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sábado, 20 de julio de 2019

[ARCHIVO - 2008] Creencias y prejuicios







Todos tenemos prejuicios sobre algo, sobre alguien; quien esté libre de pecado que tire la primera piedra... Como opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal, lo define el diccionario de la Real Academia. Y siempre con connotaciones negativas. ¿Siempre?... Yo pensaba que sí, pero ahora ya no estoy tan seguro.

En el número 182 de Revista de Libros correspondiente al pasado mes de junio leo un interesante artículo ("Theodore Dalrymple contra la corrección política"), que reproduzco íntegramente más adelante con el permiso de Revista de Libros y del propio autor, el economista Luis María Linde (Banco de España/Banco Interamericano de Desarrollo) sobre dos recientes libros ("In praise of prejudice. The necessity of preconceived ideas", Encounter Books, Nueva YorK, y "Our culture, What's left of it. The mandarins and the masses", Ivan R. Dee, Chicago), del médico, psiquiatra y escritor británico Anthony Daniels (n. 1949), que suele escribir bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple, y al que Linde considera como uno de los "escritores políticos más independientes y menos políticamente correctos" de Europa.

Dice Linde que Dalrymple "cree que las sociedades occidentales llevan varios decenios sustituyendo creencias y prejuicios que desempeñaban un papel muy importante para la convivencia y que eran, por ello, cimientos de su modelo político democrático y de sus avances económicos, por otras ideas preconcebidas y nuevos prejuicios que los empujan hacia modelos políticos y reglas morales alejados o contrarios a sus valores". Degeneración cultural, política y moral que afectaría a toda Europa y en las que Gran Bretaña y Holanda ocuparían un primerísimo lugar. La descomposición o desaparición de la vida familiar y el aumento de la violencia en todos los ámbitos y en todas sus formas sería para Dalrymple, según Linde, una de las manifestaciones más claras de esa patología, a la que, paradójicamente, atribuye como causa la doctrina de los derechos humanos, a los que considera "una verdadera catástrofe humana"...

Para Dalrymple, deja de manifiesto Luis María Linde, "nadie puede escapar a obligaciones y mandatos cuya justificación no puede ser probada, es decir, obligaciones y mandatos justificados en o derivados de prejuicios; ningún sistema ético puede existir sin prejuicios; no hay virtud sin prejucios".

Es un análisis denso el que realiza Luis María Linde sobre Theodore Dalrymple (Anthony Daniels), su pensamiento y los dos libros citados, pero su lectura resulta sumamente instructiva, obliga a pensar, recapacitar y, hasta es posible, a replantearnos algunos de nuestros propios "prejuicios"... 




Theodore Dalrymple


"Theodore Dalrymple, contra la corrección política", por Luis María Linde

Theodore Dalrymple (seudónimo del médico y escritor inglés Anthony Daniels) es muy poco conocido en España; ninguno de sus libros –más de una docena a lo largo de los últimos veinte años– se ha traducido al español y muy pocos de sus artículos, que aparecen con bastante frecuencia en Estados Unidos y en el Reino Unido, se han publicado en España.

Dalrymple, nacido en 1949, ha trabajado en Tanzania y Zimbabue, se ha interesado por la situación de varios países latinoamericanos y por los problemas de la ayuda al desarrollo, y ha trabajado en Inglaterra, hasta su jubilación, con personas y familias pobres, inmigrantes, marginales y en la prisión de Birmingham. Su clientela han sido los grupos de población que dan título a uno de sus libros, Life at the Bottom («La vida abajo del todo», o algo similar). Hoy, Dalrymple se encuentra entre los escritores políticos más independientes y menos «políticamente correctos» del Reino Unido y es uno de los más originales y lúcidos analistas culturales y sociales en lengua inglesa y, quizás, en cualquier lengua europea.

Dalrymple no es un académico, ni un periodista, ni un político. No le interesa o, al menos, no le interesa primordialmente explicar o discutir ideas ajenas, ni pretende defender o atacar ningún programa político, ni habla en nombre de ningún partido, ni ofrece ningún nuevo código moral. Aunque opina sobre cuestiones políticas o culturales de interés general, escribe, fundamentalmente, a partir de su experiencia profesional como médico y psiquiatra. Lo que le ha interesado es, sobre todo, entender y explicar las creencias y las costumbres, lo que quizá podríamos llamar la «psicología moral» de los grupos más pobres, marginales y peor educados de los países occidentales, con el Reino Unido como experiencia «ejemplar», así como el papel y la responsabilidad de los intelectuales y de los «personajes públicos» en la construcción y justificación de la nueva moralidad que empieza a alumbrarse en el siglo XIX y se convierte en «políticamente correcta» en las sociedades occidentales, empezando por las más ricas, durante los últimos cincuenta años.

Aunque por su falta de intención o ambición sistemática y su forma breve puede recordar, a veces, a los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII, su interés no estriba, como ocurre con esos moralistas, en analizar y entender los entresijos y reacciones de la psicología individual, las «pasiones» del ser humano consideradas como «naturaleza» y, por consiguiente, «invariables». También está lejos, por sus intereses y su estilo, de los dos grandes críticos sociales ingleses del siglo XVIII, Swift y Mandeville –este último no era inglés, sino un holandés emigrado y, por cierto, también médico–, que, con intenciones muy distintas, se ocuparon de las paradojas, los vicios y los absurdos de la sociedad que conocieron.

Dalrymple ha publicado varios libros sobre cuestiones médicas y de salud de interés general (entre ellos, uno con ideas muy contrarias a las opiniones más extendidas sobre la forma de entender y tratar las adicciones a los derivados del opio4) y dos libros en que reunía artículos publicados con anterioridad: Life at the Bottom, al que ya nos hemos referido, y el segundo de los reseñados al comienzo de estas líneas, que podría traducirse como Nuestra cultura, lo que queda de ella. Los mandarines y las masas, que incluye, entre otros artículos de gran interés, uno, «The Goddess of Domestic Tribulations» (La diosa de las tribulaciones cotidianas), realmente antológico, sobre las reacciones sociales, políticas y periodísticas en el Reino Unido tras la muerte en 1997 de Diana Spencer, ex esposa del príncipe Carlos, «la princesa del pueblo», según el título que le dio –la revista Hola no lo habría hecho mejor– el entonces primer ministro británico, Tony Blair.

Dalrymple cree que las sociedades occidentales llevan varios decenios sustituyendo creencias y prejuicios que desempeñaban un papel muy importante para la convivencia y que eran, por ello, parte de los cimientos de su modelo político democrático y de sus avances económicos, por otras ideas preconcebidas y nuevos prejuicios que los empujan hacia modelos políticos y reglas morales alejados o contrarios a sus valores. Cree que el Reino Unido y algunos países del norte europeo –Holanda, quizás, en primer lugar– son los lugares en que ese proceso, que para él significa una verdadera degeneración cultural, política y, en suma, moral, está más avanzado, aunque piensa que el fenómeno afecta, en mayor o menor medida, a toda Europa y, desde luego, aunque con características diferentes, a los dos países ricos de América del Norte: Estados Unidos y Canadá.

LA VIDA ABAJO DEL TODO, PERO SIN PREJUICIOS...

¿Cuál es el diagnóstico del psiquiatra Dalrymple? Su último libro, el primero reseñado más arriba, En alabanza del prejuicio, que lleva por subtítulo La necesidad de las ideas preconcebidas (redactado, por así decir, «de nueva planta», ya que no se trata de una recopilación de artículos ya publicados), ofrece una respuesta que gira en torno al adanismo, es decir, el desprecio o rechazo de lo que el pasado pueda enseñarnos, la convicción de que la autonomía moral que podría tildarse de «nueva» o «renacida» es en cada individuo un valor supremo. El adanismo, junto con la igualdad como aspiración y meta suprema de la política, y fundamento y justificación del Estado benefactor y sus muchas y variadas consecuencias, así como el relativismo, fundamento del multiculturalismo, son, para Dalrymple, las manifestaciones de esa patología que está cambiando –a peor, en su opinión– la política y la cultura de las sociedades occidentales. El adanismo moral, la inclinación a rechazar las normas, prejuicios y costumbres heredadas del pasado, se manifiesta desde hace décadas con tal empuje que hace difícil discriminar y salvar o defender los «prejuicios buenos» o no descartar los «malos» cuando ello puede dar lugar a prejuicios aún peores. Pero ¿hay acaso prejuicios buenos?

Como parte de una herencia cuya causa puede remontarse a la Ilustración y a las dos grandes revoluciones del siglo XVIII, la americana y la francesa, la respuesta sería: no, no hay prejuicios buenos, porque las costumbres y reglas heredadas del pasado no pueden ser buenas, algo que, independientemente de otros significados y otras consideraciones es, en sí mismo, un nuevo prejuicio. Su justificación pasa, en última instancia –dice Dalrymple– por el rechazo del pasado, de todo el pasado: las tragedias y los horrores de la Historia no permiten otra cosa, no hay nada que salvar, la Historia no es más que una larga cadena de abusos, latrocinios, crímenes y genocidios.

Esta condena absoluta, sin resquicios, de la Historia lleva a un patrón moral fundado, «bien en un completo amoralismo, bien en la perfecta congruencia moral» (p. 16), es decir, bien en la regla según la cual ninguna regla es peor o mejor que ninguna otra porque ninguna puede justificarse de forma enteramente coherente y racional, bien en la regla que exige perfecta coherencia y congruencia, a falta de lo cual ningún juicio puede ser válido o aceptable: por ejemplo, el colonialismo europeo en África, o el británico en Australia, o el español en América, son absolutamente rechazables porque, cualesquiera que sean los argumentos y razones que puedan aducirse en su favor, se cometieron innumerables abusos, crueldades y crímenes; la democracia formal es una farsa porque no protege por igual a todos y no asegura la igualdad; gran parte de la investigación médica y farmacéutica es moralmente rechazable porque exige la realización de crueles experimentos con animales, e incluso, a veces, con seres humanos que se prestan a ser conejillos de Indias, etc. Los ejemplos pueden multiplicarse.

Tanto el amoralismo como el perfeccionismo moral ofrecen, dice Dalrymple, «una gran ventaja: nos liberan del peso del pasado. Libres de cualquier mancha heredada, tenemos no sólo el derecho, sino la obligación de llegar a todo por nosotros mismos, sin referirnos a nada que algún otro haya podido pensar alguna vez. Somos átomos morales en movimiento, para quienes el pasado no significa nada o, al menos, nada positivo o digno de emulación o, incluso, nada que convenga mantener. El pasado es, más bien, algo a evitar a cualquier precio, no sea que vaya a infectarnos con sus crímenes y sus locuras» (pp. 15-16).

El desarreglo moral e intelectual que significa el rechazo absoluto del pasado como fuente de experiencias aprovechable y, en suma, como fuente de «sabiduría» provoca toda una cadena de desarreglos añadidos en cuestiones cruciales como la educación y la vida familiar, y da lugar a nuevos prejuicios que no tienen más justificación que ser prejuicios que niegan los anteriores o justifican mejor las conveniencias y deseos –del orden que sea y entendidos del modo que sea– de los sujetos que se estiman libres de todo prejuicio.

Uno de los fenómenos más dramáticos con los que ha tenido que tratar Dalrymple durante sus años de ejercicio profesional en Inglaterra ha sido el rápido aumento en el número de mujeres muy jóvenes (muchas, casi adolescentes; algunas, casi niñas; todas ellas, pobres, de bajos niveles educativos, de ambientes sociales en los que la violencia doméstica es moneda corriente, con frecuencia cercanos a la delincuencia) que deciden tener hijos sin estar casadas, sin pareja estable y sin apoyo familiar de ninguna clase. «Derribar un prejuicio no es destruirlo como tal. Es, más bien, inculcar otro prejuicio [...]. El prejuicio de que está mal tener un niño fuera del matrimonio ha sido reemplazado por el prejuicio de que no hay nada en absoluto malo en ello. Pero es interesante señalar que la clase social que primero puso objeciones, en el terreno intelectual, al prejuicio original, es decir, la clase media-alta bien educada, es la que menos probabilidades tiene de comportarse como si el prejuicio original no estuviera justificado. En otras palabras, para esta clase es una cuestión de aseo intelectual, de obtener puntos, de parecer atrevida, generosa, imaginativa y de mentalidad independiente [...] más que una cuestión de política práctica» (p. 25).

Citando los resultados de un informe hecho en el Reino Unido sobre lo que piensan y cómo actúan esas madres solteras (pp. 25-26) y cómo justifican su decisión de tener un hijo sin pareja estable, sin medios económicos, sin apenas posibilidades de obtener un empleo estable y sin apoyo familiar, Dalrymple se pregunta si no habría sido mejor para ellas haber sido educadas con los prejuicios tradicionales: que, para tener un hijo, mantenerlo y educarlo, es mejor esperar a tener una familia y la compañía y ayuda de un padre, que no tener nada de eso. Pero esto es algo que, por varias razones –entre ellas, su carencia de vida familiar, su pobreza y falta de educación, la brutalidad del medio en que se desenvuelven, problemas de drogas y delincuencia–, muchas de esas mujeres consideran completamente fuera de su alcance, un sueño imposible. De forma que el niño que van a mantener, con la única o casi única ayuda, más o menos generosa, mejor o peor, del Estado benefactor, se convierte en su única posesión y consuelo, con lo cual están reproduciendo para esos niños las condiciones familiares y sociales de las que ellas mismas se consideran víctimas y de las que, naturalmente, querrían escapar.

... AL AMPARO DEL ESTADO BENEFACTOR

La desaparición del prejuicio contra las mujeres que tienen hijos sin estar casadas y contra los niños nacidos fuera del matrimonio se solapa, en parte, con la desaparición del prejuicio a favor de la vida familiar como elemento fundamental para la educación y para la convivencia. Dalrymple se acerca a este «antiguo» prejuicio a través de algo tan aparentemente trivial como es el hecho de que en muchos hogares de «clase baja» en el Reino Unido no hay una mesa y unas sillas que sirvan para que los miembros de la familia se reúnan a comer juntos (capítulo 6), algo que constituye –no parece que exija ninguna demostración– una rutina característica y significativa de la sociedad familiar. La descomposición y, con frecuencia, desaparición de la vida familiar entre los grupos de población de rentas más bajas y niveles de educación más deficientes es, para Dalrymple, una manifestación crucial de la enfermedad que trata de analizar y tiene, entre otras consecuencias, una muy profunda y significativa: la familia es un refugio y, a la vez, un lugar en el que hay que transigir con los demás; la carencia de ese refugio hace a los seres humanos más agresivos, egotistas e intolerantes, y más propicios a entender mejor las relaciones fundadas en, y justificadas por, la fuerza y el poder que por la empatía, la generosidad y la paciencia.

La descomposición o desaparición de la vida familiar es, para Dalrymple, un factor que contribuye directamente al aumento de la violencia en todos los ámbitos y en todas sus formas, algo en lo que, paradójicamente, ha colaborado de forma decisiva, en su opinión, la política de bienestar social de muchos gobiernos europeos. Refiriéndose al Reino Unido, «el Gobierno [se refiere al gobierno laborista en el poder en febrero de 2007] admitirá cualquier cosa menos reconocer que sus políticas sociales y las de gobiernos previos durante los pasados cuarenta años han moldeado una sociedad de psicópatas, en la cual una parte lamentablemente amplia de la población considera al resto de la gente de una forma puramente instrumental, como un medio para el logro de sus fines inmediatos. Esa parte de la población no siente ningún lazo afectivo o solidario de ninguna clase con el resto de la gente». Lo más paradójico es que, amparándolo y justificando todo, está la doctrina de los derechos humanos, «una verdadera catástrofe humana [...] [esta doctrina] no sólo proporciona a las instituciones gubernamentales una excusa para introducirse en el tejido de nuestras vidas, sino que, además, tiene un efecto profundamente corruptor en la juventud, adoctrinada para creer que antes de que esos derechos se concedieran (¿o, hay que decir, se descubrieran?) no había libertad [...]. Todavía peor, convence a los jóvenes de que cada uno de ellos es de un valor precioso y único, lo que equivale a decir que más precioso que ninguna otra persona: y que, además, el mundo es una conspiración gigantesca para privarle de todo lo que legítimamente le corresponde. Una vez que alguien está seguro de cuáles son sus derechos, resulta imposible discutir con él; y, así, la razón de la Ilustración se transforma rápidamente en la sinrazón del psicópata».

DOS DALRYMPLES

Los prejuicios, las ideas hechas o preconcebidas son inevitables e imprescindibles en la vida privada y en la vida profesional, en el arte, así como en la ciencia, lo que no significa, evidentemente, que todos los prejuicios heredados sean aceptables y que todos deban conservarse. «Sin duda, podemos deshacernos de cualquier actitud en particular respecto a cualquier cuestión dada, pero no podemos deshacernos de cualquier actitud de cualquier clase hacia esa cuestión». Creer que los seres humanos pueden y deben vivir y actuar sin prejuicios de ninguna clase, ni ideas preconcebidas, es una especie de metaprejuicio que, además, propone un patrón moral ilusorio, imposible y, por eso mismo, nefasto. Dalrymple cree que uno de los padres de este metaprejuicio moderno es John Stuart Mill, quien convirtió en On Liberty la lucha contra los convencionalismos dominantes en su época en la columna vertebral de sus propuestas morales, aunque es seguro que Mill rechazaría algunas de las interpretaciones y aplicaciones actuales de su exigencia de luchar contra los convencionalismos.

El tono de Dalrymple es siempre compasivo y comprensivo con los sujetos y casos reales que son la fuente de sus reflexiones, como podía esperarse de un médico que comenta los casos de sus pacientes. Pero hay otro Dalrymple cuando rastrea la formación de la cultura anticonvencional a través de las opiniones, los exabruptos y las elucubraciones de los mandarines, los escritores, intelectuales, artistas y políticos para quienes la destrucción del viejo orden moral nunca fue y no es ahora otra cosa que esteticismo de privilegiados: el paradigma sería Virginia Woolf, a la que detesta, y a quien dedica uno de sus más penetrantes artículos; la originalidad o la provocación artística (Ibsen o George Bernard Shaw serían dos buenos ejemplos) o pseudocientífica: el ejemplo de esta última sería Peter Singer, profesor en Princeton, apóstol de los derechos de los animales y partidario declarado de legalizar el infanticidio (hasta cierta edad de los bebés, por ejemplo, treinta días), de la eutanasia y, en su caso, de la eliminación, decidida por familiares y allegados, de ancianos, inválidos mentales y enfermos incurables; o el oportunismo político que está detrás del relativismo y del desvarío multicultural (el ejemplo más evidente y patético: cierta opinión «progresista» occidental según la cual debemos tratar de entender el fundamentalismo islámico y su posición en relación con las mujeres, en vez de criticar y defender cambios inspirados en nuestra cultura e incompatibles con el islam).

Realmente, la tesis más subversiva de Dalrymple es que este proceso de sustitución de prejuicios, que se desarrolla entremezclado con las muy diversas reivindicaciones amparadas en la doctrina de los derechos humanos, empeora, sobre todo, la situación y las posibilidades de las «clases bajas», de los pobres y peor educados, pero también, en algunos casos, de las mujeres y de los niños, es decir, de todos aquellos a los que, supuestamente, quieren favorecer las políticas inspiradas en las convenciones «políticamente correctas»: «Habiendo llevado a cabo una parte considerable de mi carrera profesional en países del Tercer Mundo en los que la implementación de ideales e ideas abstractos ha hecho que situaciones malas llegaran a ser incomparablemente peores, y el resto de mi carrera en medio de la muy extensa infraclase británica, cuyas desastrosas nociones sobre cómo vivir derivan, en última instancia, de ideas de los críticos sociales que son poco realistas, autocomplacientes y, con frecuencia, fatuas, veo ahora la vida artística e intelectual como algo que tiene incalculables efectos e importancia práctica. John Maynard Keynes escribió en un pasaje famoso de Las consecuencias económicas de la paz [...] que el mundo está gobernado por poco más que ideas viejas o difuntas de economistas y filósofos sociales. Estoy de acuerdo: excepto que ahora yo añadiría novelistas, autores de teatro, directores de cine, periodistas, artistas e, incluso, cantantes pop. Son los no reconocidos legisladores del mundo, y debemos prestar atención a lo que dicen y a cómo lo dicen».

No hay benevolencia sin prejuicios; no podemos escapar a obligaciones y mandatos cuya justificación no puede ser probada, es decir, obligaciones y mandatos justificados en o derivados de prejuicios; ningún sistema ético puede existir sin prejuicios; no hay virtud sin prejuicios: estas cuatro contundentes afirmaciones, que son títulos de los últimos capítulos de In Praise of Prejudice, resumen la posición de Dalrymple y pueden dar una medida de su distancia respecto de la «corrección política». (Revista de Libros, núm.138, Junio 2008).



Luis María Linde


La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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Entrada núm. 5076
Publicada originariamente el 23/7/2008
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domingo, 2 de junio de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] ¡Danzad, danzad, malditos!





Aunque muchas personas podrían sostener que consideran la libertad como el bien supremo, suelen optar en la práctica por la seguridad, escribía en enero pasado en Revista de Libros el médico y escritor inglés Anthony Daniels, que suele publicar sus libros y artículos bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple, reseñando el del escritor polaco Witold Szabłowski, titulado Dancing Bears. True Stories of People Nostalgic for Life Under Tyranny.

Admitir que se prefiere el confort al riesgo, comienza diciendo Dalrymple, lo conocido a lo desconocido, la rutina a la aventura y la dependencia a la responsabilidad personal tiene algo de vergonzoso, lo cual explica por qué la gente no reconoce sus preferencias en público y se condena en consecuencia a incurrir en la mala fe. Tienen que pretender creer algo en lo que no creen, a saber, que la libertad es su bien supremo.

En la cárcel en que trabajé durante muchos años como médico solía preguntar en un aparte, y en confianza, a los presos que habían sido detenidos y condenados por enésima vez si preferían realmente la vida en la cárcel a la vida en el exterior. Alrededor de un tercio me admitieron que sí, porque en la cárcel se encontraban a salvo: de sus enemigos, de las exigencias intimidantes de las madres de sus hijos, de la necesidad de arreglárselas por sí solos, pero, sobre todo, de ellos mismos. Cuando quedaban a su libre albedrío, no sabían qué hacer y, en consecuencia, hacían las cosas más obviamente autodestructivas. Lo cierto es que no era inhabitual que un preso lanzara un ladrillo a la cárcel nada más ser liberado con la esperanza de volver a entrar lo antes posible. Incluso el escritor Arthur Koestler escribió en cierta ocasión que no se había sentido nunca más libre que cuando fue condenado a muerte en una de las prisiones franquistas durante la Guerra Civil. Pero ningún preso admitiría jamás a otro preso que le gusta la cárcel, porque, si así lo hiciera, sería considerado como un debilucho en el mejor de los casos y, en el peor, como un traidor. Ni los debiluchos ni los traidores lo pasan bien en una cárcel.

En este libro, el periodista polaco Witold Szabłowski traza un sugerente paralelismo entre la liberación de los conocidos como osos danzantes en Bulgaria, que se produjo gracias a la presión de los grupos que luchan por los derechos y el bienestar de los animales en Europa Occidental, y el de los pueblos de Europa del Este tras la caída del Muro de Berlín. Tanto los osos como las personas tuvieron dificultades al enfrentarse a su recién recuperada libertad. Mi ejemplar del libro dice en la contracubierta que el autor pertenece a la tradición de Ryszard Kapuściński, pero no estoy del todo seguro de que eso sea, o deba ser, enteramente un cumplido cuando se describe una obra que se encuadra supuestamente en el género del reportaje. Kapuściński era un escritor maravilloso y cautivador, pero también tenía algo de fabulador que tendía a presentar la ficción como una verdad literal sobre las bases espurias de que la ficción puede penetrar en verdades más profundas que el reportaje de los meros hechos. Todos creemos esto, quizá, pero nos gusta saber, sin embargo, cuándo están fabricándose los supuestos hechos y no nos gusta que nos tomen por tontos ignorantes o por crédulos.

La analogía entre las dificultades de los osos danzantes tal como las describe Szabłowski y las de los pueblos de Europa del Este es, por supuesto, más poética que exacta. Durante siglos, los gitanos de los Balcanes han amaestrado a los cachorros de oso para ejecutar gracias que divirtieran a la gente y hacer ganar dinero con ello a sus dueños. Aunque esto suponga dolor para los animales ‒se les sacan los dientes, por ejemplo, se ponen anillos que les atraviesan su órgano más sensible, su nariz, a los que se engancha una cadena a la que van unidos durante el resto de su vida, reciben una alimentación inadecuada y son condicionados por medio de estímulos aversivos para que actúen de un modo absolutamente ajeno a su naturaleza y su dignidad natural‒, sus dueños afirman que los aman y defienden que tienen una relación especial con ellos. No pueden imaginar la vida sin ellos.

Cuando se ilegalizó en Bulgaria la posesión de osos danzantes, no podía dejarse a los animales en libertad sin más, por supuesto. No sabían cómo buscar comida; no sabían cómo prepararse para la hibernación ni comprender siquiera que tenían que hibernar; con toda probabilidad, osos genuinamente salvajes los habrían matado. En cualquier caso, no habrían sobrevivido mucho tiempo.

Tras haber liberado a los osos de sus dueños gitanos, las organizaciones en defensa de los derechos de los animales y los grupos de presión ecológicos crearon una especie de parque ursino o centro de rehabilitación de unas diez hectáreas en el que los osos podían moverse libremente, pero en el que llevaban una vida no más natural para un oso que la que hacían con sus anteriores propietarios. La alambrada que los rodeaba se electrificó a fin de que no pudieran traspasarla. Había que procurarles comida y se construyeron refugios invernales. No podían tener cachorros porque estaban esterilizados. Cuando se encuentran en la naturaleza, los osos pasan tres cuartas partes de su tiempo buscando comida, pero, ¿qué es lo que podían hacer ahora con su tiempo los osos liberados? No puedes tener a un oso viendo todo el tiempo la televisión, al contrario que un antiguo drogadicto o un criminal. Lo que se decidió fue esconder la comida a fin de que tuvieran que salir en su búsqueda.

El libro se vale de los osos como una metonimia para las poblaciones de Europa del Este tras su liberación del comunismo. La transición de la tiranía a la libertad no fue en absoluto fácil para ellas. Del mismo modo que los osos quedaron desconcertados por su nueva vida, otro tanto les sucedió a las poblaciones de Europa del Este, al menos tal como las retrata el autor.

Cuando sus antiguos dueños acudían de visita al centro de rehabilitación, los osos solían empezar a bailar, al igual que hacían en los viejos tiempos. A veces se mostraban perplejos cuando se les quitaban los anillos de la nariz. Por dolorosos que hubieran sido sin duda los anillos, los osos se habían acostumbrado tanto a ellos que les resultaba difícil comprender por qué estaban ahora sin ellos. Esto era, grosso modo, el equivalente de la nostalgia por los tiempos pasados que empezaron a sentir muchos de los habitantes de los antiguos países comunistas. A menudo, cuando fueron libres para hacerlo, votaron por quienes habían sido sus opresores de antaño. Ahora que se les pedía que se las arreglaran por sí solos y que habían de enfrentarse a fenómenos nuevos y tan extraños como las facturas de la luz, añoraban los tiempos de su existencia empobrecida pero estable bajo regímenes comunistas (olvidando, por supuesto, la extrema violencia que los habían visto nacer), durante la cual contaban estrictamente con lo justo, aunque carecieran de libertad. Visto retrospectivamente, a muchos de ellos esto les parecía una posibilidad mejor que aquello que les ofrecía la nueva situación política. Del mismo modo que los osos no sabían qué hacer con su tiempo, las poblaciones de Europa del Este no sabían qué hacer con su libertad.

En aquellos regímenes comunistas seguía existiendo una suerte de emprendimiento, pero se dirigía casi en exclusiva a hacer tejemanejes para conseguir pequeñas ventajas o privilegios del sistema estatal. Era redistributivo más que productivo, ya que la economía comunista era un juego de suma cero en el que el acceso de cualquier persona a un bien escaso (café o mantequilla, por ejemplo) privaba necesariamente de él a otra persona, puesto que la demanda jamás generaba oferta. Contar con conexiones políticas, la zorrería, la falta de escrúpulos y los sobornos eran los ingredientes necesarios para este tipo de emprendimieto.

No era sorprendente, por tanto, que este siguiera siendo el modelo en la mente de muchas personas después del cambio, y a veces con razón. En Kosovo, por ejemplo, casi toda la actividad económica estaba (y sigue estando) relacionada con la captación y el reciclamiento de subvenciones de Occidente, de tal modo que este tipo especial de emprendimiento sigue siendo la clave para la prosperidad personal, si bien a un nivel más elevado. En Ucrania, el cultivo del suelo más fértil de Europa, si es que no del mundo, no resulta tan beneficioso como el contrabando de coches y, por tanto ‒lo cual no resulta irrazonable desde un punto de vista personal‒, los emprendedores se dedican al contrabando de coches y no a producir alimentos.

El concepto central del libro es que los europeos del Este son los osos danzantes de la humanidad. Al igual que los osos liberados que no pueden vivir en libertad natural, los europeos del Este liberados del socialismo no pueden vivir en las condiciones que procura la democracia liberal, sino que existen más bien en un limbo curioso e incómodo situado en alguna parte entre uno y otra, en el que no disfrutan ni de la seguridad, por empobrecida que fuera, del socialismo, ni de las ventajas de una economía libre.

A primera vista, los paralelismos parecen sugerentes e, incluso, persuasivos. Sin embargo, pasan a serlo menos cuanto mayor sea el detalle con que se examinan. Por comenzar con una sola diferencia evidente, en los antiguos países de Europa del Este que formaban el Consejo de Ayuda Mutua Económica (COMECON) no había alambradas electrificadas que les impidieran aventurarse al exterior y, de hecho, millones de personas decidieron marcharse.

Los osos danzantes son reducidos en número, mientras que la población humana de Europa del Este es muy amplia. Resulta posible, por tanto, hablar de los osos en general de un modo en el que también resulta posible hablar de los europeos del Este en general, aunque hubiera diferencias individuales incluso entre los osos. Por ejemplo, algunos apenas se dieron cuenta de que les habían quitado los anillos que les traspasaban la nariz, mientras que a otros la eliminación de los anillos les resultó profundamente desconcertante. Pero la variación entre seres humanos, tanto individualmente como en grupos, es, por supuesto, inmensamente mayor que entre los osos. El repertorio de reacciones ante un cambio de circunstancias resulta (apenas hace falta que lo diga) infinitamente mayor entre humanos que entre osos.

Es posible, por tanto, contar la historia de los osos de una manera que no puede servirnos para contar la historia de Europa del Este. Los encuentros del autor con europeos del Este que integran la segunda mitad de su libro parecen misceláneos y azarosos. ¿Por qué elegir, por ejemplo, a una mujer polaca que no tiene casa y vive en la calle en Londres? ¿De qué se supone que ha de ser emblemática? Parece ser que hay un millón de polacos en Gran Bretaña, muy pocos de ellos sin casa. Su falta de rumbo ‒está pensando en trasladarse a España por el sol‒ difícilmente resulta característica de sus compatriotas. La queja popular contra ellos más bien es que, al estar preparados para realizar trabajos tan duros, se quedan con los empleos de la gente local. Ahorran dinero, a menudo para invertirlo en Polonia. No es fácil que su conducta nos haga pensar en la indefensión de los osos liberados.

En conjunto, lo implícito opera más poderosamente en la mente que lo explícito, pero en un libro como este, en el que las analogías son vagas, se requiere algún tipo de análisis explícito: pero no hay ninguno. Aun para el observador casual, resulta obvio que a algunos países de Europa del Este les ha ido mejor que a otros y, en consecuencia, se requiere una explicación de las diferencias. ¿Por qué los efectos psicológicos de las tiranías comunistas han demostrado ser más serios y duraderos en unos países que en otros?

Incluso el subtítulo induce a confusión: hace referencia a las tiranías en general y no específicamente a las tiranías comunistas totalitarias que padecieron los países de Europa del Este durante más de cuarenta años. Esto es importante, porque esas tiranías eran de un tipo especial, ya que no sólo proscribían la expresión pública de determinadas opiniones (lo cual es común a todas las tiranías), sino que convirtieron asimismo en obligatoria la expresión pública de otras opiniones. Se trata de una imposición mucho peor que la simple censura. Que te impidan decir lo que sabes que es cierto es una cosa, pero otra muy diferente es que te obliguen a decir lo que sabes que no lo es, y esto resulta mucho más dañino para la psique y la personalidad humanas.

Además, las tiranías comunistas intentaron destruir en la mayor medida posible toda, o prácticamente toda, la actividad económica y social que escapaba a su control. El alcance del éxito de su empeño dependía de una serie de factores: la cultura preexistente y el carácter de los países en que se instituyeron, su grado de crueldad y la duración de su control. Los hábitos de un juicio independiente pueden perderse, del mismo modo que tienden también a atrofiarse las facultades de la mente que no se utilizan nunca. Cuanto más se prolonga la falta de uso, más tiempo se requerirá para la necesaria rehabilitación. Este es el motivo por el que los efectos de las tiranías comunistas han demostrado ser más difíciles de superar que los efectos de otros tipos de tiranías, por traumáticos que puedan haber sido en su momento.

Sea cual sea la inadecuación de su concepto central, el libro suscita, sin embargo, importantes cuestiones de filosofía política. ¿Qué importancia reviste para nosotros la libertad en comparación con otras desideratas? ¿En qué condiciones somos capaces de disfrutarla? ¿Cuál es el precio que estamos dispuestos a pagar por ella?

Ciertamente, la elección que se realiza sin sabiduría o discreción es con frecuencia desagradable de contemplar y peligrosa en sus consecuencias: pero, ¿cómo va a alcanzarse la sabiduría o la discreción sin el ejercicio de la elección? Observar qué hacen las personas con la libertad recién recobrada suele ser una experiencia desalentadora; pero la libertad es la libertad, no el buen gusto o cualquier otro desiderátum. Y quien desee vivir en un país libre debe limitar o controlar su disgusto ante las elecciones de otros.

En los países occidentales no deberíamos engañarnos, sin embargo, en lo relativo a la fuerza de nuestro compromiso con la libertad. El impulso para ejercer poder sobre otros, supuestamente por su propio bien, no está nunca muy lejos de los pensamientos y los deseos de los intelectuales. El deseo de silenciar a aquellos con quienes discrepamos parece estar fortaleciéndose como fenómeno social. Al mismo tiempo, la libertad que ansían muchas personas es la de las consecuencias naturales de sus propias elecciones. Desean la libertad (y defienden el derecho) de hacer lo que quieran ‒tomar drogas, por ejemplo‒, pero desean contar asimismo con la seguridad de saber que otros pagarán por sus decisiones cuando las cosas vayan mal. Una de las debilidades del libertarismo es la imposibilidad, en nuestras circunstancias actuales, de que quienes toman las decisiones más evidentemente estúpidas cobren conciencia de los costes de su conducta.

No quiero sostener ninguna falsa equivalencia, pero la analogía del oso danzante podría, quizás, aplicarse con más fuerza a personas que viven en Estados del bienestar y no en uno comunista. Recuerdo ahora el pasaje de Tocqueville en su La democracia en AméricaDespués de haber tomado a cada individuo, uno por uno, en sus poderosas manos, y de haberlos moldeado a su antojo, el poder soberano extiende sus brazos sobre la totalidad de la sociedad; cubre la superficie de la sociedad con una red de reglas pequeñas, complejas, diminutas y uniformes que las mentes más originales y los espíritus más vigorosos no pueden romper para ir más allá de la multitud; no rompe voluntades, pero las suaviza, las dobla y las dirige; raramente impone la acción, pero se opone constantemente a tu actuación; no destruye, impide el nacimiento; no tiraniza, dificulta; reprime, enerva, extingue, aturde y, finalmente, reduce cada nación a no ser más que un rebaño de animales tímidos y diligentes, de los que el gobierno es el pastor.

Como metonimias para nuestra situación actual, los osos danzantes y los animales tímidos y diligentes tienen mucho en común. Como médico que ha trabajado en el sistema sanitario estatal, yo fui, en todo caso, más a menudo un oso danzante que un tímido animal diligente, dado que me obligaron a saltar por un gran número de absurdos aros burocráticos, aunque también fui diligente. Además, parece haber un aumento inexorable en el número de aros que encontramos ante nosotros, lo que hace que el baile resulte más difícil. He conocido a conductores de taxi africanos en París que estaban pensando en volver a dictaduras en África: a fin de ganar más libertad.

Merece la pena, por tanto, recordar las palabras de Tocqueville: Siempre he creído que este tipo de servidumbre, regulada, suave y pacífica [...] podría combinarse mejor de lo que imaginamos con algunas de las formas externas de libertad, y que no sería imposible que se estableciera a la sombra misma de la soberanía del pueblo.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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jueves, 2 de febrero de 2017

[De libros y lecturas] Hoy, con "Sentimentalismo tóxico", de Theodore Dalrymple





Hace unos días, para ser concreto, el pasado 17 de enero, escribí en el blog  una entrada (que les invito a releer desde el enlace inmediatamente anterior) con la reseña que Revista de Libros había hecho del titulado Sentimentalismo tóxico. Cómo el culto a la emoción pública está corroyendo nuestra sociedad (Alianza, Madrid, 2016), del médico y escritor británico Anthony Daniels, que escribe bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple. Leído el libro, una vez más gracias a la generosa actitud para conmigo de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, reconozco que mi forma de mirar, ver, observar y percibir la "realidad", signifique esto lo que signifique, ya no va a ser la misma nunca más. Y no porque le dé la razón a Dalrymple en todo lo que dice (a veces me resulta excesivamente sarcástico), sino porque después de leerle es imposible pensar en lo que vemos con los mismos ojos que antes de hacerlo.

No voy a comentarlo. Ni a recomendárselo, aunque merezca la pena leerlo. Bastantes problemas tengo ya con intentar entenderme a mí mismo y enfrentarme cada día a la pantalla en blanco del portátil sin tener claro que llevarme al teclado. Reproduzco únicamente su conclusión (la del libro de Dalrymple) que se inicia con una frase de Oscar Wilde que dice así: "Un sentimental es alguien que simplemente desea disfrutar del lujo de una emoción sin tener que pagar por ello". El sentimentalismo, señala, no es dañino mientras permanece en la esfera de lo personal. Seguramente nadie es completamente inmune a la manipulación de sus emociones por una historia edulcorada un cuadro o una pieza musical. 

Pero como motor de una política pública, o de la reacción pública a un acontecimiento o problema social, añade, es tan perjudicial como frecuente. Hay un gran componente sentimental en la idea moderna del multiculturalismo, según la cual todos los aspectos de todas las culturas son mutuamente compatibles y pueden coexistir con la misma facilidad  con los restaurantes de diferentes cocinas en el centro de una ciudad cosmopolita, simplemente porque la humanidad está impulsada por, o es susceptible a expresiones de buena voluntad siempre y en todas partes. El hecho de que muchas sociedades multiculturales se vean desgarradas por la hostilidad, incluso después de cientos de años de convivencia, o que no sea fácil reconciliar las ideas occidentales de la libertad con la condena a muerte por apostasía por la que abogan las cuatro escuelas suníes de interpretación de la ley islámica, así como con otros muchos preceptos de la ley islámica, eluden el pensamiento de los partidarios del multiculturalismo como una anguila se desliza entre los dedos de alguien que trata de atraparla con las manos. Si, por ejemplo, preguntamos a un defensor del multiculturalismo qué han aportado los somalíes, en tanto que somalíes, a la cultura de un país como Gran Bretaña, seguramente se quedará callado. Es poco probable que diga que valora sus tradiciones políticas (las que le obligaron a salir huyendo de Somalia); no conocerá nada de su literatura, ni siquiera si existe tal literatura, tampoco sabrá nada de su arte ni de su arquitectura; probablemente le sonará que la aportación de Somalia a la ciencia moderna es prácticamente inexistente; tampoco habrá estudiado sus costumbre, muchas de las cuales encontraría repugnantes si se tomara la molestia de investigar algo sobre ellas y ni siquiera podrá nombrar un plato típico de la cocina somalí, un grado insólito de ignorancia e indiferencia incluso para un defensor del multiculturalismo. (El camino hacia el corazón de un partidario del multiculturalismo definitivamente pasa por su estómago).

Y, sin embargo, añade, seguirá afirmando, con la certeza casi religiosa de quien acepta la teoría de la influencia del dióxido de carbono en el calentamiento global, que la presencia de enclaves de somalíes, el mantenimiento de su cultura en esos enclaves, indiscutiblemente y por definición, supone un enriquecimiento para la cultura británica, o para cualquier sociedad occidental, como si viviera mejor dentro de un gran museo antropológico. 

En ningún momento, continúa más adelante, pretendo decir que la llegada de inmigrantes o extranjeros no pueda enriquecer enormemente la cultura del país que los recibe: la llegada de los hugonotes o de judíos alemanes o austríacos a Gran Bretaña son ejemplos evidentes de ese enriquecimiento. Y es indudable que la afluencia de extranjeros procedentes de muchos países diferentes ha mejorado mucho la calidad de la cocina de la Gran Bretaña. Pero es completamente diferente argumentar que la inmigración masiva es un bien en sí mismo, simplemente por la diversidad étnica y cultural que aporta a un pequeño espacio y porque la humanidad es una gran familia feliz. Es la clase de ideas que inducen las bebidas alcohólicas después de un duro día de trabajo, que la vida, es bastante buena que todos los hombres son hermanos y que la situación, por muy desastrosa que parezca, acabará arreglándose. Huelga decir que no vale como sustituto del pensamiento genuino.

Pero el sentimentalismo está triunfando en un campo tras otro, señala. Ha arruinado la vida de millones de niños creando una dialéctica de excesiva indulgencia y abandono. Ha destruido los estándares educativos y causado una grave inestabilidad emocional debido a la teoría de las relaciones humanas que entraña. El sentimentalismo ha sido precursor y cómplice de la violencia en los ámbitos en que se han aplicado políticas sugeridas por él. El culto a los sentimientos destruye la capacidad de pensar, o incluso la conciencia de que hay que pensar. Pascal tenía toda la razón cuando dijo: Travaillons donc à bien penser. Voila le principe de la moral. Procuremos, pues, pensar bien. Ese es el principio de la moralidad.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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domingo, 14 de junio de 2015

[Pensamiento] Creencias, prejuicios y corrección política






Todos tenemos prejuicios sobre algo, sobre alguien; quien esté libre de pecado que tire la primera piedra... Como opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal, lo define el diccionario de la Real Academia. Y siempre con connotaciones negativas. ¿Siempre?... Yo pensaba que sí, pero  tiempo ha que ya no estoy tan seguro.

Hay un precioso librito de Hannah Arendt: "¿Qué es la política?" (Paidós, Barcelona, 1997),  de apenas 150 páginas, que dedica varias de ellas al asunto de los prejuicios en política. Dice en una: "En nuestro tiempo, si se quiere hablar sobre política, debe empezarse por los prejuicios que todos nosotros, si no somos políticos de profesión, albergamos contra ella. Estos prejuicios, que nos son comunes a todos, representan por sí mismos algo político en el sentido más amplio de la palabra: no tienen su origen en la arrogancia de los intelectuales ni son debidos al cinismo de aquellos que han vivido demasiado y han comprendido demasiado poco. No podemos ignorarlos porque forman parte de nosotros mismos y no podemos acallarlos porque apelan a realidades innegables y reflejan fielmente la situación efectiva en la actualidad y sus aspectos políticos. Pero estos prejuicios no son juicios. Muestran que hemos ido a parar a una situación en que políticamente no sabemos -o todavía no sabemos- cómo movernos". Un poco más adelante vuelve sobre el mismo tema, clarificando el papel de los prejucios en política: "Los prejuicios representan siempre en el espacio público-político fundadamente un gran papel. Se refieren a lo que sin darnos cuenta compartimos todos y sobre lo que ya no juzgamos porque casi ya no tenemos la ocasión de experimentarlo directamente. Todos estos prejuicios, cuando son legítimos y no mera charlatenería, son juicios pretéritos. Sin ellos ningún hombre puede vivir porque una vida desprovista de prejuicios exigiría una atención sobrehumana, una constante disposición, imposible de conseguir, a dejarse afectar en cada momento por toda la realidad, como si cada día fuera el primero o el del Juicio Final". 

En el número 182 de Revista de Libros (Junio, 2008) se publicaba también un interesante artículo, con el título de "Theodore Dalrymple contra la corrección política", escrito por el actual gobernador del Banco de España, Luis María Linde, reseñando dos libros recién publicados por aquellas fechas: "In praise of prejudice. The necessity of preconceived ideas" (Encounter Books, Nueva York, 2008) y "Our culture, What's left of it. The mandarins and the masses" (Ivan R. Dee, Chicago, 2008), del médico, psiquiatra y escritor británico Anthony Daniels (1949), que suele escribir bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple, y al que Linde considera como uno de los "escritores políticos más independientes y menos políticamente correctos" de Europa. Daniels no es un académico, ni un periodista, ni un político, dice el profesor Linde de él. No le interesa o, al menos, no le interesa primordialmente explicar o discutir ideas ajenas, ni pretende defender o atacar ningún programa político, ni habla en nombre de ningún partido, ni ofrece ningún nuevo código moral. Aunque opina sobre cuestiones políticas o culturales de interés general, escribe, fundamentalmente, a partir de su experiencia profesional como médico y psiquiatra. Lo que le ha interesado es, sobre todo, entender y explicar las creencias y las costumbres, lo que quizá podríamos llamar la «psicología moral» de los grupos más pobres, marginales y peor educados de los países occidentales, con el Reino Unido como experiencia «ejemplar», así como el papel y la responsabilidad de los intelectuales y de los «personajes públicos» en la construcción y justificación de la nueva moralidad que empieza a alumbrarse en el siglo XIX y se convierte en «políticamente correcta» en las sociedades occidentales, empezando por las más ricas, durante los últimos cincuenta años.

Aunque por su falta de intención o ambición sistemática y su forma breve puede recordar, a veces, a los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII, sigue diciendo, su interés no estriba, como ocurre con esos moralistas, en analizar y entender los entresijos y reacciones de la psicología individual, las «pasiones» del ser humano consideradas como «naturaleza» y, por consiguiente, «invariables». También está lejos, por sus intereses y su estilo, de los dos grandes críticos sociales ingleses del siglo XVIII, Swift y Mandeville –este último no era inglés, sino un holandés emigrado y, por cierto, también médico–, que, con intenciones muy distintas, se ocuparon de las paradojas, los vicios y los absurdos de la sociedad que conocieron.

Daniels cree, continúa diciendo Linde, que las sociedades occidentales llevan varios decenios sustituyendo creencias y prejuicios que desempeñaban un papel muy importante para la convivencia y que eran, por ello, cimientos de su modelo político democrático y de sus avances económicos, por otras ideas preconcebidas y nuevos prejuicios que los empujan hacia modelos políticos y reglas morales alejados o contrarios a sus valores". Degeneración cultural, política y moral que afectaría a toda Europa y en las que Gran Bretaña y Holanda ocuparían un primerísimo lugar. La descomposición o desaparición de la vida familiar y el aumento de la violencia en todos los ámbitos y en todas sus formas sería para él una de las manifestaciones más claras de esa patología, a la que, paradójicamente, atribuye como causa la doctrina de los derechos humanos, derechos estos a los que tacha de "una verdadera catástrofe humana"... Para Daniels, concluye Luis María Linde, "nadie puede escapar a obligaciones y mandatos cuya justificación no puede ser probada, es decir, obligaciones y mandatos justificados en o derivados de prejuicios; ningún sistema ético puede existir sin prejuicios; no hay virtud sin prejucios".

Es un análisis denso el que realiza Luis María Linde sobre Anthony Daniels (o Theodore Dalrymple) y su pensamiento, pero su lectura resulta sumamente instructiva, obliga a pensar, recapacitar y, hasta es posible, a replantearnos algunos de nuestros propios "prejuicios"... 

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Theodore Dalrymple (Anthony Daniels)





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miércoles, 17 de julio de 2013

Política y sociedad: Creencias y prejuicios




Sin prejuicios



Todos tenemos prejuicios sobre algo, sobre alguien; quien esté libre de pecado que tire la primera piedra... Como opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal, lo define el diccionario de la Real Academia. Y siempre con connotaciones negativas. ¿Siempre?... Yo pensaba que sí, pero ahora ya no estoy tan seguro.

En el número 182 (junio 2008) de "Revista de Libros" correspondiente al pasado mes de junio leo un interesante artículo ("Theodore Dalrymple contra la corrección política"), que reproduzco íntegramente más adelante con el permiso de Revista de Libros y del propio autor, el economista Luis María Linde (Banco de España/Banco Interamericano de Desarrollo) sobre dos recientes libros ("In praise of prejudice. The necessity of preconceived ideas", Encounter Books, Nueva YorK, y "Our culture, What's left of it. The mandarins and the masses", Ivan R. Dee, Chicago), del médico, psiquiatra y escritor británico Anthony Daniels (n. 1949), que suele escribir bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple, y al que Linde considera como uno de los "escritores políticos más independientes y menos políticamente correctos" de Europa.

Dice Linde que Dalrymple "cree que las sociedades occidentales llevan varios decenios sustituyendo creencias y prejuicios que desempeñaban un papel muy importante para la convivencia y que eran, por ello, cimientos de su modelo político democrático y de sus avances económicos, por otras ideas preconcebidas y nuevos prejuicios que los empujan hacia modelos políticos y reglas morales alejados o contrarios a sus valores". Degeneración cultural, política y moral que afectaría a toda Europa y en las que Gran Bretaña y Holanda ocuparían un primerísimo lugar. La descomposición o desaparición de la vida familiar y el aumento de la violencia en todos los ámbitos y en todas sus formas sería para Dalrymple, según Linde, una de las manifestaciones más claras de esa patología, a la que, paradójicamente, atribuye como causa la doctrina de los derechos humanos, a los que considera "una verdadera catástrofe humana"...

Para Dalrymple, deja de manifiesto Luis María Linde, "nadie puede escapar a obligaciones y mandatos cuya justificación no puede ser probada, es decir, obligaciones y mandatos justificados en o derivados de prejuicios; ningún sistema ético puede existir sin prejuicios; no hay virtud sin prejucios".

Es un análisis denso el que realiza Luis María Linde sobre Theodore Dalrymple (Anthony Daniels), su pensamiento y los dos libros citados, pero su lectura resulta sumamente instructiva, obliga a pensar, recapacitar y, hasta es posible, a replantearnos algunos de nuestros propios "prejuicios"... Sean felices. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt




Anthony Daniels




"Theodore Dalrymple, contra la corrección política", por Luis María Linde
Revista de Libros, núm.138, Junio 2008

Theodore Dalrymple (seudónimo del médico y escritor inglés Anthony Daniels) es muy poco conocido en España; ninguno de sus libros –más de una docena a lo largo de los últimos veinte años– se ha traducido al español y muy pocos de sus artículos, que aparecen con bastante frecuencia en Estados Unidos y en el Reino Unido, se han publicado en España (1).

Dalrymple, nacido en 1949, ha trabajado en Tanzania y Zimbabue, se ha interesado por la situación de varios países latinoamericanos y por los problemas de la ayuda al desarrollo, y ha trabajado en Inglaterra, hasta su jubilación, con personas y familias pobres, inmigrantes, marginales y en la prisión de Birmingham. Su clientela han sido los grupos de población que dan título a uno de sus libros, Life at the Bottom (2) («La vida abajo del todo», o algo similar). Hoy, Dalrymple se encuentra entre los escritores políticos más independientes y menos «políticamente correctos» del Reino Unido y es uno de los más originales y lúcidos analistas culturales y sociales en lengua inglesa y, quizás, en cualquier lengua europea (3).

Dalrymple no es un académico, ni un periodista, ni un político. No le interesa o, al menos, no le interesa primordialmente explicar o discutir ideas ajenas, ni pretende defender o atacar ningún programa político, ni habla en nombre de ningún partido, ni ofrece ningún nuevo código moral. Aunque opina sobre cuestiones políticas o culturales de interés general, escribe, fundamentalmente, a partir de su experiencia profesional como médico y psiquiatra. Lo que le ha interesado es, sobre todo, entender y explicar las creencias y las costumbres, lo que quizá podríamos llamar la «psicología moral» de los grupos más pobres, marginales y peor educados de los países occidentales, con el Reino Unido como experiencia «ejemplar», así como el papel y la responsabilidad de los intelectuales y de los «personajes públicos» en la construcción y justificación de la nueva moralidad que empieza a alumbrarse en el siglo XIX y se convierte en «políticamente correcta» en las sociedades occidentales, empezando por las más ricas, durante los últimos cincuenta años.

Aunque por su falta de intención o ambición sistemática y su forma breve puede recordar, a veces, a los moralistas franceses de los siglos XVII y XVIII, su interés no estriba, como ocurre con esos moralistas, en analizar y entender los entresijos y reacciones de la psicología individual, las «pasiones» del ser humano consideradas como «naturaleza» y, por consiguiente, «invariables». También está lejos, por sus intereses y su estilo, de los dos grandes críticos sociales ingleses del siglo XVIII, Swift y Mandeville –este último no era inglés, sino un holandés emigrado y, por cierto, también médico–, que, con intenciones muy distintas, se ocuparon de las paradojas, los vicios y los absurdos de la sociedad que conocieron.

Dalrymple ha publicado varios libros sobre cuestiones médicas y de salud de interés general (entre ellos, uno con ideas muy contrarias a las opiniones más extendidas sobre la forma de entender y tratar las adicciones a los derivados del opio (4) y dos libros en que reunía artículos publicados con anterioridad: Life at the Bottom, al que ya nos hemos referido, y el segundo de los reseñados al comienzo de estas líneas, que podría traducirse como Nuestra cultura, lo que queda de ella. Los mandarines y las masas, que incluye, entre otros artículos de gran interés, uno, «The Goddess of Domestic Tribulations» (La diosa de las tribulaciones cotidianas), realmente antológico, sobre las reacciones sociales, políticas y periodísticas en el Reino Unido tras la muerte en 1997 de Diana Spencer, ex esposa del príncipe Carlos, «la princesa del pueblo», según el título que le dio –la revista Hola no lo habría hecho mejor– el entonces primer ministro británico, Tony Blair.

Dalrymple cree que las sociedades occidentales llevan varios decenios sustituyendo creencias y prejuicios que desempeñaban un papel muy importante para la convivencia y que eran, por ello, parte de los cimientos de su modelo político democrático y de sus avances económicos, por otras ideas preconcebidas y nuevos prejuicios que los empujan hacia modelos políticos y reglas morales alejados o contrarios a sus valores. Cree que el Reino Unido y algunos países del norte europeo –Holanda, quizás, en primer lugar– son los lugares en que ese proceso, que para él significa una verdadera degeneración cultural, política y, en suma, moral, está más avanzado, aunque piensa que el fenómeno afecta, en mayor o menor medida, a toda Europa y, desde luego, aunque con características diferentes, a los dos países ricos de América del Norte: Estados Unidos y Canadá.

LA VIDA ABAJO DEL TODO, PERO SIN PREJUICIOS...

¿Cuál es el diagnóstico del psiquiatra Dalrymple? Su último libro, el primero reseñado más arriba, En alabanza del prejuicio, que lleva por subtítulo La necesidad de las ideas preconcebidas (redactado, por así decir, «de nueva planta», ya que no se trata de una recopilación de artículos ya publicados), ofrece una respuesta que gira en torno al adanismo, es decir, el desprecio o rechazo de lo que el pasado pueda enseñarnos, la convicción de que la autonomía moral que podría tildarse de «nueva» o «renacida» es en cada individuo un valor supremo. El adanismo, junto con la igualdad como aspiración y meta suprema de la política, y fundamento y justificación del Estado benefactor y sus muchas y variadas consecuencias, así como el relativismo, fundamento del multiculturalismo, son, para Dalrymple, las manifestaciones de esa patología que está cambiando –a peor, en su opinión– la política y la cultura de las sociedades occidentales. El adanismo moral, la inclinación a rechazar las normas, prejuicios y costumbres heredadas del pasado, se manifiesta desde hace décadas con tal empuje que hace difícil discriminar y salvar o defender los «prejuicios buenos» o no descartar los «malos» cuando ello puede dar lugar a prejuicios aún peores. Pero ¿hay acaso prejuicios buenos?

Como parte de una herencia cuya causa puede remontarse a la Ilustración y a las dos grandes revoluciones del siglo XVIII, la americana y la francesa, la respuesta sería: no, no hay prejuicios buenos, porque las costumbres y reglas heredadas del pasado no pueden ser buenas, algo que, independientemente de otros significados y otras consideraciones es, en sí mismo, un nuevo prejuicio. Su justificación pasa, en última instancia –dice Dalrymple– por el rechazo del pasado, de todo el pasado: las tragedias y los horrores de la Historia no permiten otra cosa, no hay nada que salvar, la Historia no es más que una larga cadena de abusos, latrocinios, crímenes y genocidios.

Esta condena absoluta, sin resquicios, de la Historia lleva a un patrón moral fundado, «bien en un completo amoralismo, bien en la perfecta congruencia moral» (p. 16), es decir, bien en la regla según la cual ninguna regla es peor o mejor que ninguna otra porque ninguna puede justificarse de forma enteramente coherente y racional, bien en la regla que exige perfecta coherencia y congruencia, a falta de lo cual ningún juicio puede ser válido o aceptable: por ejemplo, el colonialismo europeo en África, o el británico en Australia, o el español en América, son absolutamente rechazables porque, cualesquiera que sean los argumentos y razones que puedan aducirse en su favor, se cometieron innumerables abusos, crueldades y crímenes; la democracia formal es una farsa porque no protege por igual a todos y no asegura la igualdad; gran parte de la investigación médica y farmacéutica es moralmente rechazable porque exige la realización de crueles experimentos con animales, e incluso, a veces, con seres humanos que se prestan a ser conejillos de Indias, etc. Los ejemplos pueden multiplicarse.

Tanto el amoralismo como el perfeccionismo moral ofrecen, dice Dalrymple, «una gran ventaja: nos liberan del peso del pasado. Libres de cualquier mancha heredada, tenemos no sólo el derecho, sino la obligación de llegar a todo por nosotros mismos, sin referirnos a nada que algún otro haya podido pensar alguna vez. Somos átomos morales en movimiento, para quienes el pasado no significa nada o, al menos, nada positivo o digno de emulación o, incluso, nada que convenga mantener. El pasado es, más bien, algo a evitar a cualquier precio, no sea que vaya a infectarnos con sus crímenes y sus locuras» (pp. 15-16).

El desarreglo moral e intelectual que significa el rechazo absoluto del pasado como fuente de experiencias aprovechable y, en suma, como fuente de «sabiduría» provoca toda una cadena de desarreglos añadidos en cuestiones cruciales como la educación y la vida familiar, y da lugar a nuevos prejuicios que no tienen más justificación que ser prejuicios que niegan los anteriores o justifican mejor las conveniencias y deseos –del orden que sea y entendidos del modo que sea– de los sujetos que se estiman libres de todo prejuicio.

Uno de los fenómenos más dramáticos con los que ha tenido que tratar Dalrymple durante sus años de ejercicio profesional en Inglaterra ha sido el rápido aumento en el número de mujeres muy jóvenes (muchas, casi adolescentes; algunas, casi niñas; todas ellas, pobres, de bajos niveles educativos, de ambientes sociales en los que la violencia doméstica es moneda corriente, con frecuencia cercanos a la delincuencia) que deciden tener hijos sin estar casadas, sin pareja estable y sin apoyo familiar de ninguna clase. «Derribar un prejuicio no es destruirlo como tal. Es, más bien, inculcar otro prejuicio [...]. El prejuicio de que está mal tener un niño fuera del matrimonio ha sido reemplazado por el prejuicio de que no hay nada en absoluto malo en ello. Pero es interesante señalar que la clase social que primero puso objeciones, en el terreno intelectual, al prejuicio original, es decir, la clase media-alta bien educada, es la que menos probabilidades tiene de comportarse como si el prejuicio original no estuviera justificado. En otras palabras, para esta clase es una cuestión de aseo intelectual, de obtener puntos, de parecer atrevida, generosa, imaginativa y de mentalidad independiente [...] más que una cuestión de política práctica» (p. 25).

Citando los resultados de un informe hecho en el Reino Unido sobre lo que piensan y cómo actúan esas madres solteras (pp. 25-26) y cómo justifican su decisión de tener un hijo sin pareja estable, sin medios económicos, sin apenas posibilidades de obtener un empleo estable y sin apoyo familiar, Dalrymple se pregunta si no habría sido mejor para ellas haber sido educadas con los prejuicios tradicionales: que, para tener un hijo, mantenerlo y educarlo, es mejor esperar a tener una familia y la compañía y ayuda de un padre, que no tener nada de eso. Pero esto es algo que, por varias razones –entre ellas, su carencia de vida familiar, su pobreza y falta de educación, la brutalidad del medio en que se desenvuelven, problemas de drogas y delincuencia–, muchas de esas mujeres consideran completamente fuera de su alcance, un sueño imposible. De forma que el niño que van a mantener, con la única o casi única ayuda, más o menos generosa, mejor o peor, del Estado benefactor, se convierte en su única posesión y consuelo, con lo cual están reproduciendo para esos niños las condiciones familiares y sociales de las que ellas mismas se consideran víctimas y de las que, naturalmente, querrían escapar.

... AL AMPARO DEL ESTADO BENEFACTOR

La desaparición del prejuicio contra las mujeres que tienen hijos sin estar casadas y contra los niños nacidos fuera del matrimonio se solapa, en parte, con la desaparición del prejuicio a favor de la vida familiar como elemento fundamental para la educación y para la convivencia. Dalrymple se acerca a este «antiguo» prejuicio a través de algo tan aparentemente trivial como es el hecho de que en muchos hogares de «clase baja» en el Reino Unido no hay una mesa y unas sillas que sirvan para que los miembros de la familia se reúnan a comer juntos (capítulo 6), algo que constituye –no parece que exija ninguna demostración– una rutina característica y significativa de la sociedad familiar. La descomposición y, con frecuencia, desaparición de la vida familiar entre los grupos de población de rentas más bajas y niveles de educación más deficientes es, para Dalrymple, una manifestación crucial de la enfermedad que trata de analizar y tiene, entre otras consecuencias, una muy profunda y significativa: la familia es un refugio y, a la vez, un lugar en el que hay que transigir con los demás; la carencia de ese refugio hace a los seres humanos más agresivos, egotistas e intolerantes, y más propicios a entender mejor las relaciones fundadas en, y justificadas por, la fuerza y el poder que por la empatía, la generosidad y la paciencia.

La descomposición o desaparición de la vida familiar es, para Dalrymple, un factor que contribuye directamente al aumento de la violencia en todos los ámbitos y en todas sus formas, algo en lo que, paradójicamente, ha colaborado de forma decisiva, en su opinión, la política de bienestar social de muchos gobiernos europeos. Refiriéndose al Reino Unido, «el Gobierno [se refiere al gobierno laborista en el poder en febrero de 2007] admitirá cualquier cosa menos reconocer que sus políticas sociales y las de gobiernos previos durante los pasados cuarenta años han moldeado una sociedad de psicópatas, en la cual una parte lamentablemente amplia de la población considera al resto de la gente de una forma puramente instrumental, como un medio para el logro de sus fines inmediatos. Esa parte de la población no siente ningún lazo afectivo o solidario de ninguna clase con el resto de la gente» (5). Lo más paradójico es que, amparándolo y justificando todo, está la doctrina de los derechos humanos, «una verdadera catástrofe humana [...] [esta doctrina] no sólo proporciona a las instituciones gubernamentales una excusa para introducirse en el tejido de nuestras vidas, sino que, además, tiene un efecto profundamente corruptor en la juventud, adoctrinada para creer que antes de que esos derechos se concedieran (¿o, hay que decir, se descubrieran?) no había libertad [...]. Todavía peor, convence a los jóvenes de que cada uno de ellos es de un valor precioso y único, lo que equivale a decir que más precioso que ninguna otra persona: y que, además, el mundo es una conspiración gigantesca para privarle de todo lo que legítimamente le corresponde. Una vez que alguien está seguro de cuáles son sus derechos, resulta imposible discutir con él; y, así, la razón de la Ilustración se transforma rápidamente en la sinrazón del psicópata» (6).

DOS DALRYMPLES

Los prejuicios, las ideas hechas o preconcebidas son inevitables e imprescindibles en la vida privada y en la vida profesional, en el arte, así como en la ciencia, lo que no significa, evidentemente, que todos los prejuicios heredados sean aceptables y que todos deban conservarse. «Sin duda, podemos deshacernos de cualquier actitud en particular respecto a cualquier cuestión dada, pero no podemos deshacernos de cualquier actitud de cualquier clase hacia esa cuestión» (7). Creer que los seres humanos pueden y deben vivir y actuar sin prejuicios de ninguna clase, ni ideas preconcebidas, es una especie de metaprejuicio que, además, propone un patrón moral ilusorio, imposible y, por eso mismo, nefasto. Dalrymple cree que uno de los padres de este metaprejuicio moderno es John Stuart Mill, quien convirtió en On Liberty la lucha contra los convencionalismos dominantes en su época en la columna vertebral de sus propuestas morales, aunque es seguro que Mill rechazaría algunas de las interpretaciones y aplicaciones actuales de su exigencia de luchar contra los convencionalismos (8).

El tono de Dalrymple es siempre compasivo y comprensivo con los sujetos y casos reales que son la fuente de sus reflexiones, como podía esperarse de un médico que comenta los casos de sus pacientes. Pero hay otro Dalrymple cuando rastrea la formación de la cultura anticonvencional a través de las opiniones, los exabruptos y las elucubraciones de los mandarines, los escritores, intelectuales, artistas y políticos para quienes la destrucción del viejo orden moral nunca fue y no es ahora otra cosa que esteticismo de privilegiados: el paradigma sería Virginia Woolf, a la que detesta, y a quien dedica uno de sus más penetrantes artículos (9); la originalidad o la provocación artística (Ibsen o George Bernard Shaw serían dos buenos ejemplos) o pseudocientífica: el ejemplo de esta última sería Peter Singer, profesor en Princeton, apóstol de los derechos de los animales y partidario declarado de legalizar el infanticidio (hasta cierta edad de los bebés, por ejemplo, treinta días), de la eutanasia y, en su caso, de la eliminación, decidida por familiares y allegados, de ancianos, inválidos mentales y enfermos incurables (10); o el oportunismo político que está detrás del relativismo y del desvarío multicultural (el ejemplo más evidente y patético: cierta opinión «progresista» occidental según la cual debemos tratar de entender el fundamentalismo islámico y su posición en relación con las mujeres, en vez de criticar y defender cambios inspirados en nuestra cultura e incompatibles con el islam).

Realmente, la tesis más subversiva de Dalrymple es que este proceso de sustitución de prejuicios, que se desarrolla entremezclado con las muy diversas reivindicaciones amparadas en la doctrina de los derechos humanos, empeora, sobre todo, la situación y las posibilidades de las «clases bajas», de los pobres y peor educados, pero también, en algunos casos, de las mujeres y de los niños, es decir, de todos aquellos a los que, supuestamente, quieren favorecer las políticas inspiradas en las convenciones «políticamente correctas»: «Habiendo llevado a cabo una parte considerable de mi carrera profesional en países del Tercer Mundo en los que la implementación de ideales e ideas abstractos ha hecho que situaciones malas llegaran a ser incomparablemente peores, y el resto de mi carrera en medio de la muy extensa infraclase británica, cuyas desastrosas nociones sobre cómo vivir derivan, en última instancia, de ideas de los críticos sociales que son poco realistas, autocomplacientes y, con frecuencia, fatuas, veo ahora la vida artística e intelectual como algo que tiene incalculables efectos e importancia práctica. John Maynard Keynes escribió en un pasaje famoso de Las consecuencias económicas de la paz [...] que el mundo está gobernado por poco más que ideas viejas o difuntas de economistas y filósofos sociales. Estoy de acuerdo: excepto que ahora yo añadiría novelistas, autores de teatro, directores de cine, periodistas, artistas e, incluso, cantantes pop. Son los no reconocidos legisladores del mundo, y debemos prestar atención a lo que dicen y a cómo lo dicen» (11).

No hay benevolencia sin prejuicios; no podemos escapar a obligaciones y mandatos cuya justificación no puede ser probada, es decir, obligaciones y mandatos justificados en o derivados de prejuicios; ningún sistema ético puede existir sin prejuicios; no hay virtud sin prejuicios: estas cuatro contundentes afirmaciones, que son títulos de los últimos capítulos de In Praise of Prejudice, resumen la posición de Dalrymple y pueden dar una medida de su distancia respecto de la «corrección política».

Notas
1.- La revista Actualidad Económica publica, desde hace unos meses, traducciones de artículos de Dalrymple aparecidos en City Journal. El Instituto Juan de Mariana, con sede en Madrid, se ha ocupado varias veces de Dalrymple (puede verse en el portal de Internet del Instituto), igual que Libertad Digital y varios blogs españoles. Dalrymple colabora principalmente en City Journal (que edita el Manhattan Institute for Policy Research, uno de los más influyentes think-tanks promercado, antiintervencionistas y liberales –en el sentido europeo– de Estados Unidos), en los británicos The Spectator y The Times y en The Wall Street Journal, entre otros. La historia del Manhattan Institute for Policy Research y de su influencia durante las últimas décadas está contada por Tom Wolfe en un artículo publicado en The New York Post, 30 de enero de 2003, disponible en Internet: www.manhattan-institute.org/html/_nypost-revolutionaries.htm.
2.- Publicado en 2001 por Ivan R. Dee.
3.- En Internet pueden leerse dos interesantes entrevistas con Dalrymple: en www.frontpagemag.com, del 31 de agosto de 2005, y en www.brusselsjournal.com, del 17 de septiembre de 2006.
4.- Romancing Opiates: Pharmacological Lies and the Addiction Bureaucracy, Nueva York, Encounter Books, 2006.
5.- Theodore Dalrymple, «The Terrible Logic of Kids, Drugs, and Killing», The Times, 19 de febrero de 2007.
6.- Theodore Dalrymple, «From Stiff Upper Lip to Clenched Jaws», The Australian News, 3 de noviembre de 2007, disponible en Internet.
7.- In Praise of Prejudice, p. 29.
8.- Ibídem, capítulo 11, «The Overestimation of Rationality in Choice», pp. 42-46.
9.- Our Culture, What's Left of It, «The Rage of Virginia Woolf», pp. 62-76.
10.- Anthony Daniels, «How to Murder a Bolivian Boy», The New Criterion, vol. 19, núm. 10, junio de 2001. Éste es uno de los raros artículos que Dalrymple no firma con su seudónimo.
11.- Our Culture, What's Left of It, p. XI.





Luis María Linde







Entrada núm. 1912
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)