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jueves, 9 de julio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Sobre la culpa. Publicada el 18 de abril de 2010



Monumento a las víctimas de Katyn, Breslavia, Polonia


Ayer tarde, dentro de su programa "Informe Semanal", TVE emitíó un reportaje sobre la muerte del presidente de Polonia, Lech Kaczynski, ocurrida hace unos días en un accidente aéreo en las cercanías de la ciudad rusa de Smolensko. Acudía allí en compañía de una nutrida representación oficial polaca para conmemorar junto con las autoridades rusas el 70 aniversario de la matanza de Katyn. Un hecho negado oficialmente por la Unión Soviética hasta 1990, en el que fueron asesinados varias decenas de miles de oficiales polacos. En apoyo del reportaje pusieron algunas escenas de la película "Katyn", del cineasta polaco Andrzej Wajda, estrenada en España el pasado año. Pueden verla, completa, desde este enlace.

En una de ellas se ve llegar hasta el bosque de Katyn, unos camiones con oficiales polacos prisioneros, se les obliga a descender de ellos, y uno a uno son conducidos hasta una línea de fosas abiertas en un calvero del bosque. Una vez ante ellas un soldado soviético les pasa un lazo por el cuello, tira fuertemente hacia atrás y con el cabo restante les ata las manos a la espalda, Otro soldado, de manera inmediata, les dispara un tiro en la nuca y les arroja a la fosa. 

Ha sido una escena de pesadilla que me ha impedido dormir durante toda la noche pasada. En cuanto cerraba los ojos mi mente la reproducía una y otra vez, sin descanso. Cientos o miles de veces. No lo se. Pero era automático; cerrar los ojos, y reproducirse la escena: lazo al cuello, tirón hacia atrás, manos atadas a la espalda y tiro en la nuca.

Me levanté de madrugada intentando escribir algo coherente sobre la culpa y el pecado, sobre si los sentimientos de pecado y culpa son individuales o colectivos, sobre si los hijos son responsables de lo que hicieron sus padres, y los pueblos de lo que hacen o hicieron sus gobernantes, sobre si se extinguen con el paso del tiempo o traspasan las generaciones pasadas, presentes y futuras. No he sido capaz. Y aquí estoy ahora, a las diez de la mañana, intentando exorcizar mis demonios... HArendt 




Iósif Stalin



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 2 de mayo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] El PCE en el País de Nunca Jamás. Publicada el 11 de noviembre de 2009



Iósif Stalin


El Libro II de los "Ensayos" (Cátedra, Madrid, 1993) de Michel de Montaigne (1533-1592), del que escribí hace unos días en el blog, se abre con una cita del autor de comedias latino Publio Siro (85-43 a.C.) que dice así: "Malum consilium est, quod mutari non potest", que traducido al román paladino viene a significar que "mala opinión es aquella que no se puede cambiar".

La leí hace unos días, y me ha venido a la memoria al encontrarme hoy por la mañana con el artículo que publicaba en El País la escritora Elvira Lindo, titulado "Comunistas", que pueden leer en el enlace anterior.

Siento un profundo respeto por los miles de hombres y mujeres, la mayoría anónimos, que en el pasado siglo XX sacrificaron sus vidas en aras de esa entelequia en la que creían llamada "comunismo": una de las más espantosas aberraciones de la historia de la humanidad. Y siento también y sobre todo una profunda admiración por los hombres y mujeres del PCE que en la transición a la democracia española, con Santiago Carrillo a su frente, dieron ejemplo de pragmatismo, altura de miras y responsabilidad política. Sin ellos, la Transición no hubiera sido lo que fue, ni la democracia se hubiera asentado, para todos, en España.

Pero como dice el refrán, una cosa es una cosa, y dos cosas, son dos cosas. Para quien aún crea sinceramente y con honestidad en la ideología comunista, le recomiendo la lectura de sólo dos libros: El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX (Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1995), del historiador francés Francois Furet, y Los que susurran. La represión en la Rusia de Stalin (Edhasa, Barcelona, 2009), del historiador británico Orlando Figes. Ambos dejan al descubierto, sin paliativos de ningún tipo, el descomunal horror y sufrimiento impuesto por el comunismo, sobre todo al pueblo ruso, y de paso a todos los demás pueblos que de buena fe, o por fuerza, vivieron bajo la férula de su "salvífica" doctrina redentora de la humanidad.

Produce asombro y desconcierto, como dice Elvira Lindo en su artículo, que aún hoy sus nuevos dirigentes en España tengan a gala defender una ideología y una trayectoria histórica que tanto sufrimiento ha provocado, sin el más mínimo esbozo autocrítico, como si el pasado del comunismo y las enseñanzas de la Historia no fuera con ellos.

"Malum consilium est, quod mutari non potest", como decía Publio Siro hace 2000 años. Triste, muy triste, que los dirigentes comunistas españoles de hoy sigan viviendo en el "País de Nunca Jamás", sin crecer, sin madurar. Así les va... HArendt




El poeta Rafael Alberti y Santiago Carrillo 


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martes, 10 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] La cara invisible del horror




Rafael Alberti y María Teresa León


Qué puedo deciros del señor Stalin? Es un hombre al que uno puede dirigirse como si le conociese. Se convierte en vuestro amigo en cuanto os ha estrechado la mano...”. Moscú, 1934. María Teresa León y Rafael Alberti visitan la Unión Soviética, y todo lo que ven les encanta, como explica ella en su libro El viaje a Rusia de 1934, comenta la escritora Laura Freixas. Stalin es “sencillo y paternal”, y en la URSS, “el bienestar aumenta día tras día”. Las fábricas huelen “a jardín”, “las jóvenes obreras parecen perfumadas de té”; los proletarios citan a Dante en italiano; los escaparates están llenos. “‘¡Del plan quinquenal!’, nos repite una muchacha enseñándonos sus medias de seda”... Por la misma época, otra escritora, Yevguenia Yaroslávskaia-Markón, nacida casi a la vez que María Teresa, a principios de siglo, conoce también la Unión Soviética. Ella mejor, porque es rusa. Y lo que relata tiene poco que ver. Markón se entusiasmó con los bolcheviques, pero pronto se desengañó. Hija de un profesor universitario, optó deliberadamente por el hampa, convencida de que mendigos, prostitutas, delincuentes, eran los auténticos revolucionarios. Y con ellos vivió, dedicándose al hurto, hasta que fue detenida y enviada a las remotas islas Solovetsky. Insumisa se titula su breve autobiografía, febrilmente redactada pocos días antes de que la fusilaran, en 1931, a los 29 años. Es un libro aterrador. Tan aterrador como edulcorado el de la española.

Leer esos dos libros, lo que acabo de hacer con ocasión de un viaje a Rusia, me ha dejado pensativa. Lo que pasaba en la URSS ¿puede estarnos pasando? ¿Hay una parte flagrante de la realidad que está ante nuestros ojos y, sin embargo, no vemos, como esos historiadores romanos que al retratar su siglo pasaron por alto lo más importante que estaba sucediendo: la aparición de una nueva secta en torno a un tal Jesucristo?...

Desde luego, nos contesta Stephan Lessenich en otro libro que he leído este verano. No veis el coste, para el tercer mundo y para el planeta, de vuestro estilo de vida: de vuestro consumo, de vuestra paz, incluso de vuestra igualdad, asegura en su ensayo La sociedad de la externalización... Al cerrarlo, una no puede evitar imaginarse a sus nietas preguntándole algún día lo mismo que una le pregunta men­talmente a León y a Alberti al terminar El viaje a Rusia de 1934: ¿de verdad no visteis la otra ­cara?





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jueves, 7 de junio de 2018

[HISTORIA] En el bicentenario de Marx



La diosa Clío, musa de la Historia


El pasado 5 de mayo se cumplieron doscientos años del nacimiento de Karl Marx en Tréveris (Alemania). Filósofo, economista, sociólogo,​ periodista e intelectual, en su vasta e influyente obra abarcó diferentes campos del pensamiento proponiendo siempre la unión entre teoría y práctica. Junto a Friedrich Engels, es considerado el padre del socialismo científico, del comunismo moderno y del materialismo histórico. 

Mi primer encuentro académico con Marx y su pensamiento fue en la Escuela Social de Madrid, en el curso 1963-1964, de la mano del ilustre profesor Mariano Aguilar Navarro. El segundo, en la primavera de 1969, en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid, con motivo del curso sobre Relaciones Humanas impartido por el Seminario Permanente de Sociología Industrial y Relaciones Humanas del C.S.I.C., que dirigía el profesor Carmelo Viñas Mey. Ya he escrito sobre ello en otras ocasiones y no es cosa de repetirse. 

No parece estar dando mucho jugo la celebración del bicentenario, quizá porque acaba de comenzar. De momento, subo al blog los artículos publicados en estas últimas semanas por dos prestigiosos historiadores. El primero, de Antonio Elorza, en El País, titulado Fragmentos de Marx en su bicentenario. El segundo, de Gabriel Tortella, en El Mundo, se titula Marx en el siglo XXI. Se los recomiendo encarecidamente.

Sonaba bien lo de perder las cadenas y, revolución mediante, tener “todo un mundo por ganar”. La “dictadura del proletariado” fue un desastre y la “libertad burguesa” acabó sustituida por un régimen de vigilancia y represión, dice en el suyo Antonio Elorza. A mediados de los años sesenta, comienza diciendo, propuse al catedrático Luis Díez del Corral la publicación ciclostilada de mi traducción del Manifiesto comunista como texto para clases prácticas de Historia de las Ideas Políticas. Don Luis, liberal y seguidor apasionado de Tocqueville, tenía todas las motivaciones ideológicas y personales para oponerse al marxismo, y, sin embargo, respondió con un elogio: “La primera parte es un brillante alegato a favor de la burguesía”. Dio el visto bueno. Ese tipo de aproximación selectiva a la obra de Marx, empleado no hace mucho por Umberto Eco, debiera suponer la alternativa frente a quienes se encierran en la fe del carbonero o buscan solo la caza y captura de errores. La actitud crítica ante Marx sigue siendo sin embargo necesaria, en la medida en que su pensamiento ha ejercido una enorme influencia, a veces con consecuencias abiertamente negativas. Sin olvidar que es también una clave imprescindible para entender y cambiar el mundo contemporáneo.

De entrada, la dimensión proyectiva de las ideas políticas de Marx es pobre. El riesgo era ya visible en el Manifiesto: una vez culminada con total brillantez la trayectoria ascendente del capitalismo en una fase de globalización, la dialéctica de raíz hegeliana entra en escena para declarar el inevitable “derrocamiento de la burguesía” por el proletariado. El cauce analítico se estrecha y la deriva utópica se abre de inmediato hasta el sueño de la desaparición del Estado, tras producirse la revolución y la expropiación de la burguesía. La argucia de Marx consiste en minusvalorar a esta, convirtiéndola en sujeto social pasivo, en “brujo impotente”, frente al papel activo que per se asigna al proletariado. La distinción entre la impotencia burguesa y la acción consciente del proletariado se mantendrá más tarde, incluso al prologar los análisis precisos que Marx desarrolla sobre las estrategias de las “clases poseedoras”, en su esclarecedor 18 brumario. La divisoria entre futuros ganadores y perdedores resulta garantizada de antemano.

El final feliz del Manifiesto, cierre del círculo iniciado con la invocación del espectro que recorre Europa, parte de esa simplificación radical, para sostener una profecía de seguro cumplimiento. La transición al socialismo estaría garantizada por una solución de fuerza, la dictadura revolucionaria del proletariado (Carta a Weydemeyer, 1852; Crítica al programa de Gotha, 1875). Lenin vendrá luego a probar que era posible un marxismo fiel, en ideas y acción, a la consigna de Marx.

La superación de la filosofía idealista en una concepción materialista que respondía a las preguntas de aquella, entregó pronto sus frutos en el puzle elaborado por Marx entre 1843 y 1848, los borradores bien llamados “económico-filosóficos”. Al fondo sobrevive en Marx la dialéctica amo-esclavo de Hegel. A partir de aquí la historia será concebida como sucesión de formas de dominación, donde quienes detentan el poder ejercen en beneficio suyo la apropiación del excedente generado por el trabajo humano. Del proceso de “enajenación” del trabajo en la producción resulta la reificación, la sumisión de las relaciones humanas al mercado. El punto de llegada será el imperio del capital mediante la imagen, la “sociedad del espectáculo” anunciada por Débord en los años sesenta. Marx sienta las bases de una contracultura socialista enfrentada al capitalismo (Bauman).

Todo ello en el marco del organismo social que Marx contempla como un todo articulado, cuya configuración arranca del grado de desarrollo tecnológico, las fuerzas productivas, las cuales requieren una determinada forma de organización del poder económico, y en torno a la misma de la sociedad, el derecho y la política. El diseño planteado en la carta a Annenkov de 1846 fundamenta una visión dialéctica que refleja “el movimiento continuo de crecimiento de las fuerzas productivas, destrucción de las relaciones sociales, formación de las ideas”.

Por fin, en La ideología alemana, una dominación de clase necesita el consenso, la conversión de su poder material en poder espiritual, dirigido a frenar “la intensificación de la lucha de clases y la marcha hacia la revolución”. Más allá de su esquematismo, Marx esboza una teoría dinámica que con sus criterios de totalidad, interdependencia y centralidad de las “relaciones de producción” sigue sirviendo para conocer las sociedades actuales y encauzar su transformación.

La estructura económica constituye así el núcleo de la “formación social”. De ahí el esfuerzo de Marx por elaborar una teoría crítica del capitalismo, matemática y científica, fundamento de la revolución. La obra, inacabada, ha sido objeto de críticas demoledoras, si bien resulta innegable que sobre el fondo de un espectacular progreso tecnológico, el capitalismo ha consolidado una asimetría radical en la distribución de bienes y recursos, entre las clases y los países, en el interior de cada sociedad y a escala mundial. Con un balance de grandes desigualdades, corregidas en Occidente mediante el Estado de bienestar, y una gestión tendencialmente irracional de la economía en el planeta y sobre el planeta. El capitalismo descrito en Inside Job no es ya el de Marx y sigue siendo el de Marx.

Solo que conocemos el desastre de la “dictadura del proletariado”, versión Marx-Lenin, tanto en lo económico como en lo político. Sonaba bien lo de perder las cadenas y, revolución mediante, tener “todo un mundo por ganar”. Pero al reemplazar “la libertad burguesa” por un régimen de vigilancia y represión permanentes, lo que encontraron los trabajadores fue la camisa de fuerza del sistema soviético, en el mejor de los casos, o las utopías destructoras maoístas en China o en Camboya.

Cuando el teórico deviene observador, y Marx lo fue siempre, emerge la tensión positiva entre doctrina y análisis. Así, en la alocución inaugural a “nuestra Internacional” en 1864, la depauperación se da en términos relativos: desde el 48 habían crecido espectacularmente el capitalismo industrial y el comercial, sin verse alterada la miseria obrera.

Al lado está el elogio de la conquista de las Diez Horas: “Por vez primera, la economía política de la clase media sucumbió ante la de las clases trabajadoras”. Despunta la idea de la revolución social como largo proceso. “La sociedad actual no es un inalterable cristal, sino un organismo sujeto a cambios y constantemente en proceso de transformación”, advierte Marx en el prólogo a El Capital. Hasta aquí el articulo del profesor Elorza.

El 5 de mayo se conmemora el bicentenario del nacimiento de Karl Marx, filósofo, economista, historiador, sociólogo, periodista, político y profeta del comunismo, bajo cuya advocación se hicieron las revoluciones rusa y china, amén de otras tampoco despreciables, comienza diciendo por su parte el profesor Gabriel Tortella. Hace ya más de un cuarto de siglo que el comunismo se derrumbó con estruendo en Rusia y Europa oriental. En los países donde subsiste, unos (China, Vietnam) han restaurado la economía de mercado con éxito asombroso; otros (Cuba, Venezuela) se han aferrado a la economía colectivista, y viven en crisis y depresión crónicas. ¿Está justificado, por tanto, celebrar esta efeméride? ¿No sería mejor echar siete llaves al sepulcro de Marx?En mi modesta opinión, con todos sus errores y defectos, Marx fue un gran pensador que ha dejado una huella imborrable, y en gran parte positiva, en la historia contemporánea. No debemos olvidar que, junto con Darwin y Freud, forma ese gran trío de luminarias que hicieron con respecto a la especie humana lo que los grandes astrónomos y físicos de la llamada Revolución Científica (siglos XVI-XVII) hicieron con respecto al planeta Tierra. Copérnico, Galileo, Kepler y otros genios demostraron que la Tierra no era el centro del universo, como hasta entonces se había pensado, sino un simple planeta girando alrededor de una estrella no muy grande de entre las innumerables que hay dentro de una galaxia de las muchas existentes. Por su parte, Darwin, Marx y Freud demostraron que el ser humano, lejos de ser una suerte de ángel creado directamente por Dios para cumplir un programa ético y ejemplar (y que el resto de los animales han sido puestos en la Tierra para acompañar y servir al hombre en el centro de la Creación), es un animal más, más inteligente sin duda, pero perteneciente al mismo árbol genealógico que el resto de los seres terráqueos. Y, además, que se mueve históricamente por intereses predominantemente económicos e, individualmente, por impulsos animales, en parte, sexuales. Este gran trío nos dio una versión del ser humano mucho más realista que la hasta entonces predominante (aunque a muchos les chocara esta nueva versión y se resistieran largamente a aceptarla) y sus teorías marcaron el triunfo del materialismo sobre el idealismo.

¿Cuál es el legado de Marx como científico social? De entrada, quiero afirmar que su teoría económica es absolutamente inservible. Como dijo Schumpeter, está "muerta y enterrada". Keynes fue igualmente severo: en una carta a Bernard Shaw afirmaba que "sea cual sea el valor sociológico [de El Capital...] su valor económico contemporáneo [...] es nulo". Lo cierto es que la economía de Marx estaba desfasada ya mucho antes de su muerte en 1883. Quizá por eso no acabó El Capital. Además, sus errores económicos afectaron negativamente al resto de su visión social. Porque su teoría de la Ley de Bronce de los Salarios (basada en un absurdo sofisma), que afirmaba que en una economía de mercado éstos nunca estarían por encima del nivel mínimo de subsistencia, le impedía aceptar la posibilidad de que las condiciones de vida del obrero mejorasen y pudiera llegarse a una situación en que el proletariado progresara y, por medio del sufragio universal, llegara a compartir el poder con la burguesía. En una palabra, su anticuada teoría económica le impidió aceptar plenamente la posibilidad de una evolución hacia el socialismo democrático. Fueron su discípulo alemán Eduard Bernstein y la Sociedad Fabiana británica los que marcaron el camino hacia la socialdemocracia, que acabó triunfando tras la Primera Guerra Mundial, no sin haber sufrido toda clase de denuestos de los marxistas ortodoxos y, en especial, de Lenin. Sin duda Marx, vecino que era de Londres, advirtió la mejora del nivel de vida de los trabajadores ingleses y, probablemente, se dio también cuenta de los serios problemas de que su teoría económica adolecía, pero no tuvo la energía para replanteársela radicalmente, y por eso no se decidió a publicar los volúmenes dos y tres de El Capital después de haber dado a la luz el primero en 1867. El caso es que, si bien en El Manifiesto Comunista (1848) y en El Capital profetiza una revolución violenta que "expropiaría a los expropiadores", también pueden espigarse en su correspondencia y en escritos ocasionales afirmaciones que encierran augurios socialdemócratas.

¿Qué queda entonces? Queda el "materialismo histórico", es decir, lo que se resume en la afirmación con que se inicia el primer capítulo del Manifiesto Comunista: "la historia es la historia de la lucha de clases". Hegel, de quien Marx se consideraba discípulo, había sostenido que lo que mueve la historia es "el Espíritu", frase un tanto misteriosa que puede interpretarse como que son las ideas las que mueven la historia (idealismo). Marx sostenía lo contrario: son los intereses materiales lo que sustenta las ideas. En sus propias palabras: "Para Hegel, el proceso de pensamiento [...] es el demiurgo de lo real [...] Para mí, lo ideal no es, por el contrario, más que lo material traducido y traspuesto a la cabeza del hombre. [...] La dialéctica aparece en [Hegel] invertida, puesta de cabeza. No hay más que darle la vuelta, mejor dicho, ponerla de pie, y en seguida se descubre, bajo la corteza mística, la semilla racional". Estos malabarismos intelectuales significan, en la práctica, que para comprender la historia hay que buscar los intereses materiales que persiguen los principales grupos sociales, cuyo modo de vida configura su visión del mundo. Las tres grandes clases sociales en la historia moderna y contemporánea son la aristocracia, la burguesía y el proletariado, que son propietarias de los tres grandes factores de producción: la tierra, el capital y el trabajo. Marx aplicó este método en sus estudios históricos y produjo brillantes ensayos como El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Las luchas de clases en Francia o incluso sus artículos periodísticos sobre la España del siglo XIX o la Guerra de Secesión de Estados Unidos. La verdad es que el materialismo histórico de Marx caló profundamente en la historiografía posterior, sobre todo, en el siglo XX, y resultó una herramienta muy útil (aunque hoy algo desfasada). Yo creo que permite comprender claramente los grandes perfiles de la historia contemporánea, cosa que he tratado de mostrar en mi Capitalismo y Revolución. Sin duda, aunque la mayor parte de los historiadores económicos de hoy no se consideren seguidores de Marx, el auge de la historia económica ha debido mucho a la influencia de su pensamiento. Yo me atrevería a decir que hoy todos somos un poco darwinianos, freudianos y marxistas, en el sentido de que hemos absorbido intelectualmente sus ideas aunque no las demos todas por buenas. ¿Quién no habla hoy, casi sin pensar, de la "selección natural", de la "libido" o del "complejo de Edipo", de la "plusvalía" o de la "superestructura"? A Marx, incluso, le han salido discípulos inesperados en la política reciente, como el consejero del presidente Clinton, James Carville ("Es la economía, estúpido"), o el presidente Rajoy ("No me voy a distraer de lo importante; es decir, la economía"). Qué vueltas da el mundo.

Marx nunca vio su revolución, pero en el siglo XX hubo varias. Las más de ellas no se ajustaron en absoluto a sus profecías. Las revoluciones en China, Cuba o Irán no fueron obra del proletariado, sino más bien de los campesinos. Pero sí hubo dos revoluciones europeas que pueden relacionarse con el marxismo: la rusa y la socialdemócrata en la Europa occidental tras la Primera Guerra Mundial. La primera fue un fracaso estrepitoso, que más que a Marx debe adjudicarse a Lenin. La segunda, el gran éxito político, económico y social del siglo XX, sí podría atribuirse en parte a Marx.

Y otra cosa hay que agradecerle: frente a la pura barbarie de los fundamentalistas islámicos o la bazofia intelectual de los nacionalismos, de los populismos o de lo políticamente correcto, Marx trató de construir una interpretación subversiva pero racional de la sociedad y la historia. Se le ha llamado "socialismo científico", lo cual suena rimbombante, pero él pretendía construir un análisis económico-social revolucionario, basado en evidencia, y por métodos científicos. Y, aunque el capitalismo que Marx esperaba ver derrumbarse en el siglo XIX ha sobrevivido y está más fuerte que nunca en el siglo XXI, es cierto que esta supervivencia ha sido posible porque durante el siglo XX el capitalismo se sometió a una profunda reforma, a un injerto socialdemocrático que debe mucho a las ideas de Marx, concluye el suyo el profesor Tortella.


Dibujo de Eulogia Merle para El País



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jueves, 7 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] El triunfo de Karla





Se pruebe o no la trama rusa, esa sensación ya corrompe y corroe las esencias del Estado, comenta en el diario El País el periodista, empresario y promotor cultural español Antonio Navalón. 

Desde el principio de los tiempos, comienza diciendo, los espías han jugado un papel fundamental en la vida humana. No solo por el daño que evitan o que generan, no solo por las jugadas sucias o limpias, no solo porque a la capacidad de crear problemas al enemigo en algún momento se le llamó inteligencia, sino porque, desde el arte de la guerra, los espías ocupan un lugar preeminente en la organización del mundo. Ahora conviene rescatar del armario de la historia a Markus Wolf. Una vez tuve la oportunidad de conocerlo personalmente. Recuerdo que fue en Berlín y me firmó un libro.

Wolf, que inspiró a John Le Carré el personaje que se escondía tras el nombre clave de Karla, fue el jefe de los servicios secretos de la Stasi, maestro de los espías de la República Democrática Alemana, un hombre capaz de destruir pueblos y, desde luego, ciudadanos y sociedades, un hombre con aspecto normal haciendo algo que le encomendó Dios —el suyo— sobre los demás. Él inventó ese fenómeno que retrató genialmente la oscarizada La vida de los otros: conseguir que las esposas delaten a los maridos y los hijos a los padres.

Toda la vida Putin quiso ser Karla. Su papel está hecho a partes iguales de Iván el Terrible, Josef Stalin y Markus Wolf. Uno demostró que ser ruso es tener nostalgia y crueldad. Otro dejó claro que, para los rusos, lo imposible es mejor que lo posible. Por eso, cimentado y pavimentado con la sangre y los huesos de su pueblo, hizo de un país de esclavos la potencia que no solo venció a Hitler, sino que después puso en jaque durante la Guerra Fría a Estados Unidos, que era igual de poderoso, solo que más libre, más inteligente y más institucional.

El espionaje y sus aventuras han llenado miles de páginas y han inspirado la trama de infinidad de películas. Desde El candidato manchú, un largometraje que plantea lo que significa colocar a una persona de confianza en el corazón del poder e intentar conquistarlo mediante alguien que tenga el cerebro lavado, hasta la bibliografía de Le Carré, ha quedado de manifiesto que poner a uno de los nuestros cerca de la máxima magistratura a fin de que espíe para nosotros es la operación más fantástica de la verdadera administración del poder. Hoy Karla vive, Karla ha triunfado, Karla está recibiendo de su hijo putativo, Vladímir Putin, el mejor homenaje. El monumento a Karla está en la Casa Blanca y se llama Donald Trump.

A estas alturas, ya no importa cuánto tiempo tarde el fiscal especial Robert Mueller, en desvelar la trama rusa en Washington, ya no importa por cuánto tiempo calle el exasesor de Seguridad Nacional Michael Flynn, porque en este momento, sea verdad o mentira, Putin se perfila como el hombre que consiguió su propio candidato manchú, ya que al parecer no colocó a uno de los suyos cerca del poder, sino que llevó a alguien directamente a la silla presidencial.

Sin embargo, es una pena que la historia, el sentido de la decencia y este momento tan excepcional impidan a Putin tener un placer como el que Adolf Hitler sintió al ver la tumba de Napoleón en un bello amanecer de París, mientras la esvástica ondeaba en el Arco del Triunfo. Porque al único inquilino de la Casa Blanca al que no podrá visitar Putin será a Trump.

Pero, mientras tanto, Karla vive, Karla hizo su mejor operación. Y ahora Putin no tiene un espía, tiene a alguien que puede luchar contra los espías del otro lado, y eso, sin duda alguna, es una operación tan brillante que ni siquiera Sun Tzu se atrevió a soñar.

¿Y usted sabe qué es lo mejor? Que se pruebe o no la trama rusa, esta sensación ya corrompe y corroe las esencias del Estado, y eso es todavía más peligroso que si alguien realmente le hubiera lavado el cerebro a Trump y fuera el candidato manchú de Putin. El daño ya está hecho.



El presidente de Rusia, Vladímir Putin


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lunes, 6 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] La victoria del arte sobre la Revolución





Una de las muchas consecuencias trágicas de la revolución fue la aniquilación del mundo cultural ruso. Quienes no abrazaron el movimiento fueron perseguidos, encarcelados o deportados, pero su obra permanece y sigue conmoviendo al mundo, comenta en El País la escritora y traductora checo-española Monika Zgustova. 

En los años sesenta y setenta, en mi Praga natal, capital entonces de la Checoslovaquia comunista, comienza diciendo, los alumnos de primaria estábamos obligados a asistir a la conmemoración de la revolución rusa. Entre canciones revolucionarias cantadas por los coros de la juventud comunista, los maestros peroraban sobre la importancia mundial de esta revolución que según ellos aportó por primera vez en la historia la paz y la igualdad. Los niños escuchábamos estas palabras seductoras y las saboreábamos como si fueran caramelos de frambuesa. Cuando al llegar a casa contaba el discurso, mis padres replicaban que la revolución rusa, si bien se hizo en nombre de la paz y la igualdad, cuando Lenin y los bolcheviques y luego Stalin se hicieron con el poder convirtieron el sueño de construir un mundo nuevo en un mecanismo totalitario que generó sufrimiento y muerte. Crecí entre dos puntos de vista y me tocó buscar mi (complejo) camino entre dos afirmaciones opuestas. Al final aprendí a funcionar encontrando mi (compleja) verdad.

Tuve que practicar el deporte de buscar mi propio camino también en España. El país, recién salido de una dictadura de derechas en el que me instalé a mediados de los ochenta, disfrutaba de su libertad y tenía ganas de admirar las izquierdas; la revolución bolchevique era un objeto del deseo. Desde entonces han transcurrido tres décadas y hoy en día quedan pocos españoles que pondrían en duda la violencia de la revolución y la crueldad del régimen que la siguió.

Sabemos que, al implantar su nuevo régimen, Lenin estableció la Checa para que vigilara estrictamente a los ciudadanos, sabemos que Stalin envió a millones de personas al Gulag. También es un hecho, sin embargo, que Stalin convirtió su país en una potencia mundial y que ayudó a ganar la II Guerra Mundial. De ahí que amplios sectores de la sociedad y del poder rusos de nuestros días defiendan su legado.

Una de las muchas consecuencias trágicas de la revolución fue la aniquilación del mundo cultural ruso. La intelligentsia anhelaba una revolución desde hacía décadas. Dicho sea como ejemplo que al publicarse en 1872 Los demonios, novela sobre unos revolucionarios que no tenían miramientos con las vidas humanas, Rusia no supo valorar la clarividencia de Dostoievski. La intelligentsia, en su mayoría liberal, consideraba al grupo del terrorista Necháyev, en el que se había inspirado el escritor, como una trágica excepción entre los nobles sublevados y creía firmemente en el futuro revolucionario ruso. Mijáilovski, influyente crítico de la época, dijo que el libro, “esa horrible caricatura de la juventud revolucionaria”, no era digno del talento de Dostoievski. La Rusia que tanto ansiaba un cambio revolucionario rechazó Los demonios.

Durante los años que precedieron a 1917, los artistas vivieron en una efervescencia febril porque, según decían, percibían un cataclismo en el aire y lo plasmaron en sus obras. Eran años de gran creatividad. Aunque Petersburgo, la novela de Andréi Biely que en 1912 anticipó a Ulises de Joyce, se basó en la revolución de 1905, predijo al mismo tiempo lo que sucedería un lustro más tarde. También la revolución de 1917 sirvió de inspiración a muchos creadores. El poeta Aleksandr Blok, que la apoyó plenamente despreocupado ante sus excesos, escribió su largo poema Los doce sobre un grupo de guardias rojos que, como apóstoles guiados por Jesucristo, cruzan un Petersburgo vacío por el furor de la revolución. Sin embargo, a Trotski no le gustó que los guardias del poema mataran a su antojo y hubiera preferido a Lenin como guía. El resultado fue que el poeta murió en la miseria a los 41 años.

Y no fue el único. El teórico literario Roman Jakobson habló de “una generación que malogró a sus poetas”: durante la primera década tras la revolución murió a los 36 años el gran futurista Jlébnikov; el crítico literario Shklovski dijo a la muerte del poeta: “Perdónanos por todos los que aún mataremos; los gobernantes no responden por la muerte de las personas; en la época de Jesucristo no entendían el arameo y en general no entienden el idioma humano”. Al poeta acmeista Gumiliov lo ejecutaron; Marina Tsvetáieva y el entonces poeta Vladímir Nabokov se vieron obligados a marchar al exilio; a Anna Akhmátova se le prohibió publicar; Ósip Mandelstam murió en el Gulag, y Mayakovski y Esenin se suicidaron.

También los novelistas se sumaron a la revolución. Yevgueni Zamiátin escribió en 1922 Nosotros, novela que precedía las grandes obras utópicas como Un mundo feliz o 1984. Se trata de una metáfora del mundo opresivo e implacable que se estableció después de la revolución; por eso mientras duró la URSS, la censura no dejó que el libro se publicara íntegramente. A finales de los años veinte Zamiátin fue denunciado por haber publicado su novela en el extranjero; como consecuencia se le prohibió publicar. Entonces el novelista escribió una carta a Stalin en la que dijo: “Se ha hecho todo lo posible para cerrarme los caminos para poder seguir trabajando. Se ha llegado a prohibir que se vendieran mis libros en las librerías. Para mí, como escritor, el estar privado de la oportunidad de escribir no es menos que una condena a muerte”. Gracias a la intervención de Gorki, bien visto por el régimen, a Zamiátin se le concedió el permiso para trasladarse temporalmente a París, donde murió incapaz de vivir fuera de su país.

En los años veinte y aun más en los treinta y en las décadas posteriores, el poder estatal persiguió a todos los escritores, pintores, cineastas y músicos que se negaron a seguir el modelo prescrito por el realismo socialista que consistía en relatar (o filmar, retratar, componer) una historia optimista sobre la construcción del comunismo. Aquellos que se negaron a poner su arte al servicio del régimen sufrieron las consecuencias: murieron en la cárcel o en el Gulag —los escritores Babel y Mandelstam—; atravesaron tempestuosas persecuciones —el escritor Bulgakov, los compositores Prokófiev y Shostakovich, el cineasta Eisenstein—; o acabaron suicidándose; Marina Tsvetáieva.

Hace décadas que a Occidente no le deslumbra la revolución rusa porque considera la violencia y la represión como inaceptables. Sin embargo, de aquellos días han quedado admirables obras de arte. Casi todas ellas nos hablan del individuo enfrentado a la maquinaria estatal que le pisotea y le aplasta; este tema se convirtió en uno de los centrales del siglo XX: por eso las obras que se crearon después de la revolución resultan ser proféticas. Aunque muchos de los artistas murieron en condiciones trágicas, su obra permanece y sigue conmoviendo a millones de personas en todo el mundo. La Rusia de hoy, en cambio, y, menos aún, el mundo, poco tiene que ver con la revolución.



Dibujo de Raquel Marín para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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sábado, 26 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Entre la impunidad y el mito





Entre la impunidad y el mito, la izquierda se ha arrogado durante años el papel de comisaria moral del espectro político, comenta en un reciente artículo el escritor peruano Jorge Eduardo Benavides. Durante casi ochenta años, comienza diciendo, la extinta Unión Soviética levantó, a base de exterminios, cárceles, gulags y cientos de miles de kilómetros de alambres de púas, el paraíso comunista que extendía sus fronteras hasta la mitad de Europa. Durante todo ese tiempo, una gran parte de los llamados intelectuales de izquierda del mundo occidental miraron con anuencia todo aquel inventario de atropellos y asesinatos, a veces simplemente negando su existencia o, si eran puestos contra las cuerdas por la tozuda realidad, explicando la serie de males necesarios que se requerían para luchar contra el perverso capitalismo.

En su ensayo Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses (1944-1956), Toni Judt reflexiona con minucia sobre el carácter ambivalente de muchos de estos intelectuales y la pasmosa relajación moral de algunos de ellos, como Emmanuel Mounier, quien escribe, a propósito del golpe de Praga de 1948, que “no hay progreso que no tuviera su comienzo en una minoría audaz, ante la instintiva pereza de la mayoría”. No fue el único ni sería el último de los muchos intelectuales europeos —Sartre, Brecht, Debray…— que durante décadas persistieron empeñados en que el comunismo soviético era un sistema per se bondadoso y libertario. Lo mismo ocurrió con la Cuba castrista: escasos fueron los intelectuales de ese entonces que no cantaron loas a Fidel Castro y escribieron ruborosos elogios a la revolución mientras sus colegas eran silenciados, asesinados o encarcelados. De hecho, nuestro tan querido boom literario estaba compuesto por los principales legitimadores del castrismo y la revolución, como bien sabemos.

Durante mucho tiempo nos han dicho que eran gentes de buena fe engañadas por la maquinaria propagandista de aquellos regímenes. Que en realidad nadie sabía lo que estaba ocurriendo realmente tras las fronteras de Cuba, la Unión Soviética o China. Pero ese sapo yo no me lo trago, pues era gente informada y con acceso a lo que ocurría en el mundo. Por desgracia, creo que la explicación más probable es más simple y también más siniestra: querían creer. Empeñados en las bondades del comunismo, aquellos intelectuales le dieron la espalda a su primera responsabilidad con la verdad y avalaron así a todos quienes los leían y los tenían por referentes morales, cegándolos ante la desventura y el horror que sufrían sus congéneres. Lo cuenta muy bien el escritor cubano Jacobo Machover en El sueño de la barbarie: la complicidad de los intelectuales con la dictadura castrista.

Pues bien, con ese auspicioso saldo moral en sus cuentas han funcionado durante décadas los partidos comunistas y las izquierdas unidas de todo el mundo y se han disculpado todos los atropellos, todos los encarcelamientos y toda la brutalidad de los regímenes que ensayan la senda del totalitarismo y que son modelo de estos partidos, que funcionan gracias a la democracia que quieren destruir. Basta leer los tuits en los que el vergonzante Alberto Garzón despide —con la emoción de una colegiala— a Fidel Castro (“Su ejemplo y pensamiento pervive”, dice) y elogia el destrozo que está haciendo el chavismo en Venezuela hoy mismo; empeñado en negar la clamorosa evidencia de que nadie que dure en el poder 50 años puede considerarse demócrata ni que un régimen que se enquista a sangre y fuego es modelo de democracia. ¿Es eso lo que propone Izquierda Unida para España o se trata solo de una aspiración mística-ideológica?

En todo caso, esto ha sido así porque durante años la izquierda se ha arrogado el papel de comisaria moral del espectro político, de airada detentadora de la progresía y la bondad. Y los demás nos hemos dejado chantajear y hemos dado por bueno que ser de izquierdas (de esa izquierda) es estar intrínsecamente del lado de los desfavorecidos. De lo contrario uno era —y es— acusado de fascista. Y no, no concede crédito democrático que los comunistas se hubieran enfrentado a Franco aquí en España, porque no hay ningún valor en enfrentarse a una dictadura en nombre de otra.

No nos engañemos: no hay ninguna deriva en la Izquierda Unida ni en el planteamiento de Podemos —los verdaderos campeones del cinismo— ni en general en las izquierdas de todo el mundo que tienen como modelo a Stalin, a Castro o Chávez, a quienes elogian con impunidad o justifican con vacilantes balbuceos y desplantes retóricos. Esa izquierda siempre ha defendido los regímenes totalitarios y es lo que buscan instaurar en nombre de un mundo mejor y de una sociedad perfecta. Tal es su naturaleza.





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lunes, 24 de julio de 2017

[A vuelapluma] La Rusia de Occidente





El mito de la Revolución de Octubre sigue vivo; las hazañas de Lenin y Trotski aún despiertan simpatías entre algunos izquierdistas españoles. Las alusiones a 1917 no son inocentes; sus consecuencias, que marcaron el siglo XX, todavía nos interpelan. Lo comenta en El País Javier Moreno Luzón, catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid y autor del libro, recién publicado, Los colores de la patria. Símbolos nacionales en la España contemporánea (Tecnos).

El revolucionario ruso León Trotski, comienza diciendo, pasó en España los últimos meses de 1916, tan solo un año antes de tomar el poder en Petrogrado. Fue un viaje azaroso: expulsado de Francia, anduvo por Madrid, donde disfrutó del Museo del Prado, hasta que la policía lo encarceló y lo mandó a Cádiz, a la espera de un barco que lo sacase del país. Apenas logró manejar unas cuantas palabras en castellano, pero captó algunos rasgos de la vida española, como la mala fama de los políticos, las desigualdades sociales o el poder de la Iglesia. Le impresionaron la indolencia, la amabilidad y el calor. Desde su siguiente destino, Nueva York, escribió que el problema agrario y el carácter violento de sus habitantes hacían de España, después de Rusia, el lugar donde resultaba más probable una revolución.

Aquel paralelismo entre los dos extremos de Europa tenía antecedentes tan ilustres como el de Miguel de Unamuno, quien había afirmado que ambos pueblos compartían una misma religiosidad mística y un fondo comunal campesino. Los estereotipos hablaban de seculares atrasos y exotismos orientales, de gentes un tanto salvajes. Hasta el ancho de vía de sus respectivos ferrocarriles era mayor que el usual en el continente. El rey Alfonso XIII creía que la primera de las revoluciones rusas de 1917, la que hizo abdicar al zar, podía repetirse en España, sobre todo si entraba en la guerra europea como había hecho Rusia.

Durante unos meses, los acontecimientos dieron la razón a los augures. Ese mismo verano se encadenaron varios conatos revolucionarios en España: el de las juntas militares, que expresaban agravios corporativos; el de catalanistas y republicanos, que convocaron una asamblea de parlamentarios para exigir la reforma de la Constitución; y el de los sindicatos obreros, lanzados a la huelga general. Hubo quien pensó en una réplica de la experiencia rusa, con un proceso constituyente custodiado por sóviets de obreros y soldados. Pero España no era Rusia: a la hora de la verdad, las clases medias catalanas no se aliaron con los huelguistas y los militares reprimieron la insurrección sindical. La monarquía española, más parecida a la italiana que al imperio de los zares, resistió el embate.

La verdadera fe que llegó a España desde Rusia en 1917 no fue la del febrero democrático, sino la del octubre rojo, un potente mito político que cambió el paisaje mundial, dividió a las izquierdas y atemorizó a las derechas. El campo andaluz vivió un trienio bolchevique en el que los jornaleros aspiraban al reparto de las tierras que habían conseguido los rusos; mientras los sectores conservadores alertaban del peligro soviético para imponer soluciones autoritarias. Aunque la escasa información jugara a veces malas pasadas. Los anarcosindicalistas de la CNT acogieron con entusiasmo aquel trastorno radical y los socialistas decidieron tantear su adhesión a la nueva Internacional. Pero sendos viajes a Moscú les quitaron las ganas, pues aquellos aguerridos héroes perseguían a los ácratas, exigían disciplina y despreciaban los derechos ciudadanos. Vladímir Lenin se lo dejó claro en 1920 a un atónito Fernando de los Ríos, enviado del PSOE: “Libertad, ¿para qué?”. Por entonces se organizaban ya los comunistas españoles.

La vieja Rusia medieval se había convertido, de golpe, en el faro que alumbraba el futuro de la humanidad. En España se publicaron decenas de libros sobre el experimento y numerosos viajeros confirmaron sus excelencias. Sin embargo, sus partidarios no salieron de los márgenes hasta la Segunda República, cuando el camarada Iósif Stalin había heredado ya las herramientas dictatoriales de Lenin y lanzado al exilio a Trotski, disidente en nombre del ideal leninista. Mediados los años treinta, el régimen staliniano se sumó a las coaliciones contra el fascismo que avanzaba en Europa y sus peones españoles hicieron lo propio con el Frente Popular que ganó las elecciones de 1936. Entraron en el Parlamento y se hicieron con el control de las juventudes socialistas, aunque la posibilidad de una revolución al estilo soviético, un fantasma que agitaron las derechas antirrepublicanas, era más bien remota. Al socialista Francisco Largo Caballero le quedó, eso sí, el remoquete de Lenin español.

España estuvo algo más cerca de transformarse en la Rusia de Occidente durante la Guerra Civil. La Unión Soviética era el único apoyo internacional de peso que tenía la República y su esfuerzo militar dependía de la ayuda de Stalin, por lo que los comunistas adquirieron en la zona leal una influencia decisiva. Cabeza de la contrarrevolución que acabó con las colectivizaciones orquestadas por los anarquistas al estallar el conflicto, aplicaron las técnicas ya probadas en la Unión Soviética, donde no solo habían barrido a los trotskistas, sino que también purgaban a los más adictos, en un sistema de terror sin límites. Los marxistas antiestalinistas del POUM fueron liquidados. En 1940, el catalán Ramón Mercader, al servicio de Stalin, asesinó a Trotski en su destierro mexicano.

A partir de ahí, el comunismo español formó el tronco principal de la oposición a la dictadura de Francisco Franco. Tras el fracaso del maquis guerrillero, adoptó una línea conciliadora que aspiraba a traer a España la democracia pluralista y no un régimen autocrático al estilo soviético. Esa distancia se ensanchó y la actitud constructiva del PCE protagonizó la Transición a la muerte del tirano. Poco quedaba ya del sueño revolucionario, aunque aún subsistían los métodos de Lenin, la jerarquía implacable y la purga de los discrepantes en el interior del partido. Su progresiva insignificancia acabó por diluirlo en Izquierda Unida, donde ha sobrevivido pese al derrumbe de la Unión Soviética.

Hoy, en el centenario de las revoluciones rusas, concluye diciendo, carecen de sentido las comparaciones de antaño y nadie podría imaginar una España sovietizada. Pero el mito sigue vivo y las hazañas de Lenin y Trotski, no tanto las de Stalin, aún despiertan simpatías entre algunos izquierdistas españoles. Sobre todo en Podemos, donde sus impulsores, que han hablado de leninismo amable, no ocultan su admiración por Octubre, su fuerza y sus procedimientos. Pablo Iglesias Turrión emplea la retórica revolucionaria y rinde homenajes a “aquel calvo”, “mente prodigiosa” que satisfizo los deseos de los trabajadores. Las alusiones a 1917 no pueden ser inocentes, pues sus consecuencias, que marcaron el siglo XX, todavía nos interpelan.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



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