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miércoles, 2 de noviembre de 2016

[A vuelapluma] Día de Difuntos





Vivir es tener una historia que contar a quienes vienen después... Comentábamos ayer mi mujer y yo nuestras vivencias infantiles sobre el Día de los Difuntos. Ella me recordaba con cariño Los Ranchos de Ánimas de su infancia, aquellos grupos de cantadores y tocadores cuya finalidad original era recaudar fondos para sufragar las misas de difuntos... Y yo le recordaba las numerosas veladas de mi infancia acurrucado junto a mi madre al calor del brasero bajo la mesa camilla de casa, ayudándola a desgranar las lentejas que iba a preparar como comida para el día siguiente, mientras oíamos, año tras año, por la radio el Don Juan Tenorio de Zorrilla... Sabía a ciencia cierta que esa noche iba a tener pesadillas, pero no me privaba de escucharlo ni un solo año...

Se cuenta que un afamado escritor contemporáneo suyo le preguntó al filósofo británico David Hume si no tenía miedo a la muerte o preocupación por el más allá. La respuesta de Hume fue que si nunca le había preocupado saber donde había estado antes de nacer, difícilmente iba a preocuparle lo que le ocurriera después de morir.

Me parece una respuesta inteligente y madura. Hace un tiempo comentaba con dos buenas amigas la impresión que me había causado el libro El corazón de las tinieblas, del escritor polaco-británico Josep Conrad, que acababa de terminar de leer, y en la que cobraba sentido esa pregunta sobre el sinsentido de la existencia: "Luchar a brazo partido con la muerte es lo menos estimulante que puede imaginarse. Tiene lugar en un gris implacable, sin nada bajo los pies, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sin un gran deseo de victoria, sin un gran temor a la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sin demasiada fe en los propios derechos, y aun menos en los del adversario. Si tal es la forma de la última sabiduría, la vida es un enigma mayor de lo que alguno de nosotros piensa. Me hallaba a un paso de aquel trance y sin embargo descubrí, con humillación, que no tenía nada que decir".

Tremendo y desolador alegato sobre la existencia, sobre el sentido de la vida... Yo, la verdad, no sé si lo tiene. Soy de los que piensa que no. Que estamos aquí por puro azar. Que somos polvo de estrellas, como dice uno de los personajes de El mundo de Sofía, del escritor noruego Jostein Gaarder. Que al final vamos a desaparecer sin dejar rastro. Que todo lo que ha existido se extinguirá sin dejar recuerdo ninguno de su existencia ni de nuestro paso por el mundo. Y no me refiero al paso personal de cada uno de nosotros, que no tiene mayor importancia, sino al de la humanidad completa. De la que nada quedará, ni siquiera memoria...

Hay pocas cosas que puedan consolarnos de ese sinsentido de la existencia, Entre ellas, el amor, la amistad y los libros. El amor de las personas más cercanas: esposos, hijos, nietos, padres, hermanos. La amistad, el más noble de los sentimientos humanos, el que nos hace solidarios con los otros: un poco de generosidad y el hombre es un paraíso para el hombre, dejo dicho Jean-Paul Sartre. Y los libros y la historia, claro, porque nos permiten conocer lo que otros han hecho antes que nosotros; y dejar constancia de lo que nosotros hemos hecho antes de que lleguen los siguientes.

Leí hace tiempo una bellísima autobiografía del escritor israelí Amos Oz, el mismo del que hablaba en mi entrada de ayer, titulada Una historia de amor y oscuridad. Un relato sobre la historia de su familia, que se inicia a mediados del siglo XIX en Europa oriental y continúa hasta el Israel del siglo XXI: Cuando era pequeño, cuenta Oz en las primeras páginas, quería crecer y ser libro. No escritor, sino libro: a las personas se las puede matar como a hormigas. Tampoco es difícil matar a los escritores. Pero un libro, añade más tarde, aunque se lo elimine sistemáticamente, tiene la posibilidad de que un ejemplar se salve y siga viviendo eterna y silenciosamente en una estantería olvidada de cualquier biblioteca perdida de Reikjavik, Valladolid o Vancouver.

En esa misma obra de Amos Oz hay unas páginas que el autor dedica a su relación como alumno con el profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén Samuel Hugo Bergman. Casi el único tema que trataba nuestro maestro, dice, en unos encuentros privados que mantenía en su casa todos los lunes con su grupo de alumnos preferidos, era la pervivencia del alma, o la posibilidad, si es que existía alguna posibilidad, de una existencia después de la muerte. De eso nos hablaba, dice Oz, las tardes de los lunes de aquel invierno, mientras la lluvia golpeaba las ventanas y el viento silbaba en el jardín. A veces nos pedía nuestra opinión y escuchaba atentamente, no como un maestro paciente vigilando los pasos de sus alumnos, sino como alguien que estuviera oyendo una obra musical muy compleja y entre todos los sonidos tuviese que localizar uno especial, menor, y determinar su autenticidad.

-Nada, sigue contando Oz, -nos dijo una de aquellas tardes inolvidables para mí, hasta tal punto no lo he olvidado que creo que podría repetir sus palabras casi al pie de la letra-, nada desaparece. Jamás. De hecho la palabra "desaparición" supone que el universo es aparentemente finito y que es posible alejarse de él. Pero naaada (alargó a propósito esa palabra), naaada sale jamás del universo. Ni tampoco entra en él. Ni una sola mota de polvo desaparece ni se añade. La materia se transforma en energía y la energía, en materia, los átomos se unen y se vuelven a separar, todo cambia y se transforma, pero naaada puede pasar de ser a no ser. Ni el más minúsculo pelo que pueda brotar en la punta de la cola de un virus. El concepto de infinito es completamente abierto, abierto hasta el infinito, pero al mismo tiempo es un concepto cerrado herméticamente: nada sale y nada entra.

Pausa. Una sonrisa desnuda e ingenua se expandía como la luz del ocaso por el paisaje de arrugas de su rostro rico, fascinante: 

-Y entonces por qué, tal vez alguien pueda explicármelo, por qué se empeñan en decirme que lo único que se aparta de esta regla, lo único que está destinado a ir al infierno, a convertirse en no ser, lo único a lo que le espera la aniquilación total en todo el universo, donde ningún átomo puede reducirse a la nada, es precisamente a mi pobre alma. ¿Es que cualquier mota de polvo y cualquier gota de agua va a continuar existiendo eternamente, aunque con otra forma, todo excepto mi alma? 

-El alma  -murmuró algún joven y perspicaz genio desde un rincón de la habitación- aun no la ha visto nadie.

-No -aceptó Bergman de inmediato-, pero tampoco las leyes de la física y las matemáticas se las encuentra uno por los cafés. Tampoco la sabiduría, la necedad, el placer o el miedo. Nadie ha metido aun una pequeña muestra de alegría o de nostalgia en una probeta. Pero, mi querido joven, ¿quién te está hablando ahora? ¿Los humores de Bergman te están hablando? ¿Su bazo? ¿Será por casualidad el intestino grueso de Bergman el que está filosofando contigo¿ ¿Y quién, perdóname, provoca en este momento esa sonrisa tan poco agradable en tus labios? ¿No es tu alma? ¿Los cartílagos tal vez? ¿Los jugos gástricos?

Y en otra ocasión dijo:

-¿Qué nos espera después de la muerte? Naaadie lo sabe. De cualquier modo es un desconocimiento que comporta cierta demostración o cierto potencial de persuasión. Si yo cuento esta tarde que a veces oigo la voz de los muertos y que su voz es más clara y comprensible para mí que la mayoría de las voces de los vivos, tenéis todo el derecho a decir de inmediato que este viejo se ha vuelto loco. Que ha perdido un poco la cabeza por el espanto que le causa la cercanía de la muerte. Por tanto no os hablaré de voces, esta tarde os hablaré de matemáticas: como naaadie sabe si hay algo o no hay nada más allá de nuestra muerte, de este desconocimiento absoluto se puede concluir que la posibilidad de que exista algo es exactamente igual a la posibilidad de que no exista nada. Un cincuenta por ciento para la aniquilación y un cincuenta por ciento para la pervivencia. Para un judío como yo, un judío de Centroeuropa de la generación del holocausto nazi, esa posibilidad de pervivencia completamente estadística no es en absoluto despreciable.

Por aquellos años, sigue relatando Oz, también a Gershom Scholem, amigo y admirador de Bergman, le fascinaba al tiempo que le mortificaba la cuestión de la vida después de la muerte. La mañana en que informaron por la radio de la muerte de Scholem escribí: "Gershom Scholem ha muerto esta noche. Ahora lo sabe. También Bergman lo sabe ya. También Kafka. Y mi madre y mi padre. Y sus conocidos y amigos, y la mayoría de los hombres y mujeres de aquellos cafés, aquellos que utilicé para contarme historias y aquellos que ya han caído en el olvido, todos lo saben ahora. Algún día también nosotros lo sabremos. Y mientras tanto seguiremos aquí recopilando diferentes datos. Por si acaso". Por eso he escrito al inicio de la entrada lo de que vivir, a fin de cuentas, no es más que tener una historia que contar a los que vienen después... 

Manuel Fraijó, catedrático emérito de Filosofía en la UNED, mi alma mater, escribía ayer un hermoso artículo en El País sobre el asunto de la muerte. Por mucho que se la intente esquivar, dice en él, la muerte jamás falta a su cita y nunca nos encuentra preparados. “Hay que saber llorar”, decía Unamuno a propósito de ese último viaje para el que no sirve cualquier aprendizaje. Se titula Otra vez es noviembre. Y se lo recomiendo encarecidamente,

Dejó escrito Spinoza, comienza diciendo, que el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte. Algunos sociólogos parecen darle la razón al destacar que en las sociedades modernas la muerte pierde visibilidad y tal vez disminuye incluso su carácter dramático. En favor de su tesis aducen, en primer lugar, que gracias a los adelantos de la medicina nuestros padres y familiares más cercanos mueren en edades avanzadas, cuando ya nuestra dependencia de ellos no es tan acuciante; señalan, además, que, por lo general, ya no se muere en casa, sino en los hospitales y clínicas, bajo los cuidados de personas que apenas conocen al paciente y que, por tanto, no pueden sentir su muerte como se sentía cuando esta acontecía en el domicilio familiar; en tercer lugar dan importancia al hecho de que, después del fallecimiento, se hace cargo del cadáver personal especializado —funerarias— que tampoco conoció al difunto durante su vida, algo bien diferente de los tradicionales velatorios en casa. Por último, los cortejos fúnebres suelen evitar el centro de las ciudades. Se argumenta que lo hacen para no entorpecer el tráfico, pero los mencionados sociólogos se malician que los motivos son otros: restar visibilidad a la muerte, evitar a las sociedades bien instaladas en el éxito y el triunfo la contemplación del último viaje, del camino sin retorno. “La verdad de las cosas finitas —escribió Hegel— es su final”. Y un buen conocedor de Hegel, el también filósofo Eugenio Trías, evocó la muerte como “el inicio del más arriesgado, inquietante y sorprendente de todos los viajes”.

Y es que por mucho que se la intente esquivar, añade, la muerte siempre sale airosa, jamás falta a su cita; y nunca nos encuentra preparados. Ortega y Gasset se lamentaba de que ninguna cultura ha enseñado al hombre a ser “lo que constitutivamente es: mortal”. Se trata probablemente del más arduo de los aprendizajes. Religiones y filosofías se juramentaron durante siglos para lograr un correcto ars moriendi; pero el arte de morir siempre será una asignatura pendiente. Ortega se extrañaba, pero ningún mortal aprende a morir, la muerte no se ensaya. Freud pensaba incluso que nadie cree en su propia muerte. El memento mori —recuerda que tienes que morir— resuena a través de los tiempos como constante advertencia filosófica y religiosa.

Una advertencia que en el mes de noviembre se torna —para muchos— meditación y oración y —para todos— recuerdo y gratitud, continúa escribiendo. El “animal guardamuertos”, que según Unamuno somos todos, inicia este mes visitando, adecentando y engalanando con flores sus “moradas de queda”. Así llamaba este genial filósofo, escritor y poeta a nuestros cementerios. Las contraponía a las “moradas de paso”, a las “habitaciones” de los vivos. Y se maravillaba de que, ya en tiempos remotos, gentes que vivían en “chozas de tierra o míseras cabañas de paja” elevasen “túmulos para los muertos”. Con gran vigor concluía: “Antes se empleó la piedra para las sepulturas que para las habitaciones”. Unamuno reposa en su “morada de queda”, en el cementerio de su querida Salamanca. Con razón, a su muerte, escribió Ortega: “Ya está Unamuno con la muerte, su perenne amiga-enemiga. Toda su vida, toda su filosofía han sido, como las de Spinoza, una meditatio mortis”. “Hay que saber llorar” fue la última recomendación unamuniana ante la muerte. Elogió, con su habitual ímpetu, la fuerza de un miserere entonado en días de tribulación.

Aunque Nietzsche calificó a la muerte de “estúpido hecho fisiológico”, añade, lo cierto es que todas las culturas han intentado comprenderla y explicarla. Un antiguo mito melanesio, llamado “la muda de la piel”, la explica así: al principio, los humanos no morían, sino que cuando eran de edad avanzada mudaban la piel y quedaban rejuvenecidos de nuevo. Pero un día aconteció lo inesperado: una mujer mayor se acercó a un río para cumplir con el rito de mudar la piel; arrojó su piel vieja al agua y volvió a casa rejuvenecida y contenta; pero su hijo no la reconoció, alegó que su madre en nada se parecía a aquella extraña joven. Deseosa de recuperar el amor de su hijo, la mujer volvió al río y se puso de nuevo su vieja piel que había quedado enredada en un arbusto. Desde entonces, concluye el relato, los humanos dejaron de mudar la piel y murieron. El origen de la muerte se relaciona en este mito con la única fuerza superior a ella: el amor de una madre.

Otra explicación mitológica, continúa más adelante, muy común en África, es la del “mensajero fracasado”. Según esta leyenda, Dios envió un camaleón a los antepasados míticos con la buena nueva de que serían inmortales; pero al mismo tiempo envió un lagarto con el mensaje de que morirían. Como era de temer, el camaleón se lo tomó con calma y llegó antes el lagarto. Así entró la muerte en el mundo; no se culpa a Dios, sino al pobre y lento camaleón. De parecido tenor es otro motivo, también africano, el de “la muerte en un bulto”. Dios permitió al primer hombre que eligiera entre dos bultos: uno contenía la muerte, en el otro estaba la vida. Como tantas otras veces acontecería a sus descendientes, el primer hombre se equivocó de bulto y nos quedamos para siempre con la muerte.

Estamos ante intentos, muy indefensos, de explicar lo inexplicable, señala. Sin olvidar, naturalmente, que también existe el rechazo de toda explicación, la aceptación serena del perecimiento sin ánimo alguno de vencer a la muerte. Fue el caso, entre tantos otros, de Borges: anhelaba “morir enteramente” y “ser olvidado”.

En realidad, sigue diciendo, son las religiones las que con más ahínco se afanan en salvarnos de la muerte. Casi todas quieren consolarnos con la promesa de que las unamunianas “moradas de queda” no tendrán la última palabra. En concreto, toda la historia del cristianismo es un denodado forcejeo contra la nada como origen y como meta final de la vida. Cuenta Hans Küng que una de sus hermanas le preguntó a bocajarro: “¿Crees realmente en la vida después de la muerte?”. La respuesta fue un “sí” espontáneo, decidido. Küng está convencido de que, tras la muerte, “no me aguardará la nada”. Algo en lo que coincide con el maestro de todos los teólogos actuales, Karl Rahner. También él se pasó la vida argumentando su “no” a la nada. Y entendía la muerte en clave de generosidad. Morir, escribió, es “hacer sitio” a los que vendrán después, es nuestro último ejercicio de amor, responsabilidad y humildad. Es incluso nuestro postrer ejercicio de libertad. Rahner escribió páginas memorables sobre la aceptación libre de la muerte.

Noviembre, concluye su artículo, ha conocido evocaciones melancólicas y titubeantes, pero también mereció un día estos versos del poeta Tagore: “La muerte es dulce, la muerte es un niño que está mamando la leche de su madre y de repente se pone a llorar porque se le acaba la leche de un pecho. Su madre lo nota y suavemente lo pasa al otro pecho para que siga mamando. La muerte es un lloriqueo entre dos pechos”. Sería magnífico que los poetas, además de indudables creadores de belleza, lo fuesen también de realidad. En todo caso, sus versos revelan —lo escribió Antonio Machado— que aún “quedan violetas”. También en noviembre.








Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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domingo, 29 de junio de 2014

Iniciación a la sexualidad: La primera vez



Portada de "Bonjour, tristesse", de Françoise Sagan



Dicen que toda obra literaria no es más que una mera paráfrasis, real o fabulada, de la propia vida del autor. No lo sé a ciencia cierta, pero tengo la impresión de que en los relatos literarios de iniciación sexual debe haber mucho de la "primera vez" del narrador.

De esos relatos yo recuerdo con especial emoción unos pocos; muy pocos en realidad, que hayan dejado una profunda huella en mí. Los dos primeros, curiosamente, leídos en francés, con apenas dieciseis años: "Bonjour, tristesse" (1954), de Françoise Sagan (1935-2004); y "Le blé en herbe" (1923), de Sidonie-Gabrielle "Colette" (1873-1954). Ambos relatos son un prodigio de sensibilidad y las escenas de iniciación a la vida sexual de sus protagonistas respectivos están resueltas magistralmente, sin una sola palabra malsonante ni grosera actitud. Leídas a mi edad de entonces, me abrieron a un mundo desconocido y anhelado que llegaría a descubrir en su momento sin angustias ni tormentos.

Con desenfado y cierto tono libertino, muy francés también por cierto, se resuelve el inicio de la vida sexual de la protagonista de "Emmanuelle" (1959), un auténtico clásico de la novela erótica, para mi gusto, la mejor de todas, de la escritora francesa Marayat Rollet-Andriane, mas conocida  como Emmnuelle Arsan. Hosco y crudo lo es el del relato de la española "Las edades de Lulú" (1989), una progidiosa novela, la primera de ella, de la escritora Almudena Grandes (1960). Por último, de los que he querido recordar, no puedo dejar de citar la escena de la violación, pseudo consentida, de la protagonista de "Soy Charlotte Simons" (2004), muy dura, del estadounidense Tom Wolffe (1931). De la deleznable "Cincuenta sombras de Grey" (2011), y de su autora, la británica Erika Leonard, que escribe bajo el seudónimo de E.L. James, prefiero no hablar.

Pero sí lo hacía al comienzo de la entrada de eso de la obra literaria como paráfrasis de la vida propia, o fabulada, del autor. Hay una escena en "Una historia de amor y oscuridad" (2004), del escritor israelí Amos Oz, tan repetidamente citado por mí en estos últimos días, que es casi un calco de otra similar en otro libro suyo: "Escenas de la vida rural" (2009), del que también he escrito anteriormente en el blog. Lo que me lleva a pensar que real o fabulada su iniciación a la vida sexual no pudo ser muy diferente de la que relata en ambos libros. La escena transcurre en el kibbutz Hulda, cuando el protagonista tiene dieciseis años y entra en la habitación de una de sus profesoras, Orna, de unos treinta y cinco años. Dice Oz:

"Sin levantarme de la alfombra, descorrí la cortina que cubría su armario y vi ropa interior, ropa de distintos colores y un camisón de nailon, casi transparente de color melocotón. Tumbado en la alfombra como estaba, mis dedos tocaron ese melocotón y mi otra mano se vio obligada a acercarse a la colina de mis pantalones mientras mis ojos se cerraban, sabía que debía parar debía parar pero no al instante solo un poco más. Al final, justo en el último momento, me dEtuve y, sin apartar los dedos del melocotón ni la mano de la colina, abrí los ojos y vi que Orna había entrado sin que yo me percatara y estaba descalza mirándome en un extremo de la alfombra, con todo el peso de su cuerpo sobre la pierna izquierda, la cadera derecha un poco elevada, una mano sobre esa cadera y la otra acariciándose el hombro bajo el pelo suelto. Se quedó mirándome con su sonrisa cálida y traviesa en los labios, y sus ojos verdes se reían como diciendo: ya lo sé, ya sé que ahora lo que más deseas es morirte aquí mismo, y sé que estarías menos aterrado si ahora en mi lugar estuviese aquí un asesino apuntándote con una ametralladora, y sé que ahora por mi culpa eres la persona más desgraciada del mundo, ¿pero por qué ser tan desgraciado? Mírame, yo no estoy aterrada por lo que he visto al entrar en la habitación y tú, deja ya de ser tan desgraciado. [...] Orna dijo: Te he interrumpido. Y en vez de reirse añadió: Perdón, lo siento, y de repente, como en broma, empezó a mover las caderas con un complicado paso de baile y deijo que no, que de hecho no lo sentía realmente, que en el fondo le había gustado verme pues en mi cara en esos momentos había una mezcla de dolor y de luz. Y sin decir nada más empezó a desabrocharse los botones, del primero al último, y se quedó delante de mí para que la mirara y continuase. [...] Luego se puso de rodillas sobre la alfombra a mi derecha y apartó mi mano de la colina de mis pantalones y puso la suya y luego abrió y liberó y una estela de chispas punzantes como una densa lluvia de meteoritos recorrió todo mi cuerpo y volví a cerrar los ojos pero no antes de ver como se tumbaba de lado y luego se puso encima de mí y dirigió mis manos, aquí y aquí, y sus labios me tocaron la frente y me tocaron los ojos cerrados y luego cogió con la mano  y me hundió por completo y al instante sentí en lo más profundo del cuerpo como truenos mórbidos e inmediatamente después un rayo que me partió y como las paredes de la casa eran muy finas Orna tuvo que taparme con fuerza la boca y cuando pensó que ya estaba y levantó la mano para dejarme respirar tuvo que apresurarse a sellarme de nuevo los labios porque aun no estaba".

Sean felices, por favor, y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Portada de "Le blé en herbe", de Colette





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domingo, 2 de marzo de 2014

Leer un libro; ver televisión. Manual de instrucciones para andar por casa





Portada de "Escenas de la vida rural", de Amos Oz



Tengo una peculiar manera de acercarme a la compra y lectura de un libro del que desconozca casi todo con la que no me ha ido nada mal hasta ahora. Desde luego la primera impresión cuenta, y es que los libros, como las personas, entran por los ojos: el libro en sí, independientemente de su contenido, tiene que resultar atractivo. Por su formato, encuadernación, composición de la portada, título... Espero que no se me tache de pueril; se que lo importante está dentro, pero ya llegaremos a ello. Ahora hablo del placer estético, físico, casi -o sin casi- sensual, que supone coger un libro en las manos. Los que leen todo en una pantalla de ordenador no saben lo que se pierden.

No suelo comprar libros ni novelas de los que no se nada previo: autor, contenido, temática, etc., etc., así que gracias a la contraportada, me hago una idea más sobre el "de qué va" y la vida y obra de su autor. Y luego el índice: da igual que esté al principio o al final del libro. Cumplidos los trámites anteriores, que pueden llevar desde unos cuantos segundos a cuatro o cinco minutos, comienzo a leerlo, de pie, al lado de la estantería, aunque el empleado de turno me mire con recelo... Leo siempre y de corrido, las dos o tres primeras páginas. Si se despierta en mi un interés manifiesto, muy manifiesto..., por él, lo más probable es que el libro en cuestión acabe en la cesta.

Nota al pie: Antes era un lector y comprador compulsivo de libros. Muchos por motivos académicos, y muchos más, por el mero placer de saberme poseedor de ellos. Ahora ya he aquilatado lo suficiente mi gusto estético como para saber que eso es una gilipollez, que los "super-ventas" de las grandes superficies comerciales suelen ser una pifia, y que los grandes premios (a lo Planeta) están concedidos de antemano en función de intereses editoriales, normalmente extra-literarios. Y por supuesto, que uno no puede "comprar" todo lo que se le pone delante, porque tampoco va a tener tiempo para leerlo, ni dinero para pagarlo.

Ya estamos con el libro en casa. Mejor por la tarde (aunque cualquier hora es buena, si las circunstancias son propicias: por ejemplo los trayectos en guagua, impensables sin un libro entre las manos), sentado cómodamente, sin ruidos que distraigan, aunque una agradable música a volumen adecuado ayuda bastante a disfrutar de su lectura. Es hora de comenzar. Releo esas primeras páginas que comenté. Si persiste el agrado, digamos que en las veinte primeras páginas, sigo con su lectura; si encuentro "algo" que me provoca rechazo, ojeo al azar algunas páginas centrales; si persiste el desagrado, me voy al final... Y ahí, se acabó la historia. Lo aparco hasta mejor ocasión; probablemente no llegue nunca a terminarlo...

No soy lector asiduo de ficción. Prefiero el ensayo (deformación profesional, supongo), pero no le hago ningún tipo de asco a la buena literatura: la de siempre, los clásicos, con preferencia, pero también la reciente, aunque me acerque a ella con suspicacia. Un ejemplo: en el pasado mes de febrero he leído diez libros. Seis de ensayo: historia, política, biografía..., y cuatro de ficción. Enumero solo estos últimos: El abuelo que saltó por la ventana y se largó, del sueco Jonas Jonasson; El enredo de la bolsa y la vida, del español Eduardo Mendoza; El cuerpo humano, del italiano Paolo Giordano; y Escenas de la vida rural, del israelí Amos Oz. Todos sacados de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas de Gran Canaria, en el parque de San Telmo. Tengo que decir que me han encantado, cada uno en su estilo. Divertidos los de Jonasson (hasta la carcajada) y Mendoza; serios los de Giordano y Oz. Este último, una serie de cuentos independientes que transcurren en un mismo pueblo del Israel rural contemporáneo. 

Sobre televisión me gustaría decir que no la frecuento, lo que no deja de ser una boutade por mi parte porque todo el mundo dice lo mismo aunque se pase cinco horas al día pegado a la pantalla. No es mi caso, palabra de honor: por no ver no veo ni los telediarios. Y las series que me apasionan las veo grabadas. Me encantó la primera temporada de "Homeland" y las sucesivas de "The Good Wife" (ignoro el porqué de mantener su nombre original cuando pueden ser traducidos directamente al español, pero en fin...). También me divierte "Castle", y en menor medida "Navy" o "El mentalista". Pero la verdad es que me gustan mucho más las europeas. No sé como explicarlo pero es así; es como si estuviera en casa..., aunque transcurran en Escandinavia o el Reino Unido. Ahora mismo estoy fascinado, literalmente, por dos de ellas, las dos se pueden ver en el canal AXN. La primera, "El puente", una coproducción sueco-danesa. Sí, dije fascinante, y lo es: una mujer aparece descuartizada en medio del puente que une Copenhague, en Dinamarca, y Malmoe, en Suecia. Dos inspectores de policía, uno danés, y otra sueca, se ven involucrados en la tarea de encontrar al asesino, que dicho sea de paso, no se conforma con ese primer muerto. La segunda serie es británica, y se titula "La caza". Y transcurre en la convulsa Belfast de Irlanda del Norte, con el larvado enfrentamiento entre católicos y protestantes, y un asesino en serie del que desde el primer capítulo los espectadores lo saben todo... Como ven, no solo escribo ni hablo de política, problemas sociales o alta cultura. También tengo mi corazoncito popular. Permítanme que se las recomienda ambas: lecturas y series.

Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Los protagonistas de "El puente"





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viernes, 7 de febrero de 2014

El 23-F, 33 años después. Un recuerdo personal.





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Suárez y Gutiérrez Mellado se enfrentan a los golpistas



Hacía tiempo que no tenía una racha tan febril de lectura como la de este mes de febrero. En apenas una semana he leído dos libros de historia: "Breve historia del mundo contemporáneo. Desde 1776 hasta hoy", de Juan Pablo Fusi, y "La herencia viva de los clásicos. Tradiciones, aventuras e innovaciones", de Mary Beard;  dos novelas: "El abuelo que saltó por la ventana y se largó", de Jonas Jonasson, y "Escenas de la vida rural", de Amos Oz; y uno de memorias. En total, algo más de 1500 páginas. El último, el de memorias, de Fernando Ónega, que lleva por título "Puedo prometer y prometo. Mis años con Adolfo Suárez" (Plaza y Janés, Barcelona, 2013) me ha emocionado especialmente. En gran medida, porque tuve la fortuna de conocer personalmente a Adolfo Suárez y su lectura me ha hecho recordar acontecimientos que se van diluyendo en la memoria con el paso de los años. Uno de ellos, sin duda, el intento de golpe de Estado de febrero de 1981, conocido en la historia de España como el "23-F", y sobre el que ya he escrito en anteriores entradas que pueden leer si lo desean bajo ese mismo epígrafe en el buscador del blog. 

Dentro de dos semanas se cumplen 33 años del mismo. A estas alturas, ya es historia. Los responsables fueron juzgados, condenados, cumplieron sus penas o fueron indultados cuando el Gobierno lo consideró conveniente. Pero es una fecha para el recuerdo. Recuerdo para el que yo no guardo ningún sentimiento especial salvo el de la enorme vergüenza que sentí aquella tarde-noche de 1981. Hasta que el rey pudo leer su discurso por televisión. Como para muchos españoles, para mí, con él terminó la zozobra, pero la vergüenza persistiría por mucho tiempo. Mejor dicho, todavía persiste, porque aunque me resisto a ello, cuando ponen las imágenes de aquellos traidores a su patria, su rey, sus conciudadanos y su honor, asaltando a tiro limpio el Congreso de los Diputados, se me viene el rubor a las mejillas y la vergüenza me impide articular palabra.

Aquella tarde estaba esperando en la biblioteca del Centro Asociado de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) en Las Palmas a que fuera la hora del coloquio de una de las asignaturas, no recuerdo cuál, de la licenciatura en Geografía e Historia que correspondía aquel día. Un alumno llegó a la biblioteca y comentó que habían asaltado el Congreso en plena sesión de investidura de Calvo Sotelo como presidente del Gobierno. Bajé enseguida al coche, que tenía aparcado en la puerta misma del centro y me puse a oir emisoras de radio. Ninguna era capaz de concretar nada, salvo que se había interrumpido la sesión en el Congreso ante la entrada de guardias civiles armados, que había habido disparos... Y poco más. Busqué un teléfono público y llamé a casa. No me contestó nadie, y entonces me acordé que aquella tarde mi mujer había quedado en visitar a algunos clientes con el director regional del Banco para el que ella y yo trabajábamos en aquel entonces. Volví a casa tras recoger a nuestras hijas, de 12 y 2 años que estaban con su abuela, a unos cinco kilómetros de la universidad, en el cono sur de la ciudad. Mi mujer volvió a casa poco después; no sabía nada sobre lo que había ocurrido, así que nos pusimos a oir la radio. Llamamos, sin problema en las líneas a mis padres y mis dos hermanos. Todos vivían en Madrid. Nos contaron que las calles estaban tranquilas, y la gente atenta en sus casas, pegadas a las radios en espera de noticias que no llegaban. No logro recordar que tipo de sentimientos nos embargaban en ese momento. Desde luego no eran de temor, miedo o algo similar, a pesar de ser sindicalista en activo con responsabilidades de ámbito provincial en la Unión General de Trabajadores (UGT), el sindicato hermano del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), el partido mayoritario de la oposición. Más bien de incredulidad, estupor y vergüenza; sí, mucha vergüenza, porque de nuevo España fuera protagonista de una asonada militar a lo siglo XIX. Lo había estudiado en profundidad por aquellas fechas en la universidad y el recuerdo era irremediable. La angustia y la incertidumbre duraron hasta el momento de ver al rey por televisión. Después de verlo nos fuimos a dormir, agotados pero tranquilos. El golpe, o lo que intentara ser, estaba claro que había fracasado. A la mañana siguiente acudimos a nuestro trabajo, no como siempre de ánimo, pero acudimos. A medida que fueron transcurriendo las horas, el intento de golpe de Estado fue tomando el formato de un esperpento valleinclanesco. Ver salir por las ventanas del Congreso, arrojando sus armas al suelo, a numerosos guardias civiles de los que habían participado en el asalto, que se entregaban brazos en alto a las fuerzas de policía que rodeaban el edificio, era un espectáculo en el que uno, como espectador, no sabía muy bien si reir o llorar.

Hace unos años Televisión Española puso en antena por estas mismas fechas una mini serie de ficción de dos capítulos titulada "23-F: El día más difícil del rey", dirigida por Silvia Quer, que batió todos los récords de audiencia del país durante las dos jornadas en que se emitió. Aunque algunos medios la tildaron de oportunista y falta de rigor, a mi, personalmente, me gustó y me emocionó. Y por el número de espectadores que la vieron, parece que también interesó a bastantes españoles. Quiero suponer que sobre todos a los que por aquellos años teníamos ya edad suficiente para darnos cuenta de lo que pudo suponer.

Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt




El rey, con los líderes de los partidos, tras el 23-F




Entrada núm. 2032
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)