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martes, 7 de marzo de 2017

[Pensamiento] Stiglitz contra el euro







Joseph Eugene Stiglitz (1943) es un eminente profesor y economista estadounidense, Premio Nobel de Economía en 2001, conocido por su visión crítica de la globalización, de los economistas de libre mercado (a quienes llama "fundamentalistas de libre mercado") y de algunas de las instituciones internacionales de crédito como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. En 2000, Stiglitz fundó la Iniciativa para el diálogo político, un centro de estudios (think tank) de desarrollo internacional con base en la Universidad de Columbia (EE. UU.) y desde 2005 dirige el Instituto Brooks para la Pobreza Mundial de la Universidad de Mánchester. Considerado generalmente como un economista de la Nueva Economía Keynesiana, Stiglitz fue durante el año 2008 el economista más citado en el mundo. En el 2012, ingresó como académico correspondiente en la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras de España. Y en julio de 2011 participó en el "I Foro 15-M", en Madrid, mostrando su apoyo al movimiento que reivindicaba cambios democráticos en España.

Como anticipo del decimoquinto aniversario de la puesta en circulación del euro, Joseph Stiglitz publicó el pasado año un libro El euro. Cómo la moneda común amenaza el futuro de Europa (Barcelona, Taurus, 2016), en el que efectuaba una crítica demoledora del proyecto de Unión Monetaria Europea. La tesis esencial que defiende el premio Nobel de Economía es que el euro se creó sin que se dieran las condiciones macroeconómicas necesarias en sus países integrantes y, dada esa situación inicial, tampoco se dotó de las instituciones adecuadas para que su funcionamiento fuera el correcto. Asimismo, las políticas económicas aplicadas durante la crisis (en particular, la austeridad presupuestaria y las reformas estructurales destinadas a mejorar la competitividad) habrían sido contraproducentes. Como resultado, Stiglitz responsabiliza al euro de los pésimos resultados económicos de sus países integrantes desde su creación. Por otro lado, afirma que las reformas introducidas en los últimos años en el funcionamiento de la Unión Monetaria Europea son insuficientes. En este contexto, el autor propone tres alternativas de cara al futuro. En primer lugar, podría optarse por introducir un conjunto amplio de reformas, que abarcan tanto a la gobernanza del euro como a las políticas nacionales, que permitirían un funcionamiento óptimo de la Unión Monetaria Europea. En segundo lugar, si no existe el consenso para aprobar estas reformas, debería optarse por su disolución ordenada. En tercer lugar, y como una solución intermedia entre las dos anteriores, defiende la creación de distintas áreas monetarias en el seno de la Unión Monetaria.

Pablo Hernández de Cos, Director general de Economía y Estadística del Banco de España, publicó el pasado mes de febrero un artículo en Revista de Libros, titulado La encrucijada del euro, en el que reseñaba el libro de Stiglitz puntualizando y criticando algunas de sus afirmaciones. 

El libro de Stiglitz, dice Hernández de Cos al comienzo de su artículo, parte de la afirmación de que el euro ha sido un completo fracaso y describe el bajo crecimiento experimentado por sus países integrantes desde su creación estableciendo una relación de causalidad de este bajo crecimiento con la existencia de la moneda única europea. Como ilustración, constata que el PIB del área del euro se había prácticamente estancado en 2015 en su nivel de 2007, mientras que en los países europeos que no pertenecen al euro y en Estados Unidos el PIB aumentó un 8,1% y casi un 10%, respectivamente. Del mismo modo, la renta per cápita creció en ese período un 3% en Estados Unidos, mientras que ha experimentado una caída del 1,8% en el área del euro; y la tasa de paro de esta última se ha mantenido por encima del 10% desde 2009, mientras que en Estados Unidos se sitúa en la actualidad por debajo del 5%.

La razón de este fracaso −señala el autor− se encuentra en que las diferencias estructurales entre los países integrantes de la Unión Monetaria Europea son muy elevadas, lo que hace indeseable la existencia de un tipo de interés y de un tipo de cambio únicos, elementos estos esenciales de una moneda única. Esta situación genera una inestabilidad intrínseca en el funcionamiento del área del euro, que se habría hecho plenamente visible tras el estallido de la crisis financiera. El argumento se desarrolla de la siguiente manera: dadas las diferencias estructurales existentes entre los países, un tipo de interés único acaba siendo demasiado elevado para algunos países, mientras que resulta demasiado reducido para otros. En el caso europeo −defiende Stiglitz−, en los primeros años de existencia del euro el tipo de interés fijado por el Banco Central Europeo habría sido determinado de acuerdo con la situación macroeconómica de la mayor economía del área (Alemania), caracterizada por una baja inflación y crecimiento en ese período. Este tipo de interés era, sin embargo, excesivamente reducido para otros países, en particular para los denominados «periféricos», lo que llevó a un sobrecalentamiento de sus economías, que se acompañó de un excesivo endeudamiento, tanto interno como externo, y a la generación de burbujas en el sector inmobiliario.

Es cierto −continúa el profesor Stiglitz− que Estados Unidos también es un país muy heterogéneo, pero, en este caso, enfatiza que cuenta con tres mecanismos de ajuste que permiten la estabilización macroeconómica de los distintos Estados cuando se producen perturbaciones. Estos mecanismos no existen, al menos en la misma medida, en el caso del euro. En primer lugar, destaca que la movilidad laboral entre los distintos Estados norteamericanos es muy elevada, de forma que, cuando un Estado sufre un incremento del desempleo, los trabajadores se desplazan con rapidez a otro Estado, ayudando a la estabilización de la situación del mercado de trabajo en el conjunto del país. Este mecanismo de ajuste es prácticamente inexistente en el área del euro, dado que la movilidad laboral entre países sigue siendo muy reducida. En segundo lugar, Estados Unidos cuenta con un presupuesto federal muy elevado, que le permite aplicar políticas fiscales estabilizadoras potentes ante una desaceleración económica del conjunto del país o de algunos de los Estados. En concreto, el presupuesto del Estado federal norteamericano alcanza el 20% del PIB, mientras que el presupuesto comunitario sólo representa el 1% de su PIB. En tercer lugar, en Estados Unidos el sistema bancario es esencialmente nacional, de forma que, cuando una institución financiera se encuentra en problemas, el potencial rescate es asumido por el país en su conjunto. De nuevo, esta situación contrasta con la europea, en la que cada país sigue siendo responsable de los avatares de su sistema financiero.

Además de carecer de estos mecanismos de ajuste, el profesor Stiglitz argumenta que el área del euro se ha dotado de elementos institucionales que han limitado el uso de los otros instrumentos de estabilización existentes. Hace mención, en concreto, al Pacto de Estabilidad y Crecimiento, que establece límites al déficit y deuda públicos de los países y, de esta forma, introduce restricciones al uso de la política fiscal discrecional. Asimismo, critica que se haya dotado al Banco Central Europeo de independencia institucional y de un mandato que sólo tiene en cuenta la inflación como objetivo de su política monetaria, en contraste con Estados Unidos, donde la Reserva Federal debe también tratar de estimular el crecimiento económico, reducir el desempleo y garantizar la estabilidad financiera. Finalmente, enfatiza que el euro tampoco se dotó de mecanismos para solucionar los desequilibrios externos que se generan entre los países integrantes, de forma que, cuando se producen, dado que se ha renunciado al tipo de cambio nominal como mecanismo de ajuste, sólo queda la opción de corregir estos desequilibrios a través del ajuste del tipo de cambio real (es decir, a través de variaciones en los precios y salarios relativos), lo cual resulta muy costoso.

Stiglitz defiende que este entramado institucional inadecuado existe por razones ideológicas: en concreto, por la defensa del mercado a ultranza como asignador eficiente de los recursos y la renuncia al papel del sector público como actor esencial de la economía. Como también son ideológicas –continúa− las razones que explican que las políticas aplicadas durante la crisis por los países del euro hayan ido en la dirección de exacerbar los problemas existentes. En concreto, en el terreno presupuestario, critica que un elemento esencial de las políticas impuestas a los países del área del euro en dificultades haya consistido en la aplicación de medidas de austeridad presupuestaria. Argumenta que estas políticas han profundizado la recesión existente y provocado incluso un empeoramiento de la situación fiscal de partida. En segundo lugar, en relación con las reformas estructurales que se han impuesto a los países durante la crisis, afirma que han ido en la dirección incorrecta, dado que se han concentrado en provocar una devaluación interna que también ha acabado generando una recesión aún más profunda. Argumenta que la corrección del desequilibrio externo se ha producido esencialmente a través de una caída de la demanda que ha llevado a una corrección muy significativa de las importaciones. El incremento de las exportaciones que se pretendía ha sido, por el contrario, decepcionante. Esto se debe a que el ajuste de los salarios ha sido mucho más lento, porque las empresas prefieren otras vías de ajuste para no perder a sus mejores empleados, o porque cuando se ha producido este ajuste salarial no se ha trasladado a los precios, dado que, en un contexto de restricción crediticia, las empresas han preferido mantener sus márgenes para financiarse. Asimismo, los países con superávit por cuenta corriente han mantenido salarios muy bajos, haciendo que las ganancias de competitividad de los países con déficit derivadas de la devaluación salarial fueran más reducidas. Por otra parte, el contexto de alto endeudamiento de empresas y familias ha provocado que la caída de las rentas derivada de la devaluación interna haya empeorado su solvencia, poniendo en último término al sector bancario en una peor situación.

De cara al futuro, el autor propone efectuar reformas de calado tanto en la gobernanza del euro como en las políticas económicas de los países. Entre las primeras, destaca la necesidad de crear una unión bancaria que incluya no solo el establecimiento de un mecanismo de supervisión y de resolución únicos, sino también un sistema común de garantía de depósitos, además de una regulación bancaria adecuada, que impida nuevos excesos y burbujas. Asimismo, debería aliviarse el elevado endeudamiento de los países con una mutualización de su deuda (con la creación de, por ejemplo, eurobonos). Defiende también la incorporación de mecanismos de estabilización, entre los que incluye la creación de un impuesto a los países con superávit por cuenta corriente y la imposición de políticas fiscales expansivas e incrementos salariales a estos mismos países. Por su parte, sostiene que debería crearse un fondo de solidaridad común para financiar el desempleo y las políticas activas de empleo, entre otros, así como la aplicación de programas de inversión pública y una facilidad europea crediticia para las pymes, financiados por el Banco Europeo de Inversiones. En paralelo, debería perseguirse un acuerdo para impedir la competencia impositiva y la creación de un impuesto europeo a las rentas más altas. En cuanto al Banco Central Europeo, este debería incorporar en su mandato el objetivo de pleno empleo, así como responsabilidades sobre regulación macroprudencial, de forma que pueda endurecer (reducir) los requerimientos de capital de las instituciones financieras en los países con exceso (escasez) de demanda.

En cuanto a las políticas internas, Stiglitz aboga por que los países en crisis apliquen una política fiscal más expansiva y se desarrollen estabilizadores automáticos más potentes en todas las economías, que incluyan impuestos más progresivos y prestaciones por desempleo más generosas. Las reformas estructurales deberían dirigirse a políticas industriales para reestructurar la economía, favorecer la investigación y el desarrollo y luchar contra la desigualdad y el cambio climático. Finalmente, debería perseguirse una reforma del gobierno corporativo de las empresas para que no se fijen exclusivamente en objetivos de corto plazo, así como un sistema de quiebras más ágil que facilite que las empresas viables en dificultades sigan en funcionamiento.

En ausencia de estas reformas, argumenta que sería mejor optar por un divorcio amigable, para lo cual describe con detalle cómo debería procederse a la ruptura del euro para minimizar sus costes. Alternativamente, podría optarse por una situación intermedia, que denomina «el euro flexible», que consistiría en crear varias áreas monetarias en la actual Unión Monetaria Europea.

Que la economía europea ha decepcionado en las últimas décadas parece incuestionable. Resulta, sin embargo, difícil estar de acuerdo con la teoría del profesor Stiglitz de que esto se deba al euro. No proporciona en su libro ninguna evidencia científica que respalde esta afirmación. Es claro que la moneda única no se dotó originariamente de los mecanismos de gobernanza que impidieran la generación de los desequilibrios que se acumularon en algunas economías, como también es evidente que, con posterioridad, no se gestionó bien la crisis y que los errores cometidos contribuyeron a agravarla. Pero los errores en el marco institucional inicial o en la gestión de la crisis no son responsabilidad del euro per se. En otras palabras, podrían haberse evitado. Como tampoco se puede hacer responsable al euro de desarrollos que eran previos a su propia existencia o que han aparecido en la economía mundial y no exclusivamente en la Unión Monetaria Europea. En concreto, no puede responsabilizársele de los bajos registros en materia de productividad o de desempleo, problemas todos ellos que estaban presenten en las economías europeas antes de su creación. Son, desde luego, las políticas internas de los distintos países −y, en particular, la ausencia de reformas estructurales− las que están detrás de estos resultados. No el euro. Como tampoco es admisible adjudicarle la responsabilidad en el surgimiento de los problemas de desigualdad, la inmigración o el populismo, fenómenos en gran medida globales y no exclusivos del área del euro. De hecho, la crítica de Stiglitz a las políticas aplicadas durante la crisis parece indicar que incluso él mismo aceptaría que, si se hubieran elegido otras medidas, podrían haberse evitado los problemas.

Los reproches del profesor Stiglitz al euro acaban generando una crítica al neoliberalismo y a la fe en los mercados financieros por su irracionalidad, identificando a la Unión Monetaria Europea con estos últimos. De nuevo cae aquí el premio Nobel en contradicciones. En concreto, su oposición a los sistemas de tipos de cambio fijos, como los que el euro representa, implica asumir que los tipos de cambio flexibles, dirigidos por los mercados, resuelven, sin correcciones extremas ni crisis financieras, los desequilibrios por cuenta corriente. Por otra parte, ¿no es el euro un proyecto político y no un proceso dirigido libremente por el mercado? ¿No son los países europeos los que cuentan con un peso del sector público mucho más elevado que el de otros países desarrollados?

Es cierto que la crisis económica puso de manifiesto las fragilidades del marco institucional inicial de la Unión Monetaria Europea, como defiende el propio Stiglitz. Pero este olvida los significativos avances que se han producido en los últimos años. La Unión Monetaria Europea cuenta ahora con una Unión Bancaria, tras la creación del Mecanismo Único de Supervisión y del Mecanismo Único de Resolución. Existe, además, un procedimiento de desequilibrios macroeconómicos que supervisa y sanciona, en su caso, la existencia de superávits o déficits por cuenta corriente o el elevado endeudamiento, entre otros, si estos se consideran excesivos. Al mismo tiempo, los requisitos del Pacto de Estabilidad y Crecimiento llevan aplicándose de una manera más flexible desde hace algunos años y la política monetaria ha incorporado todo el arsenal no convencional aplicado inicialmente por otros bancos centrales, mientras que la reforma regulatoria, que ha exigido nuevos requerimientos de capital al sector bancario, ha sido muy profunda. Incluso existe un mecanismo de resolución de crisis bancarias que otorga al sector privado un papel crucial en la asunción de los costes.

En cuanto a las propuestas de reforma pendientes, algunas de las que realiza Stiglitz no sólo no beneficiarían, sino que serían muy dañinas para el funcionamiento de la moneda única. Me referiré en particular a dos de ellas. En primer lugar, su crítica a la existencia de una regla fiscal (el Pacto de Estabilidad y Crecimiento) olvida que esta es fundamental en una unión monetaria precisamente como consecuencia de las imperfecciones de los mercados de capitales. En efecto, el Tratado de la Unión Europea estableció un marco de coordinación presupuestaria que se articulaba a través de dos instrumentos. En primer lugar, a través de la denominada cláusula de no bail-out se descartaba la posibilidad de que la deuda pública de un Estado miembro fuera asumida por el conjunto del área, con el principal objetivo de que los mercados financieros siguieran desempeñando un papel disciplinador a través de la exigencia de primas de riesgo distintas a los países dependiendo de la situación de cada economía nacional. En segundo lugar, el Tratado fijó unos límites al déficit y deuda públicos de los Estados, que fueron complementados en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. La justificación de estos límites nace del supuesto de que los mercados financieros no siempre actúan como elemento disuasorio de las políticas inadecuadas y que la cláusula de no bail-out podía no ser completamente creíble, dado que las situaciones de insostenibilidad fiscal de un país podían tener repercusiones negativas sobre el resto y generar tensiones sobre el conjunto de la unión. No obstante, la existencia del Pacto de Estabilidad y Crecimiento no impide que este pueda aplicarse con mayor o menor flexibilidad, y las últimas modificaciones en el Pacto han ido dirigidas, sí, a mejorar su implementación, pero también a realizar una aplicación de sus exigencias más condicionada por la situación cíclica de los países, como sugiere el propio Stiglitz.

En segundo lugar, la crítica a la independencia institucional del Banco Central Europeo tampoco está justificada. No puede olvidarse que este marco institucional es el resultado de una amplia literatura económica (empírica y teórica) que muestra que los bancos centrales que gozan de independencia son más exitosos en el cumplimiento de su objetivo de estabilidad de precios. En ausencia de esta independencia, los políticos pueden verse tentados de modificar la política monetaria para generar expansiones económicas que les favorezcan, o utilizar el dinero para financiar medidas populares, a pesar de que estas tengan consecuencias muy negativas en el largo plazo. Esta independencia es, por tanto, uno de los elementos fundamentales de la Unión Monetaria Europea, que permite aislar al Banco Central Europeo de la interferencia política. En cuanto a la crítica al mandato del Banco Central Europeo, en efecto, este tiene como objetivo primordial la estabilidad de precios. Esto es así porque, de nuevo, la teoría económica y la evidencia empírica muestran que, persiguiendo este objetivo, el banco central efectúa su mejor contribución al crecimiento económico y al empleo. En todo caso, también se establece que, una vez alcanzado este objetivo, el Banco Central Europeo deberá apoyar las políticas económicas generales, que incluyen perseguir el pleno empleo y el progreso social.

Particularmente grave es el planteamiento del profesor Stiglitz en el que defiende la opción de ruptura amigable del área del euro como factible y deseable. No sólo porque olvida lo improbable que resultaría políticamente esta solución, sino sobre todo porque minimiza los riesgos de su aplicación. No pueden banalizarse ni minimizarse los costes de la salida del euro. Estos serían elevadísimos, tanto en términos económicos como políticos. Sólo hay que pensar en los retos y problemas que surgirían derivados de la redenominación de todos los contratos, la reintroducción de nuevas monedas, la devaluación de estas nuevas monedas en el caso de los países en dificultades, el incremento asociado de la inflación, la caída de la confianza de los agentes económicos, el aumento de los tipos de interés para financiar las economías, los riesgos de quiebra y de salida de depósitos y de colapso del sistema financiero...

Esto no quiere decir que se pueda ser complaciente con la arquitectura actual del euro. De hecho, sus máximos responsables no lo son. No hay que olvidar que en 2015 se publicó el denominado «Informe de los cinco presidentes»2, que incluye los elementos esenciales en los que necesita avanzar la Unión Monetaria Europea para que pueda funcionar adecuadamente. En concreto, se propone profundizar en cuatro frentes: «En primer lugar, hacia una Unión Económica auténtica que garantice que cada economía dispone de las características estructurales que le permitirán prosperar dentro de la Unión Monetaria. En segundo lugar, hacia una Unión Financiera que garantice la integridad de nuestra moneda en la Unión Monetaria y aumente el reparto de riesgos con el sector privado. Esto significa completar la Unión Bancaria y acelerar la Unión de los Mercados de Capitales. En tercer lugar, hacia una Unión Presupuestaria que proporcione sostenibilidad y estabilización presupuestarias. Y, por último, hacia una Unión Política que siente las bases de estas tres Uniones a través de un reforzamiento auténtico del control democrático, de la legitimidad y de las instituciones».

Para ello, el informe efectúa un planteamiento en dos etapas. En la primera, hasta junio de 2017, se trataría de fomentar la convergencia estructural de los países de la Unión Monetaria Europea y mejorar la coordinación de sus políticas económicas, avanzando de manera paralela hacia la culminación de la unión bancaria. En la segunda fase, que se extenderá hasta 2025, podrían darse pasos hacia una mayor unión fiscal, con la creación de algunos mecanismos fiscales comunes que permitieran un mayor grado de mutualización de riesgos. Con posterioridad, la Comisión Europea presentó varias propuestas, algunas de las cuales están ya en marcha. En concreto, planteó una mejora del denominado «Informe anual de crecimiento» para incorporar una discusión sobre los aspectos más relevantes de la política económica del área del euro en su conjunto, incluyendo el tono de la política fiscal. Como ejemplo de este cambio, la Comisión Europea defendió el pasado diciembre la necesidad de que la política fiscal del conjunto de la Unión Monetaria Europea adquiriera un tono más expansivo que el que se deducía de la mera agregación de los presupuestos nacionales. También se ha creado ya un Consejo Fiscal Europeo de carácter consultivo, encargado de la evaluación de la aplicación del marco fiscal y de aconsejar sobre la adecuación del tono de la política fiscal tanto en el ámbito del área del euro como a escala nacional. Efectuó, además, una propuesta de creación de un esquema europeo de seguro de garantía de depósitos, actualmente en discusión. En definitiva, casi todos los aspectos relevantes a los que se refiere el profesor Stiglitz en sus propuestas se encuentran de una forma coherente y ordenada en el citado informe.

Por otro lado, tampoco podemos olvidar que el hecho de que el euro fuera en su inicio un proyecto incompleto era de sobra conocido y reconocido por los gobernantes que firmaron el acuerdo de creación. De alguna manera, se aceptaba que los elementos que faltaban para garantizar su funcionamiento óptimo se incorporarían con posterioridad. Este gradualismo ha sido, de hecho, consustancial al proceso de integración europeo. En palabras de Jean Monnet, «Siempre pensé que Europa se haría entre crisis y que sería la suma de las soluciones que diéramos a estas crisis». El consenso para lograr una mayor integración se logró en el pasado sobre la base de que los distintos avances eran percibidos como irrevocables y que una integración adicional permitiría un funcionamiento aún mejor. Y porque las crisis permitieron construir ese consenso. Sin embargo, no está en absoluto garantizado que este fenómeno de cada vez mayor integración vaya a prolongarse en el futuro. En este sentido, en un artículo reciente, Luigi Guiso, Paola Sapienza y Luigi Zingales llegan a la conclusión de que en la actualidad se produce una dicotomía en la opinión de los ciudadanos: mientras que el apoyo al euro se mantiene muy estable a pesar de la crisis, la confianza en las instituciones europeas se ha reducido drásticamente. Es decir, los europeos no culpan a la moneda única de los problemas, sino que achacan estos a cómo está siendo gestionada. El problema es que, como resultado de todo ello, no parece que los ciudadanos tengan deseo de delegar más poderes nacionales a la Unión Europea, lo que puede situar el proyecto en un callejón sin salida.

En definitiva, es importante quedarse con lo más válido del contenido del libro del profesor Stiglitz: el diseño institucional del euro debe ser mejorado para que su funcionamiento sea adecuado, y esa mejora debe efectuarse cuanto antes. Pero también, como crítica fundamental a su planteamiento, podemos recurrir, de nuevo, a las palabras de Jean Monnet: «Nada sería más peligroso que confundir los problemas con el fracaso».




Joseph Stiglitz


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miércoles, 8 de junio de 2016

[Pensamiento] ¿Qué Europa queremos?



Loukas Tsoukalis


Si hace unos días escribía sobre los problemas y vicisitudes de la democracia española y de la opinión al respecto de la profesora Adela Cortina, hoy lo hago sobre los problemas y vicisitudes del proyecto de integración europeo, que hace aguas por todas partes, sin visos de solución: "El proyecto europeo está en un aprieto: es difícil avanzar y da miedo retroceder. En algunas políticas necesitaremos más integración, en otras menos; y seguramente habrá que establecer más diferencias entre los miembros", dice Loukas Tsoukalis, profesor de Integración Europea en la Universidad de Atenas y director del principal laboratorio de ideas griego (ELIAMEP), en un reciente artículo en el diario El País, y que este mes de junio publica su libro In Defence of Europe. Can the European Project Be Saved? en la prestigiosa Oxford University Press.

¿Qué Europa queremos?, se pregunta el profesor Tsoukalis al inicio de su arttículo. Zarandeada por diversas crisis, dice, hacía tiempo que no veíamos a Europa tan débil y dividida. La gran crisis financiera internacional iniciada en Estados Unidos no tardó en convertirse en una crisis existencial para el euro y para la integración europea en su conjunto. Seguramente, fuera mala suerte que la primera gran prueba a la que tuvo que enfrentarse esa joven divisa coincidiera con el peor estallido de una burbuja financiera desde 1929. Con todo, los europeos estaban totalmente desprevenidos: su moneda carecía de las instituciones y la legitimidad política que debían sustentarla. Durante un largo periodo se negó la verdadera naturaleza de la crisis, achacándola a la laxitud fiscal (algo bastante cierto en Grecia, pero seguramente no en España o Irlanda); a continuación, en nombre de la austeridad, se aplicó una combinación errónea de políticas que agravó y prolongó la recesión. La eurozona lo ha pagado caro: ha perdido producción y puestos de trabajo, pero ha visto incrementarse las disparidades económicas y la fragmentación política, a escala nacional y europea.

La implosión de los vecinos de Europa, sigue diciendo, es un ejemplo más de mala suerte (¿cuántos van?), conjugada con años y años de políticas fallidas, que les ofrecían incentivos para ser “como nosotros”. Son países con instituciones débiles y políticos corruptos, encuadrados en la categoría de perdedores de la globalización. En concreto, el mundo árabe debe elegir de nuevo entre la dictadura y el Estado fallido, mientras la frustración acumulada se convierte en fanatismo religioso. Las placas tectónicas se desplazan y Europa acusa los temblores. Esa implosión nos está trayendo a multitud de refugiados e inmigrantes, y también a terroristas que hacen causa común con los nacidos aquí. Entretanto, el poder blando anhelado por Europa se ha convertido en algo difícil, quizá imposible de conjugar con la enérgica Rusia de Putin. Parece que el mundo exterior ni siquiera está dispuesto a permitirle a Europa que entre elegantemente en decadencia.

A las sucesivas crisis europeas de los últimos años, continúa, se ha añadido un problema de más larga duración: la creciente dificultad que conlleva compaginar los mercados globales con las democracias nacionales cuando el crecimiento es (como mucho) reducido y las desigualdades internas aumentan. La globalización y el cambio tecnológico tienen efectos dispares, que el neoliberalismo no ha hecho más que agravar. Los perdedores de nuestros países no suelen distinguir entre globalización e integración europea, con lo que el ascenso del nacionalismo y del populismo han ido parejos a una paulatina erosión del apoyo popular a la integración europea. Con la crisis, esas tendencias se han acentuado.

Pero la unión no debe malograrse: es demasiado importante, y no solo para los países miembros, añade. Europa ha ido poniendo parches. Es natural, dado lo lento y engorroso que es el proceso decisorio en una UE que, compuesta por un centro y una amplia gama de intereses, no ha dejado de incorporar nuevos miembros. Hasta ahora, después de la reciente sucesión de grandes crisis y un debilitamiento de su legitimidad todavía más prolongado, la UE y la eurozona han salvado los muebles. Ha sido algo sorprendente para toda clase de agoreros, dentro y fuera del continente, y desde luego no es un logro desdeñable. Pero el proyecto de integración regional no ha salido indemne. Europa está en un aprieto: es difícil avanzar y da miedo retroceder. Entre una y otra posibilidad, hay una desventurada e inestable situación. Y con frecuencia parece que Europa espera resignada a que llegue el próximo accidente, que ojalá no sea el Brexit a finales de este mes.

Los desafíos son enormes, dice más adelante, y nadie puede realmente hacernos creer que las respuestas serán sencillas o fáciles de aplicar. ¿Cómo se puede recuperar el dinamismo en unas economías europeas mayormente lánguidas (afortunadamente, España no es una de ellas, por lo menos hoy en día)? Y, algo todavía más difícil, ¿cómo se puede conjugar el crecimiento con la inclusión social y el objetivo del crecimiento sostenible? ¿Cómo mejorar las perspectivas de las generaciones más jóvenes en unas sociedades europeas enormemente endeudadas y envejecidas? ¿Y cuánto espacio quedará para los inmigrantes? ¿Cómo podemos hacer más eficaz, más democrática y, por tanto, más legítima, la gobernanza de Europa (y del euro)? ¿Cómo conjugar el ascenso del nacionalismo con la necesidad, siempre creciente, de gestionar colectivamente la globalización? ¿Cómo responder a la enorme diversidad que habita en su seno y defender los intereses y valores comunes en un mundo inestable, que cambia con rapidez y en el que Europa podría ser (aunque aún no lo sea) uno de los grandes actores? Y si el lector piensa que la lista no es lo suficientemente larga, puede probar con otra, en este caso dedicada a cómo volver a encerrar en la botella al genio de las finanzas para evitar otra gran crisis en un futuro no tan lejano.

En algunas políticas necesitaremos más integración, añade, en otras, menos, y seguramente habrá que establecer más diferencias entre los miembros. El debate debería centrarse en qué clase de Europa queremos, no en si favorecemos una mayor o menor integración, que es un debate ya viejo. También deberíamos echarle más imaginación al asunto. Algunas de las premisas en las que durante décadas se ha asentado la integración europea han cambiado, así que hay que adaptarse.

Ahora el proyecto europeo suscita más división, concluye diciendo. Al mismo tiempo, en muchos países europeos se ha iniciado un gran proceso de realineamiento político cuyo fin no está próximo: quizá la sucesión de políticas fallidas lo haga inevitable, pero también será desordenado y, en algunos lugares, desagradable. Y podría volverse todavía más desagradable y peligroso para la democracia. Como tantas otras veces, Bruselas es un estupendo chivo expiatorio para nuestros políticos más irresponsables. El proyecto europeo no debe malograrse: es demasiado importante, y no solo para los europeos. Su destino lo determinará en gran medida la evolución interna de cada país europeo, seguramente más en unos que en otros. En lugar de denunciar sin más a los populistas y los nacionalistas xenófobos, sería mucho más constructivo comenzar a afrontar las causas del descontento popular, tanto nacionales como europeas. 



El Panteón de Agripa (Roma, Italia)



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viernes, 10 de julio de 2015

[A vuelapluma] Lecciones de la crisis griega




Viñeta de El Roto (El País)



Me ha venido muy bien esta semana pasada de descanso forzoso por circunstancias familiares. No solo en lo personal, reanudando lazos entrañables que la distancia y el tiempo habían aflojado, sino en lo más íntimo, dándole importancia a lo que de verdad lo tiene y haciéndome ver que el mundo es como es, con toda su complejidad maravillosa, y no como a nosotros nos gustaría que fuera: simple, sencillo, directo, claro...

Esta digresión a vuela pluma de hoy, basada como todas las demás en opiniones de otros sobre las que reflexiono en el blog cada día con mayor o peor fortuna, va sobre la crisis griega que acaba de azotar los poco pétreos muros de la zona euro y de la propia Unión Europea, y sobre el papel que en ella han jugado algunos actores individuales. 

Vaya por delante, y para ahorrar tiempo e ilusiones a sus fans, que los tiene y muchos, que no me gusta el señor Tsipras; no como persona, que no juzgo, sino como político. Creo, sinceramente, que nos ha tomado el pelo a todos, pero sobre todo, a los griegos. Nada de una gran tragedia clásica a lo Sófocles, Esquilo o Eurípides. Más bien una comedia ligera a lo Aristófanes, que afortunadamente ha sido encarrilada, como no podía ser de otra manera, porque la crisis griega, a pesar del señor Tsipras, era la crisis de todos.

"Atenas acepta finalmente la propuesta que sus ciudadanos rechazaron en referéndum. Con apenas ligeros retoques. El Gobierno de Grecia envió la noche del jueves el plan con las medidas prioritarias para pactar el tercer y ansiado rescate con los acreedores, que está llamado a evitar la bancarrota y la salida del euro. Atenas acata prácticamente al 100% la última oferta europea —la rechazada en voto del pasado domingo—, y se compromete a hacer concesiones simbólicas, y circunscritas a las subidas de impuestos". Este es el comienzo de la noticia que hoy, viernes, reproducen todos los periódicos y cadenas de televisión del mundo mundial, como diría Manolito Gafotas. Y que nuestro viejo refranero carpetovetónico enfatizaría diciendo eso de "para ese viaje no hacían falta alforjas", señor Tsipras.

La primera andanada extrapolítica contra las maniobras del señor Tsipras vino hace escasos días de un controvertido, por lo audaz de sus diatribas, filósofo francés de origen sefardí, Bernard-Henry Lévy (1948): "No, amigos griegos, pese a lo que se oye por todas partes y a lo que pregonan en Francia esos que aconsejan pero nunca pagan, como los Le Pen y los Mélenchon, la votación del domingo [se refiere al referéndum celebrado en Grecia] no es unavictoria de la democracia. Primero porque la democracia, y vosotros lo sabéis mejor que nadie, es mediación, representación, delegación regulada de las voluntades y los intereses. No necesariamente un referéndum. O, si lo es, es solo excepcionalmente, cuando los representantes electos están contra las cuerdas, cuando han perdido la confianza de sus mandantes y los procedimientos normales han dejado de funcionar. ¿Acaso era este el caso? ¿El señor Tsipras estaba tan debilitado que no tuvo más remedio que descargar su responsabilidad sobre su pueblo y caer en esta democracia de excepción que es la democracia plebiscitaria? ¿Y qué ocurriría, dicho sea de paso, si cada vez que se enfrentan a una decisión que no tienen el valor de asumir, los socios de Grecia suspendieran las conversaciones y pidieran ocho días para que el pueblo zanjase la cuestión? A menudo se oye —y es cierto— que Europa es demasiado burocrática, demasiado lenta en sus decisiones, demasiado aparatosa. Lo menos que se puede decir es que si el método Tsipras, Dios no lo quiera, llegase a inspirar a un Gobierno estilo Podemos o similar, no remediaría esa deficiencia". Ni que decir tiene que apoyo todo el argumentario anterior sin fisuras, asumiendo las con buen talante las consecuencias personales que se me puedan derivar de ello por parte de mis buenos amigos, que los tengo, cercanos a las tesis y modos de Tsipras, versión hispánica.

La segunda en la boca, que dirían los creyentes, le ha venido al señor Tsipras de manos del ministro francés de Economía, Emmanuel Macron (1977), que aunque juega a toro pasado, le ha recordado al primer ministro griego que no todo vale en política. Macron es el ministro más joven del Gobierno francés y probablemente el más brillante, pero también el más controvertido. Los críticos de su partido, el socialista, le tachan de “liberal” por su ley para modernizar la economía, aprobada definitivamente este jueves por decreto. En esta entrevista, hecha en su despacho horas antes de partir de visita a España, afirma que él está para reformar, para influir en la “transformación ideológica” de la izquierda, modernizando la economía, dándole importancia a la justicia social. Como se vislumbra en la entrevista de más arriba, una recuperación de los ideales socialdemócratas: "El liberalismo político es un elemento de la izquierda. La izquierda es el partido de la emancipación y la libertad, en coordinación con la solidaridad. Si no, la izquierda se convierte en un partido conservador", dice en ella. 

Por último, las reflexiones siempre ajustadas del periodista de El País, Xavier Vidal Foch, que en el diario de ayer jueves, lo hacía sobre las diez lecciones de futuro que cabe sacar de esta crisis:

1. En la Europa del euro reforzado, toda gran cuestión de política económica interna de un socio es de facto competencia común. Y política interior de todos.

2. En paralelo a la economía y a la política, hay una opinión pública europea en formación, polarizada, con vaivenes y dientes de sierra. Empezó con la oposición a la guerra de Irak y ahora se multiplica.

3. El discurso moralista empeora la tensión. Para unos la deuda es “injusta” (Syriza); para otros “lo moral es pagar las deudas” (Donald Tusk). Más que el qué, importa el cómo: cómo hacer que la deuda sea sostenible y no asfixiante. Política, números.

4. Nunca la unión monetaria fue más política. Con las del domingo la habrán abordado media docena larga de sesiones de “cumbre”: la cúpula política de la Unión, el Consejo Europeo.

5. El FMI vive una extrema polaridad zigzagueante. Hoy va de keynesiano (herencia de DSK), mañana de neoliberal, como era costumbre. Resulta imprevisible.

6. Han irrumpido en la Unión los nuevos socios bálticos y otros “pecos” (países de la Europa central/oriental) con perfil propio. En las instituciones (Tusk, Dombrovskis) y los Gobiernos. Ya les interesa la UE tanto como la OTAN.

7. Las políticas de la Unión se cambian con influencia, pedagogía, tenacidad. La reorientación de la austeridad hacia el estímulo a la demanda, la inversión y el crecimiento debe más a la insistencia socialdemócrata (SPD, Hollande, Schulz) y socialcristiana (Juncker) que a los golpes de mano radicales de un país sufriente, pero que se aísla.

8. España ha existido poco. Frases hechas, obviedades, consumo interno cruzado, barato. ¿Por qué siestea el Congreso?

9. Los casandras, heraldos del apocalipsis, reverdecen a la primera recaída, a ver si esta vez hay suerte y el desastre confirma sus pronósticos antes fallidos y su religión de cuanto-peor-mejor, siempre y cuando el hambre afecte a otros: los Hans-Werner Sinn, los Paul Krugman, qué mensaje de ética.

10. Los dramas de Grecia se arrastran dos siglos. No se evaporarán en un día. Mientras se trabaja, conllevancia.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt




Alexis Tsipras






Entrada núm. 2362
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