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miércoles, 27 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Protestantes



Fotografía de un centro comercial en Estocolmo, Suecia. (Reuters)


La culpa del polémico desconfinamiento que estamos viviendo la tiene Lutero, escribe en el A vuelapluma de hoy [Confinar o confiar. El País, 18/7/2020] el profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo, Víctor Lapuente.

"La culpa del polémico desconfinamiento que estamos viviendo la tiene Lutero -comienza diciendo Lapuente-, por no haber predicado aquí hace 500 años. Y es que, dentro de Europa, la filosofía de las políticas contra la pandemia obedece a la tradición religiosa de los países. En los protestantes, los Gobiernos confían en sus ciudadanos; en los católicos, los confinan.

Las naciones más protestantes recomiendan qué hacer (como en Suecia) o imponen restricciones, pero dejando un cierto margen de libertad a los individuos en la aplicación (como en Alemania). Confían en la autorregulación: que a los padres no se les ocurrirá sacar a sus hijos en hora punta por la calle más concurrida; y que los deportistas intentarán guardar distancia al correr.

Por el contrario, España sigue siendo el país más católico. El Gobierno cree poco en la autogestión social. Controla más que en otros lugares quién puede salir de casa, cómo y para qué. Los adultos son tratados como niños inconscientes y los niños, como adultos peligrosos, recluyéndolos severamente en casa.

Se han publicado más de 200 normas excepcionales, que desbordan a juristas y empresarios. Las regulaciones han sido redactadas sin apenas consultar a los agentes sociales y a otras Administraciones. Y, como son muy precisas, las normas requieren continuas rectificaciones, causando inseguridad jurídica y alimentando nuestro sempiterno problema político: la desconfianza en las instituciones.

La divergencia entre los países protestantes y los católicos no estriba en que allí la gente sea de fiar, como nos gusta autoflagelarnos. Justificamos nuestra hiperregulación con el tópico “ya, pero es que aquí, si dejaran libertad, no veas tú cómo se aprovecharía la gente”. No es verdad. Si estamos concienciados sobre un problema, los españoles actuamos con responsabilidad. Ve a una avenida, parque o supermercado del norte de Europa y no verás más disciplina que aquí. La diferencia es que sus Gobiernos tienen fe en sus ciudadanos. Porque confiar en una persona exige depositar fe en ella. Nunca tienes todas las certezas, pero, si eres valiente, confías.

El protestantismo tiene mala fama en España: la derecha católica recela del hereje Lutero, y la izquierda atea, de la austeridad luterana. Pero posee una característica —la fe en los demás— que no es divina, sino la más humana de las virtudes. En eso, todos podemos ser protestantes". 

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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domingo, 12 de agosto de 2018

[DE LIBROS Y LECTURAS] Capitalismo de rostro humano





"Aunque los intelectuales suelen partirse de risa cuando leen una defensa del capitalismo, los beneficios económicos de este son tan evidentes que no necesitan ser demostrados con cifras. Pueden verse literalmente desde el espacio. Una fotografía de Corea, tomada desde un satélite, que muestra el sur capitalista inundado de luz y el norte comunista como un pozo de oscuridad ilustra vívidamente el contraste en la capacidad de generación de riqueza entre ambos sistemas económicos, manteniendo constantes la geografía, la historia y la cultura". Lo dice Steven Pinker (pág. 126) en su libro En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso (Paidós, Barcelona, 2018), que estoy leyendo ahora mismo, literalmente fascinado. Y un servidor, a pesar de todas mis carencias personales y académicas, y con alguna que otra matización más o menos importante que no viene al caso, comparte con total convicción la opinión de que el capitalismo es el menos malo de todos los sistemas de organización económica. 

Pero no es sobre el libro de Pinker, ya comentado en el blog, de lo que trata esta entrada de hoy, sino de la reciente reseña que en Revista de Libros realizaba el profesor Pedro Fraile Balbín, catedrático de Historia Económica en la Universidad Carlos III de Madrid, de la obra Libertad económica, capitalismo y ética cristiana. Ensayos para un encuentro entre economía de mercado y pensamiento cristiano (Madrid, Unión Editorial, 2017), del profesor Martin Rhonheimer, un filósofo político suizo y sacerdote católico, que plantea en su obra la reivindicación de un capitalismo de rostro humano y que critica la, a su juicio, excesiva mentalidad "colectivista" imperante en la denominada doctrina social de la Iglesia católica.

Señalaba con sorna el premio Nobel de economía George Stigler, comienza diciendo el profesor Fraile, que «el clero antiguo había dedicado sus mejores esfuerzos a enderezar la conducta de los individuos, y el clero moderno los suyos a enderezar las políticas sociales» (The Economist as Preacher, 1980). La relación entre el cristianismo y la economía viene, en efecto, de muy antiguo. Desde la formalización misma de la doctrina cristiana en la Edad Media, su inclinación social llevó a los escolásticos a la reformulación del orden aristotélico y a sus conocidos dictámenes sobre el carácter orgánico de la sociedad, la necesidad de un precio justo en el intercambio, la diferencia entre valor y precio, la naturaleza insana de la asimetría en el comercio, la acumulación culpable de riqueza y todos los demás supuestos de la tradición tomista. Es cierto que algunos escolásticos ‒como los nuestros de Salamanca‒ hicieron avances relevantes en el estudio de la libertad de mercado y el sistema de precios, pero, en general, el cristianismo se inclinó casi siempre hacia el colectivismo y la economía dirigida. A partir de mediados del siglo XIX, la doctrina social de la Iglesia en el mundo católico y el socialismo cristiano en el protestante acentuaron aún más su oposición al liberalismo y su visión benevolente ‒como un error bienintencionado‒ del colectivismo marxista. El cristianismo ha combatido tradicionalmente el pecado del liberalismo y durante décadas se ha opuesto al individualismo racionalista de la Ilustración. Su imagen era la de Cristo contra los mercaderes del templo.

Pero parece que no por más tiempo. A la tradición colectivista cristiana le ha surgido un cisma liberal. Un reducido pero influyente grupo de estudiosos sociales está reinterpretando los fundamentos intelectuales del cristianismo desde una óptica liberal. Larry Siedentop, el historiador de Oxford, por ejemplo, plantea en Inventing the Individual (2014) los orígenes del liberalismo individualista occidental como una contribución netamente católica, y el sociólogo de la religión Rodney Stark, de la Baylor University, arguye en su Victory of Reason (2006) que el auge de Occidente se debió a la confianza en el racionalismo implícito en la teología cristiana. En lo estrictamente económico, el redescubrimiento cristiano del liberalismo no es tan reciente. Los seguidores del ordoliberalismo, y la «economía social de mercado» en la segunda posguerra, sobre todo Walter Eucken y Ludwig Erhard, provenían de círculos cristianos, pero predicaban un orden liberal dentro de los límites garantizados por el Estado. También llegó a ser muy conocida e influyente la combinación liberalismo-catolicismo del popular filósofo y diplomático Michael Novak (The Catholic Ethic and the Spirit of Capitalism, 1993). Pero faltaba un último paso. Había que fundamentar en términos económicos las creencias católicas con un buen razonamiento teórico. En concreto, era necesario explicar por qué una concepción liberal del mercado es no sólo compatible, sino indisociable de la concepción trascendente de la persona que se deriva del humanismo cristiano. Esto es justamente lo que hace Martin Rhonheimer en su Libertad económica, capitalismo y ética cristiana. Aunque Rhonheimer es filósofo de formación, conoce con precisión la economía política y los supuestos teóricos de la escuela austríaca. Es presidente del Instituto Austríaco de Economía y Filosofía Social de Viena y ha publicado numerosos trabajos sobre libertad de mercado y ética económica. Es, precisamente, su vinculación con la tradición de Carl Menger, Ludwig von Mises y Friedrich Hayek lo que confiere a su libro un perfil propio.

El libro Libertad económica, capitalismo y ética cristiana es una colección de ensayos del autor previamente aparecidos en publicaciones especializadas, pero que ofrecen un orden metodológico bien organizado hacia su objetivo central: corregir «la hostilidad católica frente al capitalismo y el libre mercado» (p. 41) a partir del análisis de la escuela austríaca, y conservando al mismo tiempo los preceptos éticos del humanismo cristiano. La introducción y el primer capítulo ofrecen una visión de la evolución intelectual del autor como analista económico y su descubrimiento final del análisis de la Escuela de Viena, y aparece aquí la primera denuncia del sesgo colectivista del catolicismo, especialmente a partir de la encíclica Quadragesimo Anno (1931). Sin embargo, en el siguiente capítulo, Rhonheimer explica las raíces liberales del pensamiento cristiano y su decisiva contribución a la separación entre los poderes espiritual y terrenal, así como la progresiva limitación de este último. Los capítulos tercero y cuarto analizan las bases éticas necesarias para una cultura de la libertad y ofrece los preceptos cristianos como la mejor alternativa para la organización moral de una sociedad de mercado. A continuación, el autor aborda la parte más netamente analítica del libro: el capítulo quinto trata de la ineficiencia económica de la intervención estatal y el principio de la subsidiaridad desde los supuestos del ordoliberalismo y, de la mano del public choice, analiza los fallos del Estado en la provisión de asistencia. En los dos capítulos siguientes se matiza la visión austríaca. En uno, modificando la visión utilitarista de Ludwig von Mises; en el otro, justificando la política asistencial cristiana, y este es, quizás, el núcleo de todo su argumento. Rhonheimer suscribe la visión general de Hayek sobre el mercado, pero matiza el rechazo hayekiano al concepto de justicia social criticando la noción de neutralidad inicial de las instituciones del mercado que el austríaco utiliza para fundamentar la justicia intrínseca de cualquier transacción voluntaria y rechazar, por tanto, la intervención redistributiva del Estado. La parte final del libro se dedica al análisis de las últimas aportaciones magistrales de la Iglesia ‒Mater et Magistra (1961), Pacem in Terris (1963) y Centesimus Annus (1991)‒ y su deriva hacia la redistribución y en contra del mercado libre. Un capítulo final titulado «El trabajo del capital. Cómo surge el bienestar» expone la visión austríaca y cristiana del propio autor sobre la generación de la riqueza, la búsqueda del bien común y el avance hacia la igualdad.

El de Rhonheimer es un gran reto intelectual. Trata de denunciar y desmontar los prejuicios de la tradición social católica contra la libertad económica y sustituir su confianza en el Estado como promotor del bien común con la lógica del buen análisis económico. Para ello, Rhonheimer se apoya en dos razonamientos. Uno es lo que él llama el auténtico significado de la justicia social: su rectificación de Hayek. Se fija en los derechos humanos, tal como la dignidad, que son de orden superior al simplemente legal, y que las instituciones del mercado ignoran con frecuencia. Esta consideración ética es lo que justificaría una intervención correctora ‒aunque no necesariamente estatal‒ del mercado. El segundo pilar es el principio de la subsidiariedad, por el que el Estado abandona su neutralidad e interviene sobre el mercado ‒apoyado en el análisis ordoliberal y austríaco‒ para corregir el marco institucional y para que el libre ejercicio de los agentes económicos cree oportunidades, empleo y riqueza para todos. Hay que subrayar la honestidad intelectual de Rhonheimer en esta tarea. El ensayo deja clara la posición católica del autor y a la vez explicita en todo momento ‒de hecho, se convierte a veces en una biografía intelectual‒ los preceptos económicos sobre los que se apoya cada argumentación en el momento en que fue escrita, y detalla el proceso de «descubrimiento» de la «síntesis neoclásica», el ordoliberalismo de Walter Eucken y la escuela austríaca.

En Libertad económica, el lector descubre una visión austríaca con rostro humano del complejo mundo social cristiano, y esto es intelectualmente estimulante a la vez que alentador para quienes creemos en una visión humana del mercado. Sin embargo, el lector también se pregunta si Rhonheimer y los demás teóricos del nuevo cristianismo austríaco no habrán hecho un viaje circular para llegar de nuevo al punto inicial de partida de la economía clásica. Una visión humanista y compasiva del liberalismo es lo que Adam Smith propone en su Teoría de los sentimientos morales (1759) y es una herencia compartida por casi toda la escuela escocesa y buena parte de los clásicos. Es como si Rhonheimer hubiese pasado por un lento viaje circular de redescubrimiento en el campo de la filosofía moral desde Gershom Carmichael, Adam Ferguson o Francis Hutcheson ‒y todos sus predecesores del Derecho Natural (Francisco Suárez, Hugo Grocio, Samuel Pufendorf)‒ para llegar de nuevo a la escuela escocesa y a los Sentimientos morales de Smith, es decir, un lento viaje de redescubrimiento de la filosofía moral que, además, posiblemente tenga escaso impacto en el criterio económico y social de la Iglesia actual, en la que cada vez pesa más el intervencionismo colectivista y menos el liberalismo hayekiano.

Sin embargo, puede que ese camino, aunque sea circular, no haya sido del todo estéril. La exploración que Rhonheimer hace de Walter Eucken, el ordoliberalismo alemán, y las escuelas de Viena y de Virginia, todos desde un punto de vista cristiano, le ha llevado a descubrir nuevos matices poco visibles con anterioridad. Por ejemplo, su replanteamiento del papel histórico del cristianismo en la identificación del individuo ‒en vez de la tribu, la etnia y la clase‒ como protagonista de la vida política, y en la separación de poderes y en la limitación del poder del Estado; la crítica y rectificación al rechazo de Hayek contra la justicia social y la especificación de las condiciones bajo las cuales las transacciones podrían considerarse auténticamente neutras; o, también, la propuesta de un sistema de beneficencia que no sea monopolio del Estado y que incorpore a la iniciativa privada de la sociedad civil en la tradición de las friendly societies inglesas o las fraternal societies estadounidenses. El libro de Rhonheimer está lleno de matices y sugerencias que apuntan todas en la buena dirección. Es posible que cambiar la orientación colectivista del catolicismo, especialmente en estos tiempos, sea un hueso difícil de roer, pero ayuda tener de vez en cuando un golpe de aire fresco como el que procura la lectura de este libro.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 24 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] ¿La Contrarreforma, protagonista de la política española?





La crisis catalana pone de relieve que el auto de fe es el molde con el que operan todos los actores políticos en este ocaso del consenso político levantado en 1978, afirma en La Vanguardia el periodista Pedro Vallín. El pensamiento de la Contrarreforma dirige la política española de nuestros días, comienza diciendo.

La Contrarreforma es la más fidedigna aportación española a la historia cultural del mundo. Y lo que mejor define la forma de hacer, pensar y trabajar en esta soleada península. Entiéndase el término cultural en su acepción puramente científica, antropológica, no artística, los modos en que una sociedad opera, sus hábitos y su idiosincrasia. La Contrarreforma es a España lo que la Ilustración es a Francia, la revolución industrial al Reino Unido, el romanticismo a Alemania o el liberalismo a Estados Unidos. El mayúsculo conflicto político en torno a Catalunya está acelerando los procesos de decantación política, pero también, al obligarnos a sobrerreaccionar, está poniendo de relieve en qué medida el auto de fe de la Contrarreforma es el genuino mecanismo de acción política: contrición, confesión, abjuración. La renuncia pública. No importan los hechos sino la proclamación pública de adhesión o rechazo, hasta el punto de que tal mecanismo está hoy condicionando quién sale en libertad bajo fianza y quién acaba en prisión incondicional.

El peso de la Contrarreforma en el devenir posterior de la historia de España lo ha explicado de forma lúcida el analista político Jorge Dioni López, a propósito del deficiente modelo productivo español, basado en la renta pasiva, en la apropiación y el expolio. En 2013, escribía López: “El desprecio por cualquier actividad industrial o comercial en beneficio de la renta pasiva ha sido la norma desde hace siglos y ahogar el tejido productivo para que una élite improductiva vinculada a la administración pueda seguir manteniendo su nivel de vida es una decisión clásica en la economía española. Ayer, la Mesta; hoy, las eléctricas, la banca o las constructoras. Entre pagar investigadores o profesores de religión, el gobierno opta por lo segundo”.

No es tanto un juicio de valor, sino una constatación socioeconómica que se cimenta en la historia de la Reconquista, que no fue sino la expulsión de los españoles musulmanes, inclinados a la pequeña industria agrícola (con su proverbial ingenio para el aprovechamiento del agua), y de los españoles judíos, dados al comercio, el crédito y la cultura, recuerda López. El exilio de buena parte de las poblaciones oriundas del campo español, en función no de su origen sino de su credo, convirtió la península en una gran extensión ganadera y a los señores, en tomadores de tributos. López cita a Eric Wolf y su obra Europa y la gente sin historia donde explica: “La guerra y apoderamiento de pueblos y recursos, no el desarrollo comercial e industrial, llegó a ser el modo dominante de reproducción social. Vista así, la conquista del Nuevo Mundo no es más que una prolongación de la Reconquista”.

La reforma protestante, en el fondo, convirtió en hacendosos comerciantes a los cristianos de Centroeuropa, los homologó, por así decir, a los judíos en cuanto a su ánimo de progreso social y material, mientras España abrazaba con efusión la probidad contrarreformista pactada en Trento, donde se inventó esa humillación del parroquiano llamada confesión, lavatorio moral sin coste. “Es muy fácil obrar mal y luego arrepentirse; lo difícil es arrepentirse primero y luego obrar mal”, decía el premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades Marcos Mundstock, citando a Warren Sánchez. La conquista de América consolidó un modo de reproducción social, como señala Wolf, pero también una fórmula cultural basada en la ausencia de disenso, la sospecha del vecino y la verbalización de la falta. Volvemos a López: “A partir del siglo XVI, con la Contrarreforma, tener cualquier idea o iniciativa podía llevarte a ser acusado de hereje, judaizante, morisco o falso converso. También, de erasmista, luterano, calvinista o vaya usted a saber, porque también fueron perseguidas todas las formas de cultura distintas del catolicismo oficial. No leer, no pensar, no significarse; nada más español. (…) El último condenado a muerte en un proceso inquisitorial fue un maestro valenciano en 1826; no hace ni 200 años. Poco más de un siglo después de ese proceso, los maestros volvían ser muy reclamados por los verdugos. A finales del XX, tener cualquier idea nueva o iniciativa fuera de lo común aún podía llevarte frente a un tribunal. Si creen que estoy estableciendo una vinculación cultural entre la Contrarreforma y el Franquismo, están en lo cierto y, recuerden, entre el Franquismo y nuestro modelo hubo una transición, no una ruptura”.

El analista fija un modelo socioeconómico que hace que aún hoy, como todo el mundo sabe, no hay mejor forma de hacer fortuna en España que mediante un contacto con la administración, un mercado regulado, una recalificación, una concesión... Es decir, nada de progreso comercial o industrial, ni hablar de I+D+i. El franquismo incorporó de nuevo la delación al catálogo de mecanismos de acumulación patrimonial, de ahí que hoy haya tanta resistencia a suspender los actos jurídicos del franquismo: existe el riesgo de provocar una colosal desamortización, un cambio patrimonial sin precedentes que invierta el que se desarrolló durante la dictadura.

La Contrarreforma, sus mecanismos de limpieza de sangre, de adhesión probada, se deja sentir aun hoy en nuestros modos culturales, de la política al periodismo. Sobre todo, cuando la tensión político simplifica el debate. El auto de fe, que consistía en obligar al hereje, a menudo mediante terribles torturas, a renunciar a su credo infiel, sigue presente en formulaciones contemporáneas e incruentas. No se trata de convertir al reo en buen cristiano, observante de las virtudes y mandamientos reglados, sino de plantarlo ante los paisanos y obligarlo a abjurar de sus creencias y pronunciarse en favor del pensamiento único. No se trata de lo que haga, sino de lo que diga ante el pueblo. Renuncia a Lucifer.

El modo en que esto sigue siendo un factor de pureza y virtud en el mundo del siglo XXI se reveló de forma manifiesta con la aprobación de la Ley de Partidos de 2002, pactada entre José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero. Esta ley, que incomodó incluso al relator de Derechos Humanos de Naciones Unidas y que no son pocos los que sostienen que es manifiestamente inconstitucional, en la práctica estableció una cláusula de conciencia, algo impensable en una democracia cuya Constitución no es militante (es decir, permite perseguir fines políticos que desborden los límites de la propia Constitución, como el comunismo o el separatismo). Estableció el auto de fe.

Se vio rápidamente: en 2003 eran ilegalizadas Batasuna y Euskal Herritarrok y la alegación en su contra era “el no rechazo de la violencia como forma de hacer política”. He ahí la sutileza, la diferencia dramática que hay entre el no rechazo y el apoyo. La exigencia era que se condenase públicamente un atentado. El silencio pasaba a ser incriminatorio. No se buscaba probar vínculos culposos con el terrorismo (que es más que probable que los hubiera), porque para eso no habría hecho falta una nueva ley, sino que se les exigía condena pública de cada acto violento, y la negativa a hacerlo era causa de culpa. No está en cuestión la eficacia de la norma: es inequívoco que aceleró el fin del terrorismo. Pero fijo el auto de fe como categoría penal. Renuncia a Satanás.

Esta praxis jurídica española se hizo patente también en 2009, cuando el Constitucional estimó el recurso de amparo de Iniciativa Internacionalista, quien, para evitar su ilegalización, renunció a Lucifer. Adujo “un claro rechazo y condena del uso de la violencia para la obtención de objetivos políticos en el marco de un Estado democrático”. Así de fácil era eludir la ilegalización.

Es muy evidente el paralelismo de estos procesos con los medievales autos de fe de la Contrarreforma pero también con la forma en que el Fiscal General del Estado, el repentinamente fallecido José Manuel Maza, enfocó los interrogatorios a los presuntos sediciosos y rebeldes ex gobernantes catalanes, en el Supremo y en la Audiencia Nacional, exigiéndoles adhesión a la Constitución y renuncia a sus proyectos políticos separatistas. Renuncia a Lucifer. Más llamativo aún es que ambos magistrados, Pedro Llanera y Carmen Lamela, hicieran suyo semejante argumento sobre la pureza constitucional y lo emplearan para decidir sobre las medidas cautelares a adoptar con los imputados. Los conversos fueron mejor tratados, los silentes, a prisión.

Pero hay ejemplos mucho más elocuentes de cómo el pronunciamiento reemplaza a los actos y a los hechos. La palabra suplanta a la realidad. Quizá el más palmario sea el intercambio epistolar entre Mariano Rajoy y Carles Puigdemont, tras el pleno del 10 de octubre. Puigdemont había hecho una prestidigitación verbal, a medio camino entre el tahúr y el ilusionista, en la que pedía a los diputados catalanes la suspensión de lo que no había sido declarado. Es un hecho jurídico incontrovertible que no hubo ninguna declaración de independencia ese día en el Parlament. No hubo acto jurídico alguno, como reflejan las actas y como comprobó cualquiera que escuchara al president. Sin embargo, las misivas del presidente Rajoy, bajo amenaza de suspensión de la autonomía, solo pedían que Puigdemont proclamara esa evidencia de su puño y letra. Como si todo el país viviera una alucinación colectiva, periodistas y políticos se preguntaban, ante la hoguera hambrienta, por qué el president no lo decía y salvaba su alma y su carne. Renuncia a Lucifer. No lo dijo, y está huido.

Las misivas de Rajoy a Puigdemont expresan que la sustancia de la política no es el hecho, si hubo DUI, sino el dicho, que lo proclame. La fórmula se aplica de continuo. El propio periodismo político la emplea todo el tiempo. Amén de nuestro ADN contrarreformista, opera como factor acelerante el hecho de que nuestro modelo de periodismo audiovisual se base exclusivamente en declaraciones. De analistas y de políticos. Es sintomático con qué insistencia algunos de los más conspicuos y populares periodistas del género emplean como única fórmula para ser audaces e inquisitivos la búsqueda de una abjuración o una profesión de fe. “¿Sí o no?”, oímos de continuo cuando un político se esmera en explicar que la realidad es un poquito más compleja.

En tal sentido, particularmente ofensiva es al buen cristiano la posición de aquellos que no abrazan un credo ni otro. Los interrogatorios a los promotores de la solución dialogada (los firmantes de la Declaración de Zaragoza) fueron durante semanas una reiterada exigencia de proclamación pública de que no eran cómplices del separatismo y que rechazaban una declaración de independencia unilateral ¿Sí o no? No. ¿A favor o en contra? En contra. ¿Pero en contra de verdad? Sí. ¡Renuncia a Belcebú! Un día detrás de otro.

La cosa venía de atrás. Mariano Rajoy se cansó de decir que no se podía negociar con quien no renuncie públicamente a la violencia cuando Zapatero trataba de gestionar el fin de ETA, y luego, que no se sentaría a negociar con el catalanismo si no renunciaba a su referéndum. Renuncia a Lucifer. Lo relevante del fenómeno es que no importan los hechos, solo el pronunciamiento público. Rajoy no exigió durante estos años que el Govern tomara tal o cual decisión política, sino simplemente que dijera públicamente que no habría un referéndum. Arrepentimiento, renuncia pública, confesión. Ahora que ETA ya no mata, el Gobierno dilata el cierre del proceso de pacificación y reconciliación en tanto “ETA no pida perdón”. Pedir perdón como hecho político.

Y no es un hábito exclusivo de la derecha política. Los grupos de izquierda del Congreso de los Diputados llevan años exigiendo al PP que abjure de su genealogía franquista y que condene el régimen fascista del general Franco. Renuncia a Satán. Lo vemos también en el proceso de descomposición interna del Govern de la Generalitat, en las horas previas a la aplicación del 155, que también estuvo presidido por esa exigencia de compromiso con la causa, la continua exigencia de autos de fe. Una exigencia que, por unas pocas horas, dejó fuera del tablero a Santi Vila. Él abjuró un poco antes de que todos sus compañeros abrazaron su propio acto de contrición y confesión. Los pasos de la confesión diseñada en Trento son arrepentimiento y contrición, confesión, satisfacción y absolución. Ya en verano el president Puigdemont había reclamado adhesión al martirio sacrificial. Algunos políticos de ERC se han pasado los últimos dos meses señalando como sospechosos de herejía a cuantos dudaran del credo procesista y exigiendo pronunciamientos nítidos. Renuncia a Mefistófeles. Pronunciamientos, siempre pronunciamientos.

Asumida la Contrarreforma católica como el genuino material genético de nuestra cultura política, no es raro que vivamos un rebrote de los autos de fe en estos tiempos alterados. Está en crisis la Ilustración, proclama el secretario de Estado y ensayista José María Lassalle, que la considera antídoto contra sus temidos populismos. Comporta una cierta idealización del pasado español sostener que los valores de la Ilustración retroceden, porque implica asumir que tuvieron peso significativo en el devenir de los siglos XIX y XX de este país. La suerte de los liberales de Cádiz es elocuente del amor al progreso social y político de nuestra historia moderna y contemporánea. Jorge Dioni López nos explica, en todo caso, por qué nos comportamos hoy, de nuevo, como portadores de antorchas, verdugos, delatores de la disidencia, la sofisticación y el librepensamiento: “En el siglo XXI, ya no existen los grandes relatos. Suele repetirse que murieron las ideologías fuertes que abrigaban material e intelectualmente ofreciendo, no sólo una explicación coherente del mundo, sino una línea histórica. Más que libros, símbolos u organizaciones, eran la posibilidad de sentirse dentro de algo más grande, algo que venía de lejos y por cuyos objetivos merecía la pena sacrificarse. Pero no es cierto. Sí hay grandes relatos y disfrutan de un excelente vigor. O, al menos, de una salud inesperada para el siglo XXI, ya que era el momento en el que estaba prevista su muerte o, por lo menos, un cierto declive social e intelectual. Sí existen grandes relatos porque ahí están las religiones y el nacionalismo. No han muerto todas las ideologías; sólo, las racionales”.

López profesa el pesimismo grave del lector de Historia. Sabe que cada vez que estas tierras han sido sacudidas por las olas de progreso de la historia, los lugareños amagaron un salto adelante y asustados, realizaron un inmediato salto atrás. Ocurrió con la reforma protestante, la Ilustración y hasta la explosión democrática de mediados del siglo pasado. Hoy, que lo digital ha reventado las costuras de la dinámica política y social en todo el planeta y aboca a la especie, en celebrada imagen de Manuel Castels, al fin de su prehistoria, tener presentes esos antecedentes que empapan nuestros genes es a la vez un mal augurio y un buen antídoto. Puede ser infección o vacuna. Veremos.



Eran otros tiempos...


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sábado, 25 de octubre de 2014

Noche de Difuntos



Doña Inés y don Juan, en la famosa escena del sofá



Dentro de unos días el mundo católico y algunos países cristianos de origen anglosajón celebran la festividad de Todos los Santos. Una fiesta a la que sigue indisolublemente unida la noche de ese día, "Noche de Difuntos", ahora trivializada como tantas otras cosas para convertirla en fiesta de disfraces para niños y adultos infantilizados, como si de una celebración carnavalera anticipada se tratara.

Hoy día la fiesta de Todos los Santos, unida a la Noche de Difuntos, la llaman en todo el mundo la fiesta de "Halloween", contracción de la frase en inglés "all hallow's eve" (víspera de todos los santos), una celebración de origen celta que se celebra en los países anglosajones la noche del 31 de octubre y que se ha extendido prácticamente a todo el mundo occidental perdiendo por completo su sentido originario.

Las cosas ya no son como eran. Si eso es para bien o para mal, no soy quién para decirlo..., pero a mi me gustaba más lo de antes. Cuando era niño, a inicios de los 50 del pasado siglo, la "Noche de Difuntos" era mágica ¡y terrible! para mí. Sentado al calor del brasero bajo la mesa camilla, oí junto a mi madre durante años la retransmisión radiofónica del Don Juan Tenorio de Zorrilla lleno de miedo, emoción y asombro. Me encantaba la escena de la seducción de doña Inés por don Juan, aquella de "¿No es verdad, ángel de amor...?"; o esa otra en que, a punto de huir de Sevilla, lanza su famoso "¡Llamé al cielo y no me oyó...!", pero cuando de verdad los pelos se me ponían de punta, literalmente, era cuando el espíritu del comendador, don Gonzalo de Ulloa, invitado sacrílegamente por don Juan en el cementerio a cenar aquella noche en su casa, se presenta a la misma con sus llamadas a las puertas de la casa que iban sonando cada vez más cercanas...

Durante años escuché el "Don Juan" con la cabeza apoyada sobre los brazos simulando dormir pero emocionado hasta los tuétanos; o ayudando a mi madre a separar a mano y una por una las lentejas, o desgranando las judías verdes, que ella cocinaría al día siguiente para todos nosotros; son cosas que no se olvidan... Mis hermanos mayores, sabedores de mis miedos y emociones, cuando llegaba la escena de la aparición del comendador golpeaban las puertas de nuestra casa para asustarme..., ¡y bien que lo conseguían, los muy c...! Esa noche me resultaba difícil conciliar el sueño, y cuando lo lograba era para ser presa de una especie de duermevela agitada que duraba hasta el alba, en la que los esqueletos de los difuntos salían de sus féretros, con sombreros de copa, y se ponían a bailar sobre las tumbas...

Yo sigo prefiriendo recordar esa noche el mito universal, y tan español, de "Don Juan". Quiza por eso, en estas fechas próximas a la noche mágica de Difuntos, o de "Halloween" si lo prefieren, intento releer y disfrutar una vez más el "Don Juan Tenorio" (1844), de José Zorrilla, o su antecedente directo, "El burlador de Sevilla" (1617), de Tirso de Molina. Pueden leer ambas obras en los enlaces de más arriba, pero si no tienen ganas de leer, esperen a la doce de la noche del 1 de noviembre y disfruten de este vídeo, rescatado de los archivos de RTVE, con la representación del "Don Juan Tenorio" de Zorrilla en un "Estudio 1" de 1966, dirigido por Gustavo Pérez Puig, con el actor Francisco Rabal en el papel de don Juan y la actriz Concha Velasco en el de doña Inés. Es un auténtico lujo, se lo aseguro.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Los espíritus de doña Inés y del comendador se disputan el alma de don Juan




Entrada núm. 2182
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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)