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martes, 12 de noviembre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Nación, nacionalismos, nacionalistas. (Publicada el 21 de marzo de 2009)



Banderas en la sede de la ONU, Nueva York


Hay una frase muy utilizada en política que cada vez que la oigo me deja bastante descolocado. Y es la de: "No comparto sus ideas, pero las respeto". ¿De dónde ha salido eso de que haya que respetar las ideas ajenas que no se comparten? De la Declaración Universal de los Derechos Humanos, no, desde luego; y de la Constitución española, tampoco. En ambas está, y comparto su criterio, el inalienable derecho de las personas a expresar libremente su opiniones y sus ideas sin ser perseguido, sancionado o molestado por ellas. Pero eso es una cosa, y el que tengan que respetarse sus opiniones e ideas es otra cosa muy distinta. Porque, a ver si lo aclaramos de una vez por todas: lo que merece respeto, siempre, es la persona; sus ideas y opiniones, no necesariamente.

Yo no soy nacionalista, detesto el nacionalismo, y respeto a las naciones. El Diccionario de Política (Siglo XXI, Madrid, 1994, séptima edición), dirigido por Norberto Bobbio, Nicola Matteuci y Gianfranco Pasquino, dice en la entrada correspondiente a "nación" (Tomo II, págs. 1022-1026): "La nación es normalmente concebida como un grupo de hombres unidos por un vínculo natural, y por lo tanto eterno -o cuando menos existente "ab inmemorabili"-, y que, en razón de este vínculo, constituye la base necesaria para la organización del poder político en la forma del estado nacional. Las dificultades comienzan cuando se trata de definir la naturaleza de este vínculo o incluso solamente especificar los criterios que permitan delimitar las varias individualidades nacionales, independientemente del vínculo que lo determina".

En ese sentido, no tengo ningún problema en reconocer la existencia de una nación canaria, castellano-manchega, catalana, gallega, madrileña, murciana, vasca, etcétera, etcétera, (las he citado por orden alfabético para evitar susceptibilidades), pero también española y europea. Y desde luego me parece correcto definir a España y Europa como naciones de naciones.

Los dos últimos párrafos de la entrada "nación" (óp. cit.) llevan el subtítulo de "La superación de las naciones", y dicen así: "Si la nación es la ideología del estado burocratizado centralizado, la superación de esta forma de organización del poder político implica la desmitificación de la idea de nación. La base práctica de esta desmitificación existe. Es un dato real que la actual evolución del modo de producir en la parte industrializada del mundo, después de haber llevado la dimensión "nacional" al ámbito de interdependencia entre las relaciones humanas, está ahora ampliándolas parcialmente más allá de las dimensiones de los actuales estados nacionales y hace aparecer con siempre más inmediata claridad la necesidad de organizar el poder político sobre espacios continentales y según los modelos federales.

Es entonces previsible que la historia de los estados nacionales está llegando a término y está por iniciar una fase en la cual el mundo estará organizado en grandes espacios políticos federales. Pero si el federalismo significa el fin de las naciones en el sentido ahora definido, ello significa también el renacimiento o la revigorización de las nacionalidades espontáneas que el estado nacional sofoca o reduce a instrumentos ideológicos al servicio del poder político y, por tanto, el retorno de aquellos auténticos valores comunitarios de los que la ideología nacional se ha apropiado transformándolos en sentimientos gregarios".

Espero haber aclarado, si alguna duda había al respecto, porqué digo en la presentación del mi blog eso de que soy hijo de la Ilustración y de sus valores universales, socialdemócrata, federalista, antinacionalista, y tan ciudadano de Maspalomas, como grancanario, canario, español y europeo.

El profesor César Molinas, matemático, economista, fundador de la consultora Multa Pacis, escribía días pasados (El País, 17 de marzo) un provocador e interesante artículo, "España en la Historia (así, con mayúsculas)", que comenzaba con estas palabras: "España no es un Estado-nación, y nunca lo será. Lejos de ser un lastre, esto supone capacidad de adaptación, una gran ventaja para encarar los desafíos de la globalización y la posmodernidad." No podría decir que lo comparta plenamente, pero esta vez, y sin que sirva de precedente, no me importa decir que lo respeto. Disfrútenlo. HArendt



Banderas en el palacio del Senado, Madrid


"España y la Historia (así, con mayúscula)", por César Molinas
(El País, 17/03/09)

España no es un Estado-nación, y nunca lo será. Lejos de ser un lastre, esto supone capacidad de adaptación, una gran ventaja para encarar los desafíos de la globalización y la posmodernidad.

He vuelto a meter a España en la Historia tras dos siglos de ausencia", proclamó el presidente Aznar en 2003 tras posar para la célebre foto de las Azores. "Hemos sacado a España del rincón de la Historia", anunció la vicepresidenta Fernández de la Vega en 2008 tras la reunión del G20+ en Washington. "La Historia ha terminado", sentenció el filósofo Fukuyama en 1989 tras la caída del muro de Berlín. ¿Será posible? ¿Acaso hemos metido a nuestro país en dos guerras, vendido nuestra alma al gabacho y conspirado con la pérfida Albión para intentar subirnos a toda prisa a un tren que ya había llegado a su estación de término?

En este artículo defiendo que éste es, precisamente, el caso. Dividiré la argumentación en tres partes. En primer lugar haré una breve historia del fin de la Historia. Esto me servirá para explicar, en la segunda parte, que España es un Estado-nación que se ha quedado, por así decir, a medio cocer. Irremediablemente, porque el fuego de la Historia ya se apagó. Por último defenderé que, lejos de situar a los españoles en desventaja, esta peculiar circunstancia nos coloca en una situación favorable para afrontar los retos sociales y económicos que se avecinan.

La Historia, así, con mayúscula, es hegeliana. Muchos pensadores han puesto fecha a su fin, comenzando por el propio Hegel que lo situó en el 14 de octubre de 1806; para Fukuyama y también para Bobbitt fue el 12 de noviembre de 1989. Y hay más. A su manera, todos aciertan. El día de la batalla de Jena, Hegel consideró que la evolución de las ideas había llegado a su culmen con la victoria de Liberté, Égalité, Fraternité. No hay nada más allá: la Historia, entendida en el sistema hegeliano como la historia de las ideas, ha terminado. Doscientos años después, esta tesis sigue siendo muy difícil de rebatir. Fukuyama reescribe el argumento hegeliano en términos de civilización. Tras el colapso de la Unión Soviética no hay ninguna alternativa global a la democracia liberal y al capitalismo, ni es previsible que la haya. Incontestable, a mi juicio. La Historia, entendida como la historia de la contradicción hegeliana, ha terminado.

Bobbitt analiza el papel de la guerra en la formación de los Estados-nación modernos. Hasta el siglo XVIII la guerra tenía como objetivo derrotar al ejército enemigo para conseguir de su soberano concesiones territoriales o políticas. Napoleón revoluciona tanto los fines como los medios de la estrategia militar: el objetivo de la guerra pasa a ser la destrucción del Estado enemigo para reemplazarlo por otro afín. Para ello, el emperador recurre al recién inventado concepto de nación para justificar las levas que le permiten movilizar ejércitos de dimensiones nunca vistas con anterioridad: hay más muertos en cualquier batalla napoleónica que en todas las guerras del siglo XVIII juntas. El siguiente paso lo da Bismarck: para incrementar el poder militar del Estado hay que fortalecer a la nación. La escolarización obligatoria, las pensiones para la vejez y otras medidas sociales bismarckianas tienen como objetivo último aumentar la cohesión nacional y la capacidad de movilización del Estado. En el siglo XX culmina esta lógica: el objetivo de la guerra no puede ser ya otro que la destrucción de la nación enemiga. Así aparecen los bombardeos a civiles, que se justifican para quebrar la moral de la población. Y llega, inevitablemente, el arma atómica que, como dijo Glucksmann, pone el orden definitivo en el desorden aparente de la guerra. La historia de la escalada bélica que ha forjado Estados y naciones ha terminado. El conflicto de 1914 a 1989 entre democracia liberal, comunismo y fascismo, se salda con la victoria de la primera, abriéndose un proceso de globalización sin precedentes que transformará tanto al Estado como a sus relaciones con los ciudadanos. La Historia, entendida como la historia del Estado-nación cohesionado por la guerra, ha terminado.

España ha estado ausente de este proceso. Nuestras guerras en los últimos dos siglos han sido guerras civiles, que son divisivas en vez de cohesivas. Francia, por ejemplo, se ha hecho francesa matando alemanes. España se ha hecho española matando españoles. El resultado es un Estado-nación a medio cocer, mucho menos cohesionado que el francés, o el alemán, o el británico. No debería sorprender que en nuestro país suscite más adhesión la selección de fútbol que la bandera nacional, que, dicho sea de paso, sigue siendo utilizada como arma arrojadiza por los representantes de una mitad de los españoles contra los de la otra mitad. No debería sorprender que en España no haya políticas de Estado basadas en acuerdos permanentes de las principales fuerzas políticas. La política exterior cambia con el gobierno de turno: no está bien definido ni tan siquiera el concepto básico, que es el de interés nacional. Tampoco hay políticas de Estado en justicia, descentralización, energía, educación... ni las habrá, porque no las puede haber. España no es un Estado-nación moderno y, por lo dicho hasta aquí, debería quedar claro que nunca lo será. La Historia ha terminado y no se puede acceder a ella ni entrando en nuevas guerras ni participando en conferencias internacionales, por importantes que unas y otras sean.

Todo esto, lejos de ser un lastre, sitúa a España en una posición aventajada para encarar los retos que plantean la globalización y el tránsito a la posmodernidad. España tiene mucho que ganar y poco que perder. Para ver por qué, es útil comenzar por una caracterización en positivo de la posmodernidad. Cuatro apuntes bastarán. En la posmodernidad lo transnacional crece a expensas de lo internacional; gracias a Internet, todo el mundo puede identificarse con una minoría, o con varias, estableciéndose nuevas referencias identitarias que cuestionan el monolitismo al que aspira la modernidad; el Estado moderno aspira a maximizar el bienestar de sus ciudadanos, el postmoderno a maximizar las oportunidades que se les ofrecen; el Estado moderno centraliza, el postmoderno descentraliza, explora nuevas formas de democracia, da más papel al mercado, etc.

La sociedad española ha demostrado en las últimas décadas ser muy adaptable al cambio cultural. No hay otro país en Europa que haya cambiado tanto. Está descentralizada y sigue descentralizándose. Las regiones funcionan como minorías identitarias. Y las grandes empresas, junto con muchas medianas, están a la cabeza mundial de la transnacionalidad. Además, la gravedad de la actual crisis económica forzará a más cambios, y muy profundos.

Pero también se puede definir la posmodernidad en negativo. Comte-Sponville escribió que la posmodernidad es lo que queda de la modernidad cuando se apagan las Luces. ¿Cabe una indicación más clara de las dificultades que tendrá Francia para hacer el tránsito? La fuerte cohesión nacional que aglutina el Estado francés es un obstáculo formidable. A España esto le afecta menos, porque aquí las Luces no alumbraron tanto y porque la cohesión nacional es más débil. Francia tiene mucho que perder, España poco.

Estas reflexiones deberían, en mi opinión, orientar el amplio programa de reforma estructural que necesita España. Hay que adoptar una visión estratégica del interés nacional que deje de obsesionarse por una modernidad inalcanzable, apueste firmemente por la posmodernidad y sea consciente de que los mayores riesgos vendrán de la neomodernidad -por usar el feliz neologismo de Fernando Vallespín-. La actual crisis global, económica y financiera pero que será también institucional y social, está provocando una vuelta a los cuarteles de invierno de la modernidad. Es una crisis de dimensión desconocida, cuyas causas y mecanismos de transmisión no se comprenden bien y cuya duración no es posible aventurar. Resulta explicable que, ante tanta incertidumbre, se busque refugio en viejas certezas. Esto es la neomodernidad: la política internacional cobra nuevo protagonismo, se refuerzan los mecanismos de protección social y el Estado se hace omnipresente como solucionador de problemas. Parafraseando a Comte-Sponville, se busca la modernidad a la luz de una candela. En mi opinión, y en esto discrepo de Vallespín, la posmodernidad no está muerta: está pasando su primera -y muy seria- crisis de juventud. Saldrá más madura y reforzada. En cualquier caso, a España le irá mucho mejor en el siglo XXI si acierto que si yerro.



El profesor César Molinas



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 25 de agosto de 2016

[A vuelapluma] De nuevo los nacionalismos y las exclusiones ...





Hay una frase muy utilizada en política que cada vez que la oigo me deja bastante descolocado. Y es la de: "No comparto sus ideas, pero las respeto". ¿De dónde ha salido eso de que haya que respetar las ideas que no se comparten? De la Declaración Universal de los Derechos Humanos, no, desde luego; y de la Constitución española, tampoco. En ambas está, y comparto su criterio, el inalienable derecho de las personas a expresar libremente su opiniones y sus ideas sin ser perseguido, sancionado o molestado por ellas. Pero eso es una cosa, y el que tengan que respetarse sus opiniones e ideas es otra cosa, muy distinta. Porque, a ver si lo aclaramos de una vez por todas: lo que merece respeto, siempre, es la persona; sus ideas y opiniones, no necesariamente.

Nuestro inmortal Miguel de Unamuno, en su Vida de don Quijote y Sancho (Espasa-Calpe, Madrid, 1981) dice sobre los que se niegan a entrar en batallas dialécticas (pág. 105): "¡Paz!, ¡paz!, ¡paz! Croan a coro todas las ranas y los renacuajos todos de nuestro charco. ¡Paz!, ¡paz!, ¡paz! Sí, sea, paz, pero sobre el triunfo de la sinceridad, sobre la derrota de la mentira. Paz, pero no una paz de compromiso, no un miserable convenio como el que negocian los políticos, sino paz de comprensión. [...] ¡Raza de víboras la de esos que piden paz! Piden paz para poder morder y roer y emponzoñar más a sus anchas".

Acabo de leer hace unos momentos una noticia en El País que hacía referencia al abandono de una mesa redonda de la Universidad Catalana de Verano, que se ha celebrado estos días en Prada de Conflent (Francia) en defensa de la idea de que una Cataluña independiente debería relegar la lengua castellana en el sistema educativo y los medios de educación y en ningún caso convertirla en oficial. La beligerancia de estas posiciones fue tan grande que molestó incluso a los diputados Gabriel Rufián (ERC) y Eduardo Reyes (JxSí), que según el diario digital "El Nacional" abandonaron la sala. 

No entro en valoraciones ni enjuicio el hecho en sí. Como saben los lectores asiduos del blog no soy nacionalista. Más bien detesto el nacionalismo, de manera especial el identitario y excluyente, y mi patriotismo es constitucional y político, y en cierto modo, sentimental. El Diccionario de Política (Siglo XXI, Madrid, 1994), de Bobbio, Matteuci y Pasquino, dice en la entrada correspondiente a "nación" que esta es concebida normalmente como un grupo de hombres unidos por un vínculo natural, y por lo tanto eterno -o cuando menos existente "ab inmemorabili"-, y que, en razón de este vínculo, constituye la base necesaria para la organización del poder político en la forma del estado nacional. Las dificultades comienzan, añade, cuando se trata de definir la naturaleza de este vínculo o incluso solamente especificar los criterios que permitan delimitar las varias individualidades nacionales, independientemente del vínculo que lo determina.

En ese sentido, no tengo ningún problema en reconocer la existencia de una nación canaria, castellano-manchega, catalana, gallega, madrileña, murciana, vasca, etcétera, etcétera, que cito por orden alfabético para evitar susceptibilidades, pero también española y europea. Y desde luego me parece correcto definir a España y Europa como naciones de naciones.

Los dos últimos párrafos de la entrada "nación" (óp. cit.) llevan el subtítulo de "La superación de las naciones", y dicen que si la nación es la ideología del estado burocratizado centralizado, la superación de esta forma de organización del poder político implica la desmitificación de la idea de nación. La base práctica de esta desmitificación existe. Es un dato real que la actual evolución del modo de producir en la parte industrializada del mundo, después de haber llevado la dimensión "nacional" al ámbito de interdependencia entre las relaciones humanas, está ahora ampliándolas parcialmente más allá de las dimensiones de los actuales estados nacionales y hace aparecer con siempre más inmediata claridad la necesidad de organizar el poder político sobre espacios continentales y según los modelos federales.

Es entonces, continúa diciendo, previsible que la historia de los estados nacionales está llegando a término y que esté por iniciar una fase en la cual el mundo estará organizado en grandes espacios políticos federales. Pero si el federalismo significa el fin de las naciones en el sentido ahora definido, ello significa también el renacimiento o la revigorización de las nacionalidades espontáneas que el estado nacional sofoca o reduce a instrumentos ideológicos al servicio del poder político y, por tanto, el retorno de aquellos auténticos valores comunitarios de los que la ideología nacional se ha apropiado transformándolos en sentimientos gregarios.

Espero haber aclarado, si alguna duda había al respecto, por qué digo en la presentación del blog eso de que me declaro hijo de la Ilustración y de sus valores universales, socialdemócrata, federalista, ¡y monárquico, para más inri!, no solo por lealtad sino por convencimiento. Y, además, tan ciudadano palmense como grancanario, canario, español y europeo.

El profesor César Molinas, matemático y economista, escribió hace unos años (marzo, 2009) un provocador e interesante artículo titulado "España y la Historia (así, con mayúsculas)", que comenzaba con estas palabras: "España no es un Estado-nación, y nunca lo será. Lejos de ser un lastre, esto supone capacidad de adaptación, una gran ventaja para encarar los desafíos de la globalización y la posmodernidad." No podría decir que lo comparta plenamente, pero esta vez, y sin que sirva de precedente, no me importa decir que lo respeto.

En otro plano, mucho más académico, les invito a la lectura del artículo titulado "Las dos caras del nacionalismo", del catedrático emérito de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad de Alcalá, Gabriel Tortellá, publicado en febrero de 2014 en Revista de Libros. 



Los diputados Gabriel Rufián y Eduardo Reyes



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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viernes, 21 de marzo de 2014

Naciones, nacionalismos y nacionalistas





Sede de Naciones Unidas (Nueva York)



Parece que se consuma, contra toda legalidad constitucional e internacional, un nuevo fruto del nacionalismo identitario e irredento: me refiero, a Crimea, hasta ayer provincia ucraniana y hoy, de momento, rusa. Pasó igual con los Sudetes y Austria mediado el pasado siglo: falló la diplomacia y ya sabemos como acabó la historia. No pretendo comparar sino recordar. Ya saben: "Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo". Veremos que pasa con Escocia, y poco después con Cataluña. 

Hay una frase muy utilizada en política que cada vez que la oigo me deja bastante descolocado. Y es la de: "No comparto sus ideas, pero las respeto". ¿De dónde ha salido eso de que haya que respetar las ideas ajenas que no se comparten? De la Declaración Universal de los Derechos Humanos, no, desde luego; y de la Constitución española, tampoco. En ambas está, y comparto su criterio, el inalienable derecho de las personas a expresar libremente su opiniones y sus ideas sin ser perseguido, sancionado o molestado por ellas. Pero eso es una cosa, y el que tengan que respetarse sus opiniones e ideas es otra cosa, muy distinta. Porque, a ver si lo aclaramos de una vez por todas: lo que merece respeto, siempre, es la persona; sus ideas y opiniones, no necesariamente.

Nuestro inmortal Miguel de Unamuno, en su "Vida de don Quijote y Sancho" (Espasa-Calpe, Madrid, 1981) dice sobre los que se niegan a entrar en batallas dialécticas (pág. 105): "¡Paz!, ¡paz!, ¡paz! Croan a coro todas las ranas y los renacuajos todos de nuestro charco. ¡Paz!, ¡paz!, ¡paz! Sí, sea, paz, pero sobre el triunfo de la sinceridad, sobre la derrota de la mentira. Paz, pero no una paz de compromiso, no un miserable convenio como el que negocian los políticos, sino paz de comprensión. [...] ¡Raza de víboras la de esos que piden paz! Piden paz para poder morder y roer y emponzoñar más a sus anchas".

No soy nacionalista; detesto el nacionalismo; y respeto a las naciones. El "Diccionario de Política" (Siglo XXI, Madrid, 1994, séptima edición), dirigido por Norberto Bobbio, Nicola Matteuci y Gianfranco Pasquino, dice en la entrada correspondiente a "nación" (tomo II, págs. 1022-1026): "La nación es normalmente concebida como un grupo de hombres unidos por un vínculo natural, y por lo tanto eterno -o cuando menos existente "ab inmemorabili"-, y que, en razón de este vínculo, constituye la base necesaria para la organización del poder político en la forma del estado nacional. Las dificultades comienzan cuando se trata de definir la naturaleza de este vínculo o incluso solamente especificar los criterios que permitan delimitar las varias individualidades nacionales, independientemente del vínculo que lo determina".

En ese sentido, no tengo ningún problema en reconocer la existencia de una nación canaria, castellano-manchega, catalana, gallega, madrileña, murciana, vasca, etcétera, etcétera, (las he citado por orden alfabético para evitar susceptibilidades), pero también española y europea. Y desde luego me parece correcto definir a España y Europa como naciones de naciones.

Los dos últimos párrafos de la entrada "nación" (óp. cit.) llevan el subtítulo de "La superación de las naciones", y dicen así: "Si la nación es la ideología del estado burocratizado centralizado, la superación de esta forma de organización del poder político implica la desmitificación de la idea de nación. La base práctica de esta desmitificación existe. Es un dato real que la actual evolución del modo de producir en la parte industrializada del mundo, después de haber llevado la dimensión "nacional" al ámbito de interdependencia entre las relaciones humanas, está ahora ampliándolas parcialmente más allá de las dimensiones de los actuales estados nacionales y hace aparecer con siempre más inmediata claridad la necesidad de organizar el poder político sobre espacios continentales y según los modelos federales.

Es entonces previsible que la historia de los estados nacionales está llegando a término y está por iniciar una fase en la cual el mundo estará organizado en grandes espacios políticos federales. Pero si el federalismo significa el fin de las naciones en el sentido ahora definido, ello significa también el renacimiento o la revigorización de las nacionalidades espontáneas que el estado nacional sofoca o reduce a instrumentos ideológicos al servicio del poder político y, por tanto, el retorno de aquellos auténticos valores comunitarios de los que la ideología nacional se ha apropiado transformándolos en sentimientos gregarios".

Espero haber aclarado, si alguna duda había al respecto, por qué digo en la presentación del mi blog eso de que me declaro hijo de la Ilustración y de sus valores universales, socialdemócrata, federalista, ¡y monárquico, para más inri!, no solo por lealtad sino por convencimiento. Y, además, tan ciudadano palmense como grancanario, canario, español y europeo.

El profesor César Molinas, matemático y economista, escribió hace unos años un provocador e interesante artículo titulado "España y la Historia (así, con mayúsculas)", que comenzaba con estas palabras: "España no es un Estado-nación, y nunca lo será. Lejos de ser un lastre, esto supone capacidad de adaptación, una gran ventaja para encarar los desafíos de la globalización y la posmodernidad." No podría decir que lo comparta plenamente, pero esta vez, y sin que sirva de precedente, no me importa decir que lo respeto.

En otro plano, mucho más académico, les invito a la lectura del artículo titulado "Las dos caras del nacionalismo", del catedrático emérito de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad de Alcalá, Gabriel Tortellá, publicado en Revista de Libros (2014). 

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lunes, 21 de enero de 2013

La democracia, "resetada"




Viñeta de Forges en "El País"


Decía el sociológo aleman Max Weber (1864-1920) en El político y el científico (Alianza, Madrid, 1967) que hay dos formas de hacer política: una, la de los que viven para la política; otra, la de los que viven de la política. Paradójicamente, Weber piensa que son mucho más importantes los segundos que los primeros. Sobre todo en una democracia representativa como la nuestra, la de la tradición liberal occidental.

Y ahora, un repaso a los críticos. El escritor Javier Marías no se corta un pelo en su desprecio a la clase política. En "Más idiotas de lo que parecen" (El País Semanal, 20/1/2013) centra su crítica en la persona del presidente del gobierno, aunque también mete en la misma cesta al del Tribunal Supremo y a uno de los portavoces del PP. ¿Se pasa? No lo creo, aunque el artículo resulte más sarcástica de lo que es habitual en él.

Otro al que se le ve bastante harto es al también escritor Manuel Vicent en su artículo "Descarga" (El País, 20/1/2013). Pienso, como él, que el gobierno, el partido que lo sustenta, y la clase política en general, están jugando con fuego y que esto puede estallar en cualquier momento. El problema no es que se quemen ellos -la pandilla de sirvergüenzas que han engolfado el país, la democracia y la política- en la explosión, el problema es que podemos arder todos.

Mal, muy mal está la situación cuando un profesor tan prestigioso y siempre ponderado como Fernando Vallespín, en su "Sin palabras" (El País, 17/1/2013) se ve empujado a escribir tan durísimo alegato y solicitar el "reseteo" o reinicio de la democracia española y la necesidad imperiosa de un nuevo pacto constitucional.

Jesús Ferreiro, otro escritor, le canta las cuarenta en "¿Liberalismo o barbarie?" (El País, 18/01/2013) a la "casta financiera" y se pregunta que tiene o le queda de "liberal" y si veremos alguna vez a algún banquero en la cárcel. Tengo la impresión de que no. Y no me pregunten la razón de mi escepticismo; hoy no tengo excesiva predisposición al chiste fácil.

Y sobre el sentido de la palabra "liberal" en política y en economía, palabra -por cierto- de origen español, escribe también Álvaro Delgado-Gal. Lo hace en "Neoliberalismo y corrupción" (Revista de Libros, enero/febrero 2013) un documentado artículo que, dada la nula predisposición del autor hacia la "izquierda", resulta doblemente esclarecedor para comprender las falacias del neoliberalismo rampante que nos está asfixiando.

Termino haciendo mención, rápida, al vídeo con el que acompaño la entrada, un reportaje del grupo "Democracia 4.0" sobre las virtudes de la democracia participativa a través de las redes sociales e Internet.

Personalmente no tengo excesiva confianza en esas presuntas virtudes de la democracia en red como medio de participación política, si es que con ello se pretende sustituir la democracia representativa y parlamentaria. Hace ya un tiempo, en un libro que ha merecido la consideración de convertirse en un clásico de la ciencia política (La democracia y sus críticos, Paidós, Barcelona, 1993) el profesor Robert A. Dahl (1915), quizá el mayor estudioso de la democracia del siglo XX dedicó el último capítulo del mismo a formular un bosquejo de iniciativas sobre como podría ser la democracia del mañana en un país democráticamente avanzado.

En base a lo expuesto por Dahl en el libro citado, pienso que una fórmula mucho más factible de democracia participativa que la defendida por los partidarios de la democracia "directa" en red podría ser la de la constitución de "consejos populares" de entre cincuenta y cien personas, elegidos por sorteo entre los ciudadanos mediante un procedimiento similar al de los jurados,  a los que el gobierno debería someter obligatoriamente antes de su envío al parlamento las bases de cualquier proyecto legislativo, para que en audiencias públicas y con participación de representantes de todos los grupos políticos dichos consejos dictaminaran, aunque los dictámenes no fueran vinculantes para el parlamento, sobre su oportunidad y conveniencia.

Post scríptum 1: El País de hoy aporta al debate que nos ocupa un interesante artículo titulado "¿Qué hacer con la corrupción?" , escrito por los  los profesores  José Antonio Gómez y César Molinas, en el que se insta a la elaboración de una nueva ley de partidos políticos, similar a la alemana, que les obligue a la transparencia económica y la democracia interna, arrebantando el omnímodo poder de sus dirigentes y devolviéndolo a los militantes, simpatizantes y votantes de los mismos. ¿Necesario?, sí, por supuesto. ¿Difícil?, también; pero no imposible. Se lo recomiendo.

Post scríptum 2: "Resetear" no es palabra española aceptada, aún; de ahí el entrecomillado. Reiniciar sería el término más correcto en nuestro idioma, pero la he conservado en el título de la entrada porque es así como la cita el profesor Vallespín en su artículo.

Post scríptum 3: Termino por hoy con este artículo de la escritora Lucía Etxebarría titulado "¿Rajoy es tonto y analfabeto?" (Revista Digital AllegraMag, 20/1/2013) en el que la afamada novelista nos anima a difundir lo que a estas alturas es un secreto a voces, que el señor presidente del gobierno, don Mariano Rajoy, y el partido que lo sustenta son, además de unos incompetentes manifiestos, unos sinvergüenzas, cínicos e hipócritas sin remedio. Nada nuevo...

Y sean felices, por favor, a pesar de las dificultades y del gobierno que padecemos. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt










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"Tanto como saber, me agrada dudar" (Dante)
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miércoles, 26 de diciembre de 2012

OLUDIS: Las claves del fracaso español




Viñeta de Forges



Inventé el térm¡no "OLUDIS" durante mi época de activismo sindical, ya felizmente superada por causas tan prosaicas como la jubilación laboral, para referirme a las pretensiones empresariales de convertir a sus trabajadores, a los trabajadores privados y públicos españoles, en "Objetos Laborales de Uso Discrecional". Esa pretensión la ha llevado a efecto, sin fisuras, la reforma laboral del Partido Popular, pero tiene, a mi juicio, su origen último en el clamoroso fallo de la educación, por un lado, y de la clase política en su conjunto, por otro.

Sobre el fallo, o catástrofe, de la educación española publicaba el pasado día 23 en El País un interesante artículo el escritor y profesor de Estética de la Universidad Pompeo Fabra de Barcelona, Rafael Argullol, titulado "Sin crítica no hay libertad". ¿Qué estímulos recibe el aprendiz de ciudadano para inclinarse hacia el rigor y el esfuerzo, se pregunta. En la llamada "vida pública, dice más adelante, aprendemos a forjar el analfabetismo educativo. Y hay algo peor que la corrupción, y es la ignorancia autosatisfecha, añade.

Sobre la clase política española escribía en septiembre pasado, también en El País, el profesor de la Universidad Carlos III de Mádrid y exministro de Cultura en el gobierno de Rodríguez Zapatero, César Molinas, un artículo muy duro y crítico, titulado "Una teoría de la clase política española", que suscitó numerosas reacciones, tanto de la derecha como de la izquierda, por todos aquellos que de alguna u otra manera se sintieron aludidos. ¿Cómo es posible, se pregunta, que tras cinco años de iniciada la crisis ningún partido político tenga un diagnóstico coherente de lo que está pasando en España? ¿Cómo es posible, añade, que ningún partido político tenga un plan a largo plazo creíble para sacar a España de la crisis? ¿Cómo es posible, continúa, que la clase política española parezca genéticamente incapaz de planificar? ¿Cómo es posible, vuelve a preguntarse, que esa misma clase política sea incapaz de resultar ejemplar? ¿Cómo es posible que nadie, salvo el Rey, y por motivos propios, haya pedido disculpas? ¿Cómo es posible, termina, que la estrategia de futuro más obvia para España -la mejora de la educación, el fomento de la innovación, el desarrollo y emprendimiento y el apoyo a la investigación- sea no ya ignorada, sino masacrada con recortes por los partidos políticos mayoritarios? 

Preguntas sin respuesta para las que propone, entre otras, una reforma urgente de la ley electoral que destierre el  sistema proporcional al bául de los recuerdos y recupere uno mayoritario en la que el representante responda individualmente ante sus electores. Algo que yo también vengo defendiendo, sin éxito, en cuantos foros me es posible expresarme.

Como colofón de la entrada les invito a disfrutar de la entrevista que el gran periodista Iñaki Gabilondo realizaba en Canal Plus al también periodista y fenómeno mediático Jordi Évole sobre los temas anteriores, y otros muchos, de los que hablamos y padecemos los españoles.

Sigo sin meterme con el gobierno. Solo es una tregua por las fiestas navideñas. Prometo volver. Tamaragua, amigos. HArendt









Entrada núm. 1774
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