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viernes, 15 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] Los enemigos de la Constitución





¿Quiénes son los verdaderos enemigos de la Constitución?, se pregunta en El País el profesor Fernando Rey, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid y consejero de Educación en la comunidad autónoma de Castilla y León. El independentismo catalán no es la enfermedad, sino el síntoma más grave de la pérdida de ilusión en algo que nos una en España. La confianza entre ciudadanos y sus representantes se ha roto.

La Constitución roza los 40 años, la edad del demonio meridiano contra el que proviene el salmo 91, comienza diciendo el profesor Rey. El azote que devasta en las horas centrales del día, las de mayor calor, cuando uno está más débil. En la tradición monacal, a esa hora se produce el peor ataque: la acedía, la tentación por la que el monje se vuelve perezoso y descuidado… y pierde la esperanza. España vive una crisis de acedía democrática, de pérdida de ilusión en algo que nos una; es un tiempo de echar las culpas siempre al otro, de pereza e incluso de crispación para convivir. El independentismo catalán no es la enfermedad, sólo el síntoma actual más grave.

El constitucionalismo se enfrenta en todo el mundo a poderosos enemigos culturales. La realidad económica es tan cruda y la política tan frustrante porque sabemos que el futuro puede ser peor que el presente. Ahora, la división política más profunda está entre quienes aceptan esta verdad incómoda como punto de partida del análisis y la de quienes no la aceptan y se instalan, por ignorancia o por cinismo, en la pos-verdad, es decir, quienes eligen creer mentiras. Evidentemente, a partir de la realidad se pueden configurar diferentes políticas, pero la cuestión política central hoy es la de enfrentar o no la áspera realidad. Juan de Mairena observó: “Lo corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero cuanto le reporta alguna utilidad; por eso hay tantos hombres capaces de comulgar con ruedas de molino”.

Los dos principales enemigos culturales del constitucionalismo democrático (y lo son porque están instaladas dentro del sistema y no enfrente como el comunismo o el fundamentalismo) son dos corrientes de pensamiento que se sitúan confortablemente en la mentira: el populismo y el nacionalismo independentista. Ambas tienen bastante en común. De hecho, algunos populismos (los del centro y norte de Europa) son también nacionalistas y de derechas; y algunos populismos nacionalistas son de izquierda (ERC, CUP, etcétera).

Populistas y nacionalistas inventan la comunidad ideal (el pueblo, los catalanes, los vascos, etcétera) oprimida y saqueada por otros (España, la casta). No es casual que desde posiciones populistas se hable, incluso, de “fraternidad”, pero sólo entre los miembros del grupo de las víctimas llamado a redimirse por el nuevo movimiento. Algo así hizo Robespierre cuando acuñó el concepto contemporáneo de “fraternité” a fin de establecer el servicio militar obligatorio (el pueblo en armas) frente a la monarquía absoluta y los aristócratas (la casta del momento).

Nacionalistas y populistas dividen profundamente porque crean sus respectivos enemigos: habría españoles buenos y malos; o incluso habría españoles que no son españoles. No celebran el día de la Constitución porque el significado profundo e inicial de nuestra Constitución, de cualquier Constitución, es la de crear la comunidad política, el Estado español: artículo primero, apartado segundo, la soberanía nacional reside en el pueblo español. Nacionalistas y populistas niegan la existencia de este pueblo español: impugnan el “nosotros”, que es la cuestión constitucional central.

Nacionalistas y populistas coinciden en inventar imaginarios emocionales pero intelectualmente falsos sobre el presente y sobre la historia, por supuesto, reinventada a propia conveniencia. Historias y no historia. De ahí su éxito. Populistas y nacionalistas prometen imposibles ilusionantes; son un destello de luz en medio de la oscuridad más tenebrosa: la independencia o el ascenso al poder de los “puros” arreglará, per se, todos los problemas. Demagogos “tropicalizando” el constitucionalismo en medio de un pueblo cabreado. El bosque abrasado por el calor y la llama en el momento oportuno.

Pero nacionalistas y populistas no son los únicos enemigos. Citaré en estrados otros dos: el pensamiento de izquierdas que considera que la Constitución es una hija (quizá no deseada, pero hija) del franquismo y que remite la auténtica legitimidad democrática a la República. Y, por supuesto, los casos de corrupción y su aparente laxo manejo. Todo esto hace que se haya roto la confianza entre los ciudadanos y sus representantes. Sobre todo entre los jóvenes. La juventud es el problema político fundamental de nuestro país.

Hace falta reformar en profundidad nuestra Constitución, pero no se dan las condiciones porque hemos perdido por el camino el ingrediente previo y principal, que sí tenían los constituyentes de 1978: el espíritu de concordia: “Con-cor”, un solo corazón. Algo que va más allá del consenso, que es un método inteligente de resolver problemas: elegimos no lo tuyo ni lo mío, pero sí algo que podamos admitir ambos. El consenso es el punto de llegada de la reforma y la concordia, el punto de partida. Es el deseo de vivir unidos con un proyecto de convivencia en común. Justo lo que niegan los enemigos de la Constitución.

La única buena noticia es que, a pesar de nacionalistas, populistas, corruptos y republicanos historicistas, la vieja Constitución resiste. Que se lo pregunten a los indepes. Hay que reformarla, pero ¿por dónde empezar? Un grupo de colegas ha presentado unas ideas interesantes. Pero me parece que la cuestión primordial ahora ya no es traer al redil constitucional a los independentistas. Eso es imposible. Jamás se contentarán con menos de lo que pretenden. Y, además, consolida una evolución de nuestro Estado territorial que premia a los más ricos (con cupos fiscales que incrementan la insolidaridad) y a los que peor se portan (los independentistas). Estos tendrán que aprender a convivir con su deseo frustrado; como lo hace el tercio de españoles, por ejemplo, que según el CIS querrían abolir por completo las autonomías (una suma de gente superior a todos los indepes sumados, y creciendo, aunque no hagan ruido… por ahora).

En este contexto, la primera reforma a acometer es, creo, la del sistema electoral del Congreso para evitar depender tanto en las políticas estatales de los partidos nacionalistas autonómicos. Esquerra, la ex-Convergencia, PNV y Bildu, con el 6,6% de los votos nacionales, tienen 24 escaños vitales. Hay que encontrar una fórmula electoral que deje de privilegiarlos. Eso tenía sentido en 1978 pero no en 2018. Estos partidos ya tendrían el Senado (y mejor si es tipo alemán) para obtener representación y participar en la toma de decisiones estatales.


Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 4 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] El cupo vasco, inconstitucional





El Cupo vasco es inconstitucional, afirma el abogado y escritor José María Ruiz Soroa en El País. El Concierto está recogido en la Constitución, pero esta prohíbe que las diferencias entre comunidades autónomas impliquen privilegios económicos o sociales como los que en la práctica otorga el opaco cálculo de la compensación anual.

Me van a permitir que comience mi exposición con dos brochazos de trazo grueso. El primero, las Leyes Quinquenales de Metodología para la determinación del cupo contienen, en forma de anexo,una grosera cifra global del importe de las competencias asumidas por el País Vasco y de las compensaciones a aplicar por otros conceptos, de las cuales resulta el cupo líquido a abonar. Pues bien, nadie ha sido nunca capaz de explicar de dónde salen esas cifras, es decir, cómo y por qué se han valorado así las competencias (no se dice ni cuáles son) y no en otra cifra diversa. Es un cálculo que todos los expertos definen como totalmente opaco. Resulta así que el Congreso aprueba mansamente cada cinco años un cálculo que no lo es tal, unas cifras que no están explicadas y menos justificadas, que sólo los Gobiernos de Vitoria y Madrid saben de dónde han salido. Sorprendente, ¿no?

Pero, segundo apunte, resulta además que estas Leyes del Cupo se aprueban por un procedimiento de lectura única que no permite discutirlas ni enmendarlas sino sólo votarlas sí o no. Recordará el lector que ese procedimiento es el que la mayoría del Parlament de Catalunya decidió aplicar en septiembre pasado a las leyes de desconexión y referéndum, siendo acusado por ello de haber violado los derechos de la minoría al examen y discusión reposada de los proyectos de ley. Pues eso mismo es lo que se hace en Madrid con las Leyes del Cupo, aunque una minoría se oponga. Tramitar sin explicación ni debate una norma basada en un cálculo que nadie entiende. Más sorprendente aún, ¿no?

Dado que la forma en que ha sido calculado es opaca e impenetrable para los propios expertos, parece claro que la única manera de valorar si el Cupo es correcto o no desde un punto de vista económico y fiscal es la de fijarse en los resultados empíricos que produce. Tales resultados son al final el único índice que permite deducir si la cantidad que el País Vasco abona anualmente al Estado como pago de las competencias comunes no asumidas que este le presta (en eso consiste el meollo del Concierto) es correcto. O, lo que es lo mismo, si la parte de impuestos recaudados en y por Euskadi que esta comunidad se queda para financiar las competencias asumidas (policía, educación, sanidad, etc) es la correcta. ¿Correcta desde qué parámetro, preguntará el lector? Pues desde el de igualdad de trato, es decir, el que establece que, a igual esfuerzo fiscal de sus poblaciones y a igual nivel de competencias a financiar, todas las comunidades españolas deberían disponer de una financiación per capita similar: la justicia como imparcialidad.

Pues bien, estos cálculos sí están hechos, discutidos y contrastados por los expertos en la materia (me refiero, por citar a algunos, a Ignacio Zubiri, Carlos Monasterio o Ángel de la Fuente, o a la Fundación BBVA, o al Sistema de Cuentas Públicas Territorializadas). Aquí sí que luce la claridad, en contraste con la penosa fraseología huera de precisión de los políticos de turno. Y tales datos dicen que las instituciones vascas disfrutan hoy de más del doble de financiación pública por habitante que la media de las comunidades de régimen común. Y que además el importe de esa sobrefinanciación no cesa de crecer: 165% (2002), 177% (2007), 235% (2009). Y crecerá más con el nuevo minicupo.

Visto desde otro ángulo, la ventaja vasca en financiación se prueba también en el hecho de que esta comunidad no contribuye al esfuerzo de igualación entre comunidades mediante la redistribución a través de los fondos de suficiencia. Siendo como es una región cuya riqueza es muy superior a la media española debería presentar un saldo fiscal negativo (como sucede con las otras “ricas” como Madrid, Cataluña o Baleares), es decir, debería ser aportadora neta de fondos a la solidaridad en un importe de alrededor del 8% de su propio PIB. Pues bien, los números demuestran que por el contrario Euskadi es receptora neta de financiación del resto de España, una situación incomprensible e inimaginable en cualquier sistema federal comparado.

Últimamente, y para intentar justificar lo injustificable, se arguye por los defensores del Cupo que esta sustancial ventaja está justificada por la asunción de un riesgo unilateral. La idea sería que Euskadi estaría asumiendo el riesgo de que, si en algún momento la recaudación fiscal en la comunidad vasca se desplomase y pasara a ser una región “pobre”, entonces no podría reclamar la solidaridad del resto del Estado sino que tendría que apechugar ella sola con su pobreza. Los 7.000 millones que se ahorra ahora no serían, así, sino la prima por correr con un riesgo. El argumento no se tiene de pie, puesto que se trataría de un riesgo inexistente: Euskadi siempre ha sido más rica que la media, y precisamente su ventaja vía Cupo hace que se vuelva más y más rica comparativamente con las demás regiones. Nunca en la historia ha sucedido ese espantoso caso cuya teórica posibilidad cobran tan alto los vascos.

Carece igualmente de cualquier fundamento empírico contrastado, igual que de cualquier cálculo ajustado, el argumento de que la ventaja vasca se debe en realidad a una mayor eficacia de su gestión de los tributos, a una Hacienda foral de rigor superior a la española que sacaría dinero donde otros no lo encuentran. Un argumento de corte supremacista carente de cualquier estudio ad hoc que lo soporte.

Por último, no es cierto que los vascos paguen más impuestos y por eso tengan más recursos (Montoro dixit). Lo cierto es que todos los impuestos concertados son más bajos en el País Vasco que en el territorio común, lo que sucede es que debido a su mayor riqueza y a la progresividad del sistema tributario la presión fiscal media es un 3% superior. Igual que sucede en otras comunidades ricas, claro, la diferencia está en que Euskadi retiene íntegramente para sí el exceso de recaudación mientras que Cataluña o Madrid lo aportan a la solidaridad.

Ultimo y aparentemente definitivo argumento: el sistema de Concierto está recogido en la Constitución (DA 1ª), luego cállense los críticos que esto no hay quien lo toque. ¿Correcto? No: lo que la Constitución amparaba eran los “derechos históricos de los territorios forales” pero (incluso suponiendo —que ya es mucho— que el Concierto Económico caiga dentro de ese vago concepto), añadía que su actualización debe llevarse a cabo dentro del marco de la Constitución. Y ese marco constitucional expresamente prohíbe (artículo 138) que las diferencias entre las comunidades autónomas puedan implicar en ningún caso privilegios económicos o sociales. O sea, Concierto sí, pero desarrollado en la práctica de manera que no genere diferencias de contribución o financiación tan potentes como para ser calificables de “privilegio”. Y si un Cupo que garantiza a los vascos disponer del doble de financiación para servicios públicos que los demás españoles (insisto, a iguales servicios y a igual esfuerzo fiscal) no es un privilegio de los que repugnaba y repelía el artículo 138, que baje Dios y lo vea.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País


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lunes, 28 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Desobediencia civil





En el caso de Cataluña, a cualquier servidor público le ampara el derecho a no obedecer normas de notorio significado anticonstitucional. Han de desoírlas pública y notoriamente, dando a sus actos un hondo sentido jurídico de desobediencia civil, dice Francisco J. Laporta, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

Se está conmemorando en todo el mundo el segundo centenario del nacimiento de Henry David Thoreau, comienza diciendo. Hasta se ha vuelto a editar entre nosotros alguno de sus escritos más significativos. “La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en todo momento aquello que considero recto”. Ese mensaje explícito de vinculación de cualquier obediencia al criterio moral propio, viejo de siglos, dio sin embargo con él nacimiento a la expresión desobediencia civil, que en unas circunstancias tan particulares como las suyas, resultaba ambivalente: un grito moral contra la esclavitud y contra la guerra con México, pero también una suerte un tanto confusa de objeción a casi toda tarea de gobierno en favor de una idea libertaria y minimalista del Estado. Ya se sabe: “El mejor Gobierno es aquel que no gobierna en absoluto”. Pero lo que llega con más fuerza hasta nuestros días es esa idea básica de que la obediencia al derecho y al Gobierno es un deber que queda en suspenso cuando una exigencia moral o política de más densidad es contradictoria con ellos.

La fuerza de una convicción de conciencia puede suspender la obligatoriedad jurídica de una norma del derecho vigente. Entonces el cotidiano deber general de obediencia se ve sustituido por un deber más fuerte, contrario a él, el deber de desobediencia civil. Cómo se articula este deber y cómo se resuelven las contradicciones en él implícitas es algo que dio lugar a una literatura muy extensa y controvertida. Hasta los años setenta era prácticamente desconocida en el viejo continente. En nuestro país Jorge Malem hizo una síntesis admirable de ella. Es preciso diferenciarla con claridad de algunos parientes próximos, como la violación delictiva de normas, la resistencia política o la objeción de conciencia. Y ponerla en relación con lo que parecen ser sus antónimos, el acatamiento acrítico a la ley por el ciudadano y la obediencia debida del inferior jerárquico. No es sencillo muchas veces. Y seguramente su expresión más paradójica e interesante es la desobediencia civil mantenida en el plano del derecho como una suerte de rebelión en favor del derecho mismo.

En los sistemas constitucionales de las sociedades abiertas puede darse una desobediencia civil para proteger el derecho frente a las actuaciones de un Gobierno que lo ignora. La paradoja aquí estriba en que se desobedece el derecho para reclamar obediencia al derecho mismo. Cuando un Gobierno en principio legítimo empieza a operar al margen del derecho que le presta su legitimidad, la obediencia que se le debe como Gobierno legítimo cede ante la ilegalidad de sus actos, y el ciudadano puede desobedecerlo apelando precisamente al derecho superior que da a ese Gobierno su fundamento. En la guerra del Vietnam, los jóvenes desobedecían la ley de reclutamiento alegando que el Gobierno estaba produciéndose al margen de la Constitución.

Esta me parece ser a mí también la situación con que podemos encontrarnos en Cataluña. Un Gobierno legítimo está dando pasos deliberados para situarse fuera de la Constitución y del Estatut. Eso es lo que llaman muy expresivamente “desconexión”. Pero en términos jurídicos, desconexión no puede significar sino abandono de la legalidad. Y si se tolera pasivamente ese abandono, todos aquellos que están sometidos a las normas de ese Gobierno corren el riesgo de perder inmediatamente los derechos y las garantías de que les provee la legalidad constitucional y estatutaria ignorada. Es un supuesto claro en el que rige la idea de desobediencia civil: apelar al derecho anterior para desobedecer el “nuevo” derecho producido como consecuencia de esos actos ilegales. Creo que todo aquel que esté sometido a esa nueva legalidad tiene el derecho de hacerlo. Y en los términos estrictos que exige la noción de desobediencia civil: públicamente y sin violencia alguna.

Es la manera de presentar tácitamente ante la ciudadanía y ante el poder una demanda informal contra la ilegalidad del Gobierno. Sólo en la medida en que ese derecho a desobedecer civilmente se extienda más y más, las operaciones políticas del procés comenzarán a funcionar en el vacío y el proyecto colapsará por sí solo, como un edificio carente de cimentación. Todos los ciudadanos y servidores públicos de Cataluña están llamados por responsabilidad a ejercer ese derecho.

Por lo que respecta a la policía autonómica, el artículo 11 de su ley así lo reconoce, al afirmar que “en ningún caso la obediencia debida podrá amparar órdenes que entrañen la ejecución de actos que manifiestamente constituyan delito o sean contrarios a la Constitución o a las leyes”. Cuando se excluye la obediencia debida se está ya en el espacio de la desobediencia civil. Y si eso sucede con una organización armada basada en el principio de jerarquía, no parece demasiado forzado trasladar ese mismo razonamiento a funcionarios, interventores, servidores de las agencias, trabajadores públicos en general.

Si en una organización de seguridad, armada y rígida, cabe la desobediencia para esos supuestos, con mayor razón cabrá en una organización administrativa, por jerárquica que pueda ser. Cualquier servidor público está amparado por el derecho a no obedecer normas de notorio significado anticonstitucional. Y lo mismo puede decirse por lo que afecta a los actores jurídicos más relevantes, jueces, notarios, registradores, etcétera. Todos ellos, además, tienen en sus estatutos disposiciones que les autorizan para inaplicar ese nuevo derecho ilegal. Lo que quizás cabría recordarles es que han de hacerlo pública y notoriamente, dándole a sus actos todo el hondo sentido jurídico que lleva consigo la actitud de la desobediencia civil.

Y, naturalmente, los ciudadanos y sus organizaciones sociales y profesionales. Todos ellos son titulares de ese derecho a defender sus garantías y sus leyes frente a un Gobierno o un Parlamento catalán desconectado, es decir, arbitrario e ilegal. Y es también un auténtico deber moral de ciudadanía. Porque —como escribía Thoreau— si unos cuantos miles de ciudadanos dejaran, por ejemplo, de pagar sus impuestos a un Gobierno como ese, esa no sería una conducta tan injusta e ilegal como pagarlos para sostenerlo y perpetuar su arbitrariedad. Que hagan saber pública y pacíficamente que no van a sustentar un Gobierno ilegal presidido por la improvisación y el fanatismo nacionalista, que puede llevar a Cataluña a un desastre social y moral sin precedentes, concluye diciendo.



Dibujo de Enrique Flores para El País


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jueves, 3 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Cataluña: estertores finales de una irresponsabilidad





En los estertores finales, negociar es posible pero nunca ante una obcecada extorsión del secesionismo y con fines discriminatorios respecto a otras comunidades. Cataluña, sola y ensimismada, es el problema; integrarse en España, en Europa y el mundo, la solución, escribe en El País el profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona Francesc Carreras. No hace falta tener en cuenta los últimos acontecimientos para pronosticar que en Cataluña no va a celebrarse el referéndum previsto por la Generalitat para el 1 de octubre. Las cosas se han hecho tan mal, con tanta incompetencia política y jurídica por parte de las autoridades catalanas, que este final era más que previsible desde el principio del llamado procés.

Recordemos los hitos principales, añade. Tras las elecciones de diciembre de 2012, el Parlamento de Cataluña aprueba en enero de 2013 una declaración según la cual la soberanía reside en el pueblo de Cataluña. Ahí empezó, a las bravas, el chantaje al Estado, al Estado de derecho, por supuesto. Pensar que por estos procedimientos se iba directo al desastre era de cajón. Pero en aquellos momentos podían albergarse dos sospechas. Una, que el camino a la secesión burlando las normas jurídicas más elementales y básicas, tanto de derecho interno como internacional, iba en serio, lo cual a la larga haría inviable la secesión. Otra, que se adoptaba de entrada una posición radical para forzar al Estado a negociar un cambio constitucional que permitiera una nueva posición de Cataluña dentro de España, con más competencias y mejor financiación que el resto de comunidades.

Ambas, por supuesto, estaban abocadas al fracaso. Negociar siempre es posible pero nunca ante una obcecada extorsión y con fines discriminatorios respecto al resto de comunidades. Pero desde los años de la reforma estatutaria la rivalidad dentro del campo nacionalista entre CiU y ERC había elevado al máximo el listón de sus aspiraciones. En los años siguientes, una vez aprobado el Estatuto, la presión fue en aumento. El Consejo Asesor para la Transición Nacional elaboró 19 informes y desde el primero y fundamental ya se vio que el desprecio al derecho era una constante.

Todo ello condujo a un simulacro de referéndum, por cierto con escasa participación. Pero, inasequible al desaliento, el Gobierno de Mas convocó nuevas elecciones autonómicas con la pretensión de que fueran leídas en clave plebiscitaria. Nuevo fracaso: en esa clave las perdió. Impasibles, al ganar en escaños con el auxilio de la CUP, siguieron adelante y se cometió otro error: fijar un plazo de 18 meses para llevar a cabo un referéndum, legal o ilegal, o una declaración unilateral de independencia. Todo con prisas, atolondrados.

Este plazo ya se ha cumplido y el 4 de julio pasado, el presidente Puigdemont expuso su plan: convocar un referéndum regulado por una nueva ley catalana, aprobada poco antes en lectura única, con carácter de norma superior a la Constitución y al Estatuto, con la seguridad de que la anularán los jueces. En definitiva, un golpe de Estado en toda regla, sin tropas en la calle pero con el esperado apoyo de manifestaciones populares que servirán para demostrar al mundo que España oprime a Cataluña al no dejarla votar en referéndum. Ridículo, insólito y descabellado: un Maidan en la UE.

En todo este proceso, y ante el pusilánime silencio de los poderes fácticos de la sociedad catalana, el Gobierno español se limitó a interponer recursos judiciales contra toda ley o acto contrario a derecho. En los últimos meses, conforme se acercaba la hora decisiva y debían aprobarse medidas administrativas para preparar la subversión del orden constitucional, tanto políticos como, sobre todo, funcionarios, empezaron a asustarse, a no querer comprometerse con una estrategia sin salida que les conduciría probablemente a sufrir penas de cárcel, sanciones pecuniarias o inhabilitaciones profesionales. Muy astuto el Gobierno de Rajoy al no dejar pasar ni un acto ilegal con el fin de llegar a esta situación.

Cuando el conseller Baiget dijo que estaba dispuesto a ir a la cárcel pero no a perder parte de su patrimonio, el asunto empezó a aclararse. Como la heroicidad de los dirigentes separatistas tenía límites, la moral de derrota empezó a cundir en las bases. La semana pasada dimitieron otros cuatro miembros del Gobierno, conscientes de que el camino emprendido no conduce a nada, solo a un sacrificio inútil. Pero a los nacionalistas de buena fe, a los independentistas de corazón, aquellos que quizás saldrán a protestar en la calle, les habían prometido algo fácil, rápido y legal, cuando es todo lo contrario. Pronto, o tarde, se darán cuenta del fraude.

Las causas me parecen claras. El catalanismo razonable alcanzó sus fines con la Constitución y el Estatuto de 1979: la Generalitat como poder político autónomo con amplias competencias, el catalán como idioma oficial y la protección especial de la cultura en catalán por ser una lengua débil. Pero Jordi Pujol y CiU, aquellos que gobernaron desde el principio de la autonomía, no tenían bastante, querían más, como eran nacionalistas querían todo el poder, la soberanía nacional, no debía ser Cataluña una mera comunidad autónoma sino un Estado.

Cuando encontraron excusas suficientes, tras el lavado de cerebro que durante 23 años supuso la “construcción nacional”, cuando vieron que España era débil por las repercusiones sociales de la crisis económica, apostaron por poner la directa e ir sin miramientos hacia la secesión: las puñaladas por la espalda. Ahora estamos en los estertores finales: no han conseguido ni la vía adecuada, ni la mayoría social suficiente, tienen demasiada prisa, son excesivamente torpes. Se están destruyendo entre ellos.

En cuanto al futuro solo puedo aportar deseos. Para que se realicen debe cambiarse la orientación: el nacionalismo no puede seguir siendo una ideología transversal impuesta obligatoriamente a todos los partidos y a todos los ciudadanos. Quien lo quiera ser que lo sea, pero con libertad de elección: acabar con lo de los buenos y malos catalanes. El acuerdo constitucional sobre autonomía, lengua y cultura no es un punto de partida sino de llegada. Dando esto por sentado, Cataluña es una comunidad autónoma que por su peso demográfico y económico, histórico y cultural, es natural que ejerza fuerte influencia en España y, a través de ella, en la Unión Europea.

Esto es lo contrario a crear fronteras, políticas o mentales: es apostar por una sociedad liberada del nacionalismo impuesto por sus élites políticas. Hay que abandonar el catalanismo político de finales de siglo XIX, el rancio nacionalismo del pasado, y abrirse a las ideas de hoy. Cataluña, sola y ensimismada, es el problema; integrarse sin complejos en España y, a través de ella, también en Europa y el mundo, la solución.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



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martes, 2 de mayo de 2017

[A vuelapluma] El poder del Estado





Los independentistas pueden desafiar al Estado y quien desafía puede ganar o perder, pero no negociar. Si el marco legal es violentado, la única opción es neutralizar la agresión, sin condiciones ni contrapartidas, como han hecho otras democracias. Lo decía hace unos días Antoni Zabalza, catedrático de Economía de la Universidad de Valencia y exsecretario de Estado de Hacienda. No puedo estar más de acuerdo con él. 

Hace un mes, Puigdemont y Junqueras decían en esta página (EL PAÍS, 20 de marzo de 2017) que “Pactar la forma de resolver las diferencias políticas siempre une”. Estoy de acuerdo. Hacer política es conversar sobre la diferencia y el conflicto, avanzar sin imponer, educar y ser educado. Hacer política es convivir. Pero no son diferencias políticas las que separan la Generalitat del Gobierno central, sino concepciones incompatibles de lo que es un Estado de derecho. Cuando exigen un referéndum de autodeterminación, Puigdemont y Junqueras dejan de hacer política y se sitúan en un plano distinto: el de la negación de la autoridad del Estado y desacato de sus leyes. Un plano desde el que se puede ganar una guerra, pero no negociar un acuerdo.

Las leyes están investidas de la autoridad que les confiere la adhesión a las mismas de quienes están obligados por ellas. No nos dicen lo que hemos de hacer, pero lo que decidamos hacer debe ser coherente con las obligaciones que prescriben. Estas simples ideas facilitan la relación entre personas, mantienen la paz y han jugado un papel fundamental en el desarrollo de las sociedades y en su prosperidad. Las leyes son fruto de la invención humana y, por tanto, perfectibles. Pueden ser cambiadas, y de hecho lo son, de acuerdo con lo previsto en el mismo ordenamiento legal. Como el mismo Tribunal Constitucional reconoce, en su auto de 14 de febrero de 2017 de incidente de ejecución de sentencia sobre la hoja de ruta del Parlamento de Cataluña, la Constitución puede ser reformada y el Parlamento de Cataluña puede debatir el proceso constituyente de una Cataluña independiente “sin ignorar de forma deliberada los procedimientos expresamente previstos a tal fin en la Constitución”. Pero no es este el tipo de cambio del que Puigdemont y Junqueras quieren hablar. Lo que quieren es negar el marco legal vigente y salir de la jurisdicción que les obliga: “El Gobierno de la Generalitat va a poner las urnas. Que decidan. Es su derecho. Y lo van a ejercer”.

Este es el lenguaje del poder. El del gobernante que se cree con capacidad para hacer que otros hagan lo que él quiere. Del que sabe lo que es bueno para sus ciudadanos y cuáles son sus derechos. Y, en una muestra de autoridad, del que no tiene ninguna duda de que estos derechos van a ser ejercidos. Del líder que habla alto y con ostentosidad para guiar al pueblo y amedrentar al enemigo.

Pero el lenguaje puede mostrar más de lo que uno desea. Y aquí insinúa también impotencia porque Puigdemont y Junqueras no pueden concretar la magnitud y naturaleza de sus fuerzas. Harán “lo indecible” para que los catalanes voten a favor de la secesión de Cataluña, pero no dicen qué van a hacer. Puede ser indecible por prudencia para no alarmar con la gravedad de las tensiones que nos esperan; por cautela estratégica para no revelar planes de acción en un conflicto institucional abierto; pero también por necesidad,º porque nada hay detrás de la propaganda secesionista y nada se puede decir.

Los independentistas avanzan hacia el conflicto con palabras desafiantes y acciones ilegales, y no parecen ser conscientes del coste que causan. No del personal, que seguramente tienen asumido, sino del social, que por afectar a todos y estar ya produciéndose es mucho más importante. Han dividido a la sociedad catalana; la han sumido en un clima de incertidumbre que está comenzando a pesar por la angustia personal que provoca; y han interferido en la marcha de la economía española. Y aún más grave es el duro ataque que está sufriendo la Constitución y el marco legal en su conjunto. Ahí pueden haber estimado en exceso sus posibilidades y minusvalorado la capacidad del Estado.

El marco legal es indefenso y el Estado debe protegerlo. No sorprende por tanto que la propaganda secesionista haya presentado al Estado como un ente antidemocrático, injusto, represor y sobre todo anti catalán. Un Estado casi fallido, surgido de una transición mal cerrada, y ajeno al sentir de los ciudadanos. Sin embargo, esta es una caracterización de la realidad burda y contraria a la evidencia: la actual etapa constitucional es el período más largo de paz y prosperidad que los españoles hemos vivido, el más abierto al mundo, y el que por primera vez en la historia nos ha dado un marco legal y político homologable con los existentes en las democracias más asentadas.

Los independentistas pueden desafiar al Estado y quien desafía puede ganar o perder, pero no negociar. Desafiar y a la vez reclamar diálogo es una contradicción que muestra la debilidad del movimiento secesionista o la gran confusión en que se mueve. El Estado debe de saber que si el marco legal es violentado su única alternativa para no perderlo o debilitarlo es neutralizar esta agresión. Y hacerlo sin condiciones ni contrapartidas como han hecho otras democracias que han superado envites similares, para que nadie albergue duda alguna de que con la Constitución no se especula.

El Estado cuenta con un aparato de poder del que carecen los secesionistas. Pero este no es el factor decisivo. Lo que realmente importa es que el Estado tiene la autoridad que le confiere la adhesión de sus ciudadanos. Una adhesión voluntaria y genuina, basada en la experiencia de una sociedad civil abierta, respetuosa de la diversidad y capaz de gestionar el conflicto dentro de un marco legal moderno y aceptado por todos.

El poder del movimiento secesionista es de otra naturaleza: ha orquestado para su causa una buena campaña propagandística y ha organizado manifestaciones masivamente concurridas. Más allá de esto, lo único que ha ofrecido son calendarios de actuación siempre incumplidos. Ha generado grandes expectativas, que explican el aumento de los partidarios de la independencia desde el 13,3% de 2005 al 47,3% de 2013 (datos del CEO, el organismo de la Generalitat encargado de elaborar encuestas). Pero la reiteración del mensaje y la ausencia de resultados tangibles también ha provocado la frustración y el cansancio que motivan el parón y gradual descenso de este porcentaje después del máximo de 2013 hasta situarse en el 39,7% de 2016. El movimiento secesionista arrastra desde 2013 un déficit de credibilidad insoportable. No cumple lo que promete, porque promete lo que no puede cumplir.

El independentismo, termina diciendo el profesor Zabalza, tiene menos poder del que presume y carece de autoridad. Cuando amenaza con castigar a los catalanes que no están dispuestos a seguir sus designios, imagina una fuerza de la que no dispone. Cuando utilizando a la Generalitat enfrenta entre sí a los catalanes, muestra una falta de responsabilidad política que cercena la adhesión social que necesita. No tiene legitimidad para cambiar de forma tan drástica la vida de tantas personas.




Palacio del Congreso de los Diputados, Madrid



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 6 de diciembre de 2016

[Personal] Sobre la Constitución, en su cumpleaños







Es evidente que los aniversarios me ponen sentimental. Lo prueba el hecho incontrovertible de recientes entradas del blog, como las dedicadas a Hannah Arendt o el presidente Kennedy, por citar solo dos ejemplos. 

Hoy, 6 de diciembre, se cumplen treinta y ocho años de la aprobación de la Constitución de 1978 en referéndum y no podía dejar pasar la ocasión para ajustar algunas cuentas al respecto: sobre sus evidentes virtudes; sus también evidentes, con el paso del tiempo, defectos y carencias; la necesidad, también evidente, de reformas puntuales pero ineludibles; las falacias y mentiras que encierran muchas críticas a la misma; y por último, un poco de información documental. Esto último es deformación profesional académica. Pero tengo claro que la lealtad debida a la Constitución, no puede cegar nuestro entendimiento: ha llegado la hora de reformarla.

En cuanto a las virtudes de la Constitución de 1978 seré brevísimo: ha garantizado a los españoles la época más esplendorosa de su historia en cuanto a progreso social y libertades civiles y políticas; no solo la más espléndida, también la más duradera.

Algunos de sus defectos, que el paso de los años ha dejado al descubierto, están clarísimos: un sistema electoral y partidista que no responde a las necesidades de los ciudadanos, cada vez más alejados de la política y más cabreados con sus representantes y con las propias instituciones; una administración de justicia, anquilosada, que no funciona; un régimen autonómico que hace aguas por todas partes ante el "salto hacia la nada" de los nacionalismos y el inmovilismo suicida del gobierno de la nación; un senado que no sirve ni cumple su función de representación territorial; y una corrupción galopante a todos los niveles producto del maridaje incestuoso del poder económico-financiero con el poder político. Sí, me doy cuenta de que lo dicho son manchurrones de brocha gorda, pero es que ni yo soy un fino pintor ni esto es un tratado académico.

Soluciones posibles, también a brochazo grueso, una reforma parcial pero profunda de la Constitución, desde luego, bastante más profunda que la perfilada por el dictamen del Consejo de Estado en 2006, a estas alturas absolutamente superado. 

Es imprescindible una reforma radical del funcionamiento de los partidos, que obligue a estos, constitucionalmente, a financiarse de manera transparente y con publicidad de sus cuentas; a dotarse de órganos de control independientes de sus ejecutivas; a celebrar elecciones periódicas tasadas y obligatorias para la elección de todos sus cargos internos así como de sus candidatos a los órganos representativos, a todos los niveles; y a celebrar congresos a fecha fija, donde la dirección responda de su actuación ante sus respectivos afiliados.

Es imprescindible una reforma del sistema electoral general en la que el principio rector sea la ineludible e indelegable responsabilidad de los elegidos ante sus electores. Y para ello, sería necesario una modificación profunda del actual sistema de circunscripciones electorales con listas no-bloqueadas y la región como circunscripción electoral, o relegar el sistema electoral proporcional al olvido y establecer un sistema electoral mayoritario simple a dos vueltas, en distritos electorales uninominales. Y eso a todos los niveles: municipal, autonómico y nacional.

Es imprescindible una reforma de la administración de justicia en la que los jueces se encarguen única y exclusivamente de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, dejando la instrucción de los procedimientos a fiscales independientes en su función de los órganos políticos. Y por supuesto, el establecimiento del "jurado puro" (sin intervención de los jueces) como único órgano competente para determinar la culpabilidad o inocencia de los imputados en procesos penales y de corrupción, y en aquellos civiles que por su naturaleza así determinen las leyes. 

Pero también se hace necesaria una reforma en profundidad del titulo VIII de la Constitución que establezca y determine taxativamente cuales son las competencias indelegables de carácter estatal, y deje todas las demás a lo que decidan los respectivos Estatutos de Autonomía; los mecanismos de financiación, colaboración y cooperación de las Comunidades autónomas con el Estado y entre sí; que garantice la igualdad civil y política y los derechos reconocidos por la Constitución a todos los españoles en todo el territorio nacional y la supremacía de las leyes estatales sobre cualquier ley autonómica, y de la Constitución nacional sobre las constituciones o estatutos autonómicos y sobre cualquier ley.

El Senado, como cámara de representación territorial, debería estar conformado por los gobiernos de las respectivas entidades autónomas, con un número ponderado de votos para cada una de ellas en función de su población, de manera similar a como se organiza y funciona el Consejo de Ministros de la Unión Europea, y sus competencias y facultades, legislativas y de cualquier otro tipo, determinadas explícitamente en la Constitución.

Sobre el Tribunal Constitucional entiendo que debería limitar su función a la estricta defensa de la Constitución frente a cualquier ley o acto de gobierno contraria a la misma, y a la defensa de los derechos fundamentales establecidos en ella, una vez agotadas todas las vías procesales ordinarias. En cuanto al nombramiento de sus miembros debería ser por designación real, a propuesta del Gobierno, con la aprobación cualificada y agravada de las Cortes Generales entre juristas de reconocido prestigio. Y su mandato vitalicio, hasta su renuncia voluntaria o impedimento físico apreciado por el propio Tribunal y aceptado por las Cortes.

Sobre la erradicación de la corrupción política de la vida pública está todo por hacer y no creo que haya recetas mágicas para solucionarla: ¿Transparencia y publicidad obligada constitucional y legalmente de todos los actos y contratos de las administraciones públicas y en su funcionamiento interno? Bien, ¿y cómo se hace eso?

Un poco de historia sobre la Constitución de 1978 y su proceso de la elaboración tampoco está de más. Y para eso, nada mejor que recurrir a los documentos. Por ejemplo, el diario El País mantiene permanentemente actualizado un impresionante dosier con miles de documentos sobre la Constitución, actualizado diariamente desde mayo de 1976, que pueden ver en el enlace de más arriba, con noticias, artículos de opinión, entrevistas y reportajes que ponen al día el estado de la cuestión.

Desde este otro enlace de la página web del Congreso de los Diputados pueden ustedes acceder a las notas y minutas de la ponencia que elaboró el anteproyecto de constitución, a los Diarios de Sesiones de las respectivas comisiones constitucionales del Congreso y del Senado que debatieron el proyecto constitucional y de los plenos de ambas cámaras; al dictamen de la comisión mixta Congreso-Senado que dio forma al texto final del proyecto de Constitución; y al de la sesión conjunta de las Cortes Generales de 27 de diciembre de 1978 en la que el Rey sancionó solemnemente la Constitución. Y en este otro, al Boletín Oficial del Estado, extraordinario, de 29 de diciembre de 1978, en el que se publicó el texto oficial de la Constitución. 

Y desde estos dos últimos enlaces que siguen a continuación pueden acceder al texto comentado, artículo por artículo, de la Constitución de 1978 y a los textos, íntegros, de todas las Constituciones, anteriores a la actual, que han estado vigentes en España, desde la de 1812 a la de 1931.

Aludo de pasada a algunas de las falacias que en contra de la Constitución de 1978 se vienen repitiendo machaconamente. Algunas de una simpleza tal que caen ofende el escucharlas. 

Primera: La Constitución fue elaborada a espaldas del pueblo español por los continuadores del régimen franquista sin contar para nada con él. Vamos con unos datos elementales: la constitución es elaborada y aprobada después de amplísimos debates por unas cámaras legislativas producto de las primeras elecciones libres celebradas en España desde 1936, tres años después de muerto el general Franco, en las que participan todos los partidos políticos libremente. Sometida a referéndum nacional obtiene 17.873.301 votos favorables (el 87,87% de los votantes, que equivalen al 67,71% del censo electoral), 1.400.505 votos en contra (el 7,89% de los votantes, que equivalen al 5,25% del censo electoral), 632.902 votos en blanco y 133.786 votos nulos. Los hechos son los hechos, como decía el camarada Lenin, y todo lo demás, opiniones. Y lo que hay que respetar es el derecho a opinar, no la opinión misma.

Segunda: La mayoría de los españoles que votaron la Constitución de 1978 ya no viven, y los que no pudieron votar entonces tienen derecho a votar ahora una nueva Constitución. ¿Por qué?, me pregunto desde mi ignorancia. La Constitución de Estados Unidos es de 1789, la de Suiza de 1848, la de Nueva Zelanda de 1853, la de Canadá de 1867, y la del Reino Unido (que no tiene ni siquiera constitución) tiene su origen en una disposición real de 1215. De los veintiocho Estados de la Unión Europea catorce de ellos tienen Constituciones anteriores a 1978, una de ellas del siglo XIX (Luxemburgo). ¿Ustedes perciben especialmente cabreados a los ciudadanos vivos de esos países por no haber votado sus Constituciones vigentes?  

Tercera: La forma monárquica del Estado fue impuesta por las Cortes a espaldas de los españoles. Conviene recordar que los partidos de izquierda y algunos nacionalistas propusieron en el debate parlamentario de la Constitución la forma republicana de Estado. Está en los Diarios de Sesiones. Perdieron todas las votaciones al respecto. Y el resultado del referéndum fue el qué fue, así que guste o no guste la forma monárquica de la jefatura del Estado en España es legítima, legal y constitucional y está aprobada por el pueblo español. ¿Eso convierte en ilegítima la propuesta de una forma de Estado republicana? En absoluto: los partidos que defiendan la misma que lo propongan en sus programas electorales, obtengan representación parlamentaria suficiente para aprobarlo en las Cortes Generales y someterlo a referéndum. Y los españoles dirán lo que estimen oportuno. Así, y no de otra manera, es como funciona la democracia.

Cuarta: La forma monárquica de Estado convierte a los ciudadanos en súbditos. ¿De verdad ustedes se atreverían a decirles eso a británicos, daneses, suecos, noruegos, holandeses, belgas, luxemburgueses, canadienses, australianos, neozelandeses, etc., etc.?... Todos ellos son democracias con forma monárquica de Estado. ¿Siguen pensando que es verdad, que británicos, daneses, suecos, noruegos, holandeses, belgas, luxemburgueses, canadienses, australianos, neozelandeses y un largo etcétera, son súbditos y no ciudadanos de sus respectivos Estados? Si siguen pensando que sí, que es así, pues no tenemos nada más que hablar.

Concluyo mi personal manera de homenajear a la Constitución que a todos nos ampara con este vídeo en el que pueden ver y escuchar, interpretada por el grupo musical Jarcha, la canción icono de aquellos no tan lejanos años de mediados de los 70: "Libertad sin ira". Un lema que no nos vendría mal recuperar, sobre todo lo de "sin ira". Feliz día de la Constitución, y hasta el próximo aniversario, que esperemos ya celebrar con una Constitución renovada. Y termino como debí comenzar, con un emocionado ¡Viva la Constitución!







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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Entrada núm. 3075
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