditas que le hacían sus abuelitos… Y además de llorar, ¡comenzó a tener mucha hambre!...


Y entonces, desde lo alto de la ventana de la habitación de un solo ladrillito donde estaba el príncipe Segismundo sin poder mover ni los bracitos ni las piernitas de lo apretado que estaba, comenzó a bajar por la pared una hormiguita muy muy pequeñita. 



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Y cuando la hormiguita llegó hasta donde estaba el príncipe Segismundo, le dijo enfadada:

-¡Oye, príncipe Segismundo! ¿Se puedes saber por qué estás gritando tanto? ¡No ves que no me dejas dormir!…

Y el príncipe Segismundo contestó a la hormiguita:

-¡Es qué tengo mucha hambre! ¡Y mucho miedo!…-, dijo lloriquenado.

-¿Y por qué estás solo y encerrado en esta habitación tan pequeñita que no puedes mover ni los bracitos ni las piernitas?, preguntó la hormiguita al príncipe.

Y el príncipe Segismundo, llorando y medio comiéndose los moquitos que le caían por la nariz, contestó a la hormiguita:

-¡Es qué me he portado muy mal con los perritos y los gatitos del castillo, no he querido jugar con mis amiguitos, los niños y las niñas que vivián conmigo, y no he querido comerme las ricas comiditas que me preparaban mis abuelitos…

-¡Claro, dijo la hormiguita al príncipe Segismundo, -te has portado tan mal, que el castillo mágico se ha ido encogiendo hasta quedarse en un solo ladrillito...

-Pues tú verás, príncipe Segismundo, como lo arreglas-, le dijo la hormiguita. -Yo que tú, continúo la hormiguita, llamaba de nuevo a los perritos y los gatitos del castillo, a los niños y niñas que eran tus amiguitos y a tus abuelitos que te preparaban ricas comiditas y les pedía perdón, le dijo al príncipe.

Y el príncipe Segismundo, arrepentido de lo mal que se había portado con los perritos y los gatitos del castillo, con sus amiguitos y amiguitas con los que siempre había jugado al escondite, y sobre todo con sus abuelitos, se asomó como pudo a la ventanita de la única habitación tan pequeñita que solo tenía un ladrillito y comenzó a gritar:





-¡Oíganme, por favor. Me he portado muy mal con ustedes y quiero pedirles perdón. No volveré a perseguirles con una escoba por los pasillos del castillo, ni tampoco les tiraré de los pelos ni les quitaré sus juguetes, y me comeré todas las ricas comiditas que me preparéis!… Eso es lo que gritaba el príncipe Segismundo desde la única ventanita, de la única habitación que quedaba del castillo…

¿Y sabéis lo que pasó?, ¿no lo adivináis?…, ¡pues que cuando oyeron los gritos del príncipe Segismundo pidiéndoles perdón, los perritos y los gatitos que habían habitado en el castillo volvieron hasta la ventana y dando un salto muy grande entraron en la habitación del príncipe y comenzaron a lamerle las manitas y mover sus rabitos de lo alegres que estaban, y la habitación entonces, como por arte de magia, comenzó a crecer y crecer y a hacerse más y más grande!…

Y el príncipe Segismundo se puso a jugar con ellos. Y entonces, comenzaron a volver los niños y las niñas que habían sido sus amiguitos, y el príncipe les abrazó, les pidió perdón y se pusieron todos juntos a jugar…


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Y según iban volviendo los niños y las niñas el castillo se iba haciendo más y más grande… Y también volvieron sus abuelitos…, y comenzaron a aparecer habitaciones y más habitaciones, y se levantaban las murallas y las torres del castillo, como por arte de magia…

Fue entonces cuando se oyeron muchos tambores y trompetas, y el príncipe Segismundo subió a la torre más alta del castillo y vio, allá a lo lejos, que volvían de su viaje su papá el rey Baltasar y su mamá la reina Rosamunda. Y los abuelitos prepararon una gran comida para él y para sus papás y para todos los niños y niñas del castillo, y para todos los perritos y los gatitos de Magicolandia. ¡Ah, y también para la pequeña hormiguita y toda su familia!… Y todos se pusieron a cantar y a gritar de contento porque el castillo mágico estaba como nuevo…

Y el príncipe Segismundo nunca más persiguió a los gatitos y perritos con una escoba por los pasillos del castillo, ni tiró de los pelos a sus amiguitos y amiguitas, ni les quitó sus juguetes ni dejó de comerse las ricas comiditas que le preparaban sus abuelitos y su mamá la reina Rosamunda…

¿Y sabéis lo que pasó?, ¿no os lo imagináis?…, pues que fueron todos felices, comieron muchas perdices..., ¡y a mí me dieron con un plato en las narices!… Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.


F I N







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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri

miércoles, 22 de julio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] La democracia, según Popper. Publicada el 20 de mayo de 2010




El filósofo Karl Popper



Sobre Karl Popper (1902-1994), filósofo y sociólogo político británico de origen austríaco, he escrito en ocasiones anteriores en este blog. Especialmente de una de sus obras principales: "La sociedad abierta y sus enemigos" (Paidós, Barcelona, 2006). Escrita en 1945 durante su forzado exilio en Nueva Zelanda, trata en ella, como más tarde lo hará la también filósofa y teórica de la política norteamericana de origen alemán, Hannah Arendt, sobre los orígenes de los totalitarismos que asolaron el siglo XX: especialmente el comunismo y el nacional-socialismo.

Para el profesor José Sánchez-Alarcos, comentarista de la obra de Popper, la tesis central de "La  sociedad abierta y sus enemigos" es la de que el origen de los totalitarismos radica en la superstición de ciertas ideologías que parten de dos falsedades relacionadas: primero, que la historia se mueve en una dirección de acuerdo con leyes naturales y, segundo, que ellos, los ideólogos, conocen esa dirección. A partir de esas certezas, basadas en el determinismo histórico, se construye la utopía: dotados de esa tremenda información, se edifica un mundo maravilloso en el que los seres humanos serán felices porque el modelo de sociedad se adapta milimétricamente al sentido natural de la historia. Obviamente, quien se oponga a la construcción de esa sociedad perfecta, una sociedad cerrada que remite a la tribu, puede ser considerado un canalla y debe ser extirpado invocando razones morales, como ha sucedido en todos los Estados totalitarios.

Enemigo declarado de las utopías políticas, y por ende, de las ideas expuestas en la "República", de Platón, primer gran modelo utópico de Occidente cuya influencia, dice el profesor Sánchez-Alarcos, aún perdura, Popper manifiesta su certeza de que la salvaguarda de la libertad y del progreso están precisamente en sociedades abiertas en las que las personas deciden con sus acciones el curso de la historia, porque ni hay sociedades perfectas ni, por lo tanto, un camino ideal para alcanzar lo que solo existe en la imaginación de unos pensadores trasnochados.

De Popper escribía también hace unos días en el diario La Vanguardia, el periodista y columnista político Luís Foix, en un interesante artículo titulado Hereu se despeña que pueden leer en el enlace anterior, en el que comenta el estruendoso fracaso de la consulta popular promovida por el consistorio barcelonés, llamando a los ciudadanos a decidir sobre las posibles opciones para remodelar la Vía Diagonal de la capital catalana, en el que augura el fín de la hegemonía socialista en el Ayuntamiento de Barcelona a causa del patinazo político de su alcalde, con una cita de Popper que dice que "la democracia no consiste en designar gobiernos sino en echarlos".

No puedo estar sino en completo acuerdo con Foix, y por supuesto con Popper, de quien recuerdo otra frase de la que no puedo precisar la fuente, que venía a decir que en las sociedades democráticas consolidadas, los ciudadanos, cuando ejercen su derecho de voto, no pretenden tanto elegir a un determinado gobierno, como impedir que lleguen a él (al gobierno) otros.

Nunca discuto ni pongo en cuestión lo que votan mis conciudadanos. Me podrá gustar más, gustar menos o no gustar nada, pero es su derecho y su decisión, y eso es lo fundamental para mí, pero les aseguro que viendo y oyendo a las señoras Cospedal y Saénz de Santamaría, o a los señores Aznar, Arenas, Montoro, Trillo o Rajoy, yo tengo clarísimo por quién voy a votar, aunque sea tapándome la nariz... HArendt





La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 6 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Utopía




 
Dibujo de Eduardo Estrada para El País

Seamos realistas, pensemos lo imposible: Si miramos a nuestro alrededor, -comenta en el A vuelapluma de hoy [Seamos realistas, pensemos lo imposible. El País, 26/6/20] la filósofa Joke J. Hermsen, es posible ver brotes de perspectivas esperanzadas. Oímos voces que proclaman la necesidad de comprometernos en la construcción de un mundo más justo y sostenible.

"Después de un largo periodo de espera, preocupación y encierro en casa, -comienza diciendo Hermsen- ha llegado el momento de preparar nuestra vuelta al mundo público de los colegios, las oficinas, los restaurantes y los servicios públicos. ¿Pero cómo vamos a regresar a la sociedad? ¿Retomamos el hilo y seguimos adelante con nuestras vidas como si no hubiera ocurrido nada? ¿O acaso el periodo de confinamiento nos ha inspirado para reflexionar sobre el mundo y darnos cuenta de que es necesario cambiar si queremos salvar nuestro planeta para las generaciones futuras?

La crisis de la covid-19 nos ha vuelto a muchos más conscientes de las cosas que han salido mal durante los últimos decenios de políticas neoliberales en Occidente: las desigualdades económicas, el cambio climático, la falta de solidaridad, el fracaso de nuestros servicios públicos y la injusticia social, entre otras. Probablemente, muchos aspiramos a un mundo mejor, más sostenible y más justo. La pregunta, por tanto, es cómo vamos a cambiar esas cosas y vamos a hacer realidad un mundo mejor, sin volver a caer en los modelos de explotación irresponsable, agotamiento de los recursos y rentabilidad económica solo para unos pocos.

Distintos filósofos de diversas tradiciones han demostrado que una de las condiciones para poder cambiar es el poder de la esperanza. Antes de emprender ninguna iniciativa transformadora, tenemos que “aprender otra vez a tener esperanza”, como dijo el filósofo judío Ernst Bloch (1885-1977) en la introducción de su famoso libro El principio esperanza. Las primeras frases podrían haberse escrito hoy, y no hace 70 años: “¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Qué esperamos? Muchos se sienten confusos. El suelo tiembla, y no saben por qué ni de qué. [...]Se trata de aprender otra vez a tener esperanza. La esperanza, superior al miedo, no es pasiva ni está encerrada en la nada. La emoción de la esperanza da amplitud a las personas, en lugar de encerrarlas”.

Aprender otra vez a tener esperanza significa, ante todo, superar nuestros sentimientos de impotencia, frustración y miedo. Esta difícil tarea solo puede llevarse a cabo gracias a nuestras aptitudes sociales para conectar con otros y nuestras aptitudes creativas para pensar de forma imaginativa. Aprender otra vez a tener esperanza significa tratar de concebir el mundo como si todavía no existiera. Es la exploración y el desarrollo de visiones utópicas de un mundo más justo y sostenible, en el significado griego original de la palabra outopos: un lugar inexistente, pero mejor. Las visiones y las ideas esperanzadas y utópicas no solo nos ayudan a criticar el statu quo actual de la sociedad occidental y descubrir sus defectos, sino también a imaginar un mundo en el que se destruya menos la biosfera y haya menos injusticias socioeconómicas.

Tenemos que “ser realistas y pensar lo imposible”, como escribió Bloch. Esta es otra definición de esperanza. Pensar lo imposible —o lo que aún no es realidad—, además de ser un requisito para el cambio, justifica nuestra naturaleza humana. Nuestra capacidad de hablar, pensar y crear nos convierte en “un sustrato de posibilidades”. Podemos imaginar lo que nosotros, y el mundo, podríamos ser, y esa perspectiva es precisamente lo que nos da esperanza.

Como seres humanos estamos anclados en el tiempo; podemos reflexionar sobre el pasado y podemos soñar sobre el futuro. El futuro todavía es desconocido, es aún una mera posibilidad. Por eso, Bloch puede escribir: “El tiempo es esperanza”. Debemos tomar en serio nuestro “estar en el tiempo” y nuestra capacidad de esperar e imaginar para poder ser fieles a nuestra humanidad.

Antes de volver a salir al mundo, tenemos que ser muy conscientes de este fundamento de esperanza en el que se apoya toda vida humana. No es el momento de abusar del cinismo, el escepticismo y la ironía. Seguramente asomarán más adelante y nos convertirán en objeto de humor, pero, por ahora, debemos aprender de nuevo a tener esperanza para poder transformarnos.

También debemos ser más conscientes de nuestro estar en el tiempo. En la sociedad capitalista occidental hemos vivido bajo una enorme presión temporal; en el último siglo, el tiempo se ha vuelto, cada vez más, un criterio exclusivamente económico. Como nos pagan en función de las horas que trabajamos, el tiempo se ha convertido en dinero. Los beneficios aumentan si se hace el mismo trabajo en menos horas; el tiempo se ha vuelto escaso y estamos en una dinámica acelerada que muchas veces nos causa cansancio y estrés crónicos. Esta fatiga no es buena. No solo nos enferma y nos deprime, sino que pone en peligro nuestra capacidad de imaginar y esperar.

Cuando el tiempo se convirtió en dinero se vinculó casi por completo al verbo “tener”; dejó de pertenecernos a nosotros y al verbo “ser”, ya no “éramos en el tiempo”. Esta reducción del tiempo al modelo económico y cronológico nos distanció de nosotros mismos, de nuestro trabajo, de los demás y del mundo, como señalaron Rosa Luxemburgo y Hannah Arendt. Debemos comprender que no solo “tenemos” y medimos el tiempo, sino que también “somos” y experimentamos el tiempo. El tiempo del reloj económico no es más que una perspectiva abstracta y artificial que, bajo las leyes del capitalismo, ha ensombrecido casi cualquier otra experiencia del tiempo.

Si el tiempo es esperanza, como dice Bloch, solo puede emanar de nuestro estar en el tiempo, y no de los principios alienantes del tiempo económico. Debemos volver a prestar atención a esta experiencia interior del tiempo, que se presenta cuando estamos descansando, pensando, soñando despiertos, meditando, caminando, leyendo o pintando. Muchas personas han experimentado este “tiempo interior” sin querer durante el confinamiento, si es que no estaban esforzándose sin parar en hospitales y otros servicios públicos. Los que hemos tenido que quedarnos en casa hemos perdido el hilo del tiempo económico y, tras una primera fase de malestar y angustia, quizá hemos experimentado ya ese otro tiempo que Bloch llamaba “la captura de la eternidad en el momento”. La esperanza surge de ese “momento”, que señala el principio de cualquier cambio o creación.

Si miramos con cuidado a nuestro alrededor, es posible que veamos ya estos brotes de perspectivas esperanzadas. Oímos cada vez más voces que proclaman en voz alta la necesidad de un mundo sostenible y vemos nuevas iniciativas democráticas en países como Bélgica, Irlanda y Dinamarca, con consejos cívicos en los que la gente se involucra más y se compromete con el mundo sociopolítico. Oímos protestas más sonoras contra las injusticias fiscales que favorecen a las multinacionales y al puñado de supermillonarios que dirigen el mundo, leemos con más seriedad las propuestas de una renta básica, vemos a grupos locales que organizan huertos comunitarios y fuentes de energía sostenible en sus pueblos o en sus barrios.

La esperanza ciega la razón, dirán quizá algunos políticos. Por supuesto, a veces. Pero vivir sin esperanza significa vivir sin imaginación ni compasión, que es no vivir en absoluto. Verdaderamente no tenemos más remedio. Si queremos salvar nuestro planeta y mantener nuestro mundo humano, debemos empezar a esperar e imaginar un mundo mejor ya. Oscar Wilde tenía razón cuando escribió: "Un mapa del mundo que no incluya Utopía no merece ni que se le eche un vistazo, porque deja fuera el único país en el que la humanidad siempre acaba desembarcando".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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domingo, 31 de mayo de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Hannah Arendt sigue pensando




Hannah Arendt, 1966. Universidad de Chicago


El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.

La filósofa alemana, escribe en el Especial dominical de hoy la politóloga Máriam Martínez-Bascuñán [Hannah Arendt sigue pensando. Babelia, 30/5/2020] reflexionó  sobre muchos de los temas que nos siguen preocupando: el peligro de las emociones en política, la confusión entre hechos y opiniones, la crisis de la cultura o el totalitarismo, y su obra vive, ahora mismo, un auténtico 'boom' editorial.

"Decía Isak Dinesen -comienza diciendo Martínez Bascuñán- que se puede soportar todo el dolor si lo convertimos en una historia. Algo parecido podría afirmarse de la inclasificable Hannah Arendt y su fecunda relación con la teoría política, un campo del saber que revindicó con ahínco y que le sirvió para sobrellevar todas las crisis políticas y personales de los amargos tiempos que le tocó vivir. Hoy, como entonces, el vocabulario que empleó para pensar y narrar el mundo, sus reflexiones y esa escritura tan bella, tan suya, nos ayudan a interpretar lo que nos ocurre, aunque solo sea como simples enanos mirando el mundo a hombros de gigantes. Ella, desde luego, lo fue, y siempre es una maravillosa sorpresa descubrir que, tras una obra brillante, hay también una vida que irradia luz. Fue así, curiosamente, como ella misma describió a sus referentes en Hombres en tiempos de oscuridad: Isak Dinesen, la apasionada autora de Memorias de África, para quien relatar historias era “dejar que se vayan” y animaba a “repetir la vida en la imaginación”; Walter Benjamin, aquel “hombrecito jorobado” de poético pensamiento; o su maestro Karl Jaspers, cuya vida consagrada a la Humanität hizo que la luz de lo público terminara por “modelar toda su persona”.

Fue así como Arendt miró y describió a sus contemporáneos, con la misma empatía y honestidad intelectual con las que trató de contemplar y analizar las turbulencias políticas del siglo XX. Quien quiera encontrar en ella un pensamiento sistemático, un corpus teórico ordenado y coherente, es mejor que no acuda a sus escritos. La originalidad de Arendt radica precisamente en que sus libros escapan a cualquier clasificación. Cada uno obedece a un propósito y un tema diferentes, y en ellos disecciona conceptos con la precisión de un cirujano y la belleza de quien sabe que el lenguaje es un preciado tesoro, escapando de cualquier tentación de encerrar su pensamiento en un sistema, incluso de ofrecer una línea argumental que sirva de “barandilla” o “pasamanos”, como ella misma decía, para construirnos un refugio tranquilizador donde todo nos encaje. Muy al contrario, describió la actividad de pensar como entendió su propia vida, como un riesgo y desde una inspiración profundamente socrática, comprendida como un ejercicio que sacude y expulsa rutinas, que nos obliga a tejer y destejer constantemente nuestros pensamientos.

Arendt encaró los temas más complejos con el coraje y la prudencia del pensador que los mira de frente y los analiza desde la distancia y con el filtro de la reflexión. En sus obras, subrayó la importancia del juicio político como esa manera concreta que adopta el pensar en el mundo de la política, y habló también de nuestra responsabilidad, de la radicalidad del mal y su banalización, del totalitarismo como argamasa homogeneizadora de sujetos atomizados, de la actividad del pensar y la artificialidad y evanescencia de la esfera pública, y de esa “brillante luz de la presencia constante de los otros”. No se arrugó ante ningún tema: la verdad y la mentira en política, el poder como acción concertada y su opuesto, la atracción por la violencia. Son solo algunos ejemplos de todo lo que Arendt se atrevió a pensar de forma genuina, controvertida e incisiva, siempre con voz propia: la única manera de pensar. Por eso no es casual que hoy sus palabras nos interpelen con tanta fuerza. Su poder está en su peculiar manera de abordar los grandes temas, de sacar a la luz sus muchos y paradójicos aspectos, de enlazar sutilmente conceptos y atreverse a hacer todas las preguntas.

Durante los últimos años, nos hemos visto obligados a tornar la mirada hacia Los orígenes del totalitarismo, donde disecciona las claves que explican esa extraña lealtad consustancial a los movimientos de masas que hoy buscan los populistas de toda ralea. El ejemplo paradigmático es, por supuesto, Trump, y aquellas escalofriantes palabras que pronunció en Iowa en la campaña de 2016: “Podría estar en medio de la Quinta Avenida y disparar a alguien, y no perdería votantes”. Este seguidismo acrítico estaba relacionado con esa idea que él supo activar en sus votantes y que Arendt describía en su obra magna: formaban parte de algo más grande que una fuerza política convencional; integraban un movimiento. Muchos de los fenómenos que describen esta era de la posverdad fueron explicados y desarrollados por Arendt al hablarnos de la adhesión inquebrantable a los nuevos demagogos de su tiempo. Superviviente de una época más convulsa que la actual, Arendt supo ver cómo tales movimientos presentan siempre sistemas de significado alternativos perfectamente coherentes, donde lo que convence a sus integrantes no son los hechos (“ni siquiera los hechos inventados”, nos dice) sino la consistencia aparente de aquello a lo que sentimos pertenecer. Aparece ya aquí la insoportable carga emocional con la que hoy nos adherimos a nuestra tribu.

La autora de Verdad y política nos ayudó también a diferenciar entre verdades factuales y opiniones, advirtiéndonos que “la libertad de opinión es una farsa si no se garantiza la información objetiva y no se aceptan los hechos mismos”. De estas observaciones se destila la inmensa importancia que Arendt concedió a la esfera pública, ese espacio que permite la existencia de un “mundo común” y su inevitable conexión con la pluralidad de opiniones y la libertad humana. Porque solo con la discusión “humanizamos aquello que está sucediendo en el mundo y en nosotros mismos, por el mero hecho de hablar sobre ello; y mientras lo hacemos, aprendemos a ser humanos”. Nos alertaba Arendt del riesgo de colmar ese espacio de una única verdad, pues cualquier verdad “termina necesariamente el movimiento del pensamiento”. Así, pluralidad y libertad van en ella siempre de la mano, conectadas con la esfera pública desde su republicanismo, en ese espacio de aparición que posibilita la autonomía personal y política precisamente allí donde conviven voces disidentes, impulsando una discusión auténtica, capaz de generar un “mundo común”. Pero es la información objetiva la que garantiza que nos podamos pronunciar sobre algo con un anclaje en lo real, huyendo de realidades paralelas o de la tentación de trasladar a lo público meras inquietudes privadas. Las opiniones solo pueden formarse a condición de que existan esa información objetiva y una discusión auténticamente plural y abierta; de lo contrario, habrá “estados de ánimo, pero no opiniones”. Resulta inevitable pensar en la actual quiebra del espacio público derivada del absurdo poder de las redes, de su potestad para expulsar a las voces disidentes y colmar el debate de mera emocionalidad.

La reivindicación de la pura facticidad no le hizo eludir las preguntas políticas sobre cómo los hechos del pasado afectaban al presente, pero también al futuro. Su motivación, su impulso político estuvieron caracterizados por lo que ella misma denominó “amor del mundo”, por nuestra responsabilidad para con su cuidado. Por eso necesitamos a Arendt, porque construye a partir de la esperanza, convirtiéndola en categoría política. Hoy, cuando parece que todos los males residen en el futuro, Arendt nos recuerda que, mientras haya nuevas vidas, siempre existirá la posibilidad de “un nuevo comienzo”, porque “cada recién llegado” tiene la capacidad de “hacer algo nuevo”, la facultad de hacer y mantener nuevas promesas que permitan construir “islas de seguridad”. Dichas promesas son los pactos sobre los que se erigen las instituciones, el marco de referencia que permiten desarrollar el juego de nuestra vida en común. Sin ellas, no hay juego ni estabilidad posibles, pero tampoco, curiosamente, pluralidad, acción o movimiento. La ausencia de certezas no nos libera de la responsabilidad de cuidar el mundo que compartimos. Ese es el legado de Hannah Arendt. Quizá no sea un mal punto de partida".

Estas son algunas de las lecturas sobre, y de Hannah Arendt, recomendadas por Babelia. Las he leído todas, pero si me permiten una recomendación personal, comiencen por las dos espléndidas biografías, complementarias, de Elizabeth Young-Bruehl y de Laura Adler, y luego, por Eichman en Jerusalén, y a partir de ahí, todas las demás. Disfruten de la selección de Babelia: Hannah Arendt. Una biografía. Elisabeth Young-Bruehl. Paidós; Hannah Arendt. Laure Adler. Ariel; Eichman en Jerusalén. Hannah Arendt. Lumen/Debolsillo; Los orígenes del totalitarismo. Hannah Arendt. Alianza; La condición humana. Hannah Arendt. Austral; La vida del espíritu. Hannah Arendt. Paidós; Sobre la revolución. Hannah Arendt. Alianza; Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política. Hannah Arendt. Austral; Ensayos de comprensión. Hannah Arendt. Página indómita; Crisis de la República. Hannah Arendt. Trotta; Tiempos presentes. Hannah Arendt . Gedisa; Hombres en tiempos de oscuridad. Hannah Arendt. Gedisa; Diario filosófico. Hannah Arendt. Herder; Poemas. Hannah Arendt. Herder.



La profesora Máriam Martínez-Bascuñán



La reproducción de artículos firmados en este blog por otras personas no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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domingo, 19 de enero de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Ideas de nación



Dibujo de Sr. García para El País


La premisa de que la nación es “natural” y anterior al Estado, comenta el historiador Enrique Moradiellos en el Especial de este domingo, es falsa; la historia ha demostrado hasta qué grado la mística nacional, como divinidad laica, podía generar guerras viles.

"Nación” es un vocablo político de fines del siglo XVIII derivado del participio latino de nascor (nacer), que tenía en origen el sentido biológico de “lugar o linaje de nacimiento”. En la Edad Media fue usado con sentido antropológico para denotar grupos idiomáticos afines (las nationes de estudiantes en las universidades). Con la Ilustración, cobró sentido político designando poblaciones heterogéneas (ni familias, ni etnias) articuladas por un Estado labrado por un proceso bélico (la identidad propia forjada contra la alteridad ajena: nosotros versus ellos).

Esa “comunidad imaginada” de una población identificada como “nación” devino el sujeto supremo de acción política como garante de la legitimidad del Estado y depositario de la soberanía popular. Así surgió la nación “política” en la Revolución Francesa de 1789 como construcción voluntaria asumida por los ciudadanos. El nacionalismo cívico gestado en torno al Estado francés ahora constitucionalizado dotaba de sentido de pertenencia (el individuo atomizado era parte de un grupo “natural”) y era fuente de legitimidad estatal (la patria: objeto de afecto como el de un hijo a su madre).

Apenas constituida esa idea francesa de “nación”, en las tierras de habla alemana fue forjándose otra idea similar en formato, pero no en contenido. En plenas guerras napoleónicas, allí cristalizó el nacionalismo étnico, a tenor del cual la “nación” era un ser “cultural”, orgánico y ajeno al capricho de la voluntad del individuo, puesto que este era solo un eslabón en la cadena colectiva de las generaciones “nacionales”. Superaba así la dificultad de fundar la nación alemana sobre un precedente estatal o religioso unificado porque no había tal que pudiera servir de catalizador de la conciencia “alemana”. Pero sí cabía recurrir a la identidad idiomática sobre la fusión de dialectos germánicos en un nuevo “alemán” tallado contra el francés.

Desde entonces, ambas ideas de “nación” fueron cruciales para la constitución de movimientos nacionalistas que iban a dominar la escena contemporánea, todos inspirados por la máxima: “A cada nación un Estado; a cada Estado, una nación”. Unos movimientos que apelaban a esa entidad “natural” previa y superior a cualquier Estado vulnerador de sus derechos (ya por absorción de la nación en otro “artificio” estatal —caso de Irlanda—; ya por fragmentación de la nación —caso de Alemania).

El proceso de construcción de naciones recurrió según las circunstancias a varios criterios catalizadores de la dinámica identitaria: 1) el lenguaje que une a hablantes diferentes; 2) el territorio conocido desde siempre; 3) la libre voluntad de individuos o pueblos; 4) La etnia-raza de pertenencia visible; 5) la religión distinta del vecino; 6) La “cultura” en sentido etnográfico. Y pronto se apreció que la aplicación de cada criterio creaba problemas de armonización porque cada uno había sufrido su evolución diferente y no eran esencias intemporales.

Por ejemplo, en 1800, el alemán normalizado era desconocido por la inmensa mayoría de una población analfabeta que seguía hablando variantes dialectales. Y en ese año ya había nacionalismos que eludían la unidad idiomática en favor de la soberanía del territorio o el compromiso con formas políticas liberales: los Estados Unidos de América se habían independizado en una guerra contra Gran Bretaña usando el mismo idioma que sus enemigos y parientes por mera ascendencia migratoria.

La historia posterior muestra procesos de nacionalización que lograron completar su programa. También ofrece ejemplos de procesos iniciados, pero truncados, algunos en crisis permanente y muchos apenas esbozados. Demostración de que la premisa de que la nación es “natural” y anterior al Estado es falsa: no es una familia crecida, ni un clan de familias emparentadas, ni la institucionalización de tribus con ascendencia común.

Las ideas de nación y los nacionalismos fueron consecuencia de la crisis del Antiguo Régimen y del periodo revolucionario abierto con la independencia de los EE UU en 1776 y apenas cerrado con el final de las guerras napoleónicas en 1815. Disuelto en el fragor de la revolución y de la guerra el viejo orden dinástico, fronterizo y estamental, su reemplazo por la igualdad civil y la soberanía popular encontró su epicentro en la “nación”. Los hombres pasaron a ser iguales como hijos de la patria y el Estado se convirtió en la articulación institucional de esa hermandad de ciudadanos. O desearon y lucharon para que pasaran ambas cosas. La nación devino instancia suprema de mediación entre el individuo y la colectividad. Y a ella se accedía por voluntad (nación política: querer ser) o por fuerza (nación cultural: ser).

La construcción de las naciones tuvo lugar en la intersección de esos procesos que abrieron la vía a la contemporaneidad: transformaciones demográficas (crecimiento de población, aumento de longevidad media), cambios sociales (expansión de ciudades, paso de estamentos a clases), alteraciones políticas (Estados representativos, ciudadanía), transformaciones económicas (revolución industrial, expansión comercial) y convulsiones culturales (secularización, alfabetización).

Las ideas de nación respondían a la necesidad de conformar un sentido de comunidad para poblaciones heterogéneas, pero agrupadas por grandes cambios históricos, que demandaban mecanismos de integración simbólicos y operativos para mantener su cohesión como sociedades. La nación subió al altar como divinidad laica y el nacionalismo devino la nueva religión secular que dotaba de legitimidad al Estado y de sujeto activo a la soberanía. Y la patria podría exigir su tributo de muerte sacrificial: el honor de “entregar la sangre que corre por nuestras venas por la patria que sufre”. Con su corolario: el dispuesto a morir por la patria también está dispuesto a matar por ella, preferentemente.

La historia posterior reveló hasta qué grado la mística nacional podía generar guerras viles. Porque la construcción de naciones no sería un proceso pacífico. Superado 1945, Hannah Arendt negaba que la “deificación del Estado” fuera causa de las recientes convulsiones porque había sido la nación la usurpadora “del lugar tradicional de Dios”. Y subrayaba la diferencia entre ambos conceptos eclipsada por el embrujo del nacionalismo hasta la hecatombe de las Guerras Mundiales. Convendría recordar su mensaje: “El Estado, lejos de ser idéntico a la nación, es el protector supremo de una ley que garantiza al hombre sus derechos como hombre, sus derechos como ciudadano y sus derechos como nacional. (…) De estos derechos, solo los derechos del hombre y del ciudadano son derechos primarios, mientras que los derechos de los nacionales se derivan de y están implicados en aquellos. (…) Después de todo, ser francés, español o inglés no es un medio de llegar a ser hombre, es un modo de ser hombre”.

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




El profesor Enrique Moradiellos



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jueves, 19 de diciembre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] El arte de lo posible. (Publicada el 18 de mayo de 2009)





Se dice de la política que es "el arte de lo posible". Quizá sea mejor así. Los deseos de cambiar por la fuerza la naturaleza del mundo y de quienes lo hemos ido habitando en oleadas sucesivas, los intentos de convertir en realidades lo que no son mas que utopías, no han traído para los hombres nada más que sangre, muerte y lágrimas. El ejemplo más clásico el de "La República", (Círculo de Lectores, Barcelona, 1994), del ateniense Platón, en el siglo IV a.C.

Dos experimentos sociales llevados a cabo en el pasado siglo, dos intentos de transformar por la fuerza la naturaleza propia del ser humano, comunismo y nazismo, acabaron en inmensas tragedias. Ambas eran doctrinas totalitarias; ambas pretendieron cambiar el hombre y el mundo, y sus injusticias, de raíz; ambas provocaron la muerte de millones de seres inocentes; ambas fracasaron. Hannah Arendt las estudió muy bien en uno de sus más originales libros: "Los orígenes del totalitarismo", (Alianza, Madrid, 1987). Pero lo han intentado desde el principio de la historia.

En las democracias modernas también hay "lados oscuros". La "razón de Estado" es uno de ellos. El "Diccionario de Política", (Siglo XXI, Madrid, 1994), dirigido por Norberto BobbioNicola Matteucci y Gianfranco Pasquino, le dedica nada menos que 11 páginas a dos columnas de diminuta y apretadísima letra. Su punto de partida, podemos leer en él, se encuentra en los umbrales de la edad moderna y está representado por la intuición genial e iluminadora de Maquiavelo ("El príncipe", Temas de Hoy, Madrid, 1994), a través de la cual empieza a surgir en sus términos más generales el concepto de "razón de Estado", aunque todavía no su precisa formulación verbal. Otro de esos "lados oscuros", es, o fue, el de la "obediencia debida", desmantelada tras la II Guerra Mundial por los Tribunales de Nuremberg (1945-1949), el Derecho Internacional y las Naciones Unidas (Declaración de 9 de diciembre de 1975).

Quizá por eso, a pesar de aceptar y compartir que la política sea el arte de lo posible, me produce cierta decepción la decisión del presidente Obama de no perseguir judicialmente a los responsables de las torturas de Guantánamo y Abu Ghraib. Mi confianza en su ya mítico e ilusionante lema de campaña: "Yes, we can", permanece intacta, pero esta -quiero suponer difícil decisión para él- representa para mí la primera rayadura en ella.

El escritor y crítico literario argentino Alberto Manguel, comenta la decisión de Obama en su artículo de hoy en El País: "La crueldad de Dante", y la pone en relación con uno de los Cantos (Infierno: XXXII, 72-123) de su "Comedia" (Barcelona, Seix Barral, 1973), con una cita del escritor británico G. K. Chesterton, muy bien traída a colación. Lo pueden leer en el enlace anterior. Espero que les resulte interesante. HArendt



Representación ilustrada del Infierno de Dante


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