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domingo, 6 de agosto de 2017

[A vuelapluma] El mundo de hoy





En el prólogo de una de los libros más hermosos que he leído nunca, Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, su autora cita una impresionante frase de Gustave Flaubert: "Los dioses no estaban ya y Cristo no estaba todavía. Y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único en que el hombre estuvo solo". La cuestión es que por una de esas asociaciones de ideas que surgen sin saber muy bien por qué, leyendo las páginas finales de La democracia en Europa de Daniel Innerarity, he recordado la frase de Flaubert y su cita por Yourcenar. 

Cuenta Innerarity en su libro la anécdota de un presidente del parlamento alemán, aficionado a hacer coincidir sus visitas oficiales con países en los que había algo que cazar, que tuvo una experiencia desconcertante en la antigua colonia alemana de Togo. Mientras era conducido del aeropuerto a la ciudad, comenta, la multitud exclamaba algo cuyo significado le intrigaba. Su anfitrión le explicó entonces que el grito uhuru significaba independencia, lo que el huésped no conseguía entender pues Togo ya era independiente. "Sí, pero eso fue hace mucho tiempo y la gente se ha acostumbrado a ello", le aclaró el presidente togolés.

El mundo ha dado demasiadas vueltas en los últimos años, sigue diciendo Innerarity, pero muchos siguen entonando su grito particular como si aquí no hubiera pasado nada. Aunque nuestros rituales parezcan no haberse enterado, el mundo de Westfalia ha cambiado mucho en estos casi cuatrocientos años. Están produciéndose actualmente una serie de transformaciones de los espacios políticos en virtud de los cuales el mundo relativamente simple de los estados está siendo complementado por nuevos espacios con diferentes relevancia sociales y políticas. En este mundo cambiante hay muchas cosas que o bien han dejado de tener sentido o únicamente lo mantienen si se modifica el contexto, alcance y significado de lo que en su momento constituyó una evidencia. Conceptos como soberanía, marco constitucional, integridad territorial o autodeterminación necesitan ser repensados si no queremos ofrecer el mismo espectáculo que asombraba al visitante alemán.

El Estado nacional, añade, se ha convertido en un actor semisoberano. Buena parte de la política que hacen los estados nacionales está encaminada a simular que actúan en un contexto territorial definido y a disimular las implicaciones y relaciones extraterritoriales en que están atrapados. Se trata de un juego entre la ficción de unidad nacional y la realidad de las dependencias transnacionales. Estamos viviendo un momento de profundas mutaciones en la historia de la humanidad, con la peculiaridad de que ciertas formas de organización de la vida en común se nos están volviendo inutilizables a mayor velocidad que nuestra capacidad de inventar otras nuevas. El envejecimiento de los conceptos es más rápido que nuestras capacidades de reposición. En estos momentos históricos entre el "ya no" y el "todavía no", los seres humanos ofrecemos espectáculos diversos que podrían hacer reír a los togoleses, pues hay quien reivindica lo que ya tiene. quien defiende lo que no está vigente o quien promete lo que no puede, termina diciendo Innerarity.

¿Comprenden ahora el por qué de mi asociación de ideas con la frase de Flaubert citada por Yourcenar?: "Los dioses no estaban ya y Cristo no estaba todavía. Y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único en que el hombre estuvo solo". ¿Cómo ahora?, me pregunto...






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 29 de diciembre de 2015

[A vuelapluma] Cosas que uno siente por Navidad



Belén navideño tradicional


Si hay algo que me pone de los nervios es la ignorancia pedante trufada de fanatismo. Reconozco que hay mucho gilipollas suelto (lo digo sin ánimo injurioso alguno, sino en el coloquial sentido que da al adjetivo la Real Academia Española) que piensa que los no creyentes en dioses trinos y unos somos seres arreligiosos, carentes de espiritualidad y personas de moral relajada, por no decir amorales absolutos... La verdad es que me da igual lo que piensen los susodichos, pero se equivocan.

Por citar un ejemplo de espiritualidad profunda entre los no creyentes, mencionaría a Simone Weil, la joven filósofa francesa, muerta en 1943 a los 34 años de edad. Quizá la pensadora europea que mejor ha sabido entender la esencia del cristianismo en el siglo XX; un cristianismo que no necesita la existencia de un Dios para convertirse en el centro de la existencia humana, y cuyas raíces se hunden en los mitos más antiguos de la humanidad y del pensamiento filósofico y teológico de la antigua Grecia. O si prefieren otro, quizá más accesible, el del también francés Albert Camus y su humanismo cristiano sin Dios.

A mi el mito cristiano de la Navidad me parece bellísimo, y lo sigo celebrando cada año con mi familia, con mis hijas y mis nietos, y perdónenme la irreverencia si alguien se siente ofendido, con mis gatos, que también son animalitos de Dios. Y todo ello, con independencia de que el mito no se sostenga en realidad alguna, y que tenga precedentes claros en otros mitos mucho más antiguos como los de Isis, en el antiguo Egipto, o el del dios Mitra (también nacido en una cueva, de madre virgen, un 25 de diciembre, y adorado por magos y pastores que le traen regalos un 6 de enero). Líquido, blanco y en botella... Vale: pues sí, leche.

Los mitos son una forma de pensar el mundo. Lo dijo el antropólogo francés, (¡vaya por Dios, hoy va todo de franceses!) Claude Lévi-Strauss en un erudito y bellísimo libro del que ya he hablado en ocasiones anteriores en el blog: Mitológicas. Lo crudo y lo cocido, mitos que construyen una explicación total del mundo en toda su riqueza, y en los que toda realidad -física, biológica y espiritual- está determinada por ellos y en ellos.

El escritor castellano-leonés Gustavo Martín Garzo publicaba hace unos años en El País por estas mismas fechas un entrañable artículo titulado El buey y los ángeles, rememorando las navidades de su infancia. Como a él, a mí también me resulta imposible desprenderme de esas figuras maltrechas por los años, los hijos, los nietos y los gatos, que configuran nuestro Belén en el mejor rincón de nuestro hogar; celebración anual de la Navidad, tan Navidad como la de los creyentes, y con la misma fe y esperanza en un mundo, aquí, ahora y en el futuro, mucho mejor que el que nosotros heredamos de nuestros padres. Y todo sin dejar de reconocer que no es más que un mito, pero un mito central, junto a la herencia cultural greco-latina, para poder comprender lo que es y significa Occidente y su forma de pensar. 

Y no sé si fiel a una tradición que desconozco o simple fruto del azar, me encuentro de nuevo hace unos días, en el mismo periódico, otro hermoso artículo de Gustavo Martín Garzo titulado El papagayo verde, que habla de compasión, silencios, bondad con los desconocidos, y el peso del mundo y la realidad, quizá influido una vez más por los sentimientos a que nos hace proclives la Navidad. Lo hace tomando como excusa el proceso de redacción de la novela Un corazón simple, de Gustave Flaubert. Una novela corta, nos cuenta Martín Garzo, para escribir la cual Flaubert necesitó cinco meses intensivos de trabajo. "¿No le parece que nuestros amigos se preocupan poco de la Belleza. Y sin embargo es en el mundo lo único importante?", le cuenta Flaubert por carta a su amigo Turguéniev sobre sus dificultades para terminarla. Y es que, como bien dice Martín Garzo en su artículo citado "el arte no habla de lo que tenemos sino de lo que nos falta, ofreciéndonos una segunda vida". 

Un corazón simple, nos cuenta Martín Garzo, habla de ese mundo de la pequeña burguesía rural que Flaubert conocía como la palma de su mano y que ya había retratado magistralmente en Madame Bovary. Su protagonista, sigue contándonos, es Félicité, una abnegada mujer que vive a la sombra de su señora, cuidando a sus hijos y ocupándose de las tareas de la casa. Flaubert se detiene con puntilloso realismo en los pormenores de esa vida insignificante y nos habla de sus pesares y pequeñas alegrías, y de los seres que van pasando por su vida: un novio poco delicado, los hijos de su ama, un sobrino, un anciano al que cuida en su enfermedad. Unos mueren, otros se van de su lado o sencillamente la olvidan, y Félicité se queda sola. Casi es una anciana cuando una familia de indianos se muda a la casa vecina. Ella vive pendiente de sus conversaciones animadas, de su afición a la música, de sus vestidos alegres. Tienen un loro, que se llama Loulou. Lo han traído de sus lejanas tierras y a Félicité le fascinan sus colores tan vivos, su voracidad, sus gritos desdeñosos, su mirada desafiante. Pero los indianos no se adaptan bien ni a los inviernos ni al rigor de las costumbres de la comarca, y deciden regresar a sus tierras. Y como el loro es un estorbo para ese viaje se lo regalan a Félicité. Su vida cambia desde entonces, ya que el loro se transforma en su única compañía. A tal punto se obsesiona con él que, cuando muere, Félicité manda disecarle y le construye en su propio cuarto un pequeño altar que se convierte en el centro más secreto de sus fantasías.

Y para colmar el vaso de las cosas que uno siente por Navidad, hoy mismo, una buena amiga a la que no veo hace muchos años pero con la que guardo una entrañable complicidad epistolar, me pregunta con íntimo desasosiego como es posible celebrar en paz con uno mismo estas fiestas entrañables cuando miles de seres humanos, refugiados de las crisis humanitarias que asolan Oriente Medio y África del Norte, caminan sin rumbo ni futuro por estas cristianas tierras de Europa, que les rechaza y les teme a la vez. "Es necesario algo más que buenos pensamientos por esta gente...", me dice al final de su carta. Y no sé qué contestarle, porque no tengo respuesta alguna.

Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. Y ¡Feliz Año Nuevo! HArendt



Isla de Lesbos, Grecia (U.E.), Diciembre de 2015



Entrada núm. 2555
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