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martes, 23 de junio de 2020

[ARCHIVO DE BLOG] Teodicea. Publicada el 24 de febrero de 2010



Pantocrator de la iglesia de San Clemente de Tahull (Cataluña)



Teodicea: Hermosa palabra tomada de las griegas "θεός" (dios) y "δίκη" (justicia), para pretender fundamentar la teología, la ciencia sobre Dios, sobre principios racionales. Con sinceridad, y sin ánimos de polemizar, no entiendo que tienen que ver la teología con la razón. Me parecen esferas incompatibles por naturaleza. Líneas paralelas que jamás llegarán a cruzarse por mucho que lo intentemos. No niego el profundo alivio y esperanza que la religión puede proporcionar. Pero una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa.

Sobre la existencia de Dios, dice el intelectual norteamericano de origen judeo-francés George Steiner, Premio Príncipe de Asturias (2001) de Comunicación y Humanidades,  en su autobiografía "Errata. El examen de una vida" (Siruela, Madrid, 1999), que hasta un ateo, como el pensador británico Bertrand Russell, Premio Nobel de Literatura (1950) y autor de un polémico libro titulado "Por qué no soy cristiano" (Edhasa, Barcelona, 1995), consideraba con asombro como impecables desde un punto de vista lógico las llamadas pruebas ontológicas formuladas por San Anselmo de Canterbury (1033-1119). Por el contrario, el gran filósofo alemán Emmanuel Kant, también citado por Steiner, definía las prueba de la razón con respecto a Dios como un callejón sin salida: "Qué sería Dios -dice- si Su Ser pudiera ser circunscrito, demostrado por la dialéctica y el raciocinio humanos?". Volveré más adelante sobre Steiner, cuyo libro leí por vez primera hace diez años y he vuelto a releer con especial fruición en estos días.

También terminé de releer ayer "César o nada", de Pío Baroja, escrita en 1910. Es la primera de las novelas de su célebre trilogía "Las ciudades" (Alianza, Madrid,1982), en la que se erige como protagonista un joven español, César Moncada, profundamente antiliberal pero de ideas progresistas, sobrino de un influyente cardenal de la Curia romana, que viaja a Roma en busca de relaciones y amistades que le permitan desarrollar una carrera política en España. La novela transcurre en los primeros años del pasado siglo, y está plagada de demoledoras críticas por parte del protagonista a la Iglesia Católica, y sobre todo a su jerarquía, reflejo del anticlericalismo de buena parte de los intelectuales españoles de la época. ¿Una anticipación por parte del autor de lo que poco más tarde sería definido como fascismo? Durante mi paso por la Facultad de Geografía e Historia de la UNED, a mí me sirvió como argumento para un trabajo de curso titulado: "Génesis del protofascismo español en la novela "César o nada", de Pío Baroja". La verdad es que me quedó muy bien, aunque no resulte elegante decirlo, pero no recuerdo la nota que le pusieron en la Facultad.

No me resisto a reproducir la escena que relata la visita a César, en el hotel romano en el que se hospeda, de un fraile enviado por su tío, el cardenal: "Al día siguiente, César estaba acabando de vestirse, cuando le avisó el mozo que un señor le esperaba.

-¿Quién es? -preguntó César.

-Es un fraile.

Salió César al salón, y se encontró con un fraile alto y mal encarado, de nariz rojiza y hábito raído.

César recordaba haberle visto, pero no sabía dónde.

-¿Qué se le ofrece a usted? -preguntó César.

-Vengo de parte de su eminencia el cardenal Fort. Necesito hablar con usted.

-Podemos pasar al comedor. Estaremos solos.

-Sería mejor que habláramos en su cuarto.

-No. Aquí no hay nadie. Además, tengo que desayunar. ¿Quiere usted acompañarme?

-¡Gracias! -dijo el fraile.

César recordó haber visto aquella cara en el palacio Altemps. Era, sin duda, uno de los familiares que estaban con el abate Preciozi.

Vino el mozo a traer el desayuno de César.

-Usted dirá -dijo César al eclesiástico, mientras llenaba su taza.

El fraile esperó a que se fuera el criado, y luego, con voz dura, dijo:

-Su eminencia el Cardenal me ha enviado con la orden de que no vuelva usted a presentarse en ninguna parte dando su nombre.

-¿Cómo? ¿Qué quiere decir eso? -preguntó César con calma.

-Quiere decir que su eminencia se ha enterado de sus intrigas y maquinaciones.

-¿Intrigas? ¿Qué intrigas son ésas?

-Usted lo sabrá. Y su eminencia le prohíbe seguir por ese camino.

-¿Qué me prohíbe a mí hacer visitas su eminencia? ¿Y por qué?

-Porque toma usted su nombre para presentarse en ciertos sitios.

-No es verdad.

-Usted ha dicho donde ha ido que es sobrino del cardenal Fort.

-¿Y no lo soy? -preguntó César después de tomar un sorbo de café.

-Es que usted se quiere valer de su parentesco, no se sabe con qué fines.

-¿Que yo me quiero valer del parentesco con el cardenal Fort? ¿Y por qué no?

-¿Lo confiesa usted?

-Sí, lo confieso. La gente es tan imbécil, que cree que tener un cardenal en la familia es un honor; yo me aprovecho de esta idea estúpida, aunque no la comparto, porque para mí un cardenal es sólo un objeto de curiosidad de museo arqueológico...

César se detuvo, porque la fisonomía del fraile se ensombrecía. En el crepúsculo de su cara pálida, su nariz parecía una cometa que indicase un calamidad pública.

-¡Desgraciado! -murmuró el fraile-. No sabe usted lo que dice. Está blasfemando. Está usted ofendiendo a Dios.

-¿Pero de veras cree usted que Dios tiene alguna relación con mi tío? -preguntó César atendiendo más al pan tostado que a su interlocutor.

Y luego añadió:

-La verdad es que sería una extravagancia por parte de Dios.

El fraile miraba a César con ojos terribles. Aquellos ojos grises, debajo de las cejas largas, negras y cerdosas, fulguraban.

-¡Desgraciado! -volvió a repetir el fraile-. Debería usted tener más respeto con aquello que es superior a usted.

César se levantó.

-Me está usted molestando e impidiéndome tomar el café -dijo con finura, y tocó el timbre.

-¿Tenga usted cuidado! -exclamó el fraile, agarrando del brazo a César con violencia.

-No vuelva usted a tocarme -dijo César. desasiéndose violentamente, con la cara pálida y los ojos brillantes-, porque tengo aquí un revolver de cinco tiros, y tendré el gusto de disparárselos uno a uno, tomando por blanco ese faro que lleva usted en la nariz.

-Dispare usted, si se atreve.

Afortunadamente, al ruido del timbre había entrado el mozo.

-¿Quiere algo el señor? -preguntó.

-Sí que le acompañe usted a la puerta a este eclesiástico, y que le diga usted de paso que no vuelva más por aquí.

Días después. César supo que en el palacio Altemps había habido gran revuelo, a consecuencia de sus visitas. Preciozi había sido castigado, y enviado fuera de Roma, y los varios conventos y colegios de españoles advertidos para que no recibieran a César."

En el número de abril-mayo de 2013 de "Revista de Libros" hay un magnífico artículo de Justo Navarro: "Baroja descubre la acción sedentaria", que les recomiendo encarecidamente, lo pueden leer en el enlace anterior, en el que hace una admirable crítica del libro "Pío Baroja", escrito por José Carlos Mainer (Taurus, Madrid, 2012).

Retomo ahora a Steiner y su libro, una autobiografía más temática que cronológica de su peripecia vital, al que ya he dedicado al menos seis comentarios en mi blog en ocasiones anteriores. Sobre todo en relación con la búsqueda de la excelencia académica por parte de estudiantes y profesores, la misión de la universidad, o el papel civilizador de los estudios humanísticos. Hoy me detengo en concreto en el último capítulo del libro, dedicado a la reflexión sobre la existencia o inexistencia de Dios y el papel de las religiones.

Dice Steiner: "Sobre la base de la evidencia al alcance de la razón humana y de la investigación empírica no puede haber más que una respuesta honrada: la agnóstica del "no sé". Semejante agnosticismo, quebrado por el impulso de angustiada oración, de irracionales llamadas a "Dios", en los momentos de terror y de sufrimiento, es omnipresente en el Occidente posdarwiniano, posnietzscheano y posfreudiano. Consciente o inconscientemente, el agnosticismo es la Iglesia establecida de la modernidad. Es su tenue luz la que dirige las vidas inmanentes de los seres educados y racionales. Es preciso subrayar que agnosticismo no es ateísmo. El ateísmo, cuando se sostiene y se vive de manera consecuente, es una travesía completa, un disciplinado retorno a la nada."

Unas páginas antes, en respuesta a la pregunta de "Si Dios existe, ¿por qué tolera el horror y la injusticia de la condición humana?", ha respondido: "Desde tiempos inmemoriales, todo intentento de justificar su actitud hacia el hombre se ha inspirado en la cruel paradoja del libre albedrío. Los hombres y las mujeres deben ser libres para elegir y actuar, incluso para hacer daño a otros o hacerse daño a sí mismos. ¿Existirían de lo contrario el mérito y la responsabilidad? Hay fábulas de compensación: el sufrimiento injusto será recompensado en la eternidad. Ninguno de estos tres argumentos -el diabólico, el impotente, el compensatorio- se encomienda a la razón. A su manera, cada uno ofende a la inteligencia y a la moral. La respuesta que se da a la pregunta formulada mientras se torturaba y ahorcaba a un niño medio muerto de hambre en Auschwitz ("¿Dónde está Dios en este momento?", "Dios es ese niño.") es un bocado nauseabundo de patetismo antropomórfico." Lamento reconocer que también comparto esa sensación de náusea ante semejante respuesta.

Este comentario de hoy iba a ser parte de mi contrargumentación al artículo de mi amiga Inés en su Blog "Una astronauta en la isla de Lobos", pero me pareció excesivo y preferí crear, al final, dos entradas separadas y diferenciadas. Espero que las hayan encontrado interesantes. HArendt




El profesor George Steiner



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jueves, 28 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Los europeos



La Acrópolis, Atenas


"Una de las salidas de la crisis después del paisaje devastado que dejará la pandemia -comenta en el A vuelapluma de hoy [Aquella idea de Europa. La Vanguardia, 20/5/2020] el escritor Lluís Foix- será regresar a aquella idea de Europa que George Steiner dejó escrita en un libro que se lee en media hora. Definía a Europa en cinco axiomas: los cafés; los paisajes que se pueden recorrer a escala humana; las calles y las plazas que llevan nombres de esta­distas, científicos, artistas y escritores del pasado; nuestra doble procedencia de Atenas y Jerusalén, y, por último, el temor de un capítulo final, de aquel famoso crepúsculo hegeliano, que oscurecía la idea y la sustancia de Europa, incluso en plena luz del día.

Un tono de desconfianza o desafío a la actual Europa se detecta en la extrema derecha y en la extrema izquierda españolas. En el obituario de Julio Anguita publicado en este diario por Pablo Iglesias el pasado domingo, el líder de Podemos reivindicaba las críticas del que fue llamado el Califa Rojo “a las debilidades del modelo antisocial de construcción europea”.

No es que renieguen de Europa, sino que no les gusta la que han construido las dos grandes familias políticas europeas de los últimos setenta años: los democristianos y los socialdemócratas. La ultraderecha europea combate también esta idea de Europa por razones basadas, según Steiner, “en los odios étnicos, el nacionalismo chovinista y las reivindicaciones regionales que han sido la pesadilla de Europa”.

La figura de Jorge Semprún no es cómoda para esta izquierda que quisiera una Europa entregada a utopías, que cuando han querido ponerse en práctica se convirtieron en distopías que negaron el progreso y la libertad a quienes gobernaron. ­Decía Semprún que su caso era “el de un antiguo leninista, que era, por tanto, antieuropeo, que descubre que con el proyecto de Europa se abre un horizonte posible para practicar una democracia radical. La transformación se produce cuando me enfrento, siendo comunista, a la realidad española y descubro que es más importante la democracia, incluso con capitalismo y mercado, que los hipotéticos logros sociales de una dictadura del proletariado”.

Semprún fue ministro de Cultura con Felipe González y sabía que los dos monstruos goyescos, el fascismo y el comunismo, que recorrieron Europa el siglo pasado, fueron superados política, cultural y económicamente por la corriente principal, el mainstream de las democracias liberales, con todas sus imperfecciones, errores y fracasos.

Europa, ciertamente, atraviesa momentos de inquietud y zozobra. La ruptura provocada por el Brexit y por el nacionalismo romántico de los ingleses ha sido una herida que tardará tiempo en cicatrizarse. El distanciamiento, también nacionalista, de los Estados Unidos de Trump ha situado en la cuerda floja las alianzas trasatlánticas en la defensa, en el comercio y en las prioridades de protección de las minorías y de los más frágiles.

La irrupción de la pandemia de la Co­vid-19 ha hecho saltar todas las señales de alarma al comprobar que Europa no estaba preparada ni médicamente ni psicológicamente para hacer frente al miedo colectivo provocado por el virus. A los políticos les ha pillado con el pie cambiado y han em­pezado a improvisar cada uno por su cuenta. Han hablado mucho, eso sí, pero no entendieron la magnitud del problema ni qué medidas cabía adoptar. El número de muertos, en España en concreto, se puede calificar de un gran fiasco.

Es arriesgado predecir cómo quedará Europa después de esta sacudida vírica. Pero el anuncio de un plan de ayudas de 500.000 millones de euros para un fondo de recuperación de la economía maltrecha es una señal positiva. Angela Merkel y Emmanuel Macron se han puesto al frente de este proyecto y saben lo mucho que está en juego si se producen nuevas divisiones entre el norte y el sur, entre los más debilitados por la crisis y los que la han soportado mejor, entre los ricos y los pobres, entre los que apuestan por una idea de Europa basada en las libertades y la convivencia y los que quieren cambiarlo todo sin la amplitud de miras que caracteriza cualquier empresa ambiciosa.

Las amenazas que afronta Occidente en general y Europa en particular son graves y habrá que adaptar las instituciones a las nuevas realidades. Pero, como dice Shlomo Ben Ami, “los valores de la libertad y la dignidad humanas que impulsan la civilización occidental siguen siendo el sueño de la inmensa mayoría de la humanidad”. Saldremos de esta crisis, se inventará una vacuna, pasaremos por tensiones sociales duras, pero lo que nos va a mantener vivos es el cambio de las actitudes de los gobiernos hacia los ciudadanos y si se toman más en serio la necesidad de invertir en educación y reducir todo lo posible las desigualdades abismales que existen hoy en día.

Un sistema democrático no se sostiene si no está basado en una cierta equidad social y un acceso universal a la educación. Son recetas de probada eficacia, en tiempos de abundancia y en épocas de crisis".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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sábado, 22 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Entre el estigma y el dolor



Kirk Douglas y George Steiner (Getty Images)


"Cuando la semana pasada fallecieron el pensador George Steiner a los 90 años y el actor Kirk Douglas (Issur Danielovitch) a los 103 -escribe en el A vuelapluma de hoy sábado la socióloga Olivia Muñoz-Rojas-, sentí que con ellos morían dos de los últimos representantes de una generación de intelectuales y artistas euroatlánticos, marcados por algunos de los episodios más cruentos del siglo XX, como el Holocausto y la estigmatización ideológica durante la Guerra Fría.

Tuvieron infancias muy distintas, pero ambos procedían de familias migrantes centroeuropeas de origen judío y, si bien lograron posicionarse dentro del establishment cultural anglosajón, mantuvieron siempre cierta condición de outsiderism. Si Douglas se describía a sí mismo como “el hijo del trapero” en The Ragman’s Son (1988), su primera autobiografía, y explicaba las dificultades materiales en las que creció en el municipio neoyorquino de Ámsterdam; Steiner reconoció siempre el carácter acomodado y erudito que tuvo su infancia a pesar de que su familia tuvo que huir del nazismo, primero de Viena a París y de allí a Nueva York.

Mientras el niño Issy (diminutivo de Issur) vendía dulces para colaborar en el sustento de su hogar, el pequeño George aprendía a leer griego clásico con su padre. Cuando pudo, Issy salió corriendo de su entorno judío. Su familia, que hablaba yidis en casa, no veía con malos ojos que se formara como rabino, dadas sus aptitudes en la escuela. Pero Issy ya sabía que quería ser actor. Adoptó un nombre anglosajón, logró ingresar en la universidad y, después, en la American Academy of Dramatic Arts de Nueva York gracias a su talento, energía y determinación, demostrando, una vez más, que el sueño americano era posible.

Steiner no ocultó jamás su identidad hebrea, más bien al contrario. Sufría de algún modo del síndrome del superviviente. De los numerosos compañeros de clase judíos del liceo al que acudió en la capital francesa, parece, sólo sobrevivieron él y otro niño. ¿Por qué precisamente él?, se preguntaba. Dedicó parte de su vida intelectual a entender cómo pudo ser posible la Shoah en el seno de una cultura ilustrada como la europea y, concretamente, la alemana. Seguía en esto la línea trazada por Benjamin, Adorno y otros pensadores continentales, judíos como él, aunque no llegó necesariamente a las mismas conclusiones críticas. Su fe en la superioridad y el universalismo del proyecto ilustrado europeo permaneció intacta.

Steiner se consagró a mediados de los setenta con Después de Babel, una indagación en el “arte exacto” de la traducción. Era un bicho raro en una academia británica que en aquel momento se sentía ajena a su interés filosófico por el Holocausto y no se reconocía en la tradición hermenéutica continental. Douglas llevaba entonces más de 60 películas a sus espaldas. Entre ellas, El triunfador (1949) y El loco del pelo rojo (1956), que no sólo le consagraban como estrella, sino como una mente independiente y audaz en el Hollywood dorado más convencional. Su autonomía se hizo leyenda cuando logró romper la lista negra de McCarthy al colaborar abiertamente con el guionista Dalton Trumbo en Espartaco (1960).

Douglas y Steiner fueron hombres extraordinariamente prolíficos y versátiles, además de vanidosos. Steiner se consideraba a sí mismo un transmisor: el rabino que Douglas no quiso ser. Incidía en la diferencia entre este papel y el del creador o artista. Douglas cumplía con el prototipo de este último: intenso, físico, seductor, generoso, poseído de un extraordinario joie de vivre; podía llegar a ser un auténtico cretino, como él mismo admitía. Hacia el final de su vida, abrazó el judaísmo y se volvió, dicen sus allegados, una persona más afable y compasiva. Es probable que actores como él abrieran camino a una generación hollywoodense posterior que no sólo reconocía su identidad judía, sino que se enorgullecía y se inspiraba en ella. Douglas nunca logró un Oscar como actor, algo que se ha atribuido a su negativa a alinearse con el anticomunismo.

Steiner, por su parte, abandonó Estados Unidos, donde se había formado, y permaneció en el Reino Unido con un pie en Suiza. Obedecía a la voluntad de su padre, que consideraba que no regresar a Europa era una victoria para Hitler, que auguró que no quedaría nadie con nombre judío allí. La academia británica mantuvo siempre cierto escepticismo hacia su neorrenacentismo. Algunos le acusaron de querer abarcar demasiado conocimiento sin la debida profundidad. Sea como fuere, hace tiempo que los estudios del Holocausto son disciplina en las universidades británicas.

Ambos alcanzaron los albores de una nueva era en la que tanto la hegemonía masculina como el pensamiento eurocéntrico están en cuestión. Es probable que a Douglas le persiga la misma sombra de duda que a muchos de sus compañeros de Hollywood respecto de su comportamiento con las mujeres. Steiner reconocía en su entrevista póstuma que no supo calibrar la importancia del feminismo y el cuestionamiento de la razón ilustrada. Cabe preguntarse de qué manera florecería esta generación, histórica por su talento y sus excepcionales circunstancias, de nacer en este siglo".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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sábado, 23 de noviembre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] En busca de la excelencia. (Publicada el 30 de marzo de 2009)



 George Steiner


De George Steiner se pueden decir muchas cosas: por señalar únicamente dos, que es uno de los más importantes intelectuales de la segunda mitad del siglo XX, y que toda su obra viene caracterizada por una insaciable búsqueda de la "excelencia". Excelencia humanística, literaria, académica, y vital. No es extraño, pues, que el crítico literario Martín Schifino titule el comentario de su última obra: Los libros que nunca he escrito (Siruela, Madrid, 2008), como "Utopías de la excelencia", publicado en Revista de Libros, en el número de marzo de 2009.

Nacido en París, en 1929, en el seno de una familia judía austriaca emigrada por causa del nazismo, en 1940 se traslada a Estados Unidos obteniendo su licenciatura por la Universidad de Chicago, el MA (Master of Arts) por Harvard y el doctorado por Oxford Balliol College, del que sería Profesor Honorario en 1995. Ha enseñado en la Universidad de Princeton (1956-58), en Innsbruck (1958-59), en Cambridge (1961), en el que fue elegido Profesor Extraordinario en 1969. En 1974, aceptó el puesto de Profesor de Literatura Inglesa y Comparada en la Universidad de Ginebra, en la que estuvo hasta 1994, cuando se convirtió en Profesor Emérito al jubilarse. Desde entonces, ha sido nombrado Weidenfeld Professor de Literatura Comparada y Profesor del St Anne's College de Oxford, (1994-95), y Norton Professor de Poesía en Harvard (2001-02). En 2001 recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.

De él dice Martín Schifino en su artículo citado que aspira a considerar la totalidad de la cultura occidental, donde la palabra se expande hasta incluir no sólo las artes liberales y las humanidades, sino además las ciencias y su historia. Acusado de "todólogo", según SchifinoSteiner responderá que la especialización en las humanidades le parece "una catástrofe". Los campos vallados -dice- son para el ganado. También con motivo de la publicación de Los libros que nunca he escrito, el escritor y periodista canario, Juan Cruz, entrevistó a George Steiner. Fue una deliciosa y polémica entrevista, titulada "Yo intento fracasar mejor", que se publicó en El País el 24 de agosto del pasado año, y que levantó cierta polvareda en España por sus críticos y ácidos comentarios sobre las lenguas autonómicas, por las que Steiner pidió disculpas posteriormente clarificando su primera opinión..

Yo no había oído hablar de George Steiner hasta que, hará diez años, leí su magnífico Errata: El examen de una vida (Siruela, Madrid, 1998). Un excepcional libro autobiográfico que me impresionó profundamente, al que llegué gracias a la lectura del comentario del escritor Ángel García Galiano titulado"El pensamiento como vocación", publicado en Revista de Libros en abril de 1999.

De mi emocionada lectura de Errata, recuerdo con especial intensidad los capítulos que hacen referencia a la enseñanza universitaria y a su propia experiencia académica, como alumno, primero, y como profesor después, siempre en busca de esa "excelencia" que caracteriza toda su obra. Dice Steiner: "Una universidad digna es sencillamente aquella que propicia el contacto personal con el aura y la amenaza de lo sobresaliente. Estrictamente hablando, esto es cuestión de proximidad, de ver y escuchar. La institución, sobre todo si está consagrada a la enseñanza de las humanidades, no debe ser demasiado grande. El académico, el profesor, deberían ser perfectamente visibles. Cruzarse a diario en nuestro camino". Y continúa más adelante: "En la masa crítica de la comunidad académica exitosa, las órbitas de las obsesiones individuales se cruzarán incesantemente. Una vez entra en colisión con ellas, el estudiante no podrá sustraerse ni a su luminosidad ni al desafío que lanzan a la complacencia. Ello no ha de ser necesariamente (aunque puede serlo) un acicate para la imitación. El estudiante puede rechazar la disciplina en cuestión, la ideología propuesta (…) No importa. Una vez que un hombre o una mujer jóvenes son expuestos al virus de lo absoluto, una vez que ven, oyen, “huelen” la fiebre en quienes persiguen la verdad desinteresadamente, algo de su resplandor permanecerá en ellos. Para el resto de sus vidas y a lo largo de sus trayectorias profesionales, acaso absolutamente normales o mediocres, estos hombres y estas mujeres estarán equipados con una suerte de salvavidas contra el vacío."

Antes de eso, Steiner nos ha contado su experiencia personal como alumno universitario en los años 50. No me resisto a reproducir algunos de esos párrafos: " Ingresé en 1949 en la universidad de Yale. Pero, aunque larvado, allí también había antisemitismo: hasta el año anterior ningún judío se había licenciado en humanidades. Con el curso ya en marcha, me trasladé a la Universidad de Chicago, que resultó ser un lugar muy especial… La providencia –el curso ha había comenzado- puso en mi camino un artículo sobre la Universidad de Chicago y su legendario condottiere. Desdeñando el absurdo infantilismo y la banalidad dominantes en la mayía de los planes de estudio académicos, Robert Maynard Hutchins permitía a quienes lo solicitaban presentarse a los exámenes de cualquier asignatura. Si obtenían una puntuación adecuada, quedaban eximidos de cursar las asignaturas en cuestión. De este modo, y en casos excepcionales, los estudios universitarios podían reducirse a un año.

Siempre y cuando guardasen silencio, los estudiantes podían asistir a seminarios avanzados. Matricularse con Leo Strauss: “Damas y caballeros, buenos días. En esta clase, no se mencionará el nombre de …., que por supuesto es estrictamente incomparable. Ahora podemos ocuparnos de la República, de Platón”. “Que por supuesto es estrictamente incomparable”. Yo no logré captar el nombre en cuestión, pero aquel “por supuesto” me hizo sentir como si un rayo luminoso, frío, me recorriese la espina dorsal. Un amable posgraduado escribió el nombre para mí al terminar la clase: un tal Martin Heidegger. Corrí a la biblioteca. Esa noche, intenté hincarle el diente al primer párrafo de Ser y tiempo. Era incapaz de entender incluso la frase más breve y aparentemente directa. Pero el torbellino ya había comenzado a girar, el presentimiento radical de un mundo absolutamente nuevo para mí. Prometí intentarlo una vez más. Y otra.

Ésa es la cuestión. Llamar la atención de un estudiante hacia aquello que, en principio, sobrepasa su entendimiento, pero cuya estatura y fascinación le obligan a persistir en el intento. La simplificación, la búsqueda del equilibrio, la moderación hoy predominantes en casi toda la educación privilegiada son mortales. Menoscaban de un modo fatal las capacidades desconocidas en nosotros mismos. Los ataques al así llamado elitismo enmascaran una vulgar condescendencia: hacia todos aquellos a priori juzgados incapaces de cosas mejores. Tanto el pensamiento (conocimiento, Wissenschaft, e imaginación dotados de forma) como el amor, nos exigen demasiado. Nos humillan. Pero la humillación, incluso la desesperación ante la dificultad –uno se pasa la noche sudando y no consigue resolver la ecuación, descifrar la frase en griego-, pueden desvanecerse con la salida del sol."

¡Qué envidia!... Si encuentran algún parecido entre esa "experiencia" y la de nuestras masificadas universidades actuales, será por una excepcional casualidad. No la desaprovechen, porque es difícil que se repita... Espero que disfruten con estas lecturas que les propongo. Sean felices. HArendt





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sábado, 1 de junio de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG - 2008] A vueltas con la educación





Siguiendo el hilo argumentativo de la profesora de filosofía de la universidad de Valencia, Adela Cortina, retomo el asunto de la educación. Dice la profesora Cortina en su artículo de ayer en El País, titulado "La educación como problema", que "los nuevos aires insisten en preparar a los alumnos para desarrollar competencias tanto en los estudios técnicos como en las ciencias y las humanidades. El viejo debate sobre si educar consiste en formar o en informar ha pasado de moda, porque ya sabe cualquier maestro o profesor que lo suyo es preparar chicos y chicas competentes. ¿Competentes, para qué? Para desempeñar ocupaciones asignadas por el mercado laboral, claro está."

Dice más cosas, claro está, y muy graves, sobre el proceso de convergencia universitaria europea surgido de la Declaración de Bolonia. Yo no tengo nada claro si a largo plazo ese proceso es positivo para Europa y sus ciudadanos y para su desarrollo científico y humanístico futuro, No tengo "aptitudes ni competencias" para ello, pero leyendo su artículo he recordado unas frases del profesor e intelectual norteamericano, George Steiner, al que ya hice referencia hace unos días en este mismo blog. Dice el profesor Steiner en su autobiografía "Errata. El examen de una vida", (Siruela, Madrid, 1998), citando a Franz Kafka: "Un libro debe ser como un pico de alpinista que rompa el mar helado que tenemos dentro". Y sobre el papel civilizador del arte, las humanidades y la literatura, dice en otro momento: "La literatura tiene la función de civilizar, precisamente porque es el gran instrumento de subversión que pone a la sociedad en tela de juicio al representarla en sus hábitos, prejucios, ritos miedos más íntimos. ¿No será ese poder revulsivo de los libros (de las "biblias") -añade, el que hace enojosa la enseñanza de la literatura (de las humanidades, del arte en general), -añado yo, el que hace enojosa la enseñanza de la literatura para nuestra sociedad tecnificada y postdogmática?."

Porque ese el quid de la cuestión que denuncia la profesora Cortina: Las Humanidades "no son competencias para desempeñar una ocupación, sino capacidades del carácter para dirigir la propia vida. Nada más y nada menos." Y conviene saber lo que está en juego.



Adela Cortina


El problema número uno de cualquier país es la educación, dice Adela Cortina. Y en el nuestro, continúa, el asunto anda revuelto desde instancias diversas que afectan a todos los niveles educativos, incluida la Universidad. Es tiempo de pensar la educación y pensarla a fondo.

La LOE deja la puerta abierta para que las comunidades autónomas recorten horas de materias como la Filosofía, apertura que aprovechan algunas comunidades como la valenciana para reducir su horario; los enfrentamientos por la Educación para la Ciudadanía recuerdan el Motín de Esquilache; Bolonia va a traer una Universidad adocenada, en la que, por mucho que se diga, la calidad acaba midiéndose por la cantidad.

El número de alumnos se ha convertido en decisivo para determinar la calidad de una materia o un postgrado, con lo cual no hay lugar para la especialización. Una cosa es saber mucho de poco, saber cada vez más de menos y acabar sabiéndolo todo de nada; otra cosa muy distinta, saber sólo generalidades, porque eso -se dice- es lo que prepara para adaptarse a cualquier necesidad del mercado.

Éste es el mensaje de Bolonia, asumido con inusitado fervor por carcas y progres, y después nos quejaremos del neoliberalismo salvaje.

Los nuevos aires insisten en preparar a los alumnos para desarrollar competencias tanto en los estudios técnicos como en las ciencias y las humanidades. El viejo debate sobre si educar consiste en formar o en informar ha pasado de moda, porque ya sabe cualquier maestro o profesor que lo suyo es preparar chicos y chicas competentes. ¿Competentes, para qué? Para desempeñar ocupaciones asignadas por el mercado laboral, claro está.

Por eso, si usted tiene que diseñar un plan de estudios de cualquier nivel educativo o un postgrado, el apartado más largo y complicado será, no el que se refiere a los contenidos de las materias, sino el que se relaciona con las "competencias". ¿Para qué ha de ser competente el egresado?

Competencia es, al parecer, un conjunto de conocimientos, habilidades y actitudes, necesarios para desempeñar una ocupación dada y producir un resultado definido. Consulté a un compañero de Pedagogía, excelente profesional, y, con una buena dosis de ironía, me puso un ejemplo muy ilustrativo: alguien es competente para hacer una cama cuando sabe lo que es un somier, un colchón, lo que son las sábanas, se da cuenta de cómo es mejor colocarlas y además le parece algo lo suficientemente importante como para intentar dejarlas bien, sin arrugas y sin que el embozo quede desigual. Era sólo un ejemplo, por supuesto, pero extensible a actividades más complejas, como construir puentes y carreteras, elaborar productos transgénicos, hacer frente a una denuncia, plantear un pleito, curar una enfermedad y tantas otras actividades que corresponden a quien tiene un puesto de trabajo. Preparar gentes para que ocupen puestos de trabajo parece urgente.

Sin embargo, sigue pendiente aquella pregunta de Ortega sobre si la preocupación por lo urgente no nos está haciendo perder la pasión por lo importante. Si en la escuela hay que enseñar a hacer tareas como manejar el ordenador o conocer las señales de tráfico, cosa que los estudiantes van a aprender de todos modos por su cuenta y riesgo, o si hay que incluir en el currículum materias de Humanidades, que preparan para tener sentido de la historia, dominio de la lengua, capacidad de criticar, reflexionar y argumentar. Que no son competencias para desempeñar una ocupación, sino capacidades del carácter para dirigir la propia vida. Nada más y nada menos.

Por otra parte, se insiste, con razón, en que el conjunto de la educación se dirige a formar buenos ciudadanos, y hete aquí que eso no es ninguna ocupación, sino una dimensión de la persona, aquella que le permite convivir con justicia en una comunidad política. No tanto vivir en paz, que puede ser la de los cementerios o la de los amordazados, sino convivir desde la justicia como valor irrenunciable. Y para eso hace falta aprender a enfrentar la vida común desde el conocimiento de la historia compartida, la degustación de la lengua, el ejercicio de la crítica, la reflexión, el arte de apropiarse de sí mismo para llevar adelante la vida, la capacidad de apreciar los mejores valores. Cosas, sobre todo estas últimas, que no pertenecen al dominio de las competencias, sino a la formación del carácter.

No es una buena noticia entonces que se quiera reducir la Filosofía en el Bachillerato, ni lo es tampoco que se pretenda eludir la ética cívica o esa Educación para la Ciudadanía que debería ayudar a educar en la justicia, no sólo a memorizar listas de derechos, constituciones y estatutos de autonomía, que son por definición variables, sino a protagonizar con otros la vida común.

Por fas o por nefas, acabamos limitando la escuela y la Universidad a preparar presuntamente para lo urgente, no para lo importante, para desempeñar tareas y no para asumir con agallas la vida personal y compartida. (El País, 28/05/08)



George Steiner



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4937
Publicada originariamente el 29/5/2008
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 13 de mayo de 2019

[HEMEROTECA DEL BLOG] La misión de la universidad




Un aula universitaria


De una manera u otra he estado vinculado a la universidad durante cuarenta años de mi vida. Como alumno, como profesor particular preparando a otros alumnos para su ingreso en la universidad, y también en puestos de representación en Consejos de Departamento, Junta de Facultad, Consejo Social, Junta de Gobierno y Claustro universitarios, todo esto en la UNED, y mucho antes, a mediados de los 60, como estudiante en la Escuela Social de Madrid. Apartado definitivamente de toda actividad académica, la universidad sigue siendo para mi una institución entrañable que admiro y valoro y por la que siento una profunda preocupación, pues tengo la impresión, desde la modestia de mis apreciaciones, que anda bastante perdida ahora mismo sobre el verdadero alcance de la profunda crisis de identidad que padece y sobre los remedios para superarla.

Aunque cito de memoria, comparto con el pensador norteamericano de origen judío, George Steiner: "Errata. El examen de una vida" (Siruela, Madrid, 1998), su apreciación de que la "universidad" es, por esencia, una institución elitista. Y que solo se debería acceder a ella con la pretensión de "aprender", no para obtener un diploma con el que ganarse la vida... Lo que no significa en ningún caso que se impida llegar hasta ella a quién lo desee y lo merezca. Ya se que no es una postura compartida mayoritariamente, pero en fin...

Hace unos días encontré en ese fenomenal blog que es "El Boomeran(g)", un interesante artículo del profesor Ignacio Sotelo, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Libre de Berlín, publicado originalmente en el número 181 de la revista Claves de Razón Práctica, con el sugerente título de "La universidad en la encrucijada".

Dice el profesor Sotelo que hoy en día las cuatro funciones básicas que a lo largo de la historia se ha asignado a las universidades: preparar buenos profesionales, enseñar a hacer ciencia, transmitir la cultura del tiempo en que se vive y promover un compromiso cívico-social que redunde en beneficio de la sociedad que la sostiene económicamente, no resultan compatibles entre sí. Y ello, añade, porque la crisis profunda por la que pasa la universidad tal vez consista en que se está obligado a elegir, forzosamente, entre esas cuatro funciones tradicionales asignadas a ella, y esa es una opción nada fácil en estos momentos.

Tras un detallado repaso sobre los distintos modelos que la institución universitaria ha ido adoptando históricamente, desde el modelo medieval nacido con la pretensión de "formar" al personal especializado (teólogos y canonistas) que la Iglesia necesitaba -y que se desploma con la ruptura de la unidad de la cristiandad occidental- hasta su paulatina sustitución en la Prusia de finales del siglo XVII, en un nuevo espacio de libertad religiosa -pasando del ámbito eclesiástico al ámbito estatal- por un nuevo modelo que busca sobre todo el desarrollo de las ciencias y que perdura hasta nuestros días, concluye el articulista con un interesante diagnóstico sobre la universidad española.

Dice Sotelo que no tiene mucho sentido extenderse en la crítica de los resabios medievales que perviven en la universidad española, porque de ellos, dice, son cada vez más conscientes tanto los universitarios como la sociedad que financia unos estudios que en buena parte desembocan en el paro, o en empleos con sueldos muy bajos, y aunque considera que la multiplicación del número de universidades en España forzosamente solo puede hacerse a costa de la calidad de la enseñanza universitaria, siempre será preferible -añade- tener malas universidades que no tenerlas.

Para el articulista, mejorar la universidad no es sólo, ni principalmente, una cuestión de dinero, como la comunidad académica repite sin parar, dice con ironía. Cierto que siempre se necesita mucho más dinero del que se dispone, añade, pero lo decisivo es saber en qué hay que emplearlo, como ha puesto de relieve el que no haya correspondencia entre el que se recibe y la calidad que se ofrece. Sin dinero no hay investigación que valga, concluye, pero sólo con dinero tampoco. Porque poco se consigue sin verdaderas "comunidades científicas", ausentes según él, en la práctica, en España; algo que queda de manifiesto, dice, en que no sólo nadie se prestigia, sino mucho peor, nadie se desprestigia por lo que publica...




Ignacio Sotelo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4894
Publicada originariamente el 9 de mayo de 2008
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