Mostrando entradas con la etiqueta D.Innerarity. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta D.Innerarity. Mostrar todas las entradas

domingo, 14 de junio de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Sobre la libertad



Dibujo de Martín Elfman para El País


El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. 

Los argumentos de la derecha sobre la gestión de la pandemia, escribe en el Especial de este domingo [La libertad de los otros. El País, 28/5/2020] el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco, se han desplegado en torno a una peculiar defensa de la libertad personal, pero cuidar de lo común no es rendirse a una estructura ajena sino a algo de lo que se nutre ese concepto.

"Era inevitable -comienza diciendo Innerarity- que la gestión de la crisis se convirtiera en objeto de polémica política, pero no deja de ser sorprendente que los argumentos de la derecha se hayan desplegado en torno a una peculiar defensa de la libertad individual. ¿Tiene sentido entender como una restricción injustificada de la libertad aquellas limitaciones impuestas para salvaguardar la salud pública? Hay quien está tratando de situar el confinamiento en el marco mental de una restricción de derechos individuales, como si la responsabilidad por la salud de los demás no tuviera nada que ver con las libertades. Era previsible que una crisis de las actuales dimensiones provocara grandes convulsiones, pero nadie podía adivinar que en el barrio de Salamanca reclamaran libertad golpeando una señal de tráfico con un palo de golf y los antisistema exigieran orden y obediencia a la autoridad.

La libertad puede ser entendida como la ausencia de impedimentos para hacer lo que uno quiera o como la capacidad real de hacer lo que uno quiera. Tal vez sea Thomas Hobbes quien mejor ha representado lo primero. En un debate con el obispo Bramhall a mediados del siglo XVII, la discusión se centraba en torno a si era libre o no quien hubiera decidido ir a jugar al tenis sin saber que la puerta estaba cerrada. Actualmente hay muchas puertas cerradas, tanto por la literalidad de nuestro confinamiento como debido a las condiciones estructurales que le impiden a uno hacer lo que desea, y el tipo de libertad que así se impide es muy diferente en cada caso. La tradición republicana defiende, frente a la liberal, que la libertad no consiste en que no haya interferencias, sino en que no haya dominación. La libertad de elegir está condicionada por el hecho de que nadie tenga el poder de hacer imposible esa capacidad. Pues bien: pongamos el caso de que hay una pandemia y todos queremos disfrutar al máximo de nuestra libertad. En ese caso, las autoridades políticas harían bien en impedir que la conducta irresponsable de unos ponga en peligro la vida de otros, sin la cual no habría libertad posible.

¿Qué ha pasado para que la contestación conservadora al confinamiento se haya llevado a cabo apelando a las libertades individuales? Las derechas en España han tenido diversos formatos (conservador, nacionalista, tecnocrático, reaccionario…), pero no han sido especialmente defensoras de los valores individuales. La fórmula más exitosa ha sido combinar un liberalismo económico con un conservadurismo cultural y un creciente nacionalismo. La defensa de las libertades individuales no estaba en su agenda ni en sus discursos (salvo las libertades de los empresarios); no ha existido propiamente un anarquismo de derechas, excepto en alguna medida el lerrouxismo o la definición que de sí mismo daba Baroja, excepciones que parecen confirmar un conservadurismo sin individuos como el carácter general de la derecha.

Desde hace algún tiempo, este paisaje ha cambiado y aparecen cada vez más en el estilo político de la derecha elementos que parecen importados del libertarianismo americano. El actual discurso de Casado calificando al Gobierno de Sánchez de dictadura constitucional y absolutismo moderno coincide con diversas manifestaciones en otros países contra el confinamiento como un atentado contra las libertades individuales. Podríamos recordar aquella crítica de Aznar (que se fue a su casa de Marbella durante este confinamiento) a la limitación de la tasa de alcohol permitida al volante apelando a que nadie debe decirle a uno lo que debe o no beber, o la oposición de los populares a la restricción del tráfico en Madrid central (y en otras ciudades) en nombre de la libertad de los conductores. Esa idea de la libertad individual como principio supremo se plasmó en un reciente manifiesto de la Fundación Internacional para la Libertad, firmado por líderes liberales de todo el mundo, en el que se llamaba la atención sobre el poder desmedido que se habría desplegado con ocasión de la crisis y no sobre la gravedad de la situación. Los medios de comunicación recogen con frecuencia opiniones de retórica libertaria, dibujando así un marco mental que puede resultar gratificante para un grupo amplio de personas de ideología diversa. Resulta curioso que a este grupo se agreguen quienes reivindican la libertad de culto, porque estábamos acostumbrados a que la práctica religiosa se asociara en este país a la necesidad de la tradición y no a la libertad individual.

Del mismo modo que se ha producido una americanización de nuestros estilos de vida, en los productos culturales o en la configuración de nuestras ciudades, un sector de los conservadores europeos importa esquemas mentales de la cultura política norteamericana, promovidos por Steve Bannon, por determinados think tanks o por simple imitación. Su imagen más histriónica es la de aquellos hombres armados que irrumpieron en el Capitolio de Michigan, para mostrar su oposición al confinamiento, siguiendo así la instigación de Trump a rebelarse contra semejante imposición. Podemos sintetizar ese contraste entre las dos culturas políticas en torno al hecho de que los americanos no han realizado toda la transferencia de soberanía desde el individuo hacia el Estado que es una normalidad para los europeos (también a los conservadores europeos de viejo cuño). De ahí que tantos americanos sean contrarios a un seguro médico universal, defiendan la posesión de armas para la autodefensa y se opongan a unos impuestos elevados. El individuo debe poder cuidar de sí mismo; los instrumentos de protección resultan sospechosos de ejercer un paternalismo injustificado. La poderosa atracción que está ejerciendo sobre un cierto sector del electorado conservador este individuo soberano y sustraído de un espacio común podría explicar ese giro y algunas actitudes asociadas, como la segregación urbana, el veto parental, la oposición a las vacunas (de momento, muy minoritaria), la concepción de los impuestos como un saqueo o la propensión a entender la solidaridad en torno a la figura del donante y no del contribuyente. Este modelo de una sociedad de individuos autosuficientes se corresponde con una idea de la producción del bien común mediante la mera agregación a través del mercado y con una concepción de la nación en la que ha desaparecido, ahí sí, cualquier dimensión de voluntariedad.

Si volvemos al terreno de la discusión sobre la libertad en tiempos de pandemia, esta concepción individualista revela sus profundas contradicciones, mientras que su versión republicana se muestra más resistente a la hora de articular mi libertad y la de los demás. Existe una libertad para salir de casa, por supuesto, pero no hay libertad para infectar. ¿Hay un sentido de responsabilidad mayor que limitar la propia libertad de movimiento para no contribuir a la extensión de una pandemia?

Los Gobiernos que gestionan la crisis sanitaria tienen la obligación de justificar cualquier restricción de la libertad mostrando su utilidad a los efectos de contener la pandemia, del mismo modo que cualquier aspiración de recuperar espacios de libertad tiene la obligación de justificar que no es incompatible con el objetivo general de contener la pandemia. Al cuidar lo común no estamos rindiéndonos a una estructura neutra o ajena, sino a algo de lo que se nutre nuestra libertad personal. Jon Elster, uno de los más destacados pensadores republicanos, glosaba la figura de Ulises dejándose atar para no sucumbir a los cantos de las sirenas. Nos recordaba así que muchas veces la mejor manera de preservar la libertad es atarse, no tanto para respetar la de los demás, sino para protegerse de las torpezas que podría uno cometer si llama libertad a cualquier cosa".




El profesor Daniel Innerarity



La reproducción de artículos firmados en este blog por otras personas no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 6115
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 8 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Mundos



La ministra de Industria, Comercio y Turismo, Reyes Maroto


El drama de decidir es que quienes gestionan la crisis tienen que atender a varios mundos con valores e intereses divergentes, comenta en el A vuelapluma de hoy [El drama de decidir. El País, 30/4/2020] el catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco, Daniel Innerarity.

"Se cuenta -comienza diciendo Innefarity- que un sacerdote vino a ver a Thoreau moribundo para aportarle los consuelos de la religión y evocarle otro mundo, el de más allá. A lo que Thoreau, sonriendo levemente, le habría respondido: “Por favor, un solo mundo a la vez”. Al margen del asunto religioso, una cuestión inquietante se nos plantea en la vida con frecuencia: ¿a cuántos mundos pertenecemos? ¿Cuántas cosas tenemos que tener en cuenta a la vez? ¿Cómo compatibilizamos las diversas perspectivas posibles sobre la realidad? La figura del payaso de circo teniendo que mantener en movimiento varios platos al mismo tiempo es una buena ilustración del lío de la vida y del dramatismo de algunas decisiones que equivalen a dejar caer uno de esos platos.

Momentos como las crisis nos ponen delante esta diversidad de perspectivas de una manera trágica. Quienes han tenido que tomar las decisiones más importantes para hacer frente a la crisis del coronavirus no podían permitirse el lujo de ocuparse de un solo mundo, sino que tenían que atender a varios al mismo tiempo, y con valores e intereses divergentes: el imperativo de la salud pública, en primer lugar, pero también el funcionamiento de la economía, las necesidades de la escolarización, la importancia de la cultura precisamente en estos momentos… Me imagino en su piel decidiendo a favor de algún objetivo que consideraban prioritario y sabiendo que con ello dañaban gravemente a otro. El triaje de los médicos está precedido por el no menos trágico de los políticos. ¿Damos prioridad a la salud sobre la economía? ¿Es más importante el derecho de manifestación que el todavía incierto riesgo de contagio? ¿Es el confinamiento una buena decisión cuando sabemos que con ello se daña seriamente la escolarización?

Los sociólogos han llamado diferenciación funcional al proceso por el cual, a medida que avanza la civilización, donde antaño había un “hecho social total”, como lo denominó Marcel Mauss, hay ahora esferas distintas o subsistemas sociales, cada uno de ellos con su propia lógica: la economía, la cultura, la sanidad, el derecho, la educación… La sociedad es un conjunto mal avenido de perspectivas; desde el punto de vista económico, el mundo es un problema de escasez; desde el punto de vista político, algo que debe ser configurado colectivamente… Lo que es plausible para un comprador es distinto si lo observa un elector o un artista… Estas esferas no se integran armónicamente y plantean muchos problemas de compatibilidad e incluso conflictos abiertos. El caso más chocante es lo que está pasando con el medio ambiente, que ha mejorado con el parón de la economía. Otro caso curioso: la reducción de tráfico aéreo está disminuyendo la cantidad de datos atmosféricos que son necesarios para realizar predicciones, que también son importantes para conocer la extensión de la pandemia. Lo que va bien para unos puede ser devastador desde otra consideración. Esa pluralidad de perspectivas se verifica también en el interior de cada esfera: no todos los epidemiólogos ven las cosas de la misma manera y dentro de los que se ocupan principalmente de la salud no la observan de la misma manera. Seguro que psicólogos y pediatras tendrían algunas objeciones al actual protagonismo de la perspectiva epidemiológica a la hora de abordar la crisis.

La política es precisamente el intento de articular esa diversidad de perspectivas. Bourdieu definió al Estado como “un punto de vista de los puntos de vista”, y declaraba que esa observación privilegiada ya no era posible por la dificultad de determinar el bien común a nivel de la sociedad entera. Seguramente el sistema político no goza ya de tantos recursos; su conocimiento y su autoridad son muy limitados, por lo que tendrá que procurárselos de una manera a la que no está acostumbrado, con una lógica de generación de confianza más que de poder soberano. Las sociedades tienen que actuar como si estuvieran unidas sabiendo que no lo están; no hay manera de imponer un único criterio dominante acerca de lo que debe hacerse. Las crisis abren un paréntesis, silencian momentáneamente esa diversidad, propician una autoridad unificada y una obediencia insólita, pero no son más que interrupciones temporales de la discordia habitual entre las distintas perspectivas sobre la realidad.

Que haya varias perspectivas sobre un mismo asunto no nos exime de la obligación de acertar con la que es más importante en cada caso; sirve para que caigamos en la cuenta del dramatismo de las decisiones en un entorno de complejidad, como lo es especialmente una crisis. La exigencia de responsabilidades ha de tener siempre en cuenta estas tensiones y quienes deciden han de mejorar los procedimientos de la decisión. La complejidad no es una disculpa sino una exigencia. A diferencia de Thoreau, que pasó buena parte de su vida en una cabaña de un bosque, tenemos la suerte y la desgracia de vivir en varios mundos a la vez".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 5998
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 19 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Tolerancia






Dibujo de Eulogia Merle para El País


"El verdadero fantasma que recorre nuestras democracias no es la extrema derecha -escribe el cayedrático de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco, Daniel Innerarity ["La conversación democrática". El País, 11/3/2020]-  sino el desconcierto acerca de qué hacer con ella, cómo combatirla con justicia y eficacia: si hemos de dialogar, si entramos en una confrontación que implique aceptar su marco mental o si tratamos de introducir una agenda alternativa… En esta decisión nos jugamos mucho porque son menos preocupantes las provocaciones de quienes se nos oponen abiertamente que nuestros errores a la hora de hacerles frente. Con diagnósticos equivocados y reacciones torpes por nuestra parte no es extraño el crecimiento de tales adversarios.

Las estrategias de combate están siendo más rotundas que eficaces: líneas rojas, cordones sanitarios, limitaciones a la libertad de expresión, exclusión de interlocutores, ampliación de los delitos (como la reciente propuesta de penalizar la apología del franquismo). Parecemos ignorar qué pocas cosas soluciona el código penal y preferimos las medidas tranquilizantes que las medidas efectivas. Puestos a elegir, optamos por aquello que nos genera buena conciencia a nosotros frente a lo que les provocaría mala conciencia a ellos. La marginalización indica poca seguridad en nosotros mismos, en la fuerza de nuestras convicciones y argumentos, una muy escasa confianza en la madurez de la gente, a quienes no podemos privar de la experiencia de escuchar tonterías. Ir a esta lucha armados únicamente con los instrumentos de la prohibición tiene como consecuencia que hasta los fachas se dan el aspecto de estar defendiendo las libertades. Con la exclusión les proporcionamos sus dos armas preferidas: ruido y victimismo.

Por supuesto que hay una diferencia radical entre gobernar con ellos y hablar con ellos, pero incluso esto último parece a muchos altamente desaconsejable. Es un dilema que reaparece una y otra vez en la historia de la democracia y sobre el que han opinado sus mejores teóricos. ¿Debemos hablar con los terraplanistas? ¿Sirve para algo escucharles? ¿Implica la tolerancia el deber de soportar a quienes defienden ideologías intolerantes?

La idea de excluir a ciertos interlocutores se ha abierto paso incluso en un lugar tan antidogmático como las universidades. En 2014 comenzó una intensa controversia en Estados Unidos (trasladada después a muchas universidades del mundo) a propósito de si las universidades podían permitir la presencia de voces consideradas extremas. Se trata de un planteamiento de difícil justificación en una institución que es un lugar de profunda diversidad de opiniones. A la hora de promocionar la ciencia son mejores, más eficientes y más respetuosas con la libertad de pensamiento las reglas de la objetividad que las condenas morales. Un terraplanista difícilmente publicará en Nature, pero no por una marginalización ideológica sino porque no conseguirá escribir un artículo de la calidad exigida, que requiere evidencias, respeto a la objetividad y argumentación rigurosa. Establecer una exclusión ideológica expresa (del estilo de “prohibamos el terraplanismo en las universidades”) equivale a dar a entender que quienes en ella estudian son personas frágiles que podrían ser traumatizadas si se les expone a ideas políticas extremas. Como decía John Stuart Mill, no somos infalibles y no tenemos el derecho de “proteger” a los demás de escuchar una opinión distinta de la nuestra. En una línea similar afirmaba Hanna Holborn Gray, antigua presidenta de la Universidad de Chicago, que “la formación no está para proporcionar comodidades a los seres humanos sino para hacerles reflexionar”. Lo más liberador de la ciencia consiste en la posibilidad de confrontarse intelectualmente con las experiencias que no tienen nada que ver con la propia experiencia vital.

El diálogo tiene múltiples beneficios para la vida democrática: nos permite conocerles, les obliga a argumentar, revela sus debilidades y nos ofrece la posibilidad de convencerles. De entrada, excluir a los extremistas de la conversación democrática nos impediría conocerlos y no deberíamos olvidar que muchos de nuestros errores a la hora de combatirlos tienen su origen, más que en su habilidad, en nuestra propia ignorancia (como no entender el tipo de indignación de la que se nutren o no acertar con la clase de candidato y discurso más apropiado para la confrontación electoral; por ejemplo, por qué ganó Trump y cuál sería el mejor candidato para que no vuelva a hacerlo). Si a esto se añade el hecho de que tendemos a subestimar la fortaleza de lo que aborrecemos, la consecuencia lógica es que termine pareciéndonos no solo detestable sino incomprensible que la gente vote a tal o cual candidato.

Si hay que hablar con los extremistas no es porque uno vaya a poder convencerles (una posibilidad tanto más remota cuanto más extremista sea el interlocutor), sino para que quienes escuchen el debate tengan ocasión de escuchar sus argumentos y comprobar lo endebles que son. Lo costoso de la democracia es que tienes que explicarlo todo; lo bueno es que la sociedad entera vea lo difícil que les resulta a algunos explicarse. No hay nada más civilizador que un extremista comprobando la escasa resistencia de los datos que maneja y lo poco convincente que resultan sus argumentos. El debate, en el lugar adecuado y con las formas exigibles, les hace más daño que el silenciamiento y la exclusión. Además, nuestra disposición a reconocerles como interlocutores les impide disfrutar el privilegio de los mártires.

Siempre me ha parecido una ingenuidad aquello de Habermas de que en un debate termina por imponerse la fuerza del mejor argumento. Tenemos mil pruebas de que nuestra conversación democrática no está exenta de ventajas asimétricas y obstinación; y aunque estuviera perfectamente organizada, nada nos asegura de que fuera a ganar quien se lo merece. Nuestras razones para hablar incluso con quien hace todo lo posible para no merecerlo no son tanto de naturaleza moral como estratégica: porque hablar con ellos no les hace más fuertes sino todo lo contrario, y mejora nuestra cultura democrática, que es precisamente aquello que tratamos de potenciar.

Conviene recordar que la tolerancia democrática implica escuchar cosas que nos desagradan e incluso que detestamos moralmente. La estupidez no es delito, ni el buen gusto es política o moralmente exigible. En momentos como este se acuerda uno de Paul Valéry: la diversidad humana se debe a la variedad de formas de hacer el ridículo. Lo que no tiene ningún sentido es que tratemos de proteger la democracia con las armas de sus adversarios. Las de la democracia son el diálogo, la tolerancia y el respeto, también con aquellos que han puesto todo de su parte para no merecerlo. Si el avance de la civilización consiste en hacer compatible la firmeza de las convicciones con la disposición a convivir con quienes no las comparten no es por debilidad o relativismo. La creación de un espacio público abierto ha sido una conquista de la humanidad a partir de la experiencia de que tendemos a identificar con demasiada ligereza nuestra peculiar visión del mundo con lo correcto y exigible a todos. Las normas que regulan la convivencia deben proteger la libertad de expresión contra esa tendencia a descalificar moralmente lo que nos desagrada.

La democracia liberal y las instituciones republicanas nacieron de la constatación de que en lo que consideramos como valores absolutos suele colarse algún interés ventajista, que nos sobra seguridad con respecto a las cosas que consideramos verdaderas y que la prohibición es un recurso de última instancia que debe ser cuidadosamente justificado. Si queremos proteger la democracia, hemos de protegerla también frente a las estrategias con las que pretendemos protegerla. La democracia solo se cuida con medidas democráticas".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 5841
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 16 de febrero de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Un nuevo campo de batalla


Dibujo de Eduardo Estrada para El País


"La coherencia no es la virtud más extendida en el género humano. ¿Cómo es posible que en muchos países los trabajadores voten a la extrema derecha o que los varones se sientan agredidos, pese a la evidencia de su posición hegemónica? -escribe en el Especial de este domingo el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco-. Podríamos citar otras incoherencias en el actual paisaje político que llaman la atención: elitistas que ganan elecciones con un discurso contra las élites, líderes que apelan a la religión al tiempo que desprecian los valores más elementales del humanismo, también hay quien ha ganado la batalla contra el terrorismo y se presenta como derrotado…

Reflexionemos un momento sobre la primera contradicción. ¿A qué se debe esa nostalgia por un tipo de liderazgo viril del estilo del que representan Trump, Salvini, Abascal o Putin? ¿Podríamos explicar su éxito si no fuera porque, además de que son votados por los tradicionales reaccionarios de la derecha, resultan políticamente atractivos para amplias capas de la población, incluidos aquellos trabajadores que en su momento pudieron votar a los comunistas?

La primera explicación que se me ocurre tiene que ver con un mecanismo de compensación ante el desconcierto que produce la nueva reconfiguración de los papeles masculinos y femeninos, así como el avance de la lucha por la igualdad. Estamos en un momento histórico en el que se están volviendo a definir lo público y lo privado, la autosuficiencia y la dependencia, la soberanía y la cooperación, los principios y la negociación. En este contexto, el retorno del macho alfa o del cotidiano machirulo respondería a un intento de clarificación y vuelta a los patrones tradicionales. La dominación masculina se resiste a ceder y encuentra el sustento de amplias capas de la población que no saben cómo transitar hacia el nuevo reparto del territorio. El intento de conservar antiguos privilegios cuenta con el beneplácito de quienes se sienten inseguros en la nueva redefinición. Unos no saben cuál debe ser su nueva posición y otros lo saben demasiado bien y se resisten a ello. Porque no se negocia un simple reparto de tareas domésticas sino la definición de la propia identidad, algo que está produciendo nuevos perdedores y gente desconcertada e insegura.

El clásico combate por la igualdad mantenía la identidad de los combatientes, por lo que no resultaba demasiado desconcertante; ahora se discute también qué significa la masculinidad, en torno a las variantes de feminismo y la diversidad sexual. No es un combate de estereotipos sino contra ellos, porque el modo como el género se traduce en un estilo hace ya mucho tiempo que explotó en una variedad inclasificable. La cuestión es cómo equilibramos valores como el cuidado, la eficacia o la protección cuando ya no están asociados a ningún género en exclusiva.

Explicar los comportamientos sociales apelando a una incoherencia de los actores resulta demasiado fácil; es un modo de renunciar a entenderlos y, en su caso, a combatirlos adecuadamente. El caso de los trabajadores que votan a la extrema derecha tiene que ver concretamente con categorías simbólicas que actúan en el trasfondo de ciertos comportamientos elementales del ser humano. En su magna obra La distinction el sociólogo francés Pierre Bourdieu estudiaba con detalle hasta qué punto las clases populares han sido más rigoristas en lo que atañe a la sexualidad y a la división del trabajo entre los sexos, mientras que ese tipo de diferencias tiende a atenuarse a medida que se asciende en la escala social. En la clase dominante —señala Bourdieu a partir de diversas encuestas sociológicas— las mujeres tienden a atribuirse las prerrogativas mas típicamente masculinas, como fumar o vestir de modo garçon, mientras que los hombres no dudan en reconocer intereses y disposiciones en materia de gusto que los expondrían a pasar por afeminados, como pudiera ser un interés por la moda y algunas manifestaciones culturales. En este contexto no tiene nada de extraño que los trabajadores hayan considerado a las élites como burguesas y afeminadas; sus modales, su cosmopolitismo y su diplomacia aparecían en claro contraste con la fuerza y virilidad de quienes, como los trabajadores del campo o industriales, tienen una experiencia concreta de confrontación con el mundo material. En buena medida este antagonismo se reproduce hoy en el que enfrenta a globalistas y nativistas, con todos los atributos que podemos asociar a sus respectivas culturas políticas, sus diferentes estilos de comunicación y protección. En Francia un liderazgo como el de Macron, aunque solo sea implícitamente, recuerda al tipo de cosmopolitismo feminizante de ciertas élites y la circunstancia de que esté casado con una mujer mucho mayor que él no hace sino reforzar la “sospecha” acerca de su virilidad. En contraposición, Marine Le Pen aparece con todos los atributos de la masculinidad y esta puede ser la razón de que obtenga tantos apoyos electorales en los barrios obreros.

El capitalismo financiarizado implica, por así decirlo, una desmasculinización del trabajo. El momento reaccionario que vive hoy la América de Trump puede entenderse como una reacción a este fenómeno y responde muy adecuadamente al deseo de recuperar el contacto con la cultura material. Así lo plantea un filósofo como Matthew Crawford, que reivindica, frente al capitalismo de casino y la economía especulativa, el mundo industrial e incluso artesanal, tan propio de cierta cultura americana. Él mismo se define como un filósofo y reparador de motos, al tiempo que defiende un estilo de vida que conecta con el imaginario popular de la sociedad americana, tal como es presentado, por ejemplo, en esos programas de la televisión protagonizados por tipos duros y generosos, que ensalzan el bricolaje, la solidaridad vecinal y la lucha por la supervivencia en medio de una naturaleza hostil.

Mi conclusión de esta pequeña teoría del machirulo es que nos encontramos en un nuevo campo de batalla que tenemos que diagnosticar adecuadamente; no es exactamente una lucha de géneros, tampoco se trata del clásico combate por la igualdad, sino la confrontación de tipos de poder y valores tradicionalmente asociados a los hombres y las mujeres. De ahí también que surjan combinaciones insólitas, incomprensibles desde nuestras viejas clasificaciones de la realidad. No estamos solo ante la tarea de luchar contra unos extremistas o convencer a electorados confusos sino también y fundamentalmente en medio de una gran transición en la que rivalizan culturas políticas diferentes, modos de concebir el gobierno, tipos de liderazgo, valores, maneras de comunicación y mando, estilos emocionales y formas de entender la protección. Aquí se libra una contienda que a mi juicio será más decisiva que la estereotipada contraposición entre la izquierda y la derecha".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




El profesor Daniel Innerarity


La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt




Entrada núm. 5741
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 23 de mayo de 2019

[HEMEROTECA DEL BLOG] Con mayúsculas




Siempre he tenido miedo de la gente que habla con mayúsculas. Y no me refiero a las que hablan o escriben en alemán, que hace uso profuso de ellas... Me refiero a aquellos a los que no se les cae de la boca, la pluma o el teclado palabras como Dios, Patria, Libertad, Justicia, Estado, Nación, Derecha, Izquierda, Religión y todo el largo etcétera que ustedes quieran. Me mosquean muchísimo porque suelen ser -hay pocas excepciones a la Regla (con mayúscula)- los que uso más torticero hacen de esos valores que dicen, de boquilla, defender.

Frente a la generalizada apelación a los "Valores" (con mayúscula) no vendría mal un poco más de prosaico interés en la defensa de los derechos y libertades individuales consagrados constitucionalmente y cada vez más restringidos en esta España y Europa nuestra de los "Valores" (de nuevo con mayúsculas).

Es la tesis que mantiene Daniel Innerarity, profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza, en un artículo de El País de hoy titulado "Cuidado con los valores", que comienza con una anécdota que dice que "cuando un profesor de Oxford se refiere a la decadencia de Occidente, en realidad está pensando en lo malo que es el servicio doméstico". ¿Una butade de otro insigne profesor universitario? Me temo que no. Porque como dice en su artículo, "a lo largo de la historia, los seres humanos hemos justificado hasta lo menos justificable apelando a los valores morales. Pero habría que preguntarse si con la actual inflacción de discursos morales no se está poniendo de manifiesto algo más ideológico e inquietante para las democracias contemporáneas ../.. un cuestionamiento de la prioridad que en una sociedad democrática le corresponde a los derechos, el consentimiento, las garantías y las libertades individuales ../.. reduciendo el espacio de la política, no para fundar los derechos sino para ponerlos en cuestión"... Espero que lo disfruten. 



No se puede mostrar la imagen “http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/a/a7/Eug%C3%A8ne_Delacroix_-_La_libert%C3%A9_guidant_le_peuple.jpg/400px-Eug%C3%A8ne_Delacroix_-_La_libert%C3%A9_guidant_le_peuple.jpg” porque contiene errores.
"La Libertad guiando al pueblo", de Eugene Delacroix


Alguien dijo una vez, comienza diciendo el profesor Innerarity, que cuando un profesor de Oxford se refería a la decadencia de Occidente, en realidad estaba pensando en lo malo que era el servicio doméstico. La apelación a los valores sirve para llamar la atención sobre realidades valiosas, pero también para otras muchas cosas, algunas de muy poco valor en sí, pero de gran utilidad para quien lo realiza, como obtener alguna ventaja particular o para esquivar el punto de vista de los derechos, siempre más comprometido. La causa principal de que el recurso a los valores sea hoy tan recurrente probablemente haya que buscarla en una huida frente a la complejidad. Quien no se aclara, alivia su incomodidad instalándose en alguna evidencia que sea poco discutible. La queja moral apunta a una situación general de pérdida de valores, relativismo, consumismo, desorientación, insolidaridad, hedonismo, deslealtad, tradiciones que se abandonan. En todas partes parecen quebrarse estructuras, consensos y autoridades. Las clases sociales se difuminan y la sociedad pierde cohesión, las empresas se volatilizan en tramas virtuales, el poder del Estado se debilita, los electores son de poco fiar.

Ahora bien, el público que escucha con agrado los diagnósticos sobre la crisis de valores suele estar afectado de una carencia de conciencia histórica. Una opinión bastante extendida tiende a suponer que vivimos en un tiempo de cuestionamiento y crisis. Nuestro presente sería algo así como un momento crítico, entre el ya no y el todavía no. Ya no creemos las grandes representaciones del pasado, pero todavía no hemos conseguido sustituirlas por otras. El presente sería una especie de tierra de nadie entre las seguridades tranquilizadoras del pasado y las que sólo podemos esperar del futuro. Creo que este análisis es completamente ilusorio; responde a una ilusión que, por cierto, no es un invento nuestro, sino probablemente una característica más o menos común a todo tipo de presente.

Lo cierto es que desde hace algún tiempo, los principales partidos de nuestras sociedades democráticas, sean conservadores o progresistas, parecen tentados por volver a dar un lugar central a la defensa de los "valores morales". Esta apelación jugó un papel determinante en la reelección de Bush en noviembre de 2004, pero tampoco se trata de una peculiaridad norteamericana, pues hace tiempo que los valores morales ocupan también un lugar central en las campañas electorales europeas.

Este fenómeno de "moralización" de la vida pública se puede observar en manifestaciones muy diferentes, y cualquiera podría añadir otras muchas a las pocas que voy a mencionar aquí. Las pastorales de los obispos declinan una cruzada contra un supuesto relativismo moral y ofrecen unas orientaciones que en su literalidad no reflejan más que lugares comunes y en su contexto funcionan como tomas de partido. Por otro lado, la creciente judicialización de la política no tiene su origen en la garantía de los derechos y libertades, sino en la protección de unos valores que son entendidos de manera que precariza tales derechos y libertades.

También el fallido Tratado Constitucional de la Unión Europea apelaba a los valores comunes, concitando en torno a ellos la aprobación tanto de sus partidarios como de sus detractores. De esta manera, parecía darse a Europa una suerte de identidad sentimental más allá de los intereses económicos y de las abstracciones jurídico-políticas. Debió parecer más afectivo que el lenguaje frío de los derechos y los principios, más fácil de comprender y susceptible de generar la adhesión.

Este énfasis en los ideales y valores sobre las reglas y derechos no deja de ser significativo. En estos y otros ejemplos se advierte cómo el recurso a la moral debilita otros puntos de vista y otros niveles de realidad que son muy importantes, como la política o el derecho, cuya lógica específica no se acierta a respetar.

Pero tampoco en el inventario de los valores preferidos están todos los que son. De entrada, lo que en estos debates se llaman "valores morales" suelen ser aquellos que conciben tradicionalmente los conservadores y del modo como los conciben (familia, patria, vida, seguridad, mérito, orden, autoridad...), pero no otros que están más bien en el campo contrario y que no parecen menos importantes, como servicio público, universalidad, libre consentimiento, responsabilidad o solidaridad. Probablemente, el hecho de que la agenda pública del debate acerca de los valores se centre más en los primeros que en los segundos sea una concesión intelectual de los progresistas a los conservadores, una de las más flagrantes, ni la primera ni la única.

Mientras no se revisen esta y otras concesiones, el espacio de la discusión política seguirá sembrado de esas ventajas y desigualdades en materia de reputación que dificultan enormemente una confrontación equilibrada. No es tanto la abstención lo que perjudica a la izquierda, como suele decirse, sino la selectividad con la que se definen las prioridades morales.

Hay quien sólo verá en esta apelación generalizada a los valores un ejercicio de oportunismo y, si esta interpretación fuera la correcta, no tendríamos demasiados motivos para preocuparnos. A lo largo de la historia, los seres humanos hemos justificado hasta lo menos justificable apelando a los valores morales. Pero habría que preguntarse si con la actual inflación de discursos morales no se está poniendo de manifiesto algo más ideológico e inquietante para las democracias contemporáneas. Y es que el discurso de los valores puede ser la expresión de un cuestionamiento de la prioridad que en una sociedad democrática le corresponde a los derechos, el consentimiento, las garantías y las libertades individuales. Cuando hay una cultura política débil, la apelación a los valores en general, incluso aunque esté aparentemente destinada a fundar los derechos y libertades, acaba paradójicamente en el resultado opuesto: contestando los derechos y fragilizando las libertades individuales. El lenguaje de los valores es utilizado para reducir el espacio de la política, no para fundar los derechos sino para ponerlos en cuestión, como es el caso, por ejemplo, de la apelación a la familia, al trabajo o a la seguridad.

Tal vez no sea moralmente correcto llamar la atención sobre la falta de evidencia de unos valores a los que se apela como realidades incontrovertibles, o advertir que el acuerdo sólo durará lo que tardemos en abandonar la generalidad de los principios y descender al áspero terreno de las concreciones. Se arriesga uno a pasar por alguien de convicciones escasas. Pero si hay que tener cuidado con los valores no es porque no existan, sino porque hay demasiados, es decir, en competencia, necesitados de concreción y equilibrio.

El cuidado con los valores es la mejor prueba de que se los aprecia y respeta. En la anécdota maliciosa que contaba al principio, el profesor de Oxford estaba pensando en otra cosa cuando hablaba de crisis de valores; nuestros actuales orientadores en materia moral están pensando en cómo recortar algún derecho o en cómo introducir un punto de vista particular y discutible como si fuera una verdad evidente. Se olvidan interesadamente de que hay un debate sobre el "valor de los valores", e incluso un uso expresamente ideológico del lenguaje moral frente a la lógica de los derechos y deberes. No respetan a quien discrepa porque tampoco respetan la riqueza y complejidad de esos valores bajo cuya protección se encuentran siempre instalados con tanta comodidad. 



El profesor Daniel Innerarity



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4915
Publicada originariamente el 14/5/2008
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 27 de octubre de 2018

[A VUELAPLUMA] Una relación complicada





No sabemos todavía con exactitud qué repercusión van a tener las nuevas tecnologías en nuestra forma de vida política, si mejorarán la democracia, si la modificarán o la harán imposible, comentaba hace unos días en El País Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco.

En el Leviathan, comienza diciendo el profesor Innerarity, el Estado fue definido por Thomas Hobbes como un “automaton”. Organizar políticamente la sociedad equivale a poner en marcha un conjunto de procesos, dispositivos y procedimientos que constituyen la tecnología administrativa de la burocracia. La maquinaria de la democracia moderna fue construida en la época de los Estados nacionales, la organización jerárquica, la división del trabajo y la economía industrializada, un mundo que en buena medida ha quedado superado por la tecnología digital, deslocalizada, descentralizada y estructurada en forma de red.

¿Qué le pasa a la política y a sus instituciones específicas cuando cambia de este modo el entorno tecnológico? ¿Qué transformaciones políticas asociamos a la robotización, la digitalización y la automatización? Todavía es difícil saberlo y tal vez esa ignorancia explique el hecho de que se hayan formulado dos tipos de diagnósticos que implican, aunque por motivos contrapuestos, una cierta despedida de la política: los profetas del entusiasmo anuncian el poder absoluto de la tecnología sobre la política, lo que consideran fundamentalmente algo positivo. El llamado Internet de las cosas va a transformar también las prácticas políticas y hay quien profetiza que podría incluso cumplir la función de reparar o sustituir a las estructuras políticas debilitadas o ausentes. La nueva tecnología vendría a resolver los problemas ante los que ha fracasado la vieja política. El otro final de la política es pesimista en la medida en que se asocia necesariamente el nuevo entorno tecnológico a la pérdida de capacidad de gobierno sobre los procesos sociales y a la desdemocratización de las decisiones políticas. La tecnofilia y la tecnofobia comparten la suposición de que la lógica de la tecnología puede sustituir a la de la política; solo se diferencian en considerarlo una buena o una mala noticia.

En poco tiempo hemos pasado del ciberentusiasmo a la tecnopreocupación; en vez de entender las nuevas tecnologías como fuentes de capacitación, cada vez las consideramos más como artefactos para el desempoderamiento. Hay una cierta revuelta popular contra la tecnología: pensemos en las protestas anti-Uber, en la preocupación por los accidentes de los coches automatizados, en la desconfianza frente a los transgénicos o en las sospechas sindicales frente a la robotización del trabajo. La Red, que fue saludada como impulsora de la democratización, es vista ahora como un espacio de intromisión, ya sea en el ámbito de la privacidad o en los procesos electorales. Cuanto más grandes son los big data, más pequeños parecen los ámbitos en los que mantenemos nuestra capacidad autónoma de decisión.

No sabemos todavía con exactitud qué repercusión van a tener las nuevas tecnologías en nuestra forma de vida política, si mejorarán la democracia, si la modificarán o la harán imposible. Cuando superemos el vaivén de la euforia y la decepción tal vez estemos en condiciones de emitir un juicio ponderado acerca de una transformación que todavía está en marcha. En cualquier caso, es indudable que la actual revolución tecnológica hace que nuestras democracias dependan de formas de comunicación e información que ni controlamos ni comprendemos plenamente. Desde un punto de vista estructural, esas tecnologías están dañando elementos centrales de nuestro sistema político: el control parlamentario ha dejado de ser lo que era cuando no existía Twitter; la financiarización de la economía se sustrae de la forma de regulación política que ejercían los Estados; no sabemos qué puede significar una ciudadanía crítica en un entorno poblado por basura informativa; la democracia es lenta y geográfica mientras que las nuevas tecnologías se caracterizan por la aceleración y la deslocalización.

Que automaticemos ciertas decisiones, individuales o colectivas, debería ser considerado en principio como un alivio, pero esa posibilidad constituye una amenaza si implica una entrega absoluta de nuestra soberanía. Las máquinas inteligentes parecen capaces de reemplazar las decisiones humanas, los algoritmos invisibles establecen nuevas fuentes de poder e injusticia, las autoridades tecnocráticas gozan de excesivas prerrogativas. A este paso puede llegar a plantearse que Siri nos diga —atendiendo a nuestros likes, a lo que consumimos, las redes sociales de las que formamos parte, nuestras preferencias habituales— qué debemos votar, como ha imaginado Bartlett en un libro reciente en el que contrapone el pueblo a la tecnología.

¿Siguen teniendo sentido la información razonada, la decisión propia, el autogobierno democrático en esos nuevos entornos tecnológicos? De entrada no deberíamos minusvalorar el riesgo de que el tecnoautoritarismo resulte cada vez más atractivo en un mundo en el que la política cosecha un largo listado de fracasos. Hay quien sostiene que los algoritmos y la inteligencia artificial pueden distribuir los recursos más eficientemente que el pueblo irracional o mal informado. Sería algo así como una versión digital de la clásica tecnocracia coaligada ahora con las grandes empresas tecnológicas con irresistibles ofertas de servicios, información y conectividad. El problema es que no tiene sentido hacer frente al poder de estas empresas con legislaciones antitrust. La idea de que los monopolios son malos porque suben los precios y perjudican al consumidor ha sido central en la organización del espacio económico analógico, pero ahora nos encontramos con empresas tecnológicas que bajan los precios —algunas incluso son gratuitas, como Google y Facebook— y son excelentes para los consumidores. Su amenaza para la vida democrática no tiene que ver con los precios sino con la concentración de poder, la disposición sobre los datos y el control del espacio público.

Es difícil que el empoderamiento digital no tenga alguna contrapartida inquietante, que la posibilidad de escapar del control centralizado no implique un debilitamiento de la autoridad política en general. Pero la idea de unos actores perversos que combaten por quitarnos la soberanía es demasiado humanista para la era digital, una era en la que se realiza un intercambio inédito de accesibilidad y control, de capacitación individual y puesta en común.

Un ejemplo cotidiano de las ventajas y los inconvenientes de la automatización son los correctores ortográficos automatizados, que nos hacen un gran servicio y al mismo tiempo nos llevan a cometer ciertos errores. Un pesimista es alguien que considera que esos correctores son los culpables de que cada vez escribamos peor; un optimista es aquel que, en vez de quejarse, dedica ese tiempo a revisar lo escrito. Pues eso es precisamente la política: la institucionalización de un nivel de reflexividad para que nuestros dispositivos automatizados se diseñen conforme a lo que hemos decidido que es una vida común lograda. Siri no puede sustituirnos a la hora de tomar esa decisión, pero sí en todo lo demás.



Dibujo de Nicolás Aznarez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4633
elblogdeharendt@gmail.com
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)