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lunes, 30 de marzo de 2020

[DE LIBROS Y LECTURAS] Hoy, con "Cien años de soledad", de Gabriel García Márquez





Los confinamientos forzosos dan para mucho. Y más, ahora que nos autoimpedimos el gozo de la presencia de los hijos y los nietos aunque caigamos en la video-conferencia diaria, vía movil, para calentar los ánimos, no muy cálidos tras la visión de los telediarios... Dan, por ejemplo, aparte de las rutinas diarias del blog, el aseo personal, y la limpieza de la casa (siguiendo las instrucciones estrictas de la superioridad -la que manda, manda-), para la lectura. 

Me he impuesto la relectura de "Cien años de soledad", de Gabriel García Márquez. No recuerdo cuando la leí por vez primera; sí, la penúltima: en abril de 2018. La tengo al menos en un par de ediciones distintas, pero guardo un especial cariño por la conmemorativa de 2007, de la Real Academia Española, que es la que releo ahora. La compré el mismo año de su edición después de leer la -inmisericorde- reseña que de la misma escribiera Ricardo Bada ["Eppur si legge!". Revista de Libros, junio 2007], que reproduzco a continuación.

"Muchos años después –cuarenta para ser exactos–, comienza escribiendo Bada, cómo no recordar al hacer esta reseña aquel día remoto en que mi mentor de entonces, Francisco Porrúa, me hizo conocer en Buenos Aires la obra de García Márquez...

Vaya por delante que de ningún modo piensa ponerse uno, a estas alturas del partido, a hacer una reseña de Cien años de soledad. Si acaso, y nada más, de esta edición conmemorativa y homenajeante, cuyo calibre más bien parece destinado a intimidar al público. Ahí es nada que el libro cuente con la friolera de cinco prólogos, firmados por pesos pesados tales como Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Víctor García de la Concha y Claudio Guillén, amén de cuatro epílogos de otros tantos pesos semipesados. Ahí es nada que los responsables de la edición sean la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española. Ahí es nada que el propio autor de la novela se haya tomado la molestia de revisar –especialmente para el caso– el texto de su obra magna. Y podría añadir un par de superlativos, pero baste con los dichos como aperitivo. Concentrémonos, pues, en esta edición.

Me siento irrestrictamente a favor de la nota editorial sobre el texto, el árbol genealógico de los Buendía, la bibliografía, el glosario y el índice onomástico. Entre otras cosas, porque el glosario pone en su lugar [«desharrapados»] el «desarrapados» de la primera página de la novela, que no me llamaría la atención si no fuera por los soldaditos «harapientos» de la página 71 y el apuesto caballero que se volvió «harapiento» en la 228, siendo la etimología de ambas palabras la misma. Pero caramba, esta edición la han hecho al alimón todas las Academias de la Lengua, hubieran sido ganas de tirar piedras al propio tejado.

Ahora bien: los cinco dizque prólogos más los cuatro dizque epílogos suman 195 páginas, las de los primeros en números romanos, las de los segundos continuando la numeración arábiga de las páginas de la novela, lo que ya me parece una monstruosa ruptura de estilo en una edición de estas características. Sólo que semejante pormenor morfológico es lo de menos.

Lo de más es que el dizque prólogo de Vargas Llosa se reduce a ser un resumen quirúrgico de la primera parte del séptimo capítulo de Historia de un deicidio, cuyas 138 páginas están dedicadas a Cien años de soledad. Encuentro magnífico que Vargas Llosa haya autorizado la reimpresión de esas escasas 34 páginas, pero mi opinión personal es que la edición habría ganado mucho si incluyera íntegro el exquisito bocado de cardenal que es ese capítulo séptimo. Aún sobrarían entonces 57 páginas para que los ocho restantes prologuistas y epiloguistas escribieran cada uno unas siete páginas, con lo que todos saldríamos ganando, hasta ellos mismos. De manera que en tal aspecto pienso que esta edición ha sido una ocasión como la de aquellas carambolas que le ponían a Fernando VII, sólo que bastante miopemente desaprovechada.
[Lo anterior no cuenta para Álvaro Mutis, quien tuvo la elegancia de limitarse a dos páginas, de nuevo dos páginas, tantas como las de su poema en prosa El viaje, que es, como tantas veces lo he dicho, ese cubito de caldo concentrado que diluido en el agua bendita de una irrepetible prosa dio lugar al banquete de Cien años de soledad].

Summa summarum por lo que se refiere a la edición: la relación calidad/precio del libro como producto, como manufactura, está conseguida. Con lo que quiero decir que el precio es barato, y la calidad, también. La verdad es que siento tentaciones de prestarle mi ejemplar a alguien, con la absoluta seguridad de que después de mi trasiego de sus páginas, al pobre amigo a quien se lo prestara se le desencuadernaría entre las manos y se vería obligado, si tuviese un mínimo de vergüenza, a comprarme un ejemplar nuevo. Pero mi mala leche no llega a tanto: la reservo íntegra para los editores de este mazacote de hojas pegoteado al lomo.

Last but not least 1.º: Después de la apoteosis del Nobel en 1982, y la de estos veinticinco años más tarde, ahora lo único que resta es esperar que tras la muerte del autor (a quien sinceramente le deseo que viva todavía muchos años y que disfrute jugando con sus nietos), las autoridades colombianas remitan al Vaticano el expediente preceptivo para la canonización de San Gabo.

Milagros no van a faltar en él. Bastaría con la ascensión de Remedios la bella, en cuerpo y alma, a los cielos, pues la Iglesia de Roma ya admitió, hasta como dogma, el precedente de la asunción de la Virgen María en las mismas condiciones. Y recordemos lo que sabiamente dice Fernanda del Carpio –muy católica ella– a propósito de su patraña de la presunta llegada del bebé Aureliano Babilonia flotando en una canastilla, como Moisés, y saliéndole así al paso a la compasiva objeción de la monja, la de que nadie se lo creerá: «Si se lo creyeron a las Sagradas Escrituras, no veo por qué no han de creérmelo a mí». [Este sí que es un catolicismo de veras, hasta el tan inteligente Benedicto XVI se vería en problemas para contraargumentarle.]

Sólo me quedaría por añadir la minucia de que, fatalmente, para poder hacer la reseña de esta edición, me sentí obligado, contra mi voluntad, a re­leer el texto de la novela que la provocaba. Pero ello merece un par de párrafos aparte, que en modo alguno deben entenderse como reseña de Cien años de soledad, sino nada más como impresiones de una relectura. Porque después de las miles de páginas que se han escrito sobre ella, después de los cientos de simposios que la tuvieron como protagonista, después de las docenas de tesis doctorales que se le han dedicado, a mí no me parece que sea una nueva reseña lo que le haga falta.

Soy persona de muchas relecturas, algunas circunstanciales y otras regulares y canónicas, como la obra completa de Ibsen desde Los pilares de la sociedad (no la anterior), cualquiera de mis dieciséis volúmenes de Bernard Shaw, El difunto Matías Pascal de Pirandello, Servidumbre humana de Somerset Maugham, Contrapunto de Aldous Huxley, Lady Jane & John Thomas de D. H. Lawrence, y Banderas sobre el polvo de William Faulkner, amén del Quijote y Borges con frecuencia y al buen tuntún. Hay en cambio tres libros que nunca volví a leer por miedo a que se me cayeran del pedestal –y de las manos–: La muerte de Virgilio de Hermann Broch, Rayuela de Julio Cortázar y estos Cien años de soledad que, obligado por el encargo de la reseña, he releído ahora, al cabo de cuarenta años de no hacerlo.

Conste, eso sí, que empecé a releer esta novela, y que a no mediar el susodicho encargo –que conllevaba el deber de una cuidadosa anotación– me hubiera jalado de una sentada y sin parar las 463 páginas que la componen.

Había releído –casi inmediatamente antes– otra de mis novelas predilectas, Orgullo y prejuicio de Jane Austen, cero de realismo mágico y diez de magia real. Pocas veces ha penetrado tan hondo y tan certero el bisturí de la palabra en el alma de unos seres humanos. Y aunque no tengo nada en contra de la levitación del padre Nicanor Reyna tras la ingestión de un chocolate espeso, ni tampoco del enjambre de mariposas amarillas señalando la presencia de Mauricio Babilonia, estoy más a favor del análisis de las conductas humanas, muy humanas. Todo eso que me falta, y es la gran falta, en Cien años de soledad.

Ojo, no estoy negando que sea una gran novela, ni que sea una obra de arte: es una gran novela y es una obra de arte. Tan solo me atrevo heréticamente a decir que me parece mero andamio de palabras, sin seres humanos de carne y hueso que lo sostengan ni lo habiten. Los Buendía y su familia son –perdón de antemano por la aparente paradoja– realmente fantásticos, y lo son en el sentido que usa este adjetivo Vargas Llosa en ese sustancioso capítulo séptimo de su Historia de un deicidio: «pura objetivación de la fantasía, estricta invención».

De siempre me he preguntado: ¿dónde están en las obras de García Márquez las personas de carne y hueso cuyos huesos y cuyas carnes sean algo más que palabras, palabras, palabras? Tomemos en esta novela a un solo personaje, Úrsula Iguarán, «aquella mujer de nervios inquebrantables» de la página 17, pero que ya en la 13 «perdió la paciencia» y en la 30 «se salía de sus casillas con las locuras de su marido». Passim. ¿En qué nivel de lo inquebrantable situar sus nervios?  Huelga decir que todas estas incongruencias remiten a otra afirmación del autor, acerca de su «defecto incorregible de no medir a tiempo mis adjetivos», una afirmación que se queda corta porque son varias otras cosas, muchas más, las que tampoco mide.

Primer ejemplo: el hecho de que la bisabuela de Úrsula Iguarán de la página 29 se convierta en su tatarabuela una página más adelante, y si dicha bisabuela vive y es madre de dos hijos cuando el ataque de sir Francis Drake a Riohacha, 1596, y la bisnieta –no tataranieta– es una mujer madura cuando aparece el daguerrotipo en Macondo, o los padres o los abuelos de tal bisnieta ­–o todos ellos– también tienen que haber sido bastante más que centenarios. Segundo ejemplo: que Francisco el Hombre sea una persona de casi doscientos años, pero también por la misma época del daguerrotipo (inventado en 1833) tocaba el mismo acordeón que le regalara en Guayana sir Walter Raleigh, fallecido en 1619. Y tercer ejemplo: no es posible que Aureliano Segundo, en una familia como la de los Buendía, no se dé cuenta en la página 249 de que los diecisiete hijos del coronel Aureliano no pueden ser sus primos, sino sus tíos: basta mirar el árbol genealógico: de quien son primos es de su padre Arcadio.

¿Ven ya por dónde voy?  Mi mirada ha perdido la inocencia de hace cuarenta años. Me cuesta admitir la conducta de Amaranta con Pietro Crespi y con el coronel Gerineldo Márquez. Me cuesta admitir la inexplicada muerte violenta de José Arcadio y la subsiguiente viudez hermética de Rebeca. Me cuesta admitir que una niña aún no tenga nombre con su mamá ya embarazada por segunda vez. Y lo que más me cuesta admitir son las explicaciones que se imagina Úrsula Iguarán, en un vano intento psicologizante [¡ojo: del autor, no de ella!] por atar varias moscas por el rabo.

Se me argüirá que es que todo el libro implica una suspensión de la congruencia, pero esa es una falacia fácilmente rebatible. Porque, excepto en las incongruencias atrabilarias, como todas aquellas de que dejo constancia (hay más), el resto del libro es de una congruencia ejemplar. Todo encaja perfectamente en un juego magistral como de encaje de bolillos. Y es por eso que el libro, pese a todo, se sostiene. Parafraseando a Galileo: Eppur si legge! [¡Y sin embargo, se lee!] ¡Y cómo!

Pienso que la atracción casi magnética que ejerce esta obra se debe a su carácter fundacional y pionero, al hecho de que desbrozó definitivamente un camino que ya habían transitado otros sin la misma fortuna (El éxodo de Yangana, del ecuatoriano Ángel Felicísimo Rojas, sería el más preclaro anticipo), y que entretanto es una vereda enfangada de tanto tráfago, incluido el de su muy repetitivo desbrozador. Pero también pienso que a García Márquez le falta lo que George Steiner llama, en el caso del Shakespeare tardío, «el modo abreviado» [o Buero Vallejo en el de Velázquez, «la segunda manera»]. Le falta el soplo de la grandeza, inmolado en el altar de lo bien dicho, y a veces, demasiadas veces, de lo redicho: «fundaron a Macondo», «asaltó a Riohacha», etcétera, y eso escrito por alguien que despotrica contra la Academia. Ay, diosito...

Me bastaría con recordar lo que el autor confesó en Vivir para contarla, a propósito de su preocupación estilística («Soy muy sensible a la debilidad de una frase en la que dos palabras cercanas rimen entre sí, aunque sea en rima vocálica, y prefiero no publicarla mientras no la tenga resuelta»), y ponerlo en relación con la todavía más célebre frase que inau­gura su novela: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». ¿Debo añadir, retóricamente, que todas las cursivas de esta cita son mías?

He llegado a la conclusión de que lo real maravilloso, o lo real mágico, no es tanto lo que se cuenta sino el modo cómo se cuenta. Es la misma naturalidad con que Scheherazade, una de las mil y una noches, concretamente entre la 980 y la 989, relata cómo Alí Babá –escondido en un abrupto repecho– ve llegar delante de una peña a los cuarenta ladrones, y oye a su capitán gritar con una voz tonante: «¡Sésamo, ábrete», y cómo «al punto la peña se abrió cuan ancha era». Lo fantástico (y una vez más uso el término en la misma tesitura que Vargas Llosa en Historia de un deicidio) sucede sin necesidad de explicación. Como Tertuliano con la resurrección de Jesús, te lo crees porque es absurdo.

Last but not least 2.º: Apenas terminé de releer Cien años de soledad, me sentí jodido por un pensamiento insidioso. Enfrentado a su también célebre última frase («Todo lo  escrito en ellos [los pergaminos de Melquíades que contienen en clave la historia entera de la familia Buendía] era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra»), casi me pareció ver en ella una advertencia indesoíble a no haber releído esta novela. Pero ya era demasiado tarde para mí". 



El escritor Gabriel García Márquez



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 18 de junio de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG - 2008] De niños y dioses





Esta mañana hablaba mi hija Ruth conmigo sobre sus inminentes vacaciones de verano, que está planeando con todo detalle con su marido para que resulten un éxito... Me resultó curioso observar la diferente forma de ver la vida de una generación: la suya, y la mía... Ella organiza su vida como un plan a largo plazo; yo la organizo en plazos de veinticuatro horas y con el horizonte de "cuatro lunas" (que diría el protagonista de "Bailando con lobos") visto casi como una eternidad... Vicisitudes personales aparte, el día de hoy está resultando bastante extraño para mi. Me refugio como siempre en mi mujer, mis hijas y, sobre todo, mis nietos, y por supuesto en los libros... De todas maneras hoy no tengo ánimo para graves disquisiciones teológicas. Ayer me reconfortó sobremanera leer la entrevista que El País Semanal le hacía al profesor italiano Piergiorgio Odifredi, una especie de "bestia negra" para la curia vaticana, que reproduzco más adelante, y cuyos sarcásticos comentarios comparto. Pero sobre todo disfruté con el bellísimo artículo del escritor Gustavo Martín Garzo sobre "la educación de los niños" que también publicaba El País. Ignoro si Martín Garzo es padre, supongo que sí, por lo que escribe y por como lo escribe. Yo, como abuelo, lo suscribo plenamente. En su artículo cita dos libros que recomiendo con énfasis: El guardian sobre el centeno, de J.D. Salinger (Alianza, Madrid, 1997) y Habíamos ganado la guerra, de Esther Tusquets (Ediciones B, Barcelona, 2007). He leído los dos y ambos me han parecido excelentes. La primera es una novela de culto entre los alumnos norteamericanos de Secundaria; una lectura "obligada" en los Institutos que relata en primera persona del singular la iniciación a la edad adulta de un joven inadaptado, caprichoso y consentido. La segunda, son las memorias de juventud de la escritora y editora catalana Esther Tusquets, un relato con el que me sentí absolutamente identificado cuando lo leí por muchas razones, no solo de vivencias personales muy similares, sino por la coincidencia de tiempo, lugar y circunstancia de muchas de las situaciones que cuenta. Y mañana..., pues será otro día.






En una ocasión, Fabricio Caivano, el fundador de Cuadernos de Pedagogía, le preguntó a Gabriel García Márquez acerca de la educación de los niños, escribe Gustavo Martín Garzo. "Lo único importante, le contestó el autor de Cien años de soledad, es encontrar el juguete que llevan dentro". Cada niño llevaría uno distinto y todo consistiría en descubrir cuál era y ponerse a jugar con él. García Márquez había sido un estudiante bastante desastroso hasta que un maestro se dio cuenta de su amor por la lectura y, a partir de entonces, todo fue miel sobre hojuelas, pues ese juguete eran las palabras. Es una idea que vincula la educación con el juego. Según ella, educar consistiría en encontrar el tipo de juego que debemos jugar con cada niño, ese juego en que está implicado su propio ser.

Pero hablar de juego es hablar de disfrute, y una idea así reivindica la felicidad y el amor como base de la educación. Un niño feliz no sólo es más alegre y tranquilo, sino que es más susceptible de ser educado, porque la felicidad le hace creer que el mundo no es un lugar sombrío, hecho sólo para su mal, sino un lugar en el que merece la pena estar, por extraño que pueda parecer muchas veces. Y no creo que haya una manera mejor de educar a un niño que hacer que se sienta querido. Y el amor es básicamente tratar de ponerse en su lugar. Querer saber lo que los niños son. No es una tarea sencilla, al menos para muchos adultos. Por eso prefiero a los padres consentidores que a los que se empeñan en decirles en todo momento a sus hijos lo que deben hacer, o a los que no se preocupan para nada de ellos. Consentir significa mimar, ser indulgente, pero también, otorgar, obligarse. Querer para el que amamos el bien. Tiene sus peligros, pero creo que éstos son menos letales que los peligros del rigor o de la indiferencia.

Y hay adultos que tienen el maravilloso don de saber ponerse en el lugar de los niños. Ese don es un regalo del amor. Basta con amar a alguien para desear conocerle y querer acercase a su mundo. Y la habilidad en tratar a los niños sólo puede provenir de haber visitado el lugar en que éstos suelen vivir. Ese lugar no se parece al nuestro, y por eso tantos adultos se equivocan al pedir a los pequeños cosas que no están en condiciones de hacer. ¿Pediríamos a un pájaro que dejara de volar, a un monito que no se subiera a los árboles, a una abeja que no se fuera en busca de las flores? No, no se lo pediríamos, porque no está en su naturaleza el obedecernos. Y los niños están locos, como lo están todos los que viven al comienzo de algo. Una vida tocada por la locura es una vida abierta a nuevos principios, y por eso debe ser vigilada y querida. Y hay adultos que no sólo entienden esa locura de los niños, sino quese deleitan con ella. San Agustín distinguía entre usar y disfrutar. Usábamos de las cosas del mundo, disfrutábamos de nuestro diálogo con la divinidad. Educar es distinto a adiestrar. Educar es dar vida, comprender que el dios del santo se esconde en la realidad, sobre todo en los niños.

En El guardián entre el centeno, el muchacho protagonista se imagina un campo donde juegan los niños y dice que es eso lo que le gustaría ser, alguien que escondido entre el centeno los vigila en sus juegos. El campo está al lado de un abismo, y su tarea es evitar que los niños puedan acercarse más de la cuenta y caerse. "En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos". El protagonista de la novela de Salinger no les dice que se alejen de allí, no se opone a que jueguen en el centeno. Entiende que ésa es su naturaleza, y sólo se ocupa de vigilarlos, y acudir cuando se exponen más de lo tolerable al peligro. Vigilar no se opone a consentir, sólo consiste en corregir un poco nuestra locura.

Creo que los padres que de verdad aman a sus hijos, que están contentos con que hayan nacido, y que disfrutan con su compañía, lo tienen casi todo hecho. Sólo tienen que ser un poco precavidos, y combatir los excesos de su amor. No es difícil, pues los efectos de esos excesos son mucho menos graves que los de la indiferencia o el desprecio. El niño amado siempre tendrá más recursos para enfrentarse a los problemas de la vida que el que no lo ha sido nunca.

En su reciente libro de memorias, Esther Tusquets nos cuenta que el problema de su vida fue no sentirse suficientemente amada por su madre. Ella piensa que el niño que se siente querido de pequeño puede con todo. "Yo no me sentí querida y me he pasado toda la vida mendigando amor. Una pesadez". Pero la mejor defensa de esta educación del amor que he leído en estos últimos tiempos se encuentra en el libro del colombiano Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos. Es un libro sobre el misterio de la bondad, en el que puede leerse una frase que debería aparecer en la puerta de todas las escuelas: "El mejor método de educación es la felicidad". "Mi papá siempre pensó -escribe Faciolince-, y yo le creo y lo imito, que mimar a los hijos es el mejor sistema educativo". Y unas líneas más abajo añade: "Ahora pienso que la única receta para poder soportar lo dura que es la vida al cabo de los años, es haber recibido en la infancia mucho amor de los padres. Sin ese amor exagerado que me dio mi papá, yo hubiera sido mucho menos feliz".

Los hermanos Grimm son especialistas en buenos comienzos, y el de Caperucita Roja es uno de los más hermosos de todos. "Érase una vez una pequeña y dulce muchachita que en cuanto se la veía se la amaba. Pero sobre todo la quería su abuela, que no sabía qué darle a la niña. Un buen día le regaló una caperucita de terciopelo rojo, y como le sentaba muy bien y no quería llevar otra cosa, la llamaron Caperucita Roja". Una niña a los que todos miman, y a la que su abuela, que la ama sin medida, regala una caperuza de terciopelo rojo. Una caperuza que le sentaba tan bien que no quería llevar otra cosa. Siempre que veo en revistas o reportajes los rostros de tantos niños abandonados o maltratados, me acuerdo de este cuento y me digo que todos los niños del mundo deberían llevar una caperuza así, aunque luego algún agua-fiestas pudiera acusar a sus padres de mimarles en exceso. Esa caperuza es la prueba de su felicidad, de que son queridos con locura por alguien, y lo verdaderamente peligroso es que vayan por el mundo sin ella. "Si quieres que tu hijo sea bueno -escribió Héctor Abad Gómez, el padre tan amado de Faciolince-, hazlo feliz, si quieres que sea mejor, hazlo más feliz. Los hacemos felices para que sean buenos y para que luego su bondad aumente su felicidad". (El País, 15/06/08)



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Gustavo Martín Garzo


"Si leyeran bien la Biblia, dejarían de creer", afirma Pieregiorgio Odifreddi en El País. Aunque es un ateo confeso, todavía tiene callos en los pies por culpa de su última experiencia mística, dice de él Jesús Ruiz Mantilla. Piergiorgio Odifreddi (Cuneo, Italia, 1950) acaba de regresar del Camino de Santiago, esa meca de la cristiandad que ha recorrido durante dos semanas con su amigo Sergio Valzania. El itinerario ha dado que hablar en Italia. Juntos han hecho en cada etapa un programa especial para la emisora RAI 3. La gracia está en que Odifreddi no cree, pero Valzania sí se confiesa católico a ultranza. “Al final hemos quedado como empezamos. Ni él me ha convencido a mí, ni yo he logrado quebrar su fe”, comenta, en un hotel del centro de Madrid, este escritor, matemático y profesor de lógica.

Pero en algo sí se han puesto de acuerdo: “Galicia es bellísima; Castilla, un poco aburrida con esas llanuras tan interminables”, comenta. “Y España, más laica que Italia, con diferencia. En nuestro país todavía no es posible criticar abiertamente a la Iglesia”, asegura Odifreddi. Quizá por eso, para frenar la larga mano del Vaticano sobre la libertad de expresión, se ha lanzado este ensayista a la yugular de la Iglesia. Lo ha hecho con un libro que resultó un impacto en su país y un éxito de ventas que dejó patente algo serio: “La fractura entre religión y laicismo que existe en mi país, con clara desventaja para los no creyentes”.

El título es tan directo que no deja lugar a dudas: Por qué no podemos ser cristianos y menos aún católicos (RBA). Ni que decir tiene que el texto de quien es hoy por hoy el látigo del laicismo en Italia ha supuesto una pesadilla entre las jerarquías. No por existir, sino porque el destino y los calendarios editoriales le lanzaron a las librerías a competir al tiempo con otro libro opuesto: Jesús de Nazaret, del papa Joseph Ratzinger.

“Durante semanas estuvimos alternándonos en el primero y el segundo lugar en las listas de los más vendidos”, comenta jocoso Odifreddi. Seguramente la curia habría preferido otro competidor. Pero al diablo no se le pone nada por delante. Sigue jugando fuerte y haciendo de las suyas. Ni con rosarios pudieron evitar que Odifreddi vendiera 200.000 ejemplares.

De manera que llega del Camino de Santiago… ¿Ni así ha encontrado la luz? Ha sido una experiencia interesante. Creo que es la primera vez que un ateo retransmite en Italia el Camino por la radio. El modelo fue la película de Buñuel La Vía Láctea, con aquellos dos personajes que combatían a golpe de dogmas y herejías.

Bueno, igual que siempre, ¿no? Aunque la herejía como concepto ha sido superada por una etiqueta mucho más digna que llamamos laicismo. En España tienen más suerte que en Italia en ese ámbito.

¿Usted cree? En España no existe un cardenal Martini, por ejemplo. Alguien que defienda tan abiertamente desde la jerarquía el sacerdocio para las mujeres o las bodas entre curas. Hombre, en España la derecha es católica, pero la izquierda es claramente laica. En Italia yo he militado en el Partido Democrático, de Walter Veltroni, y me salí porque no defendían el laicismo. Me lo pidió él. Yo pensé que era conveniente porque ya que dentro conviven varias corrientes, algunos podíamos alentar un aire de izquierda más radical y laico para frenar lo que nosotros llamamos facción teocón. Pero al final Veltroni no ha sido claro. Ha decidido no meterse en asuntos que tuvieran que ver con la Iglesia. Por más que le han preguntado, nada. Y yo me he ido del partido al ver que no se comprometía claramente.

¿Por qué la izquierda italiana no se decide a romper con la Iglesia? Las anteriores elecciones las ganó la izquierda por 20.000 votos. Con esa ventaja tan pequeña, nadie quiere ponerse en contra a una organización que controla a 30 millones de ciudadanos. Yo milité para intentarlo, pero es difícil en un partido que lidera alguien como Veltroni, un personaje a quien se le conoce como el señor pero también… Falta valentía. Esta oportunidad la hemos perdido.

Desde la izquierda, después de las primeras acciones de Berlusconi, ¿cómo se va digiriendo el resultado electoral? Por culpa de cosas como éstas se ha perdido. El partido de Veltroni no tiene identidad, es una refundación de viejas estructuras. Caben gente del antiguo Partido Comunista y de la Democracia Cristiana, empresarios y trabajadores… hay 120 diputados que se declaran abiertamente católicos. ¡Hasta la antigua Democracia Cristiana era mejor que esto! En cuanto a este Gobierno, es pura derecha.

Muchos lo califican de neofascista. Quítele el neo. Fini lo es. La Liga es racista y Berlusconi va a lo suyo. En la primera semana de mandato ya discutíamos de la televisión… Pero, en fin, este Gobierno sabemos lo que es. Sin embargo, con el partido de Veltroni no hay definiciones claras.

¿Le resulta ‘light’, descafeinado? Tiene miedo a ciertas cosas. A la Iglesia, para empezar. En España no ocurre esto. Yo leo artículos en la prensa de este país que en Italia serían impensables. Cuesta publicar ciertos asuntos.

¿Por eso ha decidido dejar sus posiciones claras en un libro? Con la óptica de un matemático, además. He escrito mucha divulgación científica. Con asuntos que relacionan ciencia y religión, como hice en El Evangelio según la ciencia, por ejemplo, o en Las mentiras de Ulises. Me he empeñado en hacer ver las matemáticas como una parte de la cultura, integrar ambos mundos.

Pero ¿cómo formula un matemático algo que carece de toda lógica? Este libro tiene dos inspiraciones claras. La obra de Bertrand Russell ¿Por qué no soy cristiano? y aquel de Benedetto Croce Por qué no podemos considerarnos cristianos. La idea nació porque cada año editamos un libro de Russell y tocaba hacer aquél. Lo releí y me pareció que había envejecido mal con el tiempo. Se lo dije al editor y él me propuso hacer una interpretación propia. Así que me metí un semestre en Nueva York al Instituto de Estudios Italianos en la Universidad de Columbia. Estudié a fondo la Biblia y el catecismo. Mis amigos me encontraban siempre con ambos libros a cuestas y me preguntaban: “¿Qué te ocurre?”.

Normal… Le verían como un converso o temían alguna andanada suya. ¡Quién sabe! El caso era hacer una lectura a fondo, una crítica de la religión no desde perspectivas políticas de injerencia en la vida pública y todo eso, sino de observarlo desde una concepción teológica, desde dentro, y descubrir sus anacronismos. Su concepción violenta, cruel, sanguinaria de la vida, sobre todo en el Antiguo Testamento. Por eso se han molestado también los judíos, que me han acusado de antisemita.

Es que reparte para todos. Normal. Los cristianos han heredado el Antiguo Testamento y uno no sabe por qué lo han hecho.

Lo acometieron además de manera acrítica. Completamente. Hubo algunos que quisieron eliminarlo. Creían que el Dios bueno del Nuevo Testamento no requería la ira del anterior. No se aceptó, allá ellos.

¿Le han amenazado? Algunos me han escrito diciéndome que diera gracias porque los cristianos no fueran como los islamistas, que si no ya lo habría pagado. He pensado en hacer algo que se titulara Por qué no podemos ser islámicos, pero es que en Italia son cuatro y no sería útil. Además decretarían una fatwa, y es lo que me faltaba.

Todavía hay cosas que no nos dejan tocar. Y tanto, en Italia existen directores de periódicos que reconocen que los dogmas de fe son un cuento, pero que no pueden escribirlo porque el mero hecho de ponerlo en duda ya crea un conflicto.

Como por ejemplo… Lo peor es poner en duda la propia existencia de Jesucristo. No hay constancias históricas serias. Son relatos construidos a posteriori. Decir esto ya es algo escandaloso.

Igual que poner en duda la virginidad de María, que lo que uno no sabe muy bien es por qué se sostiene lo contrario. ¡Aquella invención! ¡Increíble! Es un dogma con una historia muy interesante, de todas formas. Para eso se readaptó un pasaje del Antiguo Testamento que viene a decir: “Por aquí ha pasado Dios (refiriéndose al útero de la Virgen) y no lo hará nadie más”. Son las mismas palabras que utilizan para señalar una puerta de Jerusalén por la que pasó el Arca de la Alianza. Cogen un pasaje, se cambia de sitio y a nadie le importa.

A usted, después de haber escrito que Cristo puede ser hijo ilegítimo de un centurión romano, ¿no le han quemado? Pantera se llamaba el hombre. Pero todo eso ya se comentaba en la época más próxima. En fin, yo no creo que haya mucha gente que se lo trague a estas alturas. Creo que es una pose social sostener estas cosas, pero que en realidad no lo piensan. Es una convención. Ni eso, ni la trinidad, ni la transustanciación… Ni la resurrección se puede explicar científicamente. No es un milagro. Las bacterias del tétanos, por ejemplo, pueden producir una muerte aparente. Pudo haberlo cogido clavado en la cruz.

Existen explicaciones racionales para todo aquello que pasa en el Evangelio, pero no las hay para todo lo que dicen en él. Cierto, cierto. El Evangelio tiene tres inspiraciones. Una, la del profeta, la del Jesús de la montaña, el de los bienaventurados. Luego está la del charlatán. En Palestina, hace 2000 años, había muchísimos. La última es la del Jesús revolucionario. Uniendo las tres, se ha forjado esta historia.

Una historia que tiene después la suya propia. Ésa es la más interesante. Apasionante. Entender cuáles son las fuentes de esos escritos, desmembrarlos, acotarlos. Los apócrifos, tratarlos desde el punto de vista lingüístico, de la arqueología del lenguaje, los pasos que ha sufrido tras los diferentes concilios, todo eso. Las discusiones, las herejías que pintaban a Jesús como una realidad virtual, como el personaje de una película, como un ser que nunca existió porque nunca había podido encarnarse al ser Dios precisamente. Así hasta nuestros días, porque el último dogma es de 1950, la asunción de la Virgen, que también trajo lo suyo.

¿Ah sí? Sí, porque los católicos pensaban que había ascendido sin saber si había muerto o no. Mientras que los ortodoxos sostienen que seguramente había muerto, pero no están seguros de que haya ascendido. ¿No es un cachondeo? Yo incluso llegué a hacer un cálculo científico. ¿Desde dónde ascendió? Verticalmente desde Jerusalén. ¿Con qué? Con el cuerpo. Suponiendo que lo haya hecho a la velocidad de la luz, lleva 2.000 años subiendo y, por tanto, todavía no ha atravesado nuestra galaxia. Por ahí sigue, está saliendo. Con cualquier telescopio potente en el mismo Jerusalén podríamos localizarlo. ¿Se da cuenta del ridículo?

En sus desmontajes, trata usted también los mandamientos. Los hebreos sostienen que hay más de 600, pero en el caso cristiano, uno de los más interesantes es el segundo, que se pierde, curiosamente. El que prohíbe alzar y construir imágenes.

¿Cuál de todos los dogmas es el que más le atrae? La transustanciación. La hostia, que se basa en un principio aristotélico. Va contra la idea de sustancia científica. A los papas les trae de cabeza.

¿De dónde le viene esa manía de ponerlo todo patas arriba? No hace falta tanto. Si quisiera hacer una verdadera cruzada, recomendaría una única cosa a la gente: que leyeran la Biblia con un punto de vista racional, con atención. Dejarían de creer inmediatamente. No hacen falta libros anticlericales.

Es que 200 años de Ilustración prenden finalmente en nuestra moral y en nuestra concepción de las cosas de manera contundente. Es así. Pese a que muchos insisten en que no puede haber moral sin religión. Era Chesterton quien decía que si no creías en Dios, podías creer en cualquier cosa. Yo ahora pienso lo contrario, que quien cree en Dios puede acabar tragándose cualquier cosa. Italia es de los países con más fe del mundo, por eso seis millones de italianos consultan también a magos, quirománticos, echadores de cartas. Si te crees lo de la trinidad o la virginidad, te entra todo. Tampoco es justo ese discurso de que los laicos no creemos en nada. No es cierto, lo hacemos en los ideales. Pero no en los dogmas.

Eso que tanto espanta ahora del relativismo, ¿cómo lo ve? Ahh… Ratzinger es un ultraconservador antipático y obtuso. Estas cosas lo prueban. Es un asunto que demuestra la incapacidad de la Iglesia para entender casos como el de Galileo. Le han perdonado 400 años después de haberle condenado por algo que era cierto, pero no han entendido nada. Lo admiten muchos miembros de la Iglesia, aunque luego lo pagan. Lo dijo George Coyne, un jesuita que fue el encargado del Observatorio Astronómico del Vaticano durante 25 años. Aseguraba que no se había comprendido la magnitud de ese caso. ¿Y qué pasó con él? Que lo licenciaron. Este mismo pidió públicamente al Papa que definiera sus posiciones sobre el evolucionismo y le cesaron.

Los jesuitas, ¿son otra cosa? Son los más incisivos, sin duda. Plantean abiertamente sus dudas sobre muchos dogmas. Existe una anécdota fantástica que los define. Cuando descubrieron la momia de Jesús en Jerusalén, los franciscanos decían: es cierto lo que sufrió por nosotros, las heridas están a la vista, debemos amarlo todavía más. Los dominicos se plantearon: cuidado, que si está aquí es que no ha resucitado, vamos a tener problemas con el dogma. Y los jesuitas dedujeron: ahí lo tenemos; por tanto, ha existido. ¿No es genial?

Martini es un buen ejemplo de jesuita. Bueno, es que él ha llegado a criticar hasta el libro del Papa sobre Jesús de Nazaret. Es raro, pero es que es la minoría.

¿Es necesario escribir libros así contra la Iglesia o es darle demasiada importancia a todo aquello que no debería ni siquiera ser debatido porque va contra toda razón? No sólo es necesario. Es que me parece poco todo lo que se pueda argumentar en contra. He tratado de escribir un libro serio, sin despreciar también la ironía. Aunque sobre todo he intentado hacer una crítica rigurosa basada en principios teológicos y la prueba de que ha calado es lo que les ha molestado. La importancia de la Iglesia es un hecho, no es que se la dé yo. No escribiría un libro preguntándome por qué no somos raelianos. Me da exactamente lo mismo. En Italia, 30 millones de personas se declaran católicos. La Iglesia posee un cuarto de los bienes inmuebles, de nuestros edificios.

Como inmobiliaria no hay quien pueda con ella. Exacto. Además, en Italia, el Papa vive dentro. Una solución sería enviarlo a Jerusalén. Dejemos Roma para los romanos.

En España vive el Opus, que también impone. Una organización que ha ganado muchísimo poder dentro de la Iglesia por culpa de Juan Pablo II, por cierto. Él llevó a la bancarrota las finanzas vaticanas para financiar al sindicato Solidaridad. Fue el Opus quien tapó el agujero.

Otro de los asuntos que trata en el libro es el creacionismo. No creamos que es sólo un invento de Estados Unidos, aunque ha sido allí donde se ha desarrollado más. En Italia, ya el primer Gobierno de Berlusconi lo reivindicó, y no me extrañaría que ahora volvieran a la carga. Me hace gracia que ahora, para hacer el Camino, mi compañero ha llevado la Biblia. Yo, en cambio, elegí El origen de las especies, de Darwin. Me ha impresionado su visión de futuro. Todas las objeciones cretinas que le ponen hoy al evolucionismo, Darwin las prevé y además las responde en el libro con anticipación.

¿Lo vio venir? Exacto, y basta leerlo para frenarles. Pero el problema es que son insaciables. Porque tampoco el evolucionismo va contra la religión. El problema está no tanto en la creación del mundo, sino en el momento que surge el hombre. Ahí tenían que poner su sello.

Inventar la culpa. ¿Sin culpa no hay negocio? Eso es.

¿Y por qué de entre todo el cristianismo, lo que menos se sostiene para usted es el catolicismo? Porque son los que más dogmas imponen y, por tanto, los más fáciles de rebatir.

Más cuando la mayoría son imposiciones caprichosas, a expensas de los papas, los concilios, las alianzas de poder. Como la infalibilidad pontificia, el dogma que más sospechas despierta entre los creyentes. Encuestas de universidades católicas aseguran que en la infalibilidad del papa sólo cree un 30% de católicos. Es el dogma más débil. Hay otras cosas más absurdas, como que el 40% de los que tienen fe cree que san Juan se convirtió en hijo de la Virgen ante la cruz. Lo que le digo: si leyeran con atención los evangelios, dejarían de creer automáticamente. (El País Semanal, 15/06/08)



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Piergiorgio Odifredi



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Publicada originariamente el 16/6/2008
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lunes, 4 de febrero de 2019

[PÍLDORAS LITERARIAS] Hoy, con "La muerte en Samarra", de Gabriel García Márquez





La noción de brevedad ronda siempre las consideraciones sobre la minificción de los minirrelatos. Aunque la brevedad no sea, ni con mucho, el único rasgo que es necesario observar en estas brillantes construcciones verbales, resulta lógico que para el lector común, e inclusive en cierta medida para el escritor, resalte de manera especial. 

Fue, en efecto, la primera característica que llamó la atención de lectores y críticos de esta forma literaria: la que primero produjo desconcierto y, a partir de allí, admiración. Ocurre, sin embargo, que tal noción es eminentemente subjetiva. Se puede considerar breve un relato de ocho o diez páginas, pero también lo será uno de un par de páginas, e igualmente, y con mayor razón, algún texto de extensión aún menor, que podremos describir en función de un determinado número máximo de líneas o de palabras, y no de páginas ni de párrafos. 

Pesan en este sentido la tradición de una literatura, y también la implícita comparación -casi instintiva, casi subconsciente- que formulamos con otros textos que conocemos, o bien con lo que se considera cuento o relato en nuestra propia literatura o en una distinta de ella. ¿Habremos de aceptar una categoría nueva, la del microrrelato brevísimo o hiperbreve, aunque el nombre resulte redundante? ¿O bien entenderemos que hay casos en que el escritor extrema alguna de las características que también tienen otros textos de este tipo, y ese hecho es percibido por el lector como un factor de diferenciación? 

Continúo hoy la serie de Retazos literarios con el titulado La muerte en Samarra, del escritor colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014​), que en 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura. Está relacionado de manera inherente con el realismo mágico y su obra más conocida, la novela Cien años de soledad, es considerada una de las más representativas de este movimiento literario, e incluso se considera que por el éxito de la novela es que tal término se aplica a la literatura surgida a partir de los años 1960 en América Latina.En 2007 la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española publicaron una edición popular conmemorativa de esta obra, por considerarla parte de los grandes clásicos hispánicos de todos los tiempos. Fue famoso tanto por su genialidad como escritor como por su postura política. Su amistad con el líder cubano Fidel Castro fue bastante conocida, y criticada, en el mundo literario y político. Les dejo con su relato:



LA MUERTE EN SAMARRA
por
Gabriel García Márquez

El criado llega aterrorizado a casa de su amo.-Señor -dice- 
he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho una señal de amenaza.
El amo le da un caballo y dinero, y le dice:-Huye a Samarra.
El criado huye. Esa tarde, temprano, el señor 
se encuentra la Muerte en el mercado.
-Esta mañana le hiciste a mi criado una señal de amenaza -dice.
-No era de amenaza -responde la Muerte- 
sino de sorpresa. Porque lo veía ahí, 
tan lejos de Samarra, y esta misma
 tarde tengo que recogerlo allá.

FIN






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martes, 11 de julio de 2017

[A vuelapluma] García Márquez visto por Vargas Llosa





Cien años de soledad, publicada hace medio siglo, fascinó a Mario Vargas Llosa, que consagró a la obra de Gabriel García Márquez un estudio pionero. En esta conversación con el ensayista colombiano Carlos Granés, Vargas Llosa recuerda aquella fascinación y repasa las luces y sombras de un escritor al que conoce como pocos. Pero también merece la pena leer la reseña que de esa conversación, y de la relación entre los dos grandes premios Nobel de Literatura hace el escritor y periodista Juan Cruz en El País. 

El pasado jueves, 6 de julio, Mario Vargas Llosa (1936) conversó con el ensayista colombiano Carlos Granés dentro de un curso dedicado a la obra de Gabriel García Márquez (1927-2014). Durante una hora, hablaron de la obra del autor de Cien años de soledad y de la amistad que unió a ambos escritores desde que se conocieron en 1967 hasta su ruptura en 1976. Los fragmentos que siguen son un extracto de esa conversación que reproduce la revista Babelia en su último número.

Gabriel García Márquez publicó Cien años de soledad el 5 de junio de 1967. Poco después conoció personalmente en Caracas a Mario Vargas Llosa. Ambos mantenían ya una intensa relación epistolar que se transformó en amistad. Cuatro años más tarde, el Nobel peruano publicó Gabriel García Márquez: Historia de un deicidio, un monumental análisis de la obra del colombiano que sigue siendo una referencia para los estudiosos del Nobel de Aracataca. Esta semana la Cátedra Vargas Llosa ha dedicado uno de los cursos de verano de la Universidad Complutense de Madrid a homenajear al creador de Macondo. La conversación entre Carlos Granés y el autor de La ciudad y los perros reproducida parcialmente en estas páginas formó parte de ese curso.

I. Descubrimiento de un autor. 

Yo trabajaba en París en la radio televisión francesa, tenía un programa de literatura en el que comentaba los libros que aparecían en Francia y que pudieran tener interés en América Latina. En 1966 llegó un libro de un autor colombiano: Pas de lettre pour le colonel. Era El coronel no tiene quien le escriba. Me gustó mucho por su realismo tan estricto, por la descripción tan precisa de este viejo coronel que sigue reclamando una jubilación que nunca le llegará. Me impresionó mucho conocer a este escritor que se llamaba García Márquez.

II. Novela a cuatro manos. 

Alguien nos puso en contacto, no sé si yo fui el primero en escribirle o él a mí pero tuvimos una correspondencia bastante intensa con la que nos fuimos haciendo amigos antes de vernos las caras. En un momento surgió el proyecto de escribir una novela a cuatro manos sobre una guerra que hubo entre Perú y Colombia en la región del Amazonas. García Márquez tenía mucha más información que yo sobre la guerra, en sus cartas me contaba muchos detalles, posiblemente muy exagerados para hacerlos más divertidos y pintorescos, pero ese proyecto sobre el que intercambiamos correspondencia un buen tiempo se eclipsó. Habría sido muy difícil romper la intimidad de lo que cada uno escribía y exhibirlo frente al otro.

III. Amistad a primera vista. 

Cuando nos vimos las caras en el aeropuerto de Caracas en 1967 ya nos conocíamos y ya nos habíamos leído, pero el contacto fue inmediato, la simpatía recíproca y creo que al salir de Caracas ya éramos amigos. Y casi, casi diría que íntimos amigos. Luego estuvimos juntos en Lima, donde yo le hice una entrevista pública en la Universidad de Ingeniería, uno de los pocos diálogos públicos de García Márquez, que era bastante huraño y reacio a enfrentarse a un público. Detestaba las entrevistas públicas porque en el fondo tenía una enorme timidez, una gran reticencia a hablar de manera improvisada. Todo lo contrario a lo que era en la intimidad, un hombre enormemente locuaz, divertido, que hablaba con una gran desenvoltura.

IV. Devotos de Faulkner.

Creo que lo que más contribuyó a nuestra amistad fueron las lecturas: los dos éramos grandes admiradores de Faulkner. En esa correspondencia que intercambiamos hablábamos mucho de Faulkner, la manera como nos había puesto en contacto con la técnica moderna, con una manera de contar sin respetar la cronología, cambiando los puntos de vista... El común denominador entre nosotros fueron esas lecturas. Él había tenido una enorme influencia de Virginia Woolf. Hablaba mucho de ella. Yo, de Sartre, a quien García Márquez creo que ni siquiera había leído. No tenía mayor interés por los existencialistas franceses, muy importantes en mi formación. Por Camus creo que sí, pero él había leído más literatura anglosajona.

V. Ser latinoamericanos.

Al mismo tiempo los dos estábamos descubriendo que éramos escritores latinoamericanos más que peruanos o colombianos, que pertenecíamos a una patria común que hasta entonces habíamos conocido poco, con la que apenas nos habíamos identificado. La conciencia que existe hoy de América Latina como una unidad cultural prácticamente no existía cuando éramos jóvenes. Eso empezó a cambiar a partir de la revolución cubana, el hecho central que despierta la curiosidad del mundo por América Latina. Al mismo tiempo esa curiosidad hace que se descubra que había una literatura novedosa.

VI. Cuba y el ‘caso Padilla’.

García Márquez ya había pasado por un proceso parecido, sólo que con muchísima más discreción, de un cierto desencanto con la revolución cubana. Él fue a Cuba para trabajar en Prensa Latina, como Plinio Apuleyo Mendoza, su gran amigo. Trabajaron ahí mientras Prensa Latina mantuvo una cierta independencia del Partido Comunista. Pero el Partido Comunista, de una manera que no trascendía a la opinión pública, se puso como blanco la captura de Prensa Latina. Cuando la captura, tanto Plinio como él son purgados. Para García Márquez supone un choque personal y político. Él guardó una enorme discreción sobre este asunto, pero cuando lo conocí, yo era un gran entusiasta de la revolución cubana y él muy poco, incluso adoptaba una posición un poco burlona, como diciendo “¡muchachito, espérate, ya verás!”. Esta era la actitud que tenía en privado, no en público. Cuando ocurre el caso Padilla en 1971 él ya no estaba en Barcelona, no sé si fue una partida temporal o definitiva, no lo recuerdo, sí recuerdo que cuando detienen a Padilla y lo llevan preso bajo acusaciones de que es agente de la CIA nosotros tuvimos una reunión en mi casa de Barcelona, con Juan y Luis Goytisolo, Castellet y con Hans Magnus Enzensberger para armar una carta de protesta por la captura de Padilla. En esa carta que firmaron muchos intelectuales, Plinio dijo que había que poner el nombre de García Márquez y nosotros le comentamos que habría que consultarlo. Yo no podía hacerlo porque no sabía dónde estaba en aquel momento, pero Plinio decidió poner la firma igualmente. Por lo que yo supe, García Márquez protestó enérgicamente a Plinio. Yo ya no tuve contacto con él. Después de que Padilla saliera de los calabozos, tras acusarlo a él y a todos los que le habíamos defendido de ser agentes de la CIA —algo disparatado— hicimos una segunda carta de protesta que él ya no quiso firmar. A partir de entonces la postura de García Márquez contra Cuba cambió totalmente: se acercó mucho, empezó a ir de nuevo —no había vuelto desde que lo purgaron— y a aparecer en fotos junto a Fidel Castro, a mantener esa relación que mantuvo hasta el final de gran cercanía con la revolución cubana.

VII. Amigo de Fidel Castro.

No sé exactamente qué es lo que ocurrió, después del caso Padilla ya no mantuve ninguna conversación con él. La tesis de Plinio es que aunque García Márquez sabía que muchas cosas andaban mal en Cuba, él tenía la idea de que América Latina debería tener un futuro socialista y que de todas maneras, aun cuando muchas cosas no funcionaran en Cuba como debía ser, Cuba era una especie de ariete que estaba rompiendo el inmovilismo histórico de América Latina, que estar con la revolución cubana era estar a favor del futuro socialista de América Latina. Yo soy menos optimista. Creo que García Márquez tenía un sentido muy práctico de la vida, que descubrió en ese momento fronterizo, y se dio cuenta de que era mejor para un escritor estar con Cuba que estar contra Cuba. Se libraba del baño de mugre que recibimos todos los que adoptamos una postura crítica. Si estabas con Cuba podías hacer lo que quisieras, jamás ibas a ser atacado por el enemigo verdaderamente peligroso para un escritor, que no es la derecha sino la izquierda. La izquierda es la que tiene el gran control de la vida cultural en todas partes, y de alguna manera enemistarse con Cuba, criticarla, era echarse encima un enemigo muy poderoso y además exponerse a tener que estar en cada situación tratando de explicarse, demostrando que no eras un agente de la CIA, que ni siquiera eras un reaccionario, un pro-imperialista. Mi impresión es que de alguna manera la amistad con Cuba, con Fidel Castro lo vacunó contra todas esas molestias.

VIII. Cien años de soledad.

Me deslumbró Cien años de soledad, me habían gustado mucho sus obras anteriores, pero leer Cien años de soledad fue una experiencia deslumbrante, me pareció un magnífica novela, extraordinaria. Nada más leerla escribí un artículo que se llamó “Amadís en América”. En aquella época yo era un entusiasta de las novelas de caballería y me pareció que por fin América Latina había tenido su gran novela de caballería en la que prevalecía el elemento imaginario sin que desapareciera el sustrato real, histórico, social, que tenía esa mezcla insólita. Esta impresión mía fue compartida por un público muy grande. Entre otras características, Cien años de soledad tenía el abc de pocas obras maestras, la capacidad de ser un libro lleno de atractivos para un lector refinado, culto y exigente o para un lector absolutamente elemental que solo sigue la anécdota y no se interesa por la lengua ni por la estructura. No sólo empecé a escribir notas sobre la obra de García Márquez sino a enseñar a García Márquez. El primer curso que di fue de un semestre en Puerto Rico. Luego en Inglaterra y finalmente en Barcelona. De esta manera, sin habérmelo propuesto, con las notas que tomé en estos cursos fue surgiendo el material que terminó en el libro Historia de un deicidio.

IX. Gabito y el año perdido.

García Márquez leyó Historia de un deicidio, sí. Me dijo que tenía el libro lleno de anotaciones y que me lo iba a dar. Nunca me lo dio. Tengo una anécdota curiosa con ese libro. Los datos biográficos me los dio él y yo le creí, pero en un viaje en barco a Europa paré en un puerto colombiano y ahí estaba toda la familia de García Márquez, entre ellos el padre, que me preguntó: “¿Y usted por qué le cambió la edad a Gabito?” “Yo no le he cambiado la edad. Es la que él me dijo”, contesté. “No, usted le ha quitado un año, nació un año antes”. Cuando llego a Barcelona le conté lo que me había dicho su padre y se incomodó mucho, tanto que cambié de tema. No podía ser coquetería de García Márquez.

X. Poeta, no intelectual.

Era enormemente divertido, contaba anécdotas maravillosamente bien, pero no era un intelectual, funcionaba más como un artista, como un poeta, no estaba en condiciones de explicar intelectualmente el enorme talento que tenía para escribir. Funcionaba a base de intuición, instinto, pálpito. Esa disposicion tan extraordinaria que tenía para acertar tanto con los adjetivos, con los adverbios y sobre todo con la trama y la materia narrativa no pasaba por lo conceptual. En aquellos años en los que fuimos tan amigos yo tenía la sensación de que muchas veces él no era consciente de las cosas mágicas, milagrosas que hacía al componer sus historias.

XI. El otoño del patriarca.

No me gustó. Quizá sea un poco exagerado decirlo así pero me pareció una caricatura de García Márquez, como si se imitara sí mismo. El personaje no me . parece nada creíble. Los personajes de Cien años de soledad, al mismo tiempo que desenfrenados y más allá de lo posible, son siempre verosímiles, la novela tiene la capacidad de hacerlos verosímiles dentro de su exageración. En cambio, el personaje del dictador me pareció muy caricatural, un personaje que era como una caricatura de García Márquez. Además me parece que la prosa no le funcionó, que en esa novela él intentó un tipo de lenguaje muy distinto al que había utilizado en las novelas anteriores y no le salió. No era una prosa que diera verosimilitud y persuasión a la historia que contaba. De todas las novelas que él ha escrito me parece la más floja.

XII. El poder.

García Márquez tenía una fascinación enorme por los hombres poderosos, su fascinación no solo era literaria sino también vital, un hombre capaz de cambiar las cosas por el poder que tenía le parecía una figura enormemente atractiva, fascinante. Se identificaba muchísimo con esos poderosos que habían cambiado su entorno gracias a su poder, en el buen sentido y en el mal sentido por igual. Un personaje como el Chapo Guzmán creo que le habría fascinado a García Márquez, inventar un personaje como el Chapo Guzmán o como Pablo Escobar estoy seguro de que para él sería tan absolutamente fascinante como Fidel Castro o como Torrijos.

XIII. El futuro.

¿Será recordado García Márquez solamente por Cien años de soledad o sobrevivirán también sus otros cuentos y novelas? Eso no podemos saberlo desgraciadamente, no sabemos qué va a ocurrir dentro de 50 años con las novelas de los escritores latinoamericanos, es imposible saberlo, hay muchos factores que intervienen en las modas literarias. Creo que lo que sí se puede decir de Cien años de soledad es que va a quedar, puede ser que haya largos periodos en los que se olviden de ella pero en algún momento esa obra resucitará y volverá a tener la vida que los lectores dan a un libro literario. En esa obra hay suficiente riqueza como para tener esa seguridad. Ese es el secreto de las obras maestras. Ahí están, pueden quedar enterradas pero sólo provisionalmente porque en un momento dado algo hace que esas obras vuelvan a hablarle a un público y vuelvan enriquecerlo con aquello que enriqueció en el pasado a sus lectores.

XIV. Ruptura.

¿Volviste a ver a García Márquez? No, nunca... Estamos entrando en terrenos peligrosos, creo que es el momento de poner fin a esta conversación [risas] ¿Cómo recibiste la noticia de la muerte de García Márquez? Con pena desde luego. Es una época que se termina, como con la muerte de Cortázar o Carlos Fuentes. Eran magníficos escritores pero fueron además grandes amigos, y lo fueron en un momento en el que América Latina llamó la atención del mundo entero. Como escritores vivimos un periodo en el que la literatura latinoamericana era una credencial positiva. Descubrir que de pronto soy el último sobreviviente de esa generación y el último que pueda hablar en primera persona de esa experiencia es algo triste.

Hasta ahí, la conversación entre Vargas Llosa y Carlos Granés, pero no se pierdan la reseña al respecto de Juan Cruz. Merece la pena.

Estos días han sido muy lluviosos en Madrid; llovía como en Macondo, comienza diciendo Cruz. Mientras Mario Vargas Llosa hablaba en El Escorial de Cien años de soledad y de quien fue su amigo, Gabriel García Márquez, Jaime Abello, director de la fundación de Gabo en Cartagena de Indias, desafiaba la lluvia para llegar a un curso que codirigía con el periodista Antonio Rubio en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Diluviaba antes y diluviaba después y siguió diluviando y diluviará aún más sobre lo que dijo Vargas Llosa, y siempre diluviará sobre aquella novela maravillosa de la que se hablaba esa tarde, bajo un diluvio de mil demonios, en El Escorial, en Madrid y seguramente sobre Macondo.

La constelación lluviosa era magnífica, en todo caso. En la Universidad Rey Juan Carlos se contaban cosas bellas de la escritura de Gabo. Jorge F. Hernández, mexicano ahora de Lavapiés, recordó, para regocijo de Abello, que Gabo lo llamaba de madrugada para verificar con él (y lo había hecho con otros, médicos o legos) cuánto tarda en morir un hombre mordido por un perro rabioso; Abello, Antonio Rubio, los periodistas presentes, los que habían hablado, se habían referido a la capacidad que tienen todas las obras de Gabo para transmitir el enorme poder de su prosa periodística, que se cuela como una obligación de verificación en sus textos más novelescos e incluso más noveleros.

En el otro lado del diluvio se producían algunas coincidencias que conviene tener en cuenta para decir luego algo sobre el diluvio políticamente correcto que ha caído sobre la cabeza del hombre que escribió el mejor texto sobre Cien años de soledad y sobre Gabriel García Márquez, con el que tuvo la diferencia personal más publicitada de la historia de la literatura española después de Góngora y Quevedo. El curso en el que Mario Vargas Llosa se sentaba a hablar, por fin, de su amigo perdido en 1976, después de una reyerta que duró un minuto, para toda la vida, estaba organizado por la cátedra que él preside y que lleva su nombre. Su interlocutor fue Carlos Granés, un intelectual de prestigio, ensayista, ganador del Premio Isabel de Polanco, antólogo de Vargas y perfecto conocedor de su paisano, Gabriel García Márquez. Fue una conversación poliédrica, que no huyó de ningún diluvio, como se comprueba en la transcripción que publicó el sábado Babelia.

Por tanto, ahí se habló (habló Vargas Llosa) de aquella novela maravillosa, de otras que le parecieron menos maravillosas, o que no le gustaron en absoluto, y se rozó el famoso rifirrafe, que Vargas despachó como por cierto lo despachaba su ilustrísimo colega: con el silencio. Los que especulan son los otros. Granés, que es también un excelente entrevistador, le preguntó por la política. Ahí se abrió entre un Nobel, el peruano, y el otro Nobel, el colombiano, un abismo acrecentado por la trayectoria que ambos siguieron ante la Revolución cubana. Las declaraciones de Vargas Llosa han irritado, como si constituyeran una novedad en su manera de referirse a aquella época; como si el caso Padilla (que sigue sucediendo) no hubiera sucedido antes.

Y lo que en El Escorial pasó, bajo el diluvio, es lo que siempre pasa cuando le piden a Vargas Llosa que hable de algo que tiene sustancia: va al fondo de la sustancia, y como dice cosas que no todo el mundo comparte, se le acusa de equivocarse de sustancia. Suele ser así. Octavio Paz pidió que lo echaran de México porque Mario se refirió al PRI como “la dictadura perfecta”. Cuando fue a Jerusalén (a defender a los palestinos) lo políticamente correcto procuró borrar ese viaje para que no pareciera que este maldito sionista projudío siguiera siendo el sionista projudío hijo y padre putativo del capitalismo mundial.

Sobre Vargas Llosa lleva años diluviando lo políticamente correcto; es mejor leerle al bies que leerle. Es mejor imaginar que dice exabruptos que leer sus argumentos (que lo son) para entender que las posiciones que defiende, o las historias que desarrolla, están marcadas por la intención de pensar y de expresar lo pensado. Y que esa es, en el periodismo, en la política y en la vida, la sustancia de la democracia y de la controversia a la que se debe someter la inteligencia de criticar a otros.

Amo a Gabo, amo ese libro; en algunas cosas que dijo Vargas Llosa estoy en desacuerdo; ese desacuerdo es intuitivo, es difícil saber tanto como él, que más quisiera; él sabe más de Cien años de soledad que la mayor parte de la gente que diluvia sobre él. De hecho, fue el primero que supo más, y sigue diciendo, por escrito y hablando como en El Escorial, cómo ama sin reserva alguna (diez sobre diez) ese libro maravilloso, o cómo ama el tan extraordinario El coronel no tiene quien le escriba, una suma artis de Gabo. Pero el desacuerdo ahora, no solo en este caso, basta para que a alguien se le lance todo el agua de lo políticamente correcto, para inundarlo, para ahogarlo.

Siento que esta oportunidad gozosa de escuchar a un escritor extraordinario hablando de la obra de arte de otro escritor extraordinario se tope con los artilugios ya famosos de la intransigencia sobre la opinión o la descripción o la palabra que no nos gusta. Ya no pueden expulsarlo de México, por ejemplo; pero de lo que estoy seguro es de que si él no dijera estas cosas sobre la escritura de otros la literatura de nuestro tiempo sería mas difícil de entender, menos gloriosa.

De estos cursos bajo el diluvio Gabo ha salido triunfante, también en El Escorial, en muy gran medida gracias a Mario Vargas Llosa, el autor de Historia de un deicidio.




Dibujo para Babelia por Fernando Vicente



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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