miércoles, 12 de julio de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Sobre la cadena perpetua en España. [Publicada el 18/01/2018]











La detención del asesino confeso de la joven gallega Diana Quer y el posterior encuentro de su cuerpo, han desatado de nuevo en nuestro país el recurrente debate sobre la pertinencia o no de la prisión permanente revisable, la cadena perpetua, en el ordenamiento penal español. Por horrendo que sea el crimen cometido, por justo que nos parezca el deseo de venganza y reparación de los deudos de la víctima inocente, personalmente estoy en contra de la prisión permanente.
Para una tradición central del liberalismo decimonónico tanto la pena de muerte como la de cadena perpetua son despóticas, dice en El País el historiador Tomás Llorens. El Estado no tiene derecho a arrebatarle al individuo ni su vida ni la totalidad de su libertad, afirma. Y creo que tiene razón.
Leí el verano pasado Historia de dos ciudades, la singular novela histórica que Dickens dedicó a la Revolución Francesa, comienza escribiendo Llorens. La visión que ofrece de la Revolución es claramente negativa. Su descripción de la vida cotidiana en las calles de París bajo el Terror es espeluznante. Especialmente atroz es el personaje de Thérèse Defarge, tabernera y líder revolucionaria, que decide de la vida y la muerte de los ciudadanos que tienen la desgracia de toparse con ella. Sin embargo, Dickens es igualmente duro con el Antiguo Régimen. La sed de sangre de la propia Defarge se explica, al final de la novela, por el hecho de que es la única superviviente de una familia de campesinos exterminada por un capricho criminal de los marqueses de St. Evremonde. El novelista inglés describe el crimen aristocrático con tintes no menos apasionados que los que aplica a los crímenes revolucionarios.
No es el único ejemplo que encontramos en la novela de la tiranía del Antiguo Régimen. Uno de los más memorables es el encierro del médico Alexandre Manette en La Bastilla. La descripción con la que Dickens introduce el personaje, recién salido de prisión, es inolvidable. Encogido, frágil e insustancial como un espectro, Manette es un muerto viviente. No tolera la luz ni el espacio abierto. Tampoco tolera la presencia de personas desconocidas. Vive absorto en un delirio interno y todo lo que le distrae de su delirio le sume en un pánico furioso.
Además de un tour de force literario, la descripción de Dickens es asombrosamente verídica. Puedo dar fe de ello. Esa agorafobia invencible, esa introversión, esos ojos que han perdido la costumbre de mirar, los he visto. En un grado mucho menor que el de Manette, pero los he visto. En 1959 un tribunal militar me condenó a tres años de cárcel. Tras un periodo inicial en la prisión de Carabanchel, cumplí la mayor parte de la condena en la de Valencia. Aunque los presos de larga duración eran destinados a los penales, a veces alguno de ellos era trasladado temporalmente a nuestra cárcel. Cuando salía al patio y se mezclaba con los demás presos destacaba a simple vista, como destaca una gota de aceite en un vaso de agua.
¿Cuánto tiempo de encierro hace falta para que se produzca la mutación de un preso? En mi limitada experiencia de mediados del siglo pasado, yo pensaba que unos diez o doce años. Naturalmente la cifra depende de cada persona y de las condiciones del encierro. No es lo mismo estar encerrado en una cárcel española de hoy, o de mediados del siglo XX, que en La Bastilla bajo el Antiguo Régimen. El Manette de Dickens estuvo preso en La Bastilla durante 18 años en unas condiciones que hoy nos resultan inimaginables, por muy bien que se nos describan. Sin embargo, lo que explica la severidad extrema de su enajenación no es tanto la longitud del encierro, ni la dureza de sus condiciones, como el hecho de que tuvo que experimentarlo, día a día, como una prisión permanente. Es eso lo que hace de él, como insiste Dickens, un muerto viviente. Los presos de La Bastilla permanecían encerrados indefinidamente, sometidos al arbitrio del poder monárquico. Aunque había excepciones —Manette resultó ser una de ellas— no solían salir vivos. La fortaleza se convirtió por ello en el símbolo más conspicuo del despotismo implícito en la monarquía absoluta y la liberación de sus presos por el pueblo de París el 14 de julio de 1789 quedó grabada en los anales de la historia como el acto inicial de la Revolución, el punto final del Antiguo Régimen.
La prisión por tiempo indefinido era una institución paradigmática del Antiguo Régimen. En la medida en que se iban alejando de él, los Estados europeos fueron elaborando, a lo largo del siglo XIX, una legislación penal que tipificaba, objetivaba y limitaba las penas de prisión, substrayéndolas, en la medida de lo posible, a la aplicación discrecional del poder del Estado, incluso el judicial. Esa tendencia de la legislación penal moderna es a su vez hija de una tradición filosófica liberal cuyos orígenes se remontan a la Ilustración. La reflexión sobre el poder punitivo del Estado se imbrica en la reflexión sobre la justificación misma del Estado y de las leyes. El tratado De los delitos y las penas (1764) del filósofo ilustrado milanés Cesare Beccaria, que es la base del derecho penal moderno, se nutre de la idea del contrato social de Rousseau y presupone implícitamente el principio de separación de poderes de Montesquieu.
Hace cinco años, cuando un Gobierno presidido por Mariano Rajoy presentó un proyecto de ley que incluía la prisión permanente revisable, publiqué, en las páginas de este mismo diario, un artículo en el que argumentaba su incompatibilidad con la tradición filosófica liberal. Retomo un pasaje de John Stuart Mill que cité en aquella ocasión: “La libertad humana —escribía Mill— exige libertad en nuestros gustos y en la determinación de nuestros propios fines para trazar el plan de nuestra vida según nuestro propio carácter y para obrar como queramos, sujetos a las consecuencias de nuestros actos”. Pues bien, la prisión permanente aniquila para el condenado precisamente esa posibilidad de “trazar su plan de vida” aceptando “las consecuencias de sus actos”, es decir, su autonomía moral. El hecho de que los jueces puedan revisarla no hace sino subrayar la heteronomía absoluta a la que ha quedado reducido. Revisable o no, la condena implica una supresión total de su libertad, tal como la define Mill. Para una tradición central del liberalismo decimonónico, que la mayoría del pensamiento de izquierdas del siglo XX ha asumido como propia, tanto la pena de muerte como la de cadena perpetua son despóticas. El Estado no tiene derecho a arrebatarle al individuo ni su vida ni la totalidad de su libertad.
La prisión permanente forma hoy, por desgracia, parte de nuestro ordenamiento jurídico. Fue aprobada por las Cortes, con sólo los votos del PP, cuando este partido contaba con mayoría absoluta. Hoy ya no cuenta con ella, pero la pena sigue vigente. Y, lo que es peor, se ha aplicado ya, al menos en una sentencia judicial. Por otra parte, cabe temer que ciertos casos aún no juzgados, como por ejemplo el de Diana Quer, propicien una marea populista favorable a su consolidación. Es necesario que los partidos políticos que se opusieron en su día a la prisión permanente tengan ahora la lucidez y la valentía de desoír esa marea y se unan en las Cortes para derogar una medida que supone un paso atrás hacia el despotismo del Antiguo Régimen. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt












1 comentario:

Mark de Zabaleta dijo...

Siempre interesante ...