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domingo, 26 de mayo de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Universidad, corrupción y desprestigio





Nuestra obligación es crear una élite dotada de sentido crítico; pero en la mayoría de las universidades está sucediendo lo contrario, escribe el historiador español Felipe Fernández-Armesto es historiador, titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame, en Indiana, EEUU.

He aquí una de las grandes paradojas de nuestros tiempos, comienza diciendo Fernández-Armesto. Las universidades del mundo están experimentando una edad de oro, con más fondos, más clientela, más peso económico y más influencia social que nunca. Y jamás han sido -con unas pocas excepciones honradas- tan inútiles, tan corruptas ni tan irrelevantes para las necesidades urgentes y fundamentales de las sociedades que las nutren y las pagan.

La corrupción se ha manifestado recientemente de una forma chocante y sin precedentes. Altos cargos de algunas universidades de EEUU de enorme prestigio recibieron sobornos de William Singer, un profesional supuestamente dedicado a aconsejar a familias sobre temas de educación. Hijos de ricos y de celebridades ingresaron sin haber logrado las notas precisas en Yale, Georgetown y las universidades de Texas y de California, entre otras. Se manipularon certificados falsos. Se inventaron curricula vitae. Se plagiaron trabajos. Sobre todo, se entregó dinero en cantidades fabulosas -millones- en manos sucias de gente que ejercían cargos de confianza que debían ser sagrados e inviolables. Todavía no se han develado los límites del escándalo: se trata de docenas, tal vez de cientos de casos.

Claro que en cualquier sistema competitivo las familias buscarán formas de conseguir ventajas para sus hijos -empleando tutores, contratando clases privadas, explotando los privilegios que da el dinero o el enchufe social-; es un nivel de corrupción históricamente ineludible en el Occidente capitalista. Lo soportamos para poder mantener un sector universitario eficaz y políticamente independiente, y lo corregimos, dentro de lo que cabe, con becas y apoyo estatal a los hijos de los menos privilegiados. Pero lo que está pasando en EEUU es distinto: si se admite a ricos y tontos para excluir a pobres y hábiles, la universidad se convierte en un casino.

La corrupción del sector estadounidense es extrema pero muy representativa de estos tiempos. Graduarse parece ser imprescindible para un joven hoy. Pero los graduados concluyen su formación de un modo insuficiente y necesitan otro grado más o un curso de formación profesional para poder optar a una plaza. Se engordan las instituciones educativas, mientras sus alumnos se empobrecen y se colman de deudas. En gran parte del mundo, empresas turbias pagan programas de investigación para justificar prácticas más que cuestionables -modificaciones genéticas, daños al medio ambiente, manipulaciones de mercados- o llenar sus cofres con precios desorbitados de las drogas o inventos tecnológicos que se producen. Y gobiernos y organizaciones políticas hacen lo mismo para respaldar su propaganda. En algunos lugares, los profesores se eligen no por sus calidades intelectuales sino por su fiabilidad política. En China, las universidades son órganos de una dictadura para suprimir la religión y reprimir a la oposición política. Yen todo el mundo hemos visto a docentes sancionados o injustamente despedidos por ser demasiado liberales, o demasiado conservadores, o defensores del pluralismo cultural.

El programa típico de estudios en una universidad hoy ya no responde a los valores universales de la verdad, el humanismo y el servicio a los demás, sino a las prioridades comerciales y de consumo o a las exigencias particulares de partidarios de tal o cual moda política o tendencia social: en algunas instituciones, el fanatismo religioso o el libertarismo; en otras, el feminismo, el anticolonialismo, la política de género, el cientifismo, el laicismo y sobre todo la corrección política. Por poner mi ejemplo personal, tras una década de servicio en la Universidad de Notre Dame, por primera vez siento vergüenza por pertenecer a ella.

Tenemos unos murales pintados en los años 80 del siglo XIX en un estilo sentimental y romántico característico de la época por un pintor italiano, Lugi Gregori, a quien contrataron los sacerdotes que gestionaban la universidad para reivindicar el catolicismo norteamericano. Fue una época difícil para la iglesia en Estados Unidos, entre el odio y violencia del Ku Klux Klan, el rechazo por el nuevo ateísmo que iba aumentando su influencia en círculos intelectuales, y la ferocidad política del movimiento anticatólico y anti-inmigrante. El protagonista de los murales es el que estaba considerado como el gran héroe del catolicismo americano en aquel momento: Cristóbal Colón, símbolo de la llegada del cristianismo al Nuevo Mundo. Para representar a los personajes de la Corte de los Reyes Católicos, Gregori retrató a varios profesores de la Universidad, enfatizando así el papel de Notre Dame en la perpetuación del trabajo lanzado por el Christo ferens genovés.

Las pinturas son, por tanto, parte imborrable de la historia del centro y un recuerdo de una época en la que el imperialismo se entendía positivamente en el país de la doctrina del Destino manifiesto. Pues bien, un puñado de supuestos ofendidos denuncia ahora las imágenes de Gregori porque, dicen, suponen un menosprecio a los indígenas. No es así: la visión compleja de Gregori correspondía a la del mismo Colón, para quien los indígenas eran en ciertos aspectos moralmente superiores a los europeos por su inocencia, su sencillez, y su pobreza. Los dibuja con la dignidad de nobles salvajes, ostentando hacia Colón, en sus momentos de desgracia y condena, simpatía y humanidad profundas. Pero, para acatar la ignorancia y el victimismo fingido, la Universidad se ha propuesto ocultar los murales como si fueran las patas excesivamente sinuosas del piano de una matrona mojigata de la época isabelina.

Así que mi Universidad, que solía ser un oasis de libertad en el desierto de la corrección política, ha acabado siendo como las demás en Estados Unidos. Sin defender la verdad, que es lo propio de las letras y las ciencias, se ha dejado vencer por la ignorancia. Propuse al rector que, en lugar de ocultar los murales, encargara una nueva obra para homenajear a los indígenas cuyos terrenos ancestrales ocupa el campus. Ni me contestó. Curioso, ¿verdad?

Es difícil pensar en una Universidad cien por ciento recomendable en EEUU. En mis giros académicos, que me llevaron en 2018 y 2019 a Inglaterra, Colombia, Perú, Chile y España, he sacado buenas impresiones de la Universidad de Buckingham, en Inglaterra, y de la Javeriana de Bogotá, por el vigor del debate intelectual en el profesorado; de las de los Andes de Bogotá y de Santiago de Chile - ésta, católica, y aquélla, laica- por el nivel alto de los estudiantes y el rechazo de la inflación de notas; y, en España, la de Navarra por la atmósfera colaboradora de respeto mutuo que une a profesores y estudiantes. Todas ellas destacan por su resistencia a la corrupción financiera y a la corrección política.

El episodio de los murales colombinos de Notre Dame es parte del abandono de la vocación auténtica de las universidades en nuestros días. Nuestra utilidad pública no consiste en formar profesionales ni hombres de negocios: eso lo podrían lograr los mismos negocios y profesiones a menos coste y con más eficacia; ni en autorizar los tabúes de moda ni los shibboleths de un momento determinado: eso lo harán las redes, internet y la prensa amarilla; ni en estar dispuestos al servicio de los estados ni las potencias de este mundo: ellos tienen fuerzas armadas, medios de comunicación y recursos propagandísticos ampliamente suficientes para imponer su voluntad. Todo lo contrario: nuestra obligación académica es contestar las normas vigentes, crear una élite dotada de un sentido crítico, una inteligencia razonada, una cortesía perfecta, una apertura intelectual inagotable, una simpatía humana sin límites, una dedicación entrañable al bien del mundo y un compromiso incansable con la verdad. Cuando dejemos de tener tales élites -ya no las tenemos en Estados Unidos ni en Inglaterra a juzgar por las desgracias del Brexit y del trumpismo, y quedan muy pocas en España-, estaremos en manos de ideólogos incompetentes o tecnócratas, intelectualmente cerrados.


Dibujo de LPO para El Mundo



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miércoles, 3 de octubre de 2018

[A VUELAPLUMA] Norma para la convivencia





"Los mismos ciudadanos crearon este país y le dieron una Constitución, en la cual se enumeran las competencias que corresponden, por la voluntad popular, al Gobierno federal, dejando otras en manos de las entidades estatales o de los representantes del pueblo. (...) Un propósito primordial fue que el Gobierno no tuviera que someterse a la presión de ninguno de los estados federados".

No son palabras de ningún sabio español, escribe en el diario El Mundo el profesor Felipe Fernández-Armesto, historiador, y titular de la cátedra Príncipe de Asturias de la Tufts University, en Boston (Massachusetts, EEUU), en un brillante artículo que suscribo plenamente, sino de Daniel Webster, el gran lexicógrafo y político estadounidense que, en 1830, ofreció en el Congreso uno de los discursos que en Norteamérica se consideran fundamentales para comprender la Constitución de Estados Unidos. Generaciones de escolares han aprendido la oración y la doctrina de la unidad del país que Webster proclamó:"Una sola nación indivisible, bajo el mandato de Dios", como reza textualmente la declaración que recitan a diario todos los colegiales, hasta el día de hoy, antes de empezar las clases. La Constitución estadounidense lleva vigente ya más de dos siglos; la española cumple este 2018 40 años y muchos españoles no le quieren prolongar la vida. Pero ambos documentos nacieron en circunstancias políticas parecidas y con el objetivo de encontrar el equilibrio entre un Gobierno central suficientemente fuerte para conseguir requisitos comunes de seguridad, prosperidad y justicia para el país, y cuidar las prioridades a veces divergentes de las autonomías con sus identidades, tradiciones e intereses particulares. En EEUU la tarea fue aún más difícil que en el caso español, ya que en el siglo XVIII el país estaba dividido por la mitad entre los estados donde no se admitía la esclavitud y los que dependían económicamente de esa institución peculiar. En España, al menos, la esclavitud es uno de los pocos asuntos donde el consenso es unánime. Hay dos Españas, como mínimo, pero tienen la ventaja de varios siglos de historia, a veces conflictiva, pero siempre compartida. EEUU, en cambio, surgió como un país improvisado para mantenerse unido por intereses mutuos. 

En ambos países, dirigentes de algunas de las entidades autonómicas (estados, en el léxico estadounidense) reclamaban -y siguen reclamando- al menos parte de la soberanía que correspondía al país entero. Y en ambos se adoptó la misma solución -la única solución justa-: que el interés de todos debe ser superior a la voluntad de algunos. Es razonable que a las minorías secesionistas se les conceda la máxima libertad compatible con la unidad del país, pero no que ellas se arroguen su independencia sin el acuerdo de sus conciudadanos. En Estados Unidos, el debate terminó en una guerra civil; y, desde entonces, el dictamen de Webster se ha mantenido en vigor. En España también hemos sufrido en los últimos dos siglos algunas guerras semejantes, pero las lecciones enunciadas por Webster siguen, por lo visto, sin aprenderse.

Y lecciones hay para todos. Si a los secesionistas les vendría bien estudiar el texto mencionado, los demás también habrían de tener en cuenta otro párrafo de la misma alocución: "Recuerden que la Constitución no es inalterable. Debe mantenerse tal como es sólo mientras el pueblo lo desee. Si el pueblo cree que la distribución de competencias entre el Gobierno central y las entidades autonómicas ha dejado de ser saludable, se puede cambiar de acuerdo con la voluntad popular".

Los estadounidenses suelen enorgullecerse por la durabilidad de su Constitución, que nació tan perfecta que las enmiendas adoptadas en sus 231 años de existencia han sido muy ligeras y todas en forma de cláusulas añadidas sin escindir nada de lo que pusieron los fundadores en el texto original. La escuela de jurisprudencia prevaleciente en la actualidad mantiene que las interpretaciones judiciales deben ajustarse al pie de la letra de la Carta Magna y al significado de las palabras tal como eran en el momento de la independencia. Toda sentencia es labor etimológica e investigación humanística. Así que un lenguaje dieciochesco queda momificado en las decisiones más recientes del Tribunal Supremo. Según las doctrinas de los llamados originalistas, las palabras de la Constitución tienen un aire de escritura sagrada -más que los dogmas de la Iglesia que, por lo menos, pueden reinterpretarse de un momento histórico para otro, según los cambios y las circunstancias de aggiornamento y los nuevos paradigmas que surgen de vez en cuando-. 

Hay quien quiere que la Constitución española se venere con un fundamentalismo semejante. Pero si el rigor es recomendable, la rigidez es errónea. Por citar un solo ejemplo, el derecho de llevar armas -consagrado en la enmienda segunda de la Constitución estadounidense- no puede significar lo mismo en 2018 que en 1791. Todo texto evoluciona al ritmo de los cambios sociales. Las interpretaciones judiciales pueden introducir modificaciones que no exigen revisiones textuales.

Luego queda siempre la posibilidad de cambiar una Carta Magna por vías legales: en España, por la decisión de no menos del 60% de los votos de las dos cámaras legislativas, a lo que seguiría después un referéndum. Dos veces hemos experimentado cambios en el texto constitucional: en 1992, para incorporar las medidas del Tratado de Maastricht sobre participación de extranjeros en elecciones, y en 2011, agregando el concepto de estabilidad presupuestaria a las normas de gobierno. En ambos casos, la iniciativa procedió de las instituciones estatales, pero no hay ningún motivo por dejar de intentar otros cambios provocados por iniciativas populares. Todo lo contrario: la receptividad de la Constitución a la voluntad ciudadana es una condición imprescindible para lograr y mantener la paz social.

Esta voluntad debe expresarse de una forma clara, inequívoca e incontenible, porque las modificaciones impuestas por una generación afectan a la posteridad, cuya voz no se oye a la hora de votar. Por eso el sistema español exige una mayoría aplastante. En Estados Unidos, la enmienda constitucional exige ser aprobada por dos tercios del Senado, algo difícil de alcanzar. En la vecina Canadá, en el referéndum sobre la propuesta de independencia de Quebec, al que se acaba de referir el presidente Sánchez en su viaje a Norteamérica, se impuso la necesidad de que se alcanzara una mayoría del 60%. El "50% más uno" defendido por los independentistas catalanes, aun si se pudiera conseguir, no sería una base adecuada para tumbar la Constitución española y socavar los derechos de la ciudadanía. En Turquía, donde la consagración de Erdogan en una especie de nuevo sultán absoluto se aprobó por sólo el 52% de los votantes -o sea, una minoría del electorado- muestra los peligros de la tiranía de la demagogia. En el Reino Unido, todos los sufrimientos del Brexit empezaron con un referéndum que lanzó lo que es en efecto un cambio constitucional, con el sacrificio del derecho a la ciudadanía europea de que los británicos disponen en la actualidad, sin tener en cuenta la necesidad de insistir en una mayoría adecuada. El divorcio de la Unión sólo fue respaldado por el 52% de los votantes, que supuso el 37% del electorado total. Pero la Justicia exige generosidad hacia las minorías. No existe en la actualidad, ni en Cataluña ni en ninguna parte de España, una mayoría a favor de destrozar el país, pero sí hay minorías suficientes y suficientemente descontentas con algunos aspectos de la Constitución como para hacerles caso e intentar reconciliarles. Me da pena decirlo, porque para mí -y creo que para casi todos los de mi generación, que sabemos, por experiencia propia y por la de nuestros padres, todo lo sufrido en los años de guerra fratricida y las décadas de dictadura desalentadora- la Constitución del 78 es un logro precioso y podría ser tan imperecedera como la de EEUU. Nos dio una España que inspira orgullo, encarna pluralismo y acoge a todo español y a todos los que quieren ser españoles. Claro que entre los que no la aprecian hay malvados intransigentes que aman el odio y odian al próximo. Pero la mejor forma de frustrarles es dejarles aislados. Al cabo de 40 años, es la hora de aclamar la Constitución -y quizá de cambiarla-.





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miércoles, 18 de octubre de 2017

[A vuelapluma] La agitación de las langostas





"Solo hay que hacerles cosquillas a las panterillas para convertirlas en monstruos", comentaba antes de ayer en el diario El Mundo Felipe Fernández-Armesto, Felipe Fernández-Armesto, historiador y titular de la cátedra Príncipe de Asturias de la Tufts University en Boston (EEUU), en relación con la crisis de Cataluña.

En mi seminario de la Universidad de Notre Dame, comenzaba diciendo, no solemos comentar el comportamiento de las langostas del desierto, ya que el tema de la clase son los documentos indígenas mesoamericanos de la época colonial y nuestro propósito es intentar comprender por qué tantas comunidades nativas colaboraban libremente con la Monarquía española. Como reza textualmente una petición, dirigida a Felipe II, de parte de los nahua de Huexotzinco, en Nueva España, en 1560, "Dios, en su misericordia, nos iluminó para que aceptáramos a Vuestra Majestad como nuestro rey (...) y nadie nos intimidó ni nos esforzó, sino que Dios quiso que mereciéramos presentarnos voluntariamente ante V. M.". 

"Pero no pudo ser así", expresa Nicolás, un estudiante de ascendencia indígena norteamericana. "¿Lo que ocurrió no fue que los españoles masacraron y torturaron a miles de indígenas?". Con esa pregunta se inició nuestro debate sobre los motivos de comportamientos irracionales, inusitados y a menudo violentos que surgen de situaciones provocadoras. "Junto a las influencias culturales y las circunstancias concretas del momento histórico" -respondí- "hay que pensar en las condiciones biológicas y en los procesos químicos que afectan el cerebro cuando nos encontramos involucrados en movimientos masivos, con las emociones suscitadas a niveles anormales. No somos la única especie que se transforma en agentes destructoras que, individualmente, sería inconcebible que fuéramos". De allí pasamos a lo de las langostas. Por regla general, son bichitos amables, placenteros, complacientes, que se dedican a comer la poca verdura que encuentran en sus entornos áridos, sin molestar a nadie. "Pero de vez en cuando" -prosiguió mi alocución en el aula- "si se congrega un número relativamente elevado de langostas, digamos que cuando se unen unas 30 de ellas, se hace activo ese nervio en la pierna que suelta una cantidad sicotrópica de serotonina por los cerebros de los ortópteros. Hasta cambian de forma y de color. Los músculos de las patas se vuelven enormes. Las cabezas se hinchan. El tono marrón del cuerpo se torna negro y amarillo. Y se ponen en marcha campo a través, atrayendo a otras langostas, destruyendo todo que se les pone por delante, convirtiéndose en una masa depredadora e irresistible y terminando comiéndose unas a otras".

Termino el discurso sobre las langostas. Hay un momento de silencio reflexivo en la aula. "¿Y quién hace cosquillas a las panterillas de los catalanes y demás españoles?", pregunta Cristina, una especialista en Ciencias Políticas que se apuntó a mi clase por capricho.

Tengo la sospecha de que en Estados Unidos, como en el resto del mundo, se ha abandonado todo intento por comprender la crisis catalana. Desde aquí, España parece un desierto lleno de langostas enloquecidas por un exceso de serotonina. No es que escasee la irracionalidad en EEUU: la de quienes votaron a Donald Trump; la locura de los manifestantes que quieren derribar monumentos de muertos de una guerra civil que terminó hace casi siglo y medio; la insensatez de legisladores que no consienten que se conceda la ciudadanía, por ser hijos de inmigrantes, a personas cabales que han pasado casi toda la vida en el país; la indiferencia de las instituciones ante casos de desigualdad tan extremos como el de Equifax, una compañía que sigue sacando cientos de millones de ganancias a pesar de haber fracasado en sus compromisos más básicos con el público... Pero al lado de la locura en España todo esto parece obedecer por lo menos a una lógica de intereses particulares, mientras que el gran misterio del órdago español es que casi todos están actuando en contra de su propio bien. 

He aquí las instancias más incomprensibles: Primera, la de los políticos burgueses independentistas. A cada paso del proceso, la antigua Convergència y los partidos sucesores o afines han ido perdiendo apoyo electoral. Si Cataluña acabara siendo un territorio independiente, el PDeCAT habría perdido su razón de ser y acabaría eliminado del escenario político, tal como le sucedió a la UCD durante la Transición al verse abandonada por casi todos sus votantes. Por su propia supervivencia, más les valdría a los líderes del PDeCAT pactar con los ángeles del Estado que con los demonios de Esquerra y de la CUP.

Segunda, la del Govern en general. La teoría de que Puigdemont y los suyos siguen aferrados a esta alocada huida hacia adelante para mantenerse en el poder por temor a las persecuciones judiciales por corrupción y otros delitos si pierden sus actuales privilegios, es atractiva. Pero lo más seguro es que, tarde o temprano, quedarán sin amparo. Lo más conveniente para ellos sería mantener la tensión, al estilo Pujol, sin llegar a provocar una crisis incontrolable para prolongar su okupación del Palau de la Generalitat.

Tercera, la de los votantes independentistas. Entiendo la frustración que sienten millones de catalanes ante la falta de progreso sobre el problema planteado. Yo siempre he mantenido la tesis de que el bien común exige reformas constitucionales para respetar las discrepancias y encontrar un mejor acomodo de todas las minorías. Pero no se mejora la Constitución española optando por un futuro económicamente insostenible y apoyando a Esquerra, la CUP y la facción que queda alrededor de Puigdemont y Forcadell, quienes han dejado clara su falta de fiabilidad. Los que hoy son capaces de violar las leyes de España lo harían igual con las de una Cataluña independiente.

Cuarta, la del Gobierno de España. Encargar a los agentes de las Fuerzas de Seguridad -Policía y Guardia Civil- desplazados a Cataluña en vísperas del pseudo referéndum una tarea imposible carecía de todo sentido. Estaba claro que agentes desarraigados y aislados enfrentados a un populacho agresivo iba a tener unas consecuencias que proyectarían una imagen poco apetecible de España a través de los medios de todo el mundo. Hubiera sido más sensato permitir que tuviera lugar la consulta ilegal, sometiéndola a un escrutinio pormenorizado por parte de observadores calificados y objetivos para demostrar que no existe en Cataluña una mayoría a favor de la independencia. En cambio, la estrategia del Gobierno ha dado una victoria propagandística a Puigdemont. Siento decirlo, porque admiro mucho el liderazgo del PP, y creo que dentro de lo que cabe ha cumplido con sus responsabilidades. 

Quinta, la del PSOE. El gran problema del partido, y el motivo de sus sucesivos fracasos electorales, es que no tiene una política coherente. Se deshizo del programa de la izquierda, que está en manos de los populistas. No quiso apoderarse del centro, que se divide entre los populares y Ciudadanos. No representa exclusivamente a la democracia social que ya es más o menos propiedad común, ni se siente capaz de abordar el capitalismo. Apuesta retóricamente por la unidad nacional, pero sigue insistiendo en negociar con el separatismo aunque está más claro que nunca que los cómplices del 1-O no tienen interés en tal cosa. Como siempre, no sabemos a qué intereses sirve el PSOE ni qué defiende.

Entre todas las bandas irracionales de langostas desérticas lanzadas en sus carreras autodestructoras, los únicos que están a salvo son los listos: los de Esquerra y los de la CUP. Son partidos revolucionarios a los que no les interesa construir economías fuertes, ni estados estables, ni paz social, ni convivencia con sus opositores, sino socavar las instituciones, deshacerse del Derecho, provocar violencia, quemar la Constitución, destruir España y fomentar la lucha de clases. Se han apoderado del Govern y sometido a Puigdemont y a los señoritos de la arruinada Convergència. Con la crisis actual, solo ganan ellos. Si fracasa su movimiento serán lo que más les conviene: una minoría que se proclama víctima de represión y héroe de la resistencia. Si se agarran de la soberanía de Cataluña, podrán disfrutar arruinando un país entero. Ya sabemos quiénes están haciendo cosquillas a las panterillas de los catalanes, concluye diciendo el profesor Fernández-Armesto. Más claro, el agua.



Dibujo de LPO para El Mundo



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domingo, 17 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] El juego de la democracia





Por ser rutinario, el abuso de la palabra "democracia" no me preocupa. Nadie lo toma al pie de la letra, comenta el profesor Felipe Fernández-Armesto, historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU).

En la mayoría de los Estados que históricamente se calificaban de "repúblicas democráticas", democracia equivalía a decir «dictadura». En la actualidad el abuso más notorio es el de la República Democrática de Corea -o sea, Corea del Norte- y Laos (regido por una junta de militares izquierdistas), Etiopía (donde la oposición no tiene diputados en la legislatura) y Argelia (donde un círculo de potentes no elegidos domina los procesos gubernamentales) se denominan de la misma forma sin cumplir las normas más elementales. Nepal se califica de República Democrática Federal pero al cabo de una guerra civil recentísimo es difícil por ahora predecir el rumbo que va a seguir su democracia inexperta. Timor del Este y Sri Lanka son tal vez las únicas repúblicas democráticas que merecen el apodo. Mucho más inquietante que esa retórica, a la cual ya ni hacemos caso por saber que se trata de una pura superchería, es la perversión de la realidad democrática en países serios e incluso (en los casos de EEUU, el Reino Unido y España) modélicos. En EEUU una minoría del electorado ha impuesto un presidente que se burla del país. En Gran Bretaña la situación es, en cierto sentido, más grave que en el país de Trump, ya que el Gobierno de Theresa May está deformando la legalidad sin el consentimiento de los ciudadanos. El Ejecutivo de Londres remite, de una forma racionalmente incomprensible, a un referéndum constitucionalmente no vinculante, aprobado por una escasa mayoría de los votantes, para marginar las tradiciones constitucionales, sacar el país de la Unión Europea, poner de un lado tratados que garanticen el rol del Tribunal Europeo de Justicia, y cancelar algunos derechos de sus ciudadanos, entre ellos, los de trabajar, viajar y comerciar libremente en el resto de la Unión. Por tanto, el Reino Unido parece destinado a un Brexit duro que nadie quiere, sino unos pocos xenófobos y nacionalistas a ultranza. Los casos de Venezuela y Turquía son menos chocantes, porque sus raíces democráticas son menos profundas, pero se parecen de forma inquietante. En ambos, por maniobras electorales aprobadas por mayorías insuficientes para justificar cambios constitucionales, se está logrando suprimir las oposiciones y socavar el Estado de Derecho. En España, mientras tanto, por una maniobra semejante, un Gobierno autonómico en Cataluña, elegido por una minoría de sus votantes, se propone eliminar la Constitución sin tener el apoyo de la mayoría de los conciudadanos de la misma región, sino contando únicamente con el servilismo de una escasa minoría de sus propios seguidores que estarán dispuestos a participar en un referéndum ilegal. 

En todos estos casos, la democracia ha quedado impotente frente a los abusos. Por respeto al Estado de Derecho, los demócratas auténticos toleran las anomalías constitucionales que permiten, en España y en el Reino Unido, que coaliciones de perdedores se agarren del poder, o en EEUU que Estados pequeños ejerzan una preponderancia electoral desproporcionada, privando a los votantes de grandes Estados, tales como Nueva York y California, del peso justo de sus votos. En Turquía, el golpe fracasado quitó legitimidad a la oposición en el momento clave del estratagema de Erdogan. En Venezuela y en España los recuerdos de la violencia política desarman los defensores de la democracia y animan el terrorismo psicológico de los revolucionarios. Maduro y Puigdemont se burlan de la benevolencia de sus opositores.

Parece mentira que en la historia de las ideas quepa corromper tan fácilmente el concepto de la democracia. La tradición abusiva es larga. Supongo que los 'chavistas' ni los 'erdoganistas' ni los 'trumpistas' ni los 'brexiteros' ni los señoritos del secesionismo catalán habrán leído los textos de Rousseau ni de Kant sobre esa "voluntad general" que supera a las voluntades de los individuos, por numerosos que sean, ni que hayan estudiado la tradición idealista alemán decimonónico que autorizaba a líderes --sedicentes carismáticos o superdotados de heroísmo o representativos o encarnados del espíritu del pueblo- para interpretar esa supuesta voluntad según sus caprichos o intereses particulares. Para algunos -de la CUP y de Esquerra- la tradición intelectual vigente es la de un marxismo degenerado que les permite considerarse como representantes de una clase supuestamente oprimida cuya opresión les otorga el derecho de oprimir a los demás.

Sé dónde echar la culpa, pero no sé dónde buscar el remedio. El independentismo catalán es un problema intrincadísimo, al cabo de tantos años de gestión poco inteligente por parte de sucesivos gobiernos españoles. El lector que me haya seguido -si existe alguno- sabrá que desde el momento del fracaso del Estatut en 2010 yo apostaba por una consulta a nivel nacional sobre la Constitución española para evitar la quiebra del país. Y mientras el movimiento secesionista en Cataluña ha ido acumulando fuerza, he insistido en la necesidad de organizar, por parte del Gobierno español, una consulta sobre la independencia de todos los habitantes de Cataluña y todos los del resto de España que se consideran catalanes. De esta manera, el Gobierno hubiera llevado la iniciativa. Sabríamos a ciencia cierta que la mayoría de los catalanes no quieren abandonar el resto de España. O, en caso contrario, ¿quién iba a pensar en mantener la Constitución actual si una gran mayoría de los españoles quisieran cambiarla y apostaran, por ejemplo, por un sistema federal? O si una gran mayoría de catalanes prefiriesen un futuro desacoplado de sus vínculos históricos con el resto de España, ¿quién piensa que los demás españoles no les concederían la independencia con afecto y tristeza, pidiéndoles que vayan con Dios? Parte de la esencia de la democracia, dentro de las normas del Derecho, es confiar en el pueblo, y deferir a su autoridad. Unos pocos catalanes no pueden cambiar la Constitución de España, pero si en algún futuro por ahora imprevisible el pueblo catalán realmente deseara independizarse, la magnanimidad de España no dudaría en lograr los cambios constitucionales necesarias para que se realizara. 

Pero ya se ha perdido la ocasión de mostrar al país y al mundo la verdadera actitud de la mayoría de los catalanes. La iniciativa queda en manos de los resentidos del Palau de la Generalitat. Su referéndum secesionista, que en efecto sólo permite votar a los partidarios de la ilegalidad, me recuerda la decisión democrática de los Estados del Sur de independizarse de los Estados Unidos en 1860 sin tener en cuenta la opinión de los negros. El intento carece de cualquier pretensión verosímil de legitimidad. Pero el Gobierno nacional dispone de pocas posibilidades de frustrarlo. Si se suprime, los nacionalistas obtendrán una victoria propagandística, denunciando ante el mundo entero una tiranía que no permite a los votantes expresar su voluntad, o insistiendo en que las autoridades centrales actuaban por miedo. Hay que responder con un contundente, No tinc por. Hay que permitir el ejercicio, ridiculizándolo y denunciando su irresponsabilidad, su coste injustificable, su falta de justicia, su apoyo minoritario y su ineficacia legal. Sobre todo, hace falta una campaña de información, animando a los votantes a abstenerse de las urnas. Un referéndum fracasado valdrá más al mundo que un referéndum suprimido. Ni los señoritos del Palau osarían proclamar una independencia que pocos catalanes quieren, que el país entero rechaza, y que pocos Estados -excepto Venezuela o Corea del Norte- reconocerían. Si lo hiciesen, o si la CUP intentara un golpe, el rechazo popular en Cataluña sería enorme y veríamos a millones de manifestantes por las calles. 

Pero la actitud negativa, aunque precisa, no es suficiente. La democracia no es el despotismo de la mayoría sino un sistema consensuado que involucra, consulta y respeta las opiniones de minorías significativas. No cabe duda de que en la actualidad hay una minoría significativa en Cataluña a favor de la independencia. Puede conseguir hasta un par de millones de votos. Merece tomarse seriamente en cuenta, asegurándole la disposición benévola del resto del país, la apertura al diálogo, y la promesa de buscar soluciones satisfactorias a sus inquietudes dentro del reino de derecho, de justicia, de paz y de amor que es España. 



Dibujo de Ajubel para El Mundo


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