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lunes, 21 de octubre de 2019

[TEORÍA POLÍTICA] El escarmiento del Brexit



Dibujo de Nicolás Aznarez para El País


"Para los europeos continentales, -escribe el economista y politólogo Josep M. Colomer-, la unión de Europa fue un triunfo de la paz, la democracia y las oportunidades económicas. En cambio, para el Reino Unido, la tardía entrada en la Comunidad Europea en 1973 cuando su imperio estaba en disolución y la economía rezagada, “fue una derrota: un destino al que se había resistido, una necesidad aceptada a regañadientes, el último recurso de una antigua gran potencia, nunca un compromiso extático o triunfante con la construcción de Europa”, como analizó el historiador Hugo Young.

Por un lado, el Reino Unido realizó contribuciones sustanciales a la Unión Europea con su fuerza militar, su presencia en el Consejo de Seguridad de la ONU y el G-7, su enfoque liberal de los intercambios de mercado y la provisión del inglés como una lengua franca.

Por otro lado, a medida que la Unión Europea se reforzaba, los sucesivos Gobiernos británicos jugaron al gallina y se resistieron a una mayor integración. Quisieron reducir su contribución financiera a la UE. Quedaron excluidos del acuerdo de Schengen para la libre circulación a través de las fronteras. No adoptaron el euro. Y no aceptaron la prevalencia del Tribunal Europeo de Justicia sobre la legislación nacional de algunos derechos fundamentales. Cada demanda fue presentada bajo la amenaza de un veto a nuevas decisiones. Y en la mayoría de los asuntos, la UE, sintiendo que tenía mucho que perder, concedió y frenó.

Los desafíos aumentaron con la gran recesión iniciada en 2008. Poco después, llegó una oleada de trabajadores inmigrantes de Europa oriental cuya libertad de movimiento se acababa de implantar. Aumentó la tensión, varias formas de nacionalismo inglés revivieron y resurgió la nostalgia del Imperio.

El guía del trayecto posterior fue el primer ministro David Cameron, a quien el presidente de la Comisión Europea Jean-Claude Juncker calificaría como “uno de los grandes destructores de los tiempos modernos”. Para entonces, la UE estaba más integrada y tenía más que perder con nuevas fórmulas especiales. En sus negociaciones con Bruselas, Cameron pudo confirmar que el Reino Unido permanecería fuera del euro y no estaba comprometido con una mayor unión económica y monetaria o integración política. Pero en el tema principal de la inmigración de Europa oriental, la UE no aceptó eliminar la “libertad de movimiento” de las personas; la única modesta concesión fue un límite temporal para que los trabajadores recién llegados tuvieran acceso a beneficios no contributivos del trabajo. Algunos funcionarios de la UE han calificado las demandas de los negociadores británicos como “pasteleo”, por su deseo de “comer y querer guardar el pastel” de un Brexit que permitiera tanto el acceso continuado al mercado único como el fin de la libre circulación de personas. Los gobernantes de la UE tomaron la firme decisión de evitar que se creara un ejemplo para posibles salidas de otros países, y ya no frenaron.

Las campañas de los secesionistas en el referéndum se centraron en eslóganes como “Recuperar el control”, “Queremos que nos devuelvan nuestro país” y “Cree en Gran Bretaña”, que reflejaban el sueño de regresar a la época imperial. Como complemento, mensajes chovinistas antiinmigrantes y reclamos sin fundamento sobre la contribución financiera británica a la UE.

Mediante el recurso a un referéndum para discernir “la voluntad del pueblo”, los representantes políticos habían tratado de eludir su deber de abordar un tema complicado. Legalmente, el referéndum fue consultivo, no vinculante, como corresponde a la democracia parlamentaria. Pero las clases política y parlante británicas, que navegan a la deriva en un viaje inexplorado, han demostrado un impulso instintivo de cumplir con las “reglas son reglas” incluso cuando tales reglas no existen.

El Gobierno británico podría haber hecho lo mismo que el Ejecutivo griego un año antes: descartar la aplicación del resultado de un referéndum no vinculante para el Grexit y buscar un nuevo acuerdo con la UE. Todo podría haber sido diferente porque en el referéndum del Brexit, la opción de permanecer en la UE obtuvo solo el 48% de los votos, pero inicialmente estaba apoyada por el 75% de los miembros del Parlamento “soberano”, incluido el 54% de los conservadores.

El proceso posterior ha provocado una de las peores crisis políticas y constitucionales del Reino Unido en varios siglos. El resultado de un experimento irresponsable con la democracia directa ha triturado la democracia parlamentaria representativa. Los británicos ya no tienen su imperio y se alejan de los mecanismos multinivel del imperio Europeo que favorecen amplios consensos pluralistas. En su aislamiento, la ineficiencia del restrictivo sistema político británico ha aparecido en escena con todo su esplendor.

En los debates de la Cámara de los Comunes ha habido, de hecho, al menos tres alternativas: Brexit con algún acuerdo con la UE, Brexit sin acuerdo y permanecer. Además, algunas posiciones maximalistas rechazan cualquier acuerdo, por todo lo cual la formación de una mayoría ha resultado inviable. El Gobierno y el Parlamento han perdido el control del proceso. Las protestas en la calle han proliferado.

Para la Unión Europea, el Brexit ha sido una ocasión excepcional para aprender y dar una lección. O ni siquiera un país como el Reino Unido puede irse, o la salida tendrá graves consecuencias y los británicos se estrellarán. La UE ha ganado el juego del gallina; ha sobrevivido sin más salidas, ha aumentado su cohesión y continúa adelante. Según el juego, esta vez son los británicos los que deberían frenar. Pero el sistema político e institucional en crisis ha sido incapaz de producir una decisión y parar. Como en la clásica película que popularizó el peligroso juego del gallina, el Reino Unido puede precipitarse por el despeñadero.

Las consecuencias políticas más perjudiciales se percibirán a largo plazo. El constitucionalista Vernon Bogdanor ha sostenido con contundencia que la entrada en la CE en 1973 “derogó la soberanía del Parlamento”. Otras reformas han ido “creando gradualmente una nueva Constitución, la constitución de un Estado multinacional”. Entre ellas, la devolución a Escocia y Gales, el acuerdo con la República de Irlanda sobre Irlanda del Norte, y el referéndum vinculante sobre la independencia de Escocia que implicaba el reconocimiento de su derecho a la autodeterminación. Además, la creación de un Tribunal Supremo no basado en la Cámara de los Lores ha introducido la revisión judicial de actos legislativos y ejecutivos. Bogdanor subraya que el sistema político posterior al Brexit será muy diferente del anterior a la entrada en la CE y pronostica como poco probable una restauración de la soberanía del Parlamento. “La soberanía es como la virginidad”, dice. “Una vez perdida, nunca se puede recuperar”.



Jacques-Louis David (1787)


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domingo, 15 de septiembre de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Fábulas del exilio


Dibujo de Enrique Flores para El País


No siempre lo peor es cierto con nuestro país. El exilio de los liberales españoles en Londres entre 1820 y 1830 está lleno de momentos de reconciliación que sirven de fundamento del revestimiento afectivo que la España contemporánea necesita, afirma el escritor Ignacio Peyró.

Hacia 1820 y 1830, los españoles exiliados en Londres quizá fueran gentes —como observa Galiano— “erradas por lo común en las doctrinas”, pero al menos se encontraban “puros del ruin delito de la corrupción” y “en situación de honrosa indigencia”. Sus ideas liberales en nada parecían chocar con la pervivencia de esa moral hidalga: Pecchio confirma que cada uno de ellos lucía su pobreza como un triunfo, en tanto que Carlyle los describe paseando su “condición trágica” con la dignidad de “leones númidas enjaulados”. Dos siglos después, se hace difícil pasar por Euston Square sin dedicar un pensamiento a aquellos “españoles desdichados” que tuvieron que acogerse “a cielos tan distintos a los suyos”.

No es de extrañar que fuera otro exiliado —el republicano Llorens— quien estudiara con más ahínco la peripecia de estos transterrados: desde que El Cid tomase el camino del destierro, hay quien ha querido ver el éxodo como un designio entre nosotros, como una maldición propiamente española. Pareciera que siempre unos españoles les han sobrado o sido incómodos a otros españoles y —de alumbrados a jesuitas— muchos de los nuestros han tenido que dormir con la maleta de cartón bajo la cama. Sería España como “gran madrastra”. Y aun cuando pareciera hablar por esas “heridas mal cerradas del corazón del desterrado”, Blanco-White ya convertirá el dolor en un primer barrunto de fatalismo hispánico. Cuesta leerlo: “España es incurable”.

Irónicamente, los primeros que creerían en esos determinismos de la historia de España no iban a ser los españoles, sino tantos viajeros foráneos que comenzaron, a partir de ese mismo primer tercio del XIX, a imaginar España como “un país de anomalías”. De ahí en adelante, el tópico hispánico va a adquirir una consistencia que sobrepasa el gesto folclórico y tendrá mucho de condescendencia ajena y complejo de inferioridad cultural propio. Ahí están los lugares comunes de la “España indolente”, el “mañana, mañana” o la descripción de una vida nacional “entregada a la conversación, la siesta, el paseo, la música y la danza”, como escribe Ford. Reforzados de generación en generación, estos tópicos han vivido hasta hoy en la proyección exterior de España y también se han hecho sentir a la hora de mirarnos nosotros mismos al espejo. En ocasiones, parecemos habernos convencido de que tenemos la patente de todo un elenco de defectos: además de los citados, podríamos añadir el descrédito de la inteligencia o la pulsión por posar con nuestro mejor cainismo en todo lo que va de Goya a Picasso.

Los viajeros foráneos no iban a cambiar mucho de un siglo a otro: si Ford se había quejado —¡antes de 1850!— de que en España apenas hubiera ya monjes ni mantillas, todo un Orwell aprecia, en Lleida y Barbastro, “una especie de eco lejano de la España que mora en la imaginación de todos”, en un pack que incluye “rebaños de cabras, mazmorras de la Inquisición” y, por supuesto, “mujeres con mantilla negra”. Pero si los viajeros cambiaron poco, los exiliados españoles, en el espacio de un siglo, tampoco iban a cambiar más que de liberales a republicanos. Sus mismos sentimientos iban a ser muy similares, quizá porque “en la vida del desterrado alternan y se mezclan las penas con las ilusiones” sin importar la época. Y si “la malaventurada España” causa penar entre los Torenos y los Rivas del XIX en Euston Square, en el siglo XX y en Temple, Luis Cernuda consignará que España es “sólo un nombre”, que “España ha muerto”. Al lado del reproche o del insulto, sin embargo, vamos a encontrar el rescoldo de un amor que no se extingue. Y el poeta no puede menos que rendirse al evocar una geografía embellecida —ennoblecida— por Galdós: “El nombre de ciudad, de barrio o pueblo, / por todo el español espacio soleado”, desde el “Portillo de Gilimón o Sal si Puedes” hasta “Cádiz, Toledo, Aranjuez, Gerona”. La sobriedad de ese amor nos emociona hoy tanto como emocionó a un poeta que tenía menos razón de amor hacia el país que cualquiera de nosotros. Será que, para Cernuda y todos los exiliados, España iba a ser algo más que una prisión o un pasaporte: iba a ser también una raíz, una trama de complicidades, un trabajo de la imaginación capaz de representar la noción de comunidad y de pertenencia.

Quizá por eso, aun cuando los exilios londinenses tuvieran sus “odios acerbos”, las vivencias de nuestros exiliados no dejan de escribir ante nosotros uno de los retratos a la vez más amables y emotivos de nuestro país: el formado por las solidaridades de unos españoles para con otros. La bonhomía con que un cura asturiano, hermano de Riego, reparte chorizos “legítimos extremeños” para confortar a los enfermos. La soltura con que la UGT podía organizar los bailes y el Opus Dei convocar las misas de las muchachas que, pasados los años cincuenta, se iban a Londres a trabajar. La naturalidad con que todos dieron en llamar, a aquel arbolillo de sus reuniones en Somers Town, “el árbol de Guernica”. Y es hermoso y justo que en la España de nuestro último exilio prendiera pronto algún presagio de concordia, porque una de las acepciones más dulces de España es la de los españoles expatriados. Eso ocurre hoy como ha venido ocurriendo siempre. Pero tiene sus momentos insignes: la paz, la piedad y el perdón con que Salazar Chapela, republicano, dedica a Panero, franquista, su Perico en Londres, recién rescatado ahora.

Si la España enfrentada fue real, no menos real ha sido —es— esa España reconciliada, como bien sabemos aquellos que nacimos entre la UCD y Felipe. Y la España de los exilios ha podido convertirse en un país de encuentros, en todo lo que va de la expulsión de los judíos a conceder la nacionalidad a los sefarditas. La lápida restaurada de Arturo Barea y la tumba sin lápida de Chaves Nogales constituyen, cada una, un reproche a su manera, pero ambos han recibido su homenaje por parte de nuestras instituciones en el Reino Unido durante este 80º aniversario del exilio. Y es doloroso pensar que un huido, el protestante Antonio del Corro, fuera uno de los pioneros de la enseñanza del español, pero consuela saber que, a muy pocos metros de donde él lo enseñaba, hoy da sus clases el extraordinario personal del Instituto Cervantes. Sí: si la España contemporánea necesita un revestimiento afectivo, no faltan momentos para fundar una épica de la reconciliación —con el extra de que, desde la igualdad entre españoles a nuestra apertura al mundo, es una épica, por así decirlo, avalada por la estadística—. Véase que nosotros, que llegamos a publicitar el Spain is different, hemos podido celebrar cómo hispanistas y estudiosos ya no nos tratan como “una víctima del sur” sino, en palabras de Raymond Carr, como “un país normal”. Cierto viajero continental, allá por el XIX, habló de la imposibilidad física del ferrocarril en España, al tiempo que se preguntaba quién haría el trabajo, toda vez que los españoles “odian siquiera la idea de moverse”. Bien: por esos caminos de bandoleros hoy acelera el AVE. Las ventas que olían a ajo se han reconvertido en restaurantes con estrella. Y aquí en Londres, si hay un español por Euston no es porque sea un exiliado: es porque va a trabajar a una gran empresa nuestra. No, no siempre lo peor es cierto con España.



Bosque de laurisilva. La Gomera, Islas Canarias



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jueves, 16 de mayo de 2019

[HISTORIA] Las miserias del Imperio (británico)





La manera en que la elitista clase política británica está afrontando el Brexit es un buen ejemplo de la improvisación y arrogancia con que afronta los problemas internacionales. Ya lo hizo antes, escribía hace unas semanas el  ensayista y novelista indio Pankaj Mishra. 

Al describir la desastrosa manera que tuvo Gran Bretaña de salir de su imperio indio en 1947, el novelista Paul Scott escribió que los británicos “llegaron al final de sí mismos tal como eran”, es decir, al final de la elevada imagen que tenían de sí mismos. Scott fue uno de los sorprendidos por lo apresurada e implacablemente que los británicos, después de gobernar India durante más de un siglo, la condenaron a la fragmentación y la anarquía, por cómo Louis Mountbatten, certeramente calificado por el historiador de derechas Andrew Roberts como un “embaucador mentiroso e intelectualmente limitado”, dirigió como último virrey el destino de 400 millones de personas.

La ruptura de Gran Bretaña con la Unión Europea está siendo otra muestra de abandono moral de sus gobernantes. Los partidarios del Brexit, en busca de la ilusa idea de recuperar el poder y la autosuficiencia de la era imperial, llevan dos años poniendo repetidamente de manifiesto su soberbia, su obcecación y su ineptitud. Theresa May, inicialmente partidaria de la permanencia, ha estado a la altura de su terquedad y su arrogancia al imponer un calendario imposible de dos años y fijar unas líneas rojas que han saboteado las negociaciones con Bruselas y han condenado su acuerdo a un rechazo categórico y bipartidista en el Parlamento.

Puede que este tipo de comportamiento egocéntrico y destructor de la clase dirigente británica asombre a muchos, pero ya quedó patente hace 70 años, cuando Reino Unido salió precipitadamente de India.

Mountbatten, apodado el “maestro de los desastres” en los círculos navales británicos, era miembro representativo del pequeño grupo de británicos de clase media y alta del que salieron los señores imperiales de Asia y África. Pésimamente capacitados para sus inmensas responsabilidades, el poderío imperial de Gran Bretaña les permitió cometer error tras error en todo el mundo. Desde luego, esos eternos colegiales tienen un “peso totalmente desproporcionado” y están sobrerrepresentados en el Partido Conservador. Y hoy han sumido el país en su peor crisis y han dejado al descubierto a su incestuosa y egoísta clase dirigente.

Desde David Cameron, que se jugó temerariamente el futuro de su país en un referéndum para aislar a unos cuantos protestones de su partido, hasta el oportunista de Boris Johnson, que se subió al tren del Brexit para asegurarse el puesto de primer ministro ocupado en otro tiempo por su adorado Winston Churchill, pasando por el extravagante y anticuado Jacob Rees-Mogg, con su sombrero de copa, cuya firma de gestión de fondos estableció una oficina en la UE al tiempo que la criticaba con vehemencia, la clase política británica ha ofrecido al mundo un desfile increíble de embaucadores mentirosos e intelectualmente limitados.

En realidad, para los que invocan la historia de Gran Bretaña, es más ajustado decir que la partición ha llegado a sus propias puertas. Irónicamente, las fronteras impuestas en 1921 a Irlanda, la primera colonia de Inglaterra, han acabado siendo el mayor obstáculo para los defensores del Brexit en busca de la virilidad imperial. Y la propia Gran Bretaña afronta la perspectiva de una partición si se materializa la salida. El hecho de que los partidarios de marcharse no se dieran cuenta de lo volátil que era la cuestión irlandesa y despreciaran el problema escocés da idea de su perspicacia política. Irlanda se dividió para asegurar que los colonos protestantes fueran más numerosos que los nativos católicos en una parte del país. La división provocó décadas de violencia y costó miles de vidas. Se reparó en parte en 1998, cuando el acuerdo de paz eliminó la necesidad de controles aduaneros y de seguridad en la línea de partición impuesta por los británicos. Era evidente que el restablecimiento de un régimen de aduanas e inmigración en la única frontera terrestre de Gran Bretaña con la UE iba a encontrarse con una resistencia violenta. Pero el bando del Brexit, que se ha dado cuenta tarde de esa siniestra posibilidad, ha intentado negarla. Los políticos y los periodistas en Irlanda están lógicamente espantados por la agresiva ignorancia de los ingleses partidarios del Brexit. Los hombres de negocios de todas partes están indignados por su frívolo desdén hacia las consecuencias económicas de las nuevas fronteras. Pero nada puede sorprender a cualquiera que conozca la intolerable despreocupación con la que la clase dirigente británica trazó fronteras en Asia y África y luego condenó a los pueblos a uno y otro lado a sufrimientos sin fin.

La maligna incompetencia de los partidarios del Brexit tuvo su preludio calcado durante la salida británica de India en 1947, sobre todo por la falta de preparativos para hacerla ordenadamente. Se encargó a un abogado británico llamado Cyril Radcliffe que trazara las nuevas fronteras de un país que nunca había visitado. Con solo cinco semanas para inventar la geografía política de una India flanqueada por unas alas oriental y occidental llamadas Pakistán, Radcliffe no fue a ver ningún pueblo, aldea, río ni bosque junto a las fronteras que pensaba delimitar. Sentenció a millones de personas a la muerte o la desolación y, de paso, obtuvo el máximo título de nobleza. Murieron hasta un millón de personas: una carnicería que supera cualquier profecía apocalíptica sobre el Brexit.

En retrospectiva, Mountbatten tenía incluso menos motivos que May para acelerar la salida y crear unos problemas eternos e irresolubles. Pocos meses después del desastre de la partición, India y Pakistán estaban librando una guerra por el territorio en disputa de Cachemira. Pero Mountbatten era menos obstinado que Winston Churchill, cuyo nombre pone firmes hoy a muchos partidarios del Brexit. Churchill, un imperialista fanático, se esforzó más que ningún otro político británico en impedir la independencia de India y, como primer ministro entre 1940 y 1945, contribuyó a ponerla en peligro. Obsesionado por la idea racista de la superioridad de los angloamericanos, en 1943 se negó a ayudar a los indios en plena hambruna porque “se reproducían como conejos”.

Los numerosos crímenes de los presuntuosos aventureros del imperio fueron posibles gracias al enorme poder geopolítico de Gran Bretaña y quedaron ocultos por su prestigio cultural. Por eso ha podido sobrevivir hasta hace poco la imagen de valiente, sabia y benevolente que cultivaba la élite británica sobre sí misma, a pesar de las pruebas históricas condenatorias sobre esos maestros del desastre, desde Chipre hasta Malasia y desde Palestina hasta Sudáfrica. Las humillaciones en las aventuras neoimperialistas en el extranjero y la calamidad del Brexit en casa han revelado cruelmente el farol de los que Hannah Arendt llamó “los locos quijotescos del imperialismo”. Ahora que la partición llama a su propia puerta, amenaza con un baño de sangre en Irlanda y con la secesión en Escocia, ahora que se avecina el caos de un Brexit sin acuerdo, son los británicos normales y corrientes los que van a padecer las heridas incurables de la salida que las torpes camarillas infligieron en otro tiempo a millones de asiáticos y africanos. Puede que aún le esperen al país más ironías históricas y desagradables en el peligroso camino hasta el Brexit. Pero podemos decir sin temor a equivocarnos que la clase dirigente británica, tanto tiempo mimada, ha llegado al final de sí misma tal como era.



Dibujo de Eva Vázquez para El País


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miércoles, 15 de marzo de 2017

[Política internacional] Gibraltar en el candelero



Naciones Unida, Nueva York


Ya he expresado en ocasiones anteriores mi opinión sobre el contencioso que enfrenta a España y Gran Bretaña sobre Gibraltar, opinión que se resume en pocas palabras: la existencia de Gibraltar, !una "colonia" en suelo europeo!, es a estas alturas un anacronismo histórico, jurídico y político que debería estar resuelto hace mucho tiempo. Con una premisa básica: que en cualquier caso quede acreditada y se respete la voluntad de sus habitantes y que se realice con el acuerdo expreso y firme de España y Gran Bretaña, no solo de una o dos de las tres partes en litigio. ¿Soluciones posibles (o deseables)?: la independencia pura y simple; la integración en España como Comunidad Autónoma; la integración en Gran Bretaña; o un Estatuto Especial como Estado independiente en la Unión Europea bajo la cosoberanía compartida de las Coronas española y británica. Pero como también digo siempre (o casi siempre) mi opinión al respecto es irrelevante.

Para Gibraltar, decía en un reciente artículo en El País la profesora Paz Andrés Sáenz de Santa María, catedrática de Derecho Internacional Público de la Universidad de Oviedo, el Brexit ha sido una pésima noticia. Jurídicamente, añade, no hay duda de que una vez materializada la salida de Reino Unido España recupera la facultad reconocida por el artículo X del Tratado de Utrecht de controlar e incluso de cerrar el paso por la verja, que permanecía inaplicable tras la adhesión de España a la Unión Europea como consecuencia de la obligación de garantizar la libre circulación de personas, servicios y capitales. Por otra parte, los expertos ya han advertido de las restricciones que España podría imponer sobre la residencia, propiedades, negocios y ejercicio profesional de los gibraltareños en España y, más en general, de las repercusiones negativas para Gibraltar de la pérdida del estatuto especial. Los documentos publicados por el Gobierno británico antes del referéndum reconocían estos problemas y el apoyo a la permanencia expresado en la consulta por el 95,1 % de los gibraltareños certifica que son conscientes de las consecuencias.

El compromiso de Reino Unido con Gibraltar, dice más adelante, reiterado en múltiples ocasiones antes y después del Brexit mediante el conocido mantra de que ese Estado nunca celebrará acuerdos por los que la población de Gibraltar quede bajo la soberanía de otro Estado ni participará en negociaciones de soberanía con las que Gibraltar no esté conforme, tendrá valor político para consumo interno pero no puede eliminar esta realidad. Tampoco pueden hacerlo los vanos intentos de formar con Escocia un frente común para conseguir la permanencia en la Unión, dada la condición singular de Gibraltar como territorio no autónomo, ni la también vana evocación del caso de Groenlandia, pues es justamente el inverso de lo que Gibraltar pretende. Nada de esto vale para obviar los poderes de control que se derivan del derecho de la UE para cada Estado miembro en relación con las sucesivas fases del proceso de retirada, desde la definición de las orientaciones de negociación por parte del Consejo Europeo, pasando por la adopción del texto del tratado de retirada y hasta la ratificación del mismo. España puede hacer uso de estas facultades para controlar la regulación del régimen de Gibraltar, lo que es plenamente coherente con la característica de controversia bilateral reconocida siempre por las instituciones europeas y, desde luego, con la legítima defensa de nuestros intereses. El presidente Rajoy ya ha dicho en Malta que Gibraltar se irá de la Unión Europea y no se aplicará el acervo comunitario en el mismo instante en que se vaya el Reino Unido.

La reciente propuesta española de soberanía conjunta, señala, abre una nueva perspectiva. Su contenido se articula alrededor de cuatro ejes: un estatuto personal para los habitantes del Peñón que les permita acceder a la nacionalidad española sin renunciar a la británica; un régimen de autonomía; el mantenimiento de un régimen fiscal particular siempre que sea compatible con el derecho de la Unión y el desmantelamiento de la verja. España y Reino Unido ostentarían conjuntamente las competencias en materia de defensa, relaciones exteriores, control de fronteras, inmigración y asilo. Al presentarla ante la Cuarta Comisión de la Asamblea General, el representante de España destacó las ventajas de esta solución para conjurar las consecuencias del Brexit sobre Gibraltar, pues la economía del territorio seguiría beneficiándose del acceso al mercado interior, manteniéndose las libertades de circulación.

Cuando David Cameron, comenta, obtuvo de los jefes de Estado y de Gobierno la decisión relativa a un nuevo régimen para Reino Unido, dijo que había conseguido lo mejor de los dos mundos, aunque los ciudadanos británicos no supieron apreciarlo. Tras el Brexit, la propuesta de soberanía conjunta ofrece a Gibraltar la versión particular de lo mejor de los dos mundos. Su ministro principal, que ya se ha precipitado a rechazarla, tendría que explicar a la población por qué prefiere salir de la Unión en vez de permanecer en ella sin tener que renunciar a nada, por qué desprecia un estatuto personal privilegiado, por qué no quiere superar de este modo una situación colonial anacrónica y por qué no quiere fortalecer las sinergias económicas con el Campo de Gibraltar, por el que a veces aparenta interesarse. Escudarse en el referéndum de 2002 en el que se rechazó la fórmula de la cosoberanía negociada por Piqué y Straw no parece suficiente, dado el cambio que supone el Brexit.

Si la incorporación del Reino Unido a las Comunidades Europeas cambió radicalmente la economía de Gibraltar, dice, la retirada de ese Estado puede tener consecuencias muy negativas para el territorio. Ni la ingeniería jurídica ni las dramáticas apelaciones a su europeísmo serán suficientes para conjurar los riesgos ciertos a los que se enfrenta. No por casualidad, el Libro Blanco que acaba de presentar la primera ministra se limita a asegurar que el gobierno británico seguirá involucrando a Gibraltar en sus foros de trabajo, se comprometerá con sus intereses cuando comiencen las negociaciones y reforzará los vínculos entre ellos mismos.

La puesta en práctica de la salida de Reino Unido de la UE llevará tiempo pero acabará llegando, concluye diciendo. Y la población de Gibraltar se topará con la cruda realidad de ser un territorio no autónomo de un tercer Estado, con todos los inconvenientes y ninguna de las ventajas actuales. En El arte de la prudencia, Baltasar Gracián contrapone a los que no se dan cuenta de la verdad ni de la utilidad, preocupados por contradecir y luchar, frente a los que están de parte de la razón y no de la pasión. Gibraltar va a tener que valorar pronto cuál de las dos posturas conviene más a sus intereses. Espero que acierten.




Gibraltar, al fondo. La Línea de la Concepción, España, en primer plano



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jueves, 10 de diciembre de 2015

[A vuelapluma] La ausencia del presidente: "Honi soit qui mal y pense"




Caricatura de Mariano Rajoy


Que se avergüence quien haya pensado mal... La frase que da título a esta entrada de hoy fue pronunciada por el rey Eduardo III de Inglaterra a mediados del siglo XIV con ocasión de un lance cortesano que se hizo célebre. Y no creo que nuestro ínclito presidente del gobierno, don Mariano Rajoy, tenga la menor idea de su origen; o quizá sí, pero tengo dudas razonables sobre ello. 

La verdad es que por esas asociaciones de ideas de las que escribo a menudo, pensé en ella a raíz de la clamorosa y vergonzante estampida de nuestro presidente en todos los debates electorales a cuatro que se están dando en esta campaña electoral y de los sesudos análisis que, unos y otros, están haciendo sobre las razones profundas de su inexplicable y antidemocrática actitud. En todo caso, y perdónenme lo soez de la expresión, me la trae floja lo que haga o deje de hacer en la campaña electoral don Mariano Rajoy, así que aclarado el asunto, y ya que la frase original fue pronunciada en el antiguo dialecto normando-francés, voy a referirme a la destacada influencia francesa (pues fueron normandos, no los autóctonos sajones, los fundadores del Reino de Inglaterra) en algunas tradiciones británicas.

Tres ejemplos. ¿Sabían ustedes que el lema del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, que figura en su escudo de armas nacional dice Dieu et mon droit (Dios y mi derecho), así, escrito en francés? El nuestro, el de España, está en latín, y ya saben, dice eso de: Plus Ultra, es decir, Más allá, que fue el lema personal del rey Carlos I. 

¿Sabían ustedes que también se escribe en francés la fórmula mediante la cual los reyes de Gran Bretaña e Irlanda del Norte sancionan y promulgan las leyes: La Reine le veult, la Reina lo quiere? En nuestro país la fórmula de sanción legal es un poco más larga y formal: Yo, Felipe VI, Rey de España, a todos los que la presente vieren y entendieren. Sabed: que las Cortes Generales han aprobado y Yo vengo en sancionar la siguiente Ley. 

Y tercero, ¿sabían ustedes que el panteón real inglés en el que descansan Enrique II, Ricardo Corazón de León o Leonor de Aquitania, y algunos otros reyes ingleses está en suelo francés; concretamente en la Abadía de Fontevrault, cerca de Chinon, en Anjou?, ¿no?, bueno, pues ya saben otra cosa más.

Pero me he ido por las ramas, como siempre, porque lo que yo quería, aprovechando la excusa de la tocata y fuga de nuestro presidente de los debates electorales, era contar la historia del lance que que dio origen a la frase Honi soit qui mal y pense, y con ella al nacimiento de la Orden de la Jarretera, una de las más preciadas condecoraciones de la monarquía británica. Aunque la del Toisón de Oro de la monarquía española la gane por goleada. Dicho sin animus iniuriandi, que conste.

Cuenta la leyenda que una noche en que el rey Eduardo III de Inglaterra estaba bailando con la condesa de Salisbury en una gran fiesta de la corte, hacia el año 1344, la dama perdió su jarretera (liga), y aunque nunca se ha sabido si la caída de la liga fue voluntaria o accidental, el rey, apercibido del incidente, acudió presuroso y galante a recogerla y devolvérsela a su propietaria. Fue entonces que Eduardo se dio cuenta de que la gente de su alrededor estaba sonriendo y murmurando, así que, con toda la razón del mundo, parece que exclamó airado en normando-francés: Honi soit qui mal y pense, que en román paladino quiere decir: Que se avergüence quien haya pensado mal, y colocándose la media sobre su propio muslo, añadió que haría la pequeña jarretera azul tan gloriosa que todos querrían poseerla. Y con tal fin creó el rey la Orden de la Jarretera, cuyo símbolo es una jarretera azul oscuro, de borde dorado en la que aparecen las palabras pronunciadas por el rey. Hermosa historia, ¿no les parece?

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El lema de la Orden de la Jarretera en el castillo de Windsor




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jueves, 5 de septiembre de 2013

El contencioso sobre Gibraltar




El Peñón de Gibraltar



Ya he expresado en ocasiones anteriores mi opinión sobre el contencioso que enfrenta a España y Gran Bretaña sobre Gibraltar, que se resume en pocas palabras: la existencia de Gibraltar, !una "colonia" en suelo europeo!, es a estas alturas un anacronismo histórico, jurídico y político que debería estar resuelto hace mucho tiempo. Con una premisa básica, que quede acreditada y se respete la voluntad de sus habitantes, y que se realice con el acuerdo expreso y firme de España, Gran Bretaña y los gibraltareños. ¿Soluciones posibles (o deseables)?: la independencia pura y simple; la integración en España como Comunidad Autónoma; la integración en Gran Bretaña; o un Estatuto Especial como Estado independiente en la Unión Europea bajo la soberanía compartida de las coronas española y británica. Pero como también digo siempre (o casi siempre) mi opinión al respecto es irrelevante.

El "Real Instituto Elcano", una fundación privada independiente de la administración pública y de las empresas que ayudan a su financiación, constituida como foro de análisis y discusión sobre la actualidad y las relaciones internacionales de España, acaba de hacer público un informe: "Dossier sobre Gibraltar", que incluye una docena de colaboraciones de destacados especialistas en la materia, así como documentación jurídica e histórica, exhaustiva, sobre este asunto, desde todos los enfoques, puntos de vista, perspectivas y aspectos posibles. Merece la pena su consulta, se lo aseguro.

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt





Un enfrentamiento absurdo e innecesario





Entrada núm. 1959
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)