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domingo, 23 de abril de 2017

[Especial] Eduardo Mendoza recibe el Premio Cervantes 2016







23 de abril, Día de las Letras Españolas, aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes en 1616. Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) un escritor de estilo narrativo sencillo y directo, que sin hacer abandono del uso de cultismos, arcaísmos así como del lenguaje popular en su más pura expresión, gusta de personajes marginales que miran la sociedad con extrañeza mientras luchan por sobrevivir permaneciendo fuera de ella, recibe el Premio Cervantes de manos de los Reyes de España.

Su obra literaria se inauguró en 1975 con la publicació de La verdad sobre el caso Savolta, ambientada en su Barcelona natal, que combinaba la descripción de la ciudad previa a la guerra civil con la del momento de su publicación. En 2010 recibió el premio Planeta por su novela Riña de gatos. Madrid 1936, y en 2016 el Premio Cervantesconcedido anualmente, desde 1976, por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España a propuesta de las Academias de la Lengua de los países de habla hispana y considerado como el galardón literario más importante en lengua española, destinado a distinguir la obra global de un autor cuya contribución al patrimonio cultural hispánico haya sido decisiva. 

Les dejo con el hermoso discurso pronunciado por Eduardo Mendoza en la ceremonia de recepción del Premio Cervantes, que pueden ver en su integridad en el vídeo de más arriba, presidida por SS.MM. los Reyes de España el pasado 20 de abril en la Universidad de Alcalá de Henares. 






Majestades:

No creo equivocarme si digo que la posición que ocupo, aquí, en este mismo momento, es envidiable para todo el mundo, excepto para mí.

Han transcurrido varios meses desde que me llamó el señor Ministro para comunicarme que me había sido concedido el premio Cervantes y todavía no sé cómo debo reaccionar. Espero no haber quedado mal entonces, ni quedar mal ahora, ni en el futuro.

Porque un premio de esta importancia, tanto por lo que representa como por las personas que lo han recibido a lo largo de los años, no es fácil de asimilar adecuadamente, sin orgullo ni modestia. No peco de insincero al decir que nunca esperé recibirlo.

En mis escritos he practicado con reincidencia el género humorístico y estaba convencido de que eso me pondría a salvo de muchas responsabilidades. Ya veo que me equivoqué. Quiero pensar que al premiarme a mí, el jurado ha querido premiar este género, el del humor, que ha dado nombres tan ilustres a la literatura española, pero que a menudo y de un modo tácito se considera un género menor. Yo no lo veo así. Y aunque fuera un género menor, igualmente habría que buscar y reconocer en él la excelencia.

Pero no soy yo quien ha de explicar las razones del jurado ni menos aún justificar su decisión. Tan sólo expresarle mi más profundo agradecimiento y decirles, plagiando una frase ajena, que me considero un invitado entre los grandes.

En el acta que nos acaba de ser leída, se me honra mencionando mi vinculación con la obra de Cervantes. Es una vinculación que admito con especial satisfacción. He sido y sigo siendo un fiel lector de Cervantes y, como es lógico, un asiduo lector del Quijote. Con mucha frecuencia acudo a sus páginas como quien visita a un buen amigo, a sabiendas de que siempre pasará un rato agradable y enriquecedor. Y así es: con cada relectura el libro mejora y, de paso, mejora el lector.

Pero en mi memoria quedan cuatro lecturas cabales del Quijote, que ahora me gustaría recordar.

Leí por primera vez el Quijote por obligación, en la escuela. En algún sitio he leído que la presencia obligatoria del Quijote en la enseñanza no pasa de ser una leyenda urbana. Es cierto, pero toda regla tiene su excepción. En nuestro copioso surtido de planes de enseñanza, hubo, tiempo atrás, un curso llamado preuniversitario, coloquialmente “el preu”, cuyo programa era monográfico, es decir: un solo tema por cada materia. A los que hicimos preuniversitario el año académico de 1959/60 nos tocó leer y comentar el Quijote, tanto a los que habíamos optado por el bachillerato de letras como por el de ciencias. A diferencia de lo que ocurre hoy, en la enseñanza de aquella época prevalecía la educación humanística, en detrimento del conocimiento científico, de conformidad con el lema entonces vigente: que inventen ellos.

Las cosas cambian de nombre en función de la distancia. El suelo que ahora piso se llama paisaje cuando está lejos. Y cuando ya no está, se llama Geografía.

Del mismo modo, la pomposa abstracción que hoy llamamos Humanidades, antes se llamaba, humildemente, Curso de Lengua y Literatura. Y para mis compañeros de curso y para mí, aún más humildemente, la clase del Hermano Anselmo.

El colegio donde se encontraba esta clase era un edificio vetusto, de ladrillo oscuro, frío en invierno, en una Barcelona muy distinta de la que es hoy. Por las ventanas se veían las cuatro torres de la Sagrada Familia tal como las dejó Gaudí, negras de hollín y felizmente dejadas de la mano de Dios. En la clase de Literatura nos enseñaban algunas cosas que luego no me han servido de mucho, pero que me gustó aprender y me gusta recordar. Por ejemplo, la diferencia entre sinécdoque, metonimia y epanadiplosis. O que un soneto es una composición de catorce versos a la que siempre le sobran diez.

Y allí, contra aquel fiero rebaño compuesto por treinta adolescentes sin chicas que era la clase del Hermano Anselmo, arremetió lanza en ristre don Alonso Quijano el Bueno, no sé si en la edición de Riquer o en la de Zamora Vicente para la lectura, y en la desmesurada edición de Rodríguez Marín para ir por nota. Porque de esto hace mucho y el Profesor don Francisco Rico aún no había alcanzado el uso de razón.

La verdad es que don Quijote y Sancho no fueron bien recibidos. Nuestra imaginación literaria se nutría de El Coyote y Hazañas Bélicas y las sesiones dobles del cine de barrio eran nuestro Shangri-La. Pero el Siglo de Oro, francamente, no.

Hay que decir, en nuestro descargo, que en aquellos años, que Juan Marsé llamó de incienso y plomo, la figura de don Quijote había sido secuestrada por la retórica oficial para convertirla en el arquetipo de nuestra raza y el adalid de un imperio de fanfarria y cartón piedra. También, solo o con Sancho, a pie o a caballo, se vendía a la gruesa en estaciones y aeropuertos, y en muchos hogares estaba presente como cenicero, pisapapeles o apoyalibros. Malas tarjetas de visita para un aspirante a superhéroe.

Pero entonces no se iba a la escuela a jugar, sino a estudiar y a obedecer. Tampoco nos apetecía aprender de memoria los afluentes del Ebro. Y con el mismo entusiasmo emprendimos la lectura de lo que parecía ser una tortura dividida en dos partes.

Como es de suponer de inmediato y casi contra mi voluntad me rendí a su encanto.

Curiosamente, lo que me fascinó entonces no fue la figura de don Quijote, ni sus empresas y sus infortunios, sino el lenguaje cervantino. Desde niño yo quería ser escritor. Pero hasta ese momento los resultados no se correspondían ni con el entusiasmo ni con el empeño. Las vocaciones tempranas son árboles con muchas hojas, poco tronco y ninguna raíz. Yo estaba empeñado en escribir, pero no sabía ni cómo ni sobre qué.

La lectura del Quijote fue un bálsamo y una revelación. De Cervantes aprendí que se podía cualquier cosa: relatar una acción, plantear una situación, describir un paisaje, transcribir un diálogo, intercalar un discurso o hacer un comentario, sin forzar la prosa, con claridad, sencillez, musicalidad y elegancia

“Apeáronse don Quijote y Sancho y, dejando al jumento y a Rocinante a sus anchuras pacer de la mucha yerba que allí había, dieron saco a las alforjas y, sin ceremonia alguna, en buena paz y compañía, amo y mozo comieron lo que ellas hallaron”. No se puede dar una información más expresiva con palabras más sencillas y una sintaxis más limpia.

Cuál no sería mi entusiasmo que traté de compartirlo con mi padre, hombre aficionado a la literatura. Mi padre me escuchó y me respondió que sí, que bueno, pero que era mejor Lope de Vega. Hasta en eso teníamos que disentir.

Leí el Quijote de cabo a rabo por segunda vez una década más tarde. Yo ya era lo que en tiempos de Cervantes se llamaba un bachiller, quizá un licenciado, lo que hoy se llama un joven cualificado, y lo que en todas las épocas se ha llamado un tonto.

Llevaba el pelo revuelto y lucía un fiero bigote. Era ignorante, inexperto y pretencioso. Pero no había perdido el entusiasmo. Seguía escribiendo con perseverancia, todavía con pasos aún inciertos, en busca una voz propia.

Como tenía otros modelos literarios, de mayor graduación alcohólica, por decirlo de algún modo, como Dostoievski, Kafka, Proust y Joyce), en esa ocasión me atrajo sobre todo el Caballero de la Triste Figura, su tenacidad y su arrojo. Porque, salvando todas las distancias, yo aspiraba a lo mismo que don Alonso Quijano: correr mundo, tener amores imposibles y deshacer entuertos.

Algo conseguí de lo primero; en lo segundo me llevé bastantes chascos, y en lugar de deshacer entuertos, causé algunos, más por irreflexión que por mala voluntad.

Tampoco a don Quijote le salen bien las cosas. También él se equivoca en el planteamiento. Cree seguir las normas de la Caballería andante pero es un hijo de Erasmo y de la Reforma. Para él no son las leyes humanas o divinas las que determinan su conducta, sino la ética personal. Cree defender a los débiles pero defiende a los rebeldes y a los que luchan por la libertad, aunque sean delincuentes. Antepone sus deseos a la realidad, y es, en definitiva, el paradigma del idealismo desencaminado, si esta expresión no es una redundancia. Poco importa, porque “la gloria de haber emprendido esta hazaña no la podrá oscurecer malicia alguna”.

Y por eso me gustaba. Porque si Cervantes es hijo de Erasmo, yo era hijo del Romanticismo, y no me atraían los héroes épicos sino los héroes trágicos. Un héroe épico se vuelve un pelma cuando ya ha hecho lo suyo. En cambio un héroe trágico nunca deja de ser un héroe, porque es un héroe que se equivoca. Y en eso a don Quijote, como a mí, no nos ganaba nadie.

La tercera vez que leí el Quijote ya era, al menos nominalmente, lo que nuestro código civil llama “un buen padre de familia”.

Cuando emprendí esta nueva lectura del Quijote no tenía motivos de queja. Como don Quijote, había recibido algunos palos, ni muchos ni muy fuertes. Como Sancho Panza, me había apeado muchas veces del burro. Pero había conseguido publicar algunos libros que habían recibido un trato benévolo de la crítica y una buena acogida del público. Hago un paréntesis para decir que, sin quitarme el mérito que me pueda corresponder, mucho debo al apoyo y, sobre todo, al cariño de algunas personas. Y creo que sería injusto silenciar, a este respecto, la contribución especial de dos personas a mi carrera literaria. Una es Pere Gimferrer, que me dio la primera oportunidad y es mi editor vitalicio y mi amigo incondicional. La otra es, por supuesto, Carmen Balcells, cuya ausencia empaña la alegría de este acto.

En aquella tercera lectura del Quijote, descubrí y admiré el humor que preside la novela. Lo que digo puede parecer una obviedad, pero a mi juicio no lo es. Cuando el Quijote vio la luz sin duda fue recibido y leído como un libro cómico. Pero los tiempos cambian y aunque el humor es el mismo, nuestra percepción de lo cómico ha cambiado. En este sentido, en la actualidad el Quijote ha perdido buena parte de su comicidad. Visto desde mi perspectiva, los episodios jocosos no son muchos ni muy variados. Hay alguno espléndido, como el de los molinos de viento, pero el resto repiten un patrón convencional: confusión y paliza. Una parodia del estilo artificioso de las novelas de caballerías y varias intervenciones divertidas de Sancho completan el panorama. Nada de esto desmerecía a mis ojos la calidad de la obra ni rebajaba mi admiración, pero así pensaba yo.

Lo que descubrí en la lectura de madurez fue que había otro tipo de humor en la obra de Cervantes. Un humor que no está tanto en las situaciones ni en los diálogos, como en la mirada del autor sobre el mundo. Un humor que camina en paralelo al relato y que reclama la complicidad entre el autor y el lector. Una vez establecido el vínculo, pase lo que pase y se diga lo que se diga, el humor lo impregna todo y todo lo transforma.

Es precisamente el Quijote el que crea e impone este tipo de relación secreta. Una relación que se establece por medio del libro, pero fuera del libro, y que a partir de ese momento constituirá la esencia de lo que denominamos la novela moderna. Una forma de escritura en la cual el lector no disfruta tanto de la intriga propia del relato como de la compañía de la persona que lo ha escrito.

Aunque raro es el año en que no vuelva a picotear en el Quijote, con la única finalidad de pasar un rato agradable y levantarme el ánimo, lo cierto es que no lo había vuelto a releer de un tirón, hasta que la cordial e inesperada llamada del señor Ministro me notificó que me había sido concedido este premio, y por añadidura en el cuarto centenario de la muerte de Cervantes. Así las cosas, pensé que tenía el deber moral y la excusa perfecta para volver, literalmente, a las andadas.

En esta ocasión seguía y sigo estando, en términos generales, satisfecho de la vida. De nada me puedo quejar e incluso ha mejorado mi estado de salud: antes padecía pequeños desarreglos impropios de mi edad y ahora estos desarreglos se han vuelto propios de mi edad.

Sin embargo, cuando se lee el Quijote, uno nunca sabe lo que le puede pasar. En lecturas anteriores yo había seguido al caballero y a su escudero tratando de adivinar la dirección que llevaba su peregrinaje. Esta vez, y sin que en ello interviniera de ningún modo la melancolía, me encontré acompañando al caballero en su camino de vuelta a un lugar de la Mancha cuyo nombre nunca hemos olvidado, aunque a menudo lo hayamos intentado.

Alguna vez me he preguntado si don Quijote estaba loco o si fingía estarlo para transgredir las normas de una sociedad pequeña, zafia y encerrada en sí misma.

Aunque ésta es una incógnita que nunca despejaremos, mi conclusión es que don Quijote está realmente loco, pero sabe que lo está, y también sabe que los demás están cuerdos y, en consecuencia, le dejarán hacer cualquier disparate que le pase por la cabeza. Es justo lo contrario de lo que me ocurre a mí. Yo creo ser un modelo de sensatez y creo que los demás están como una regadera, y por este motivo vivo perplejo, atemorizado y descontento de cómo va el mundo.

Pero en una cosa le llevo ventaja a don Quijote: en que yo soy de verdad y él un personaje de ficción.

Una novela es lo que es: ni la verdad ni la mentira. El que lee una obra de ficción y no se cree nada de lo que allí se cuenta, va mal; pero el que se lo cree todo, va peor. Hoy esto es de conocimiento general. Pero el Quijote es la primera novela moderna y el pobre don Quijote no ha tenido tiempo de asimilar los cambios que él mismo trae al mundo. Al contrario, él es el primer caso certificado de lector demasiado crédulo. No es raro que se haga un lío. Y así va, hasta que un mal día, en la misma ciudad de Barcelona, donde yo habría de descubrirlo unos cuantos siglos más tarde, don Quijote visita una imprenta y allí descubre que en realidad es el protagonista de una novela. Y como ya no sabe qué hacer a continuación, da media vuelta y regresa a casa.

Lo que tampoco sabe es que su breve periplo, de poco más de un mes, no ha sido en balde.

Todo personaje de ficción es transversal. Va de lector en lector, sin detenerse en ninguno. Eso mismo hace don Quijote. Exceptuando a Sancho, todos los personajes del libro están donde Dios los puso. Don Quijote es lo contario: va de paso y atraviesa fugazmente por sus vidas. Generalmente les causa un pequeño trastorno, pero les paga con creces. Sin la incidencia atropellada de don Quijote, hidalgos, venteros, labriegos, curas y mozas del partido reposarían en la fosa común de la 9 antropología cultural. Gracias a don Quijote hoy están aquí, con nosotros, tan reales como nosotros mismos y, en algunos casos, quizás un poco más.

Ésta es, a mi juicio, la función de la ficción. No dar noticia de unos hechos, sino dar vida a lo que, de otro modo, acabaría convertido en mero dato, en prototipo y en estadística. Por eso la novela cuenta las cosas de un modo ameno, aunque no necesariamente fácil: para que las personas, a lo largo del tiempo, la consuman y la recuerden sin pensar, como los insectos que polinizan sin saber que lo hacen.

Recalco estas cosas bien sabidas porque vivimos tiempos confusos e inciertos. No me refiero a la política y la economía. Ahí los tiempos siempre son inciertos, porque somos una especie atolondrada y agresiva y quizá mala, si hubiera otra especie con la que nos pudiéramos comparar.

La incertidumbre y la confusión a las que yo me refiero son de otro tipo. Un cambio radical que afecta al conocimiento a la cultura, a las relaciones humanas, en definitiva, a nuestra manera de estar en el mundo. Pero al decir esto no pretendo ser alarmista. Este cambio está ahí, pero no tiene por qué ser nocivo, ni brusco, ni traumático.

En este sentido, ahora que los dos vamos de vuelta a casa, me gustaría discrepar de don Quijote cuando afirma que no hay pájaros en los nidos de antaño. Sí que los hay, pero son otros pájaros.

Ocasiones como la presente entrañan para el premiado un riesgo inverso al que corrió don Quijote: creerse protagonista de un relato más bonito que la realidad. Prometo hacer todo lo posible para que no me ocurra tal cosa.

Para los que tratamos de crear algo, el enemigo es la vanidad. La vanidad es una forma de llegar a necio dando un rodeo. Es un peligro que no debería existir: mal puede ser vanidoso el que a solas va escribiendo una palabra tras otra, con mimo y con afán y con la esperanza de que al final algo parezca tener sentido. La tecnología ha cambiado el soporte de la famosa página en blanco, pero no ha eliminado el terror que suscita ni el esfuerzo que hace falta para acometerla.

Por lo demás, al que se echa a los caminos la vida le ofrece recordatorios de su insignificancia. Hace muchos años, cuando yo vivía en Nueva York, quedé en un bar con un amigo, ilustre poeta leonés. Como vimos que la camarera que nos atendía era hispanohablante, probablemente portorriqueña, cuando vino a tomarnos la comanda nos dirigimos a ella en castellano. La camarera tomó nota y luego nos preguntó si éramos franceses. Le respondimos que no. ¿Qué le había hecho pensar eso? Oh, dijo ella, como habláis tan mal el español… En su momento, esta anécdota nimia me produjo una gran alegría que nunca se ha disipado. Porque comprendí que habitaba un mundo diverso, rico, divertido y con un amplísimo horizonte. Y que todas las lenguas del mundo son amables y generosas para quien las quiere bien y las trabaja.

Y aquí termino, repitiendo lo que dije al principio. Que recojo este premio con profunda gratitud y alegría, y que seguiré siendo el que siempre he sido: Eduardo Mendoza, de profesión, sus labores. Muchas gracias.

[Discurso pronunciado por el escritor Eduardo Mendoza el 20 de abril de 2017 en la ceremonia de recepción del Premio Cervantes 2016. Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares]






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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domingo, 2 de marzo de 2014

Leer un libro; ver televisión. Manual de instrucciones para andar por casa





Portada de "Escenas de la vida rural", de Amos Oz



Tengo una peculiar manera de acercarme a la compra y lectura de un libro del que desconozca casi todo con la que no me ha ido nada mal hasta ahora. Desde luego la primera impresión cuenta, y es que los libros, como las personas, entran por los ojos: el libro en sí, independientemente de su contenido, tiene que resultar atractivo. Por su formato, encuadernación, composición de la portada, título... Espero que no se me tache de pueril; se que lo importante está dentro, pero ya llegaremos a ello. Ahora hablo del placer estético, físico, casi -o sin casi- sensual, que supone coger un libro en las manos. Los que leen todo en una pantalla de ordenador no saben lo que se pierden.

No suelo comprar libros ni novelas de los que no se nada previo: autor, contenido, temática, etc., etc., así que gracias a la contraportada, me hago una idea más sobre el "de qué va" y la vida y obra de su autor. Y luego el índice: da igual que esté al principio o al final del libro. Cumplidos los trámites anteriores, que pueden llevar desde unos cuantos segundos a cuatro o cinco minutos, comienzo a leerlo, de pie, al lado de la estantería, aunque el empleado de turno me mire con recelo... Leo siempre y de corrido, las dos o tres primeras páginas. Si se despierta en mi un interés manifiesto, muy manifiesto..., por él, lo más probable es que el libro en cuestión acabe en la cesta.

Nota al pie: Antes era un lector y comprador compulsivo de libros. Muchos por motivos académicos, y muchos más, por el mero placer de saberme poseedor de ellos. Ahora ya he aquilatado lo suficiente mi gusto estético como para saber que eso es una gilipollez, que los "super-ventas" de las grandes superficies comerciales suelen ser una pifia, y que los grandes premios (a lo Planeta) están concedidos de antemano en función de intereses editoriales, normalmente extra-literarios. Y por supuesto, que uno no puede "comprar" todo lo que se le pone delante, porque tampoco va a tener tiempo para leerlo, ni dinero para pagarlo.

Ya estamos con el libro en casa. Mejor por la tarde (aunque cualquier hora es buena, si las circunstancias son propicias: por ejemplo los trayectos en guagua, impensables sin un libro entre las manos), sentado cómodamente, sin ruidos que distraigan, aunque una agradable música a volumen adecuado ayuda bastante a disfrutar de su lectura. Es hora de comenzar. Releo esas primeras páginas que comenté. Si persiste el agrado, digamos que en las veinte primeras páginas, sigo con su lectura; si encuentro "algo" que me provoca rechazo, ojeo al azar algunas páginas centrales; si persiste el desagrado, me voy al final... Y ahí, se acabó la historia. Lo aparco hasta mejor ocasión; probablemente no llegue nunca a terminarlo...

No soy lector asiduo de ficción. Prefiero el ensayo (deformación profesional, supongo), pero no le hago ningún tipo de asco a la buena literatura: la de siempre, los clásicos, con preferencia, pero también la reciente, aunque me acerque a ella con suspicacia. Un ejemplo: en el pasado mes de febrero he leído diez libros. Seis de ensayo: historia, política, biografía..., y cuatro de ficción. Enumero solo estos últimos: El abuelo que saltó por la ventana y se largó, del sueco Jonas Jonasson; El enredo de la bolsa y la vida, del español Eduardo Mendoza; El cuerpo humano, del italiano Paolo Giordano; y Escenas de la vida rural, del israelí Amos Oz. Todos sacados de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas de Gran Canaria, en el parque de San Telmo. Tengo que decir que me han encantado, cada uno en su estilo. Divertidos los de Jonasson (hasta la carcajada) y Mendoza; serios los de Giordano y Oz. Este último, una serie de cuentos independientes que transcurren en un mismo pueblo del Israel rural contemporáneo. 

Sobre televisión me gustaría decir que no la frecuento, lo que no deja de ser una boutade por mi parte porque todo el mundo dice lo mismo aunque se pase cinco horas al día pegado a la pantalla. No es mi caso, palabra de honor: por no ver no veo ni los telediarios. Y las series que me apasionan las veo grabadas. Me encantó la primera temporada de "Homeland" y las sucesivas de "The Good Wife" (ignoro el porqué de mantener su nombre original cuando pueden ser traducidos directamente al español, pero en fin...). También me divierte "Castle", y en menor medida "Navy" o "El mentalista". Pero la verdad es que me gustan mucho más las europeas. No sé como explicarlo pero es así; es como si estuviera en casa..., aunque transcurran en Escandinavia o el Reino Unido. Ahora mismo estoy fascinado, literalmente, por dos de ellas, las dos se pueden ver en el canal AXN. La primera, "El puente", una coproducción sueco-danesa. Sí, dije fascinante, y lo es: una mujer aparece descuartizada en medio del puente que une Copenhague, en Dinamarca, y Malmoe, en Suecia. Dos inspectores de policía, uno danés, y otra sueca, se ven involucrados en la tarea de encontrar al asesino, que dicho sea de paso, no se conforma con ese primer muerto. La segunda serie es británica, y se titula "La caza". Y transcurre en la convulsa Belfast de Irlanda del Norte, con el larvado enfrentamiento entre católicos y protestantes, y un asesino en serie del que desde el primer capítulo los espectadores lo saben todo... Como ven, no solo escribo ni hablo de política, problemas sociales o alta cultura. También tengo mi corazoncito popular. Permítanme que se las recomienda ambas: lecturas y series.

Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Los protagonistas de "El puente"





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lunes, 1 de abril de 2013

Treinta años no son nada, y en literatura, menos...




Forges y el "Quijote"



Hace muy pocos días comentaba con una amiga del Facebook sobre lecturas literarias y caímos en el manido tópico del libro a llevarse a una hipotética isla desierta. Para mí, le dije, la "Biblia": no soy creyente, pero es un libro que tiene de todo: historia, aventuras, guerras, poesía, lirismo, creencias, fe... Y, bueno, puestos ya a llevarse dos, "El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha" de nuestro paisano Miguel de Cervantes: por calidad (la primera novela moderna) y proximidad idiomática. Y si seguimos hasta tres, la "República" de Platón. Podía decir más y mejores, sin duda, pero me quedo con los citados.

No soy un purista de la literatura. Creo que su función principal es entretener, pero comparto en gran manera la opinión del afamado escritor que dijo "no leer nunca una novela que tuviera menos de 30 años de publicada y no se hubiera reeditado más de una vez". No recuerdo su nombre, pero le doy la razón. De ahí mi afición a los clásicos, y contra más clásicos y más antiguos, más mejor, como decimos en el español de Canarias.

Desconfio, por principio, de todos los títulos con la faja de "superventas" adherida a su portada, y si encima se ofertan en las grandes superficies junto a los embutidos, los calcetines a 1 euro y los productos de limpieza para el hogar, ni les cuento: alergia pura. Casos como Ruiz Zafón, Ildefonso Falcones o Dan Brown, por citar solo algunos de ellos, me han curado de espanto. Les animo a leer lo que comentaba el crítico literario Martín Schifino en su artículo "Como leer un best seller" (Revista de Libros, julio-agosto 2010).

Entre mis alergias patológicas se encuentran los Premios Planeta. No me pregunten por qué. No tengo una explicación racional. De entre los 120 títulos de su historial entre premiados y finalistas de sus últimos sesenta años, reconozco no haber leído más allá de una docena y media de ellos.

No dudo de la imparcialidad originaria de los jurado de los Premios Planeta, pero sí doy crédito a lo que parece la política promocional de sus editores: invitar a un escritor de prestigio ya reconocido a presentarse con la "casi" seguridad de llevarse el premio, lo que los convierte en "premio por encargo" o similar. ¿Algo exclusivo del Planeta? Pues no lo sé, con sinceridad, pero algunas de la veces da la impresión de que sí es así.

Cumpliendo con la primera de las premisas citadas, la de no leer novela alguna con menos de treinta años de publicada (premisa incumplida con reiteración y poco propósito de enmienda por mi parte), reconozco haber caído en tentación en las últimas semanas con dos premios Planeta galardonados en los años 80 que tenía en casa sin leer: "Jaque a la dama", de Jesús Fernández Santos, ganador del premio en 1982, y "La jeringuilla", finalista, de Pedro Casals, en 1986. Me han gustado mucho. Lo mismo que la novela ganadora del premio, mucho más reciente, en 2010: "Riña de gatos. Madrid, 1936", del consagrado escritor catalán Eduardo Mendoza. No les cuento la trama por si se deciden a leerlos. La novela de Fernández Santos es la historia de una mujer durante la guerra civil española y la posterior guerra mundial, en busca de su propio lugar en el mundo. La de Pedro Casals, cuenta una historia de drogas y apariencias entre personajes de la alta burguesía catalana de los 80. La de Mendoza, las semanas previas al estallido de la guerra civil española en un Madrid plagado de conspiradores de izquierdas y de derechas, en el que sus protagonistas, un historiador y profesor de arte británico y una joven aristócrata madrileña viven una insólita historia de amor que tiene como epicentro un cuadro de Velázquez. En el número de marzo (de nuevo marzo) de 2011 de "Revista de Libros" pueden leer una interesante crónica de la novela de Mendoza,  titulada "Peleas de villa y corte", escrita por el crítico literario Nick Caistor. Y en el vídeo con el que acompaño la entrada, una entrevista a su autor, Eduardo Mendoza, en el programa televisivo "Silencio se lee" de junio de 2011, en el que el autor comenta y lee pasajes de su novela.

Termino la primera entrada de este mes de abril recomendándoles el interesante y erudito artículo del escritor Andrés Ibáñez, de nuevo en la tan recurrente para mí "Revista de Libros", en el número de abril de 2005, titulado "¿Se aprende a escribir?". Estoy convencido de que les resultará interesante.

Sean felices, por favor, a pesar del gobierno. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt 





El escritor Eduardo Mendoza






Entrada núm. 1830
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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)
"La historia del mundo no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices son en ella páginas en blanco" (Hegel)
"Todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas" (Isak Dinesen