lunes, 18 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Vivir ilusionados





El comportamiento de don Quijote recuerda al de los niños en sus juegos, dice el escritor Gustavo Martín Garzo. Tampoco él quiso elegir entre la justicia y el amor; deseaba las dos cosas. Y de haber contemplado las filas de refugiados, habría arremetido contra los guardianes de las fronteras.

Ahora que han concluido los actos que conmemoraron el cuarto centenario de la publicación de la segunda parte de El Quijote, comienza diciendo, puede que no esté de más preguntarse, ya en silencio de la lectura, por el misterioso encanto de un libro que no ha dejado de maravillar al mundo desde que se publicó. Hace unos meses, en un artículo publicado en El País, Francisco Rico se preguntaba por la razón de ese éxito sin desfallecimiento. Un éxito al que no sólo han contribuido sus lectores, puede que hoy más escasos que nunca, sino las gentes de toda condición, ya que sus personajes han abandonado las páginas del libro en que nacieron para aparecer en el mundo real y así, las carreteras están llenas de mesones con sus siluetas, sus figuras se han reproducido en mil lugares, se han hecho sobre ellos películas y series de televisión y no hay escolar que no conozca la historia del caballero que perdió la cabeza por leer libros de caballerías y que decidió irse por el mundo para emular las hazañas de los caballeros que admiraba.

Francisco Rico afirma que, más allá de su poderoso sentido simbólico, la razón de ese éxito radica en que El Quijote es una obra divertida, sin aparentes complicaciones, que entretiene y da felicidad a quien la lea. Y ciertamente el comportamiento de don Quijote recuerda mucho al de los niños en sus juegos. Torrente Ballester, en su libro El Quijote como juego, abunda en esta tesis al afirmar que lo que hace Alonso Quijano cuando sale al mundo vestido de caballero andante es ponerse a jugar con las cosas. Y así, por ejemplo, cuando dice que los molinos son gigantes no es tanto que confunda a éstos, los gigantes, con aquellos, los molinos, como que juega a que es así, como haría cualquier niño cuando afirma que una silla es su caballo. Y jugar para los niños no es otra cosa que dar cuenta en el mundo de la vida de sus deseos, llevar su verdad a la vida real.

Las extravagancias que tanto abundan en este divertido y hondo libro tienen que ver con la incapacidad de don Quijote, y en esto también se parece a los niños, para aceptar una vida no marcada por lo excepcional. En la mística iraní se piensa que el nacimiento de cada hombre está presidido por un ángel llamado Daena, que tiene la forma de una niña bellísima. El rostro de ese ángel no permanece inalterable a lo largo de la vida sino que se va transformando imperceptiblemente con cada uno de nuestros gestos, palabras o pensamientos. Al final de la vida, cuando nos encontramos por fin con él, se ha transformado en un ser bellísimo o en una criatura monstruosa según han sido nuestros actos. En El Quijote es Dulcinea quien representa a ese ángel secreto y es a ella a quien nuestro caballero dedica sus aventuras, pues un caballero no es nada sin una dama a quien amar. Llevar a la realidad la vida de sus sueños más secretos, tal es la búsqueda esencial de los caballeros enamorados.

Nos dan a elegir entre la justicia y el amor, escribe Elías Canetti. Yo no quiero, yo quiero las dos cosas. Es justo eso lo que hace don Quijote. Por eso libera a los galeotes, da la razón a la pastora Marcela, defiende a un pobre criado de la brutalidad de su dueño y devuelve con sus palabras la dignidad a venteros, prostitutas y pastores. Y no me cabe duda de que de haber contemplado este invierno las filas de refugiados sirios bajo la nieve, don Quijote habría arremetido sin dudarlo contra los guardianes de las fronteras de Europa, porque ¿acaso la ley que se ha invocado como justificación de esas fronteras es algo sin el amor que permite ver en el desamparo de tantos una muestra más de nuestra propia humanidad herida? El corazón de una sociedad es la ley, dijo Roberto Rossellini, el de una comunidad es el amor.

En uno de sus breves apólogos, Kafka nos habla de un hombre que manda a sus criados que dispongan su caballo para su salida inmediata. Cuando éstos, extrañados por sus prisas, le preguntan que adónde va, él les contesta que eso qué importa. Salir de aquí, esa es mi meta, exclama. También a don Quijote le mueve el mismo deseo de escapar, de abandonar cuanto antes la triste casa donde pasa sus días para vivir sus aventuras. Porque ¿qué es la aventura sino el deseo de tener un corazón? Todos los personajes que lo intentan deben pasar por pruebas dolorosas y noches oscuras. Tener un corazón nos hace enfermar porque el corazón es el lugar del extrañamiento, de la apertura hacia lo Otro. Alonso Quijano ha perdido el suyo, y malvive aburrido en su pobre hacienda hasta que vuelve a escuchar sus latidos en las páginas de los libros de caballerías. Leer es apostar por los latidos de ese corazón hipotecado, entrar en el mundo de la ilusión.

En su libro Breve tratado de la ilusión, Julián Marías nos recuerda que la palabra ilusión procede del verbo latino illudere, que significa jugar. Aparece en todas las lenguas románicas con un significado negativo relacionado con la ficción y el engaño. Lo ilusorio es lo que no existe en la realidad; el ilusionista es un vendedor de humo; el iluso, alguien que tiene esperanzas infundadas. Pero esta palabra ha adquirido en nuestro idioma un valor muy diferente. Ese cambio, continua diciéndonos Julián Marías, es parecido a lo que sucedió con la palabra sueño. Cuando Calderón afirma que la vida no es más que sueño, lo que quiere decirnos es que no es verdadera realidad. “Pero en el siglo XVII se opera en Europa, en los filósofos y en los poetas, el descubrimiento del sentido positivo del sueño y la ficción, no como opuestos a la realidad, sino como formas de realidad, y precisamente aquellas que reflejan la condición de hombre”. Tener ilusiones, para nosotros, no será ya refugiarse en quimeras, sino vivir queriendo otras cosas. La ilusión tiene que ver con lo que Marías llama la condición indigente o menesterosa del ser humano; es decir, con el hecho de que nuestra vida sea un proceso lleno de necesidades que tenemos que satisfacer. Y la ilusión es la expectativa de que lo podemos conseguir. Vivir en mundo sin cosas, como les pasa a los niños, esa es la búsqueda de la ilusión.

Ese vivir ilusionado es el que encarna don Quijote, y lo que tanto necesitamos nosotros. Harold Bloom dice que leemos movidos por una necesidad de belleza, de verdad y de discernimiento. Es decir, buscando el esplendor estético, la fuerza intelectual y la sabiduría. Añadiría un cuarto motivo: buscando un poco de locura, pues ¿qué es la vida sin locura? Hacer posible lo que no lo parece, restablecer el reino de la posibilidad, es lo que entiendo por locura. Lo que más sorprende de don Quijote es su candor, su maravillosa disponibilidad, pero también que, a pesar de los líos en que se mete, raras veces pierda la cabeza. Tal es la paradoja de las bellas historias, que cuanto más maravillosas y locas son más discretos y razonables vuelven a quienes las escuchan. Esta alianza entre fantasía y razón es la que da al libro de Cervantes su encanto imperecedero. Goya lo explicó en su famosa glosa al Capricho 43, El sueño de la razón: “La fantasía, abandonada de la razón, produce monstruos imposibles: unida con ella, es madre de las artes y origen de sus maravillas”. Rindamos pleitesía una vez más al valeroso Caballero de la Fantasía, concluye diciendo Martín Garzo.



Dibujo de Raquel Marín para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt



HArendt






Entrada núm. 3839
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

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