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martes, 3 de marzo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Las reglas del juego (Publicada el 23 de agosto de 2009)




Alegoría de la Justicia



Ninguno de los amables y sufridos lectores de este Blog que siga el mismo con un mínimo de asiduidad podrá decir que comparto un especial fervor por la judicatura española en particular o por los tribunales de cualquier tipo, en general. No sólo pienso que una buena parte de las sentencias y pronunciamientos judiciales dictados en estos últimos tiempos en España son un auténtico disparate, sino que me ratifico en planteamientos anteriormente expuestos de que sería preferible resolver los pleitos tirando una moneda al aire, y "a quien Dios se la de, San Pedro se la bendiga". En función de la Ley de Probabilidades, la posibilidad de acierto o fallo de las sentencias dictadas de esta manera estaría en un 50 por ciento exacto, lo que es mucho más favorable para todas las partes implicadas que el recurso a los tribunales de justicia.

Dicho lo cual, y sin empecinamiento alguno, reconozco que las reglas del juego son las reglas del juego y que están para respetarlas. Los jueces, como los árbitros, se equivocan; algunas veces sin intención y por ignorancia, y otras a sabiendas y con intención. Pruebas de lo último nos están dando en estos días a paletadas. Pero son los árbitros y hay que aceptar sus decisiones, y recurrirlas si es el caso, o demandarles si entendemos que han prevaricado. Pero cuando la decisión llega a la última instancia, pues se acabó la historia. Si no nos gusta pongámonos de acuerdo todos, o la mayoría, para cambiar las reglas del juego (las leyes) y el proceso de designación de los árbitros (los jueces y tribunales).

Esta intrascendente reflexión, -intrascendente por venir de quién viene, es decir, de un servidor de ustedes-, me la estoy haciendo hoy a cuento de la que veo venir con motivo de la ya inminente sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña. impugnado -no se olvide. por el PP- casi en su totalidad, y en algunos de sus artículos, por el inefable Defensor del Pueblo, don Enrique Múgica.

Algunos ya se están poniendo la venda antes de la herida y comienzan a hacer aspavientos antes de conocer la literalidad de la sentencia, hablando o escribiendo de ofensa gravísima a la soberanía del pueblo catalán. Y aunque me duele en el alma decirlo pues ansío para Cataluña y para todas las restantes comunidades autónomas españolas el mayor nivel de autogobierno posible para cada una de ellas en el marco de una nueva e hipotética reformulación constitucional del reparto de competencias entre el Estado central y las Comunidades autónomas. la soberanía es una e indivisible, y pertenece al conjunto de los ciudadanos españoles y no a los ciudadanos de cada una de sus Comunidades autónomas como tales. Esa es una verdad de "Perogrullo". Así que, si no gusta, cambiemos las reglas del juego, pero eso es lo que hay y mientras no se cambien hay que respetarlas si de verdad nos llámamos demócratas. Si algunos están jugando a otra cosa, es su problema.

Como no hay regla sin excepción, me gustaría reseñar la enorme satisfacción que me ha producido la reciente Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo, sobre el recurso presentado por Herri Batasuna y Batasuna contra la ilegalización de ambas formaciones políticas por los tribunales españoles. La comenta magníficamente el profesor de la Universidad del País Vasco, Aurelio Arteta, en su artículo del pasado 20 de agosto en El País, titulado "La sentencia silenciada", que pueden leer en el enlace anterior.

Comparto con el autor del artículo mi estupor por el escaso -¿intencionado o malintencionado?- eco que se la ha dado a la misma, y eso que en la Sentencia, dictada por unanimidad de la Sala Quinta del Tribunal, se destaca cosas tan obvias y de triste actualidad en nuestro país, como la de que la sola repulsa de los medios violentos no convierte en democrático a un partido, al revés de lo que predica la simpleza política reinante; sólo lo vuelve pacífico, y que para calificarlo de democrático, deberá probar además que su programa y su proyecto respetan la igualdad política y postulan la libertad de los ciudadanos.

Dentro de mi estupor encuentra acogida la imposibilidad de acceder a dicha sentencia en español, así que he tenido que rebuscarla en la propia página electrónica del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en francés. La pueden leer desde este enlaceEspero que les resulte interesante. HArendt




Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Estrasburgo



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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miércoles, 15 de agosto de 2018

[A VUELAPLUMA] Oh, vida, los que vamos a morir te saludamos





Una vez le preguntaron a David Hume (1711-1776) si no sentía preocupación por lo que pudiera haber después de la muerte. La respuesta del filósofo, que cito de memoria, fue que "si nunca le había preocupado saber donde estaba antes de nacer, porqué iba a preocuparle saber donde iba a estar después de morir"... Esta entrada no va dirigida a los jóvenes, al menos no de momento, pero sí a los que estamos ya jugando el último cuarto del partido, esa etapa de nuestra vida en la que, como dice el filósofo Fernando Savater, "la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador". 

El profesor Aurelio Arteta, autor de A fin de cuentas. Nuevo cuaderno de la vejez (Taurus, Madrid, 2018), catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco, escribe en El País que tener presente la muerte es la mejor forma de tomar en serio nuestra existencia. A quienes ya somos viejos, comienza diciendo, y aún no hemos perdido del todo la cabeza ni las ilusiones, nos toca pensar a fondo la vejez. Eso significa no quedarnos en sus estereotipos o engañifas habituales, como tampoco en los parciales enfoques sociológicos, económicos o de autoayuda acostumbrados. Más todavía, tras examinar los rasgos de esta edad postrera, habremos de atrevernos a mirar de frente a lo que inmediata y definitivamente la sigue: la muerte. ¿Acaso no le tengo miedo? Imagino que como cualquiera. Pero uno supone que, antes de ser despojado de todo lo mío, deberé hacer el esfuerzo de recuperarme a mí mismo. En vísperas de que me vaya, tendré que aprender a despedirme.

Todo lo que empieza tiene que acabar, de acuerdo. Pero admitiremos que, una vez que todo ha comenzado para nosotros (la vida), en cuanto alcanzamos alguna madurez el problema decisivo pasa a ser su final (la vejez y la muerte). No fuimos sujetos de nuestro comienzo, pero sí podemos serlo de su término. Lejos de merecer tildarlo de enfermizo, será incluso un signo de buena salud. Por más que intentemos mirar para otro lado (o sea, di-vertirnos), llegará un momento en que ya no será fácil hacerlo. Esta es la cuestión: si ese recordatorio nos amargará cada instante del último periodo o, por el contrario, le concederá todo su valor.

Seguramente el requisito adecuado para meditar y hablar de la vejez con cierta solvencia sea prestar atención al propio envejecimiento. Nadie ignora que cada día nos morimos un poco, aunque la convención reinante prefiere creer que sólo los mayores envejecen y mueren. Pero habrá que distinguir —lo que olvidó Epicuro en su famoso argumento— entre el proceso de morir y el momento de la muerte: mientras yo estoy, mi muerte no está presente, es verdad, pero me estoy muriendo. Ese envejecimiento puede llamarse “el otoño de la vida”, aunque sería más justo compararlo con su invierno, siempre que se acepte que esta vez no le seguirá ninguna radiante primavera.

Parece como si la vejez nos llegara sin advertencia previa, por más síntomas que nos hayan anunciado su acercamiento. Al final, brotará la sorpresa del ah, ¿pero la vida era esto? ¿Y quién discutirá que a la vejez le gusta ocultarse? Mientras le sea posible, el ya anciano tratará de esconder su vergüenza ante el propio deterioro, encubrir su condena y retrasar en lo posible su seguro cumplimiento. Por eso mismo es un tiempo de eufemismos y disimulos. En lugar de llamarle anciano o viejo, preferimos denominarle una persona de edad o de cierta edad, como si todas las demás no lo fueran también. Los entrenamientos del cuerpo —hoy tan en boga— invitan al qué joven te veo, pero nos ahorramos el masaje de las menos visibles arrugas del alma.

A poco que el anciano mire dentro de sí, no habrá dolor o tristeza de los otros que le sean ajenos. Para él sus compañeros de generación conforman esa gran comunidad de morituri, o sea, de los que van a morir y requieren su cuidado recíproco. Pero a esa misma añada pertenecen también los viejos amargados que optan por encerrarse en su rincón y desentenderse de todos y de todo. Hasta de los muertos que los precedieron, de quienes son sus deudores. Se diría que, ante la amenaza que los aguarda, el máximo riesgo de muchos mayores es el de convertir su vida restante en un periodo de espera desconsolada, en un tiempo vacío…

Antes de abandonar este valle de sonrisas y lágrimas, uno está dispuesto a mantener que lo más decisivo en nuestra vida se aprende al hacernos mayores. Por eso no le asusta demasiado que, en mitad de una reunión de coetáneos, le cuelguen el sambenito de aguafiestas como se le ocurra introducir a la muerte en mitad de la charla. Replicará enseguida que siempre la llevamos con nosotros y nada hacemos sin contar con ella. Será una nueva ocasión de escapar de la mediocridad del montón, de la entrega a los prejuicios de la mayoría. Al fin y al cabo, bien sabemos que cada cual se muere solo y no en grupo…

La muerte relativiza todo cuanto se compare con ella o se contemple desde ella. El hombre mismo se ha definido como un ser relativo a la muerte, el ser que siempre vive en relación con ella. La muerte es su trasfondo y su horizonte; ella pone a cada uno en su sitio. La muerte nos hace pequeños y grandes a un tiempo. Pequeños, porque es la prueba incontestable de que nuestro destino inevitable es la nada. Sólo ante ella palpamos nuestra limitación esencial y la de nuestros proyectos más entusiastas. Pero también nos hace grandes al mismo tiempo. Y es que esta guerra perpetua acabará para cada cual en su propia derrota, pero tras unas cuantas victorias parciales que nos honran. Somos lo que llegamos a ser contra la muerte y por su mediación; a fin de cuentas, gracias a ella.

Así las cosas, ¿no será la reflexión sobre nuestra finitud —al contrario de lo que predica el tópico— un considerable estímulo de la vida? ¿O no es su anticipación mental el acicate negativo de cuanto hacemos y aspiramos? La conciencia del límite que conlleva infunde urgencia a nuestros quehaceres y clasifica nuestros proyectos en más o menos importantes para mejor distribuir ese tiempo tan escaso que se nos ha otorgado. Sólo la previsión y meditación de nuestra fugacidad puede dotarla de su debido espesor; la muerte se encargará al final de encumbrar nuestra vida… o de certificar su pobreza. André Gide lo comprendió a fondo: “Por no pensar lo suficiente en la muerte, ni el más breve instante de tu vida ha sido lo suficientemente valioso”.

En definitiva, dar su justo valor al presente requiere vivir la vida desde ese futuro. Hay que tomar nuestra existencia en serio precisamente porque acaba, porque ya no podemos llegar a más ni van a ofrecernos otra nueva oportunidad de ser. Por eso mismo puede proclamarse con toda certeza que la muerte no está al final, sino en el centro mismo de la vida, según constata Ramón Andrés. Y repetir con Fernando Savater que “la evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo, sino que le vuelve a uno pensador”.



"Vida y muerte", de Gustav Klimt (1862-1918)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

miércoles, 3 de enero de 2018

[A vuelapluma] Tópicos tramposos





Los arraigados juicios de valor en política florecieron durante la etapa de ETA y se concentran ahora en la cuestión catalana. Ahí se ha mentido tanto que llevará tiempo desmontar el tinglado y reconstruir una conciencia pública decente, escribía hace unos días en El País el profesor Aurelio Arteta, catedrático jubilado de Filosofía Moral y Política.

Desde que entramos en sociedad todos queremos ser de “los nuestros”. Para ello no hace falta ningún juramento expreso de fidelidad al grupo ni ceremonia especial de ingreso, sino ante todo compartir sus tópicos o lugares comunes. Los tópicos son esos juicios de valor muy arraigados en una comunidad, que nos brotan sin apenas rumiarlos y a los que no damos relevancia. Alguna deben de tener, sin embargo, puesto que nos ganan el beneplácito de muchos conciudadanos y también, según la situación, el rencor o la sospecha de otros tantos. Y es que en sus pocas palabras encierran un parecer que no hace falta justificar, porque se da por supuesto. Sus usuarios probablemente quedarían asombrados si vieran en qué medida esas manidas frases hechas condicionan sus sentimientos y su conducta; cómo y cuánto llevan a aplaudir, condenar o simplemente permitir un proyecto colectivo.

Los tópicos políticos más clamorosos entre nosotros, que tuvieron su floración durante la larga etapa de ETA y sus fieles, se han concentrado más calladamente en torno a la “cuestión catalana” hasta su actual estallido. No todos van siempre en la misma dirección, sino que, como en este caso, se reparten entre bandos enfrentados y alimentan sus actitudes respectivas. Sirven para enardecer a unos, mientras fomentan el apocamiento y el silencio de otros. Durante decenios han armado de osadía a los independentistas y desarmado a la mayoría de los demás, con el consentimiento de un Gobierno de España que ha recitado, ¡y sólo al final!, la salmodia de la legalidad como único argumento. Veamos en acción la falsa ortodoxia de unos cuantos lugares comunes en este conflicto.

Me jugaría lo que no tengo a que, salvo excepciones, el separatista catalán había parecido a sus vecinos hasta hace poco una persona de lo más normal. Y mucho mejor todavía si aquel no trataba de imponer sus ideas políticas por la fuerza, porque es sabido que todas las opiniones son respetables y que sin violencia todas las ideas son legítimas, hasta las más bestias. En su boca el adjetivo “democrático” vuelve ya milagrosamente democrático a cualquier sustantivo al que acompañe; y, si no, conviene recurrir al bueno, eso es relativo. Ante el menor reproche contrario, los fanáticos advierten que tratan simplemente de expresar sus legítimas diferencias. Como al parecer la historia nos otorga derechos, parece lógico que, al reclamar los presuntos de su nación, se amparen en que no es nada personal. Llevarán las de ganar si incluso reconocen que todos tenemos derecho a equivocarnos, aunque poco antes o después aseguren que no me arrepiento de nada.

Estos separatistas ya han probado que no se dejan arredrar fácilmente. El suyo es un nacionalismo democrático —ese flagrante contrasentido— ya simplemente por ser pacífico, así que nadie tiene derecho a pedirme que renuncie a mis ideas. Se trata de ideas muy profundas: verbigracia, democracia es votar, sin preguntarse antes por sus requisitos o si cualquier propuesta popular puede someterse a votación. La consigna general que hoy ordena déjate llevar por tus sentimientos, se traducirá en el dogma de que los sentimientos políticos son intocables. A la vista de aquellos pocos heridos en la famosa refriega (y contra el inexcusable monopolio de la violencia por parte del Estado), se proclama que con la violencia no se consigue nada o que la rechazamos, venga de donde venga. En menos palabras, que la carga policial fue una actuación muy poco ética. Ese combatiente se atiene al lema de que al enemigo, ni agua, y así puede mentir a derecha e izquierda con igual descaro. Voceará sin desmayo que estoy en mi perfecto derecho de pedir cuanto se le antoje y pondrá fin al debate con un sorprendido e inapelable ¡pero no pretenderá usted convencerme! En realidad, demócrata como se cree, ese final puede también adoptar la fórmula de que somos mayoría, y punto.

¿Venimos ahora al bando de enfrente? Siguiendo el ejemplo de nuestro timorato Gobierno en esta materia, muchos rivales de los indepes han evitado durante algunos decenios la pelea ideológica para dejarse de filosofías. Si el contrario aún porfía en sus planes, echará mano de la acreditada fórmula de que respeto sus ideas, pero no las comparto. También cuenta el llamamiento a que seamos tolerantes, ya que al parecer no debemos juzgar a nadie. Tal vez se oiga a los más angelicales resumir que todos tenemos alguna parte de verdad o, en este caso, que se debe respetar su cultura (entiéndase, la catalana). Ya puestos, respetaremos también esa política educativa que impone por la brava como “lengua propia” la que mayoritariamente es la impropia (el catalán). En cualquier momento vale soltar que esa será tu opinión, para mejor ocultar la suya por si acaso. Eso sí, no hay que generalizar. Y para defenderse del reproche de haber callado tanto tiempo, le escucharemos susurrar que mi intervención no serviría de nada, o que todos harían lo mismo o, más humildemente, que no tengo madera de héroe.

A este ciudadano tanto tiempo asustado y remiso no le faltarán sus propios sonsonetes de apoyo. Si ya ha superado ese de que la política es cosa de los políticos, quedará como un caballero al sentenciar que desapruebo lo que dices, pero defiendo tu derecho a decirlo (por más que lo dicho sea una invitación al atropello civil). Ganará fama de sujeto reflexivo cuando pontifique que el problema es muy complejo y todavía aumentará su crédito si termina con un todos queremos la paz. A su entender, todo es negociable, incluida la verdad o la justicia de la reivindicación en juego. De ahí que a menudo concluyan que eso no lleva a ninguna parte, cuando hace tiempo que ha llevado ya al desastre. Y si algún día no soportan la letanía de aquellos creyentes en su Pueblo escogido, bueno, que les den lo que piden y nos dejen en paz...

Pues, mire usted, ni unos ni otros tópicos. Tan cómodos pero tan falsos, será mejor que nos vayamos acostumbrando a pensar sin su tramposa ayuda. Quiero decir, a pensar con razones bien fundadas, no con torpes soflamas, lo que será una tarea bastante más ardua que la mera aplicación del artículo 155. Pero me temo que antes se querrá contentar a los muchos que llevan siglos sintiéndose ofendidos y humillados. No tengan ninguna duda: allí se ha mentido tanto, se ha creído tanto, se ha disimulado tanto y confundido tanto y consentido tanto... que llevará tiempo desmontar el tinglado y reconstruir una conciencia pública decente. A lo mejor vuelve a ser el momento, ¿recuerdan?, de solicitar aquella indispensable educación para la ciudadanía. No sé, digo yo.



Dibujo de Enrique Flores para El País



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domingo, 22 de octubre de 2017

[A vuelapluma] Los sentimientos en política





Los sentimientos son cuestionables. No es verdad que la emoción nacional sea indiscutible. Si los afectos políticos fueran inmunes a la crítica, todos gozarían de un valor equivalente. Para el nacionalista, la política se agota en preservar lo propio y levantar fronteras frente al otro, escribe en El País el profesor Aurelio Arteta, catedrático de Filosofía moral y política de la Universidad del País Vasco.

Uno de los acuerdos (o, mejor, prejuicios) más generales e indiscutidos hoy entre nosotros es que el mundo de los sentimientos ocupa un reducto íntimo del individuo que nadie debe allanar y todos han de respetar, comienza diciendo e profesor Arteta. Se supone, además, que son poco menos que naturales e inmunes a la razón y sus argumentos. Trasladadas estas premisas al terreno político, tal vez se permita a regañadientes el intento de persuadir al adversario mediante mejores razones, pero habrá que detenerse en cuanto rozan sus emociones. Este es un umbral que no hay que traspasar, no vayamos a herir sus sentimientos. ¿Pondremos a prueba tales supuestos, por ejemplo, en nuestra respuesta al desafío de los nacionalistas catalanes?

La ocasión nos la brindan unas recientes reflexiones a propósito de ese conflicto que hoy nos tiene en vilo. Sostenían que la democracia es un principio que puede defenderse racionalmente, mientras que la nación no. La nación señala algo afectivo, arraigado en los estratos emocionales más profundos. “Esta es, pues, una cuestión de sentimientos. Y los sentimientos sólo pueden ser respetados, no discutidos”. Que se me permita discrepar frontalmente de tesis tan rotunda. Si no deben cuestionarse las emociones nacionales de nadie, todas serán admisibles y hasta las más alejadas entre sí gozarán de un valor equivalente. No ha lugar a dilucidar lo apropiado o inapropiado de esas emociones, que nos enfrentan sin remedio. Al final impondrán las suyas quienes den rienda suelta a las más acendradas, o sea, los más fanáticos o los más brutos. Y la cobardía, la pereza o la incapacidad crítica muchos quedarán ocultas tras la digna máscara del respeto.

Pero el caso es que esos sentimientos no son los datos últimos e irrebasables del problema. ¿O acaso no tocará preguntarse de dónde emanan tales afectos? No parece descartable suponer que muchos arraiguen en infundadas obstinaciones de sus sujetos, ya sean frutos de dislates familiares o sociales transmitidos de generación en generación. Sería normal asimismo que tales convicciones procedieran de la imposición o del simple contagio de la mayoría. O que se incubaran en otros sentimientos, como el temor a ser condenados a la soledad por atreverse a discrepar de los dogmas dominantes en el grupo. O que se apoyaran en supuestos inventados acerca de su propia nación o comunidad étnica imaginaria, que acostumbra a estar bien lejos de ser la real. Y viniendo a la Cataluña del presente, ¿en cuántas cosas habrán sido engañados por sus gobernantes, propiciando así una arrogante conciencia nacional? ¿Cuánto habrán pesado en ella las décadas de educación escolar a cargo de ese nacionalismo de manual? ¿Alguien supone que la barbaridad moral de la inmersión lingüística no conlleva la transmisión de creencias nacionalistas tenidas por indubitables ?

Además de ser resultado de variables como ésas, las emociones son asimismo causas o motores de la acción privada y pública. Los sentimientos engendran convicciones y deseos que, a su vez, son órdenes de acción. ¿Cómo no habremos de poder (y de deber) enjuiciar la consistencia de tales intenciones individuales o colectivas, las medidas públicas que de ahí se derivan y los derechos que se consagran? Parece claro que el valor de tales emociones deberá medirse entonces por el grado de justicia de la causa política que impulsan, por la singularidad del momento y circunstancia a los que se apliquen.

No es verdad, pues, que cualesquiera sentimientos sean legítimos y dignos de respeto, un absurdo paralelo a la majadería de que todas las opiniones son respetables. Descorazona tener que repetirlo una vez más. Respetable será siempre el sujeto, pero no siempre su sentimiento; mejor dicho, con frecuencia ese sujeto será respetable a pesar de su particular sentimiento. Pues se admitirá que no valen lo mismo el amor que el odio, la admiración que la envidia, la benevolencia que la sed de venganza. Ni es cierto tampoco que la razón práctica deba abstenerse de cuestionar la calidad de los afectos en liza y, llegado el caso, de procurar transformarlos o erradicarlos. ¿Acaso unos sentimientos no conducen a cierta acción política y otros a la contraria? No es menos falso que la razón nada pueda contra ellos, como si no hubiera conexión entre lo que pensamos y lo que sentimos, así como entre lo que sentimos y lo que decidimos hacer. ¿O es que el cambio de convicciones dejará intactas nuestras emociones? En suma, somos responsables de nuestros sentimientos porque somos responsables de cultivar o rechazar las ideas que alientan esos sentimientos y sus consecuencias.

De suerte que el dictamen sobre la justicia o injusticia del ‘procès’ secesionista y la congruencia de las emociones que lo acompañan variarán según las creencias del sujeto. A tal creencia, tal idea de justicia y tales sentimientos nacionales. ¿Cómo superar el relativismo ante las pasiones y opiniones en liza, si no entramos a dilucidar con argumentos qué sea lo fundado o infundado en ellas? No bastará que el sujeto sienta que a su Pueblo le arrebatan su presunto derecho a decidir, porque antes habrá que discutir si goza de tal derecho. Como tampoco bastaba la emoción que hace pocos años un obispo vasco —y nacionalista— predicaba, a saber, “la conciencia cálida de pertenecer al mismo pueblo”. La cierto es que, mientras cultivemos diferentes afectos y aspiraciones nacionales, no somos un mismo pueblo ni sería posible que lo fuéramos. Formamos más bien una sociedad cultural y políticamente plural. Y esa sociedad sólo puede vivir en paz si instaura el pluralismo político y la tolerancia para las diversas ideologías —las tolerables, claro está— de sus miembros.

A una mirada nacionalista el sentimiento de pertenencia a su nación es la pasión política originaria e intocable. Por si alguien lo ignorase, el nacionalismo declara que la política es sobre todo la exaltación de la propia nación y, a fin de cuentas, un combate entre intereses, ideologías y pasiones nacionalistas. ¿Que eso contradice el significado de democracia? Eso lo dirá usted, replicará el fanático, yo estoy en mi derecho de sentir (y pensar) lo que quiera. No querrá usted convencerme. Nada cuenta el peso de las razones ni nada puede la deliberación racional contra la liberación nacional. “El nacionalismo es la indignidad de tener un alma controlada por la geografía”, concluyó el filósofo Santayana. En pocas palabras, para el nacionalista la política se agota en preservar lo propio y levantar fronteras frente al otro. Para el demócrata, en cambio, toda pertenencia individual —ya sea a una etnia, una iglesia o un partido— ha de someterse a la común ciudadanía. Y los únicos sentimientos políticos universalmente respetables serán sólo los nacidos de esa conciencia que nos considera a todos sujetos de iguales derechos, concluye diciendo.



Dibujo de Eulogia Merle para El País




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lunes, 25 de noviembre de 2013

La ópera "Marina", de Emilio Arrieta, desde El Palco de RTVE


Como todos estos últimos finales de mes es un inmenso placer para este blog que su entrada número 2000 esté dedicada a una de las grandes obras de la ópera española. Una de las representaciones que han marcado el panorama operístico de este año y que llegó el pasado domingo al programa El Palco, de la 2 de RTVE, presentado por la soprano Ainhoa Arteta, acercándonos un espectáculo escénico de primer orden como es la ópera "Marina", de Emilio Arrieta, en una producción del Teatro de la Zarzuela.

Fue compuesta por el maestro Emilio Arrieta a partir del libreto de Miguel Ramos Carrión, quien a su vez había adoptado una zarzuela de Francisco Camprodón. Esta obra se estreno como zarzuela en 1855 en Madrid, y fue el propio Arrieta quien la transformó en ópera para estrenarla años después en el Teatro Real, convirtiéndose en la primera ópera cantada en español que se estrenaba en el mismo.

Ahora llega a RTVE como una nueva producción del Teatro de La Zarzuela, de este mismo año, en la que se combina material musical de las dos versiones, como ópera y como zarzuela, de forma que el público puede escuchar arias y fragmentos musicales de esta obra por vez primera.

Esta ópera en tres actos cuenta con la dirección musical de Cristóbal Soler y con un elenco formado por la soprano Mariola Cantarero, como Marina, y el tenor Celso Albelo y los barítonos Simón Orfila y Juan Jesús Rodríguez, entre otros.

El director de escena, Ignacio García, ha creado una realista y romántica versión en la que se han cuidado todos los detalles para recrear un puerto de mar en el escenario del Teatro de La Zarzuela, ya que "Marina" es una historia que transcurre en Lloret de Mar, cuando este era un pueblo de pescadores, y narra los amores y desamores de sus protagonistas: Marina, Jorge y Pascual. Pueden disfrutarla íntegramente en el enlace de más arriba. Desgraciadamente su contenido solo estará disponible hasta el próximo día 9 de diciembre. 

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt



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martes, 22 de octubre de 2013

"Romeo y Julieta", de Prokofiev, desde El Palco de RTVE


Como en en anteriores ocasiones les invito a asistir desde El Palco de la 2 de la radio televisión española a la representación, esta vez, del "Romeo y Julieta" de Serguéi Prokofiev, desde el Teatro Real de Madrid, con la participación de la Orquesta Sinfónica de Madrid y la Compañía Nacional de Danza, presentado por la soprano Ainoha Arteta.

En este enlace pueden ustedes leer la génesis azarosa de la famosa pieza de Prokofiev, aunque en esta ocasión la representación del ballet, con la coreografía de Goyo Montero, y la dirección de José Carlos Martínez, esté más cercana a la Nueva York de "West Side Story" que a la Verona de Shakespeare. Disfrútenlo que merece la pena. Desgraciadamente, el vídeo solo estará visible hasta el próximo 4 de noviembre.

Sean felices, por favor, y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt


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martes, 13 de agosto de 2013

El mayor espectáculo del mundo. Festival de Ópera desde La Arena de Verona. Junio 2013





La Arena (Verona, Italia)



El domingo 12 de agosto, la 2 de RTVE, dentro de su programa "El Palco" presentado por la soprano Ainhoa Arteta, emitió la gala lírica que con motivo de su primer centenario tuvo lugar en La Arena de Verona (Italia) el pasado mes de junio, dedicado a la memoria de Luciano Pavarotti, en el que intervinieron, entre otros muchos, tenores como Plácido Domingo y Andrea Bocelli o la soprano María José Siri, interpretando arias de Tosca, Norma, El Barbero de Sevilla, Madama Butterfly, y otras.

Un fascinante espectáculo, sin duda el mayor espectáculo del mundo, que pueden ustedes disfrutar íntegramente en este enlace. No dejen de hacerlo. Se lo recomiendo encarecidamente.

Y sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt




La soprano Ainhoa Arteta




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