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viernes, 4 de diciembre de 2015

[A vuelapluma] El sentido de la vida. 40 años sin Hannah Arendt




Hannah Arendt (1906-1975)


Las asociaciones involuntarias de ideas me provocan perplejidad. Lo mismo que los sueños. No entiendo muy bien el mecanismo que produce unas y otros, pero me encantan. Si morir es un sueño eterno, no deberíamos tenerle excesivo miedo a la muerte. Yo, desde luego, no se lo tengo. Si acaso me produce cierta angustia el dolor físico y el deterioro mental que puede precederla. Y sobre todo el sentimiento de pérdida y la pena que provoca la ausencia en los que te amaron y a los tú también quisiste. 

Hoy hace cuarenta años que murió en Nueva York, a los sesenta y nueve de edad, mi admirada Hannah Arendt. Imposible sustrarme a la tentación de recordarlo. Quería escribir algo sobre la efémeride, y ahí cuadra lo de las asociaciones de ideas, y me encuentro con un hermoso artículo del profesor Rafael Narbona en su blog Viaje a Siracusa, titulado "Esperando al 21", que refleja muy bien lo que yo hubiera deseado contar. 

Es un texto muy bello, en el que "un recuerdo de Madrid", un determinado recuerdo de un determinado hecho de un determinado Madrid de una determinada época, que ya pasó, se convierte en el hilo conductor del relato. 

Antes de reseñarlo, permítanme un breve ejercicio de nostalgia. Llegué por vez primera a Madrid, en tren, con mis padres y hermanos, una fría mañana de invierno pocas semanas antes de cumplir los cuatro años. Tengo muy claro el recuerdo de ver por la ventanilla del vagón pasar los árboles cubiertos de escarcha. Nos afincamos en el barrio de Delicias, en el entonces distrito de Arganzuela-Villaverde, y siete años después nos mudamos al barrio de Hispanidad, en el distrito de Chamartín. Casi de un extremo a otro de la ciudad. Allí viví once años más. Y de Madrid a Canarias, donde sigo viviendo a punto de cumplir los 70.

En Madrid se quedaron mis padres, mis hermanos y una numerosísima familia de primos y tíos. Y a Madrid habré vuelto un centenar largo de veces desde entonces. Solo, con mi mujer y mis hijas, por placer, por estudios, por trabajo y por tristes acontecimientos familiares. La última, hace apenas unos meses. Y reconozco que "este Madrid" no es el Madrid de mi infancia, de mis recuerdos y mi añoranza. No digo que sea mejor ni peor; simplemente, no es el mío. Y no me gusta tanto como aquel de mi niñez y juventud.

Pasé mi niñez y mi primera juventud, dice Narbona en su relato, en el barrio de Argüelles. Mi dormitorio era amplio y luminoso. Tenía un pequeño balcón desde el que podía contemplarse el Parque del Oeste y la Casa de Campo. Apoyado en una barandilla de hierro, observaba al funicular que sobrevolaba las encinas y las jaras, adentrándose en una campiña de suaves colinas y pequeños cerros. Desde un sexto piso, el Manzanares parecía un río de un azul melancólico, que espejeaba bajo el sol, acompañando a la Almudena durante los crepúsculos granates y los amaneceres fríos, cristalinos. El Palacio Real, con sus simetrías y exactitudes, borraba cualquier ensoñación romántica. La fachada orientada hacia los Jardines de Sabatini insinuaba que la razón es un ardid del ingenio humano para aplacar el desorden de la naturaleza. Lo caótico y desmesurado nos infunde temor. La proporción y la medida nos hacen sentir que el mundo puede someterse al tamaño del hombre, espantando nuestros miedos. 

En otoño, sigue diciendo, levantaba las persianas y el paisaje cambiaba. Los árboles del Paseo de Rosales se quedaban desnudos, alfombrando las aceras de amarillo y rojo. El otoño, la mejor estación del año en Madrid, añade, era un paraíso cercano, con mañanas tibias y transparentes, que propiciaban la contemplación y el ensimismamiento. Cuando regresaba de la universidad, bajaba por el Paseo de Moret, con una indecible paz interior, observando las ramas que se enlazaban sobre mi cabeza. No hacía falta mucha fantasía para convertirlas en los arcos de una bóveda natural e imaginar que recorría un interminable claustro. Mi serenidad conventual se desplomaba cuando llegaba a la altura de Marqués de Urquijo y el tráfico, con su estrépito de bocinas y plebeyos tubos de escape, avivaba la rutina de la ciudad.

En las grandes aglomeraciones urbanas, cuenta poco después, la poesía se guarece en las esquinas, tímida y silenciosa. En aquella ocasión, añade, la poesía fue para él, era una anciana que esperaba al autobús de la línea 21 de la EMT. Al lado de la estatua del pintor Rosales, se levantaba una marquesina. La anciana había superado los ochenta años, pero no había perdido su belleza. Con los ojos azules y el pelo blanco recogido en un moño, su rostro evocaba a las actrices de otra época, que sólo necesitaban mirar a la cámara para crear una atmósfera sensual y mágica, sin realizar ninguna concesión a la vulgaridad. Delgada y alta, su pequeña nariz recordaba la perfección de las estatuas clásicas, con sus rasgos armónicos y sin estridencias. En su mirada se advertía una niñez que se resistía a morir. No respetaba horarios, añade. Su presencia en la marquesina del 21 era imprevisible, pero recurrente. Solía encontrarla hacia las dos de la tarde, a las seis, a las nueve, o a primera hora de la mañana, incluso en invierno, cuando el frío estremecía los huesos y madrugar parecía una medida disciplinaria. Muchas veces llevaba un abrigo beige combinado con un fular amarillo, que anidaba al cuello con gracia y delicadeza. Había algo de emperatriz china en su expresión enigmática. Durante las mañanas soleadas, paseaba por el parque con un canario en una jaula. Se sentaba al lado de una fuente, escuchando el sonido del agua, mientras el pájaro cantaba alborozado. Nunca me atreví a dirigirle la palabra, pues con veinte años la vejez parece algo remoto y ajeno, pero muchas veces viajamos juntos. Yo casi siempre iba de pie; ella, invariablemente, se sentaba y nunca dejaba de mirar hacia el exterior, como si quisiera atrapar y atesorar en su memoria cada imagen, cada instante. Yo me bajaba antes que ella, preguntándome cuál sería su destino. Pensaba que tal vez tenía un hijo en un barrio alejado, pero en una ocasión escuché a dos conductores de la EMT comentando que se hacía la ruta completa del 21 varias veces al día. Ambos especulaban con que tal vez era una viuda sin hijos, incapaz de soportar la soledad de un hogar vacío. Esa conversación convirtió mi simpatía en ternura. Pensé en decirle algo, pero temí importunarla y me limité a continuar observándola. Me preguntaba si mi vejez se parecería a la suya, pues ya entonces pensaba que no tendría hijos. Vivía en un piso de renta antigua y presumía que algún día me marcharía de Argüelles, dejando atrás infinidad de recuerdos.

Cuando pasaron varios días sin cruzarme con ella, prosigue diciendo, empecé a pensar que había muerto, pero no me atreví a investigar. Preferí no saber nada, imaginar que seguía esperando al 21, pero a otras horas y que de vez en cuando paseaba al canario, feliz de escuchar su canto cerca de la fuente. Hace mucho que me mudé a las afueras de Madrid, y que no subo al 21, nos cuenta, pero cuando me he acercado a Madrid y lo he visto bajar hacia el Parque del Oeste, he sentido que mi vida viajaba en él, quizá con la de aquella anciana que esperaba a la muerte con los ojos muy abiertos, complaciéndose con las estampas de una ciudad que nunca amé y que ahora añoro, porque en ella está parte de mi existencia. Nos gustaría que lo que amamos viviera para siempre, pero tarde o temprano todo se desvanece. Vivir es despedirse una y otra vez, decir adiós con pena, impotencia y perplejidad. Siempre he deseado creer en Dios, siempre he sentido que me llamaba desde una casa encendida, invitándome a pisar el umbral, pero siempre ha surgido algo que me ha detenido: la muerte prematura de un ser querido, la sonrisa triunfal de la crueldad, las ásperas objeciones de la razón, tan obstinada como precisa. Quizás esa anciana cuyo nombre ignoro esperaba al 21 porque había aprendido que es mejor aplazar cualquier pregunta y limitarse a contemplar el mundo con asombro y gratitud.

Hasta aquí, un resumen del hermoso artículo de Rafael Narbona que les animo a leer completo en el enlace de más arriba. Yo, al hacerlo, no he podido evitar pararme a reflexionar una vez más sobre el sentido de la vida, en general, y de la nuestra, la de cada uno en particular. Y recordé una frase de Hannah Arendt al respecto, que cito de memoria así que puede no ser exacta en su transcripción literal: "la muerte es el pequeño precio que tenemos que pagar por la dicha de haber vivido".

Me gustaría creer que nos equivocamos los que pensamos que la vida no tiene ningún sentido y que estamos aquí por Azar, permítanme escribirlo con mayúscula quizá contradiciéndome a mí mismo, y que la historia de la evolución, desde el Big Bang para acá, es esa flecha lanzada hacia el Infinito de la que tan poéticamente hablara Pierre Teilhard de Chardin. Pero sé que mucho antes de lo que querríamos desapareceremos para siempre, y que cuando desaparezcan a su vez aquellos a los que amamos y nos amaron, no quedará nadie que guarde recuerdo alguno de nosotros. Y que mucho más tarde aún también desaparecerá todo vestigio de los seres que un día poblaron esta casa común que es la Tierra. 

Y aun así, como dijo Hannah Arendt, vivir habrá merecido la pena. Porque habremos visto salir el sol e iluminarse el cielo de estrellas; encontrado el amor y nacer y crecer a nuestros hijos y nietos; leído a Homero, Cervantes y Shakespeare y oído a Mozart, Beethoven y Los Beatles; y luchado en la medida de nuestras fuerzas y capacidades por lo que nos ha hecho humanos: la libertad de pensar y de elegir.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




Catedral de N.S. de La Almudena y Palacio Real (Madrid)




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 4 de noviembre de 2015

[Pensamiento] El Dios de cada uno




Dibujo de Eduardo Estrada para El País


No es lo mismo creencia que existencia. Se puede creer en algo o alguien inexistente, y también existir algo o alguien en quien no creemos. Yo no creo en un dios personal, inmutable, ni creador del universo; ni por supuesto en la vida eterna y la resurrección de los muertos. Tampoco me planteo la existencia o inexistencia de ese Dios, ni siento su necesidad, ni escucho esa atormentada voz de Blaise Pascal a la que alude el profesor Manuel Fraijó, catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED, mi "alma mater", en un hermoso artículo del pasado domingo en El País, titulado "Avatares de la creencia en Dios"

Es posible, dice el profesor Fraijó, que en el secreto recinto personal de cada uno se escuche la atormentada voz de Pascal con su inolvidable cita "incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista"; la dialéctica entre el sí y el no, compañera asidua de la condición humana. En plena Ilustración europea, sigue diciendo, se prohibían en España los libros que intentasen demostrar la existencia de Dios; se los consideraba peligrosos. Y es que Dios era tan evidente que no necesitaba demostración alguna. Por aquellas fechas Dios era algo inmediato, asequible, presente, familiar. Era un dato más de la realidad, o incluso el gran dato. Europa y, por supuesto, España convivían sin mayores traumas con la fe en Dios, una fe heredada de las buenas gentes del pasado.

También parece obvio, añade, que en la actualidad Dios no encuentra fácil acomodo, al menos en la geografía occidental. Su muerte ha sido repetidamente anunciada. No parece posible, dice, ni lo pretende este artículo, retornar a los lejanos tiempos en los que la presencia de Dios era tan obvia que se contaba con él a la hora de canalizar los ríos. Occidente ha seguido, más bien, el itinerario de Feuerbach: “Dios fue mi primer pensamiento, el segundo la razón, y el tercero y último el hombre”. En el ámbito filosófico, la teología de ayer se llama hoy antropología. Y tampoco asistimos en la actualidad a contundentes proclamaciones de ateísmo. El ardor negativo de otros tiempos ha dado paso al desinterés actual. Muchos ateos de ayer prefieren llamarse hoy increyentes.

Y es que tal vez todos, creyentes e increyentes, añade, nos hemos dado cuenta de que "el problema de Dios tiene su origen en Dios", en su "invisibilidad", en el carácter misterioso de su revelación. Causan impresión, dice más adelante, algunas frases del papa Francisco: "Si una persona dice que ha encontrado a Dios con certeza total y ni le roza un margen de incertidumbre, algo no va bien". Desde luego no estamos ante un lenguaje muy pontificio, dice con ironía, pero sí hondamente humano, altamente teológico, y sensible a nuestro convulso siglo XXI.

No puede pues extrañar, sigue diciendo, que dos grandes maestros de la teología cristiana, Karl Rahner y Karl Barth, se mostrasen abiertos a una teología más propensa a la pregunta que a la respuesta. Preguntado en una ocasión el primero si de veras se consideraba creyente cristiano, respondió con aire taciturno: "Sí, pero no a tiempo completo", con lo que aludía al carácter débil, precario, de su fe y estaba traduciendo al lenguaje de nuestro tiempo el evangélico "creo, Señor, pero ven en ayuda de mi incredulidad". Rahner dejó escrito que lo de ser cristiano no es un "estado", sino una meta, un ideal. Propiamente no es correcto decir "soy cristiano", sino "aspiro a ser cristiano". En parecidos términos se expresaba, comenta el profesor Fraijó, el otro gran maestro, en este caso de la teología protestante, Karl Barth, al rechazar la distinción entre creyentes e increyentes. Aducía que él conocía a un increyente llamado Karl Barth. En realidad, la tradición cristiana, dice, siempre supo que somos ambas cosas a la vez, creyentes e increyentes. Nuestro Unamuno lo expresó lapidariamente: “Fe que no duda es fe muerta”. Los avatares de la creencia en Dios, señala al final de su artículo, son asunto de la “interioridad apasionada” de cada creyente de la que hablaba Kierkegaard. 

Por recomendación de mi padre, que tampoco era creyente, por no decir un que era un ateo bonachón y amigable, leí en mi juventud un libro que me resultó apasionante aunque difícil de entender. Me refiero al famoso "El fenómeno humano", del sacerdote jesuita, filósofo y paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), en el que describía un término acuñado por él, llamado Punto Omega, al que consideraba el punto más alto de convergencia de la evolución de la consciencia humana y de todo lo existente en el universo con la divinidad. Pueden descargarlo si lo desean en el enlace de más arriba, o si lo prefieren así, ver el vídeo-libro al final de la entrada, o en este otro enlace, que explica su contenido. Teilhard de Chardin aportó en "El fenómeno humano" una visión original de la evolución, equidistante entre la ortodoxia religiosa y la científica en el que exponía su pensamiento filosófico sobre el origen y el destino del ser humano y del Universo. 

No sé a ciencia cierta si el pensamiento de Teilhard de Chardin podría definirse como panteísta, si entendemos como panteísmo la creencia o concepción del mundo y la doctrina filosófica según la cual el universo, la naturaleza y Dios son equivalentes: "todo es Dios y Dios está en todo". Pero si no es así, se le parece bastante. Y esa es también mi idea, aproximada, de Dios, al que yo (y otros) llamamos Azar; así, con mayúsculas.

Contra lo que puede parecer a más de uno, a mí, personalmente, el fenómeno religioso no me deja indiferente. Puedo no creer, y de hecho no creo, como decía al comienzo de esta entrada, en una divinidad personal creadora de todo lo existente, ni en la vida eterna ni en la resurrección de los muertos, pero eso no significa ni por asomo que la vida del espíritu me resulte ajena. No me atormentan las dudas que atormentaban a Pascal, ni a la filósofa y pensadora francesa de origen judío Simone Weil (1909-1943), que dejó plasmadas en un hermosísimo librito titulado "Carta a un religioso". Hay dos frases de ella en ese libro que mí me conmueven especialmente y que dejo expuestas sin comentarlas. La primera, que es casualmente, con la que termina el libro dice así: "¡Cuánto cambiaría nuestra vida si se viera que la geometría griega y la fe cristiana han brotado de la misma fuente!". La segunda, y con ella termino, dice: "Si el Evangelio omitiera toda mención de la resurrección de Cristo, la fe me sería más fácil. La Cruz sola me basta". A mí también, y en ese sentido me gustaría añadir que si se pudiese ser cristiano sin tener que creer en un Dios, y bastara con ser seguidor del Jesús de Nazareth histórico y presente en los Evangelios, yo no tendría empacho alguno en declararme como tal. Pero supongo que es imposible. Y así sigo.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







Entrada núm. 2496
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